¿Se acerca el fin del mundo?
Pierre Bergounioux
Durante mucho tiempo, la utopía ha sido la proyección de un ideal que alcanzaría, en el futuro, su realización. Es inseparable del conflicto entre grupos sociales por la distribución del poder y de los beneficios y por la definición de los valores.
Estamos formados por dos sustancias, como estableció Descartes en los albores de los tiempos modernos: una palpable, extendida; la otra, meramente pensante. Esta última, por inmaterial que sea, no deja de ser completamente real. Puede tomar la forma visible de caracteres impresos en libros tangibles que desafían lo que, alrededor del lector, se entiende por realidad. Una parte de lo que pensamos rechaza el mundo en el que estamos inmersos, a pesar de la experiencia que tenemos de él. ¿Qué hombre no edifica, día tras día, su utopía? ¿Qué vida no está flanqueada, en la sombra, silenciosamente, por vidas paralelas en las que serían retiradas las sombras, los agravios, la angustia, el fastidio consustancial a toda realidad? Junto a los libros de la biblioteca están los volúmenes fantasma que los hombres compusieron sin pensar en ello, porque toda vida deja que desear, porque tenemos el mundo de los sueños para construir lo que el otro, el real, hace todo lo posible por negarnos. La filosofía ha sugerido decididamente, a través de su lenguaje, que lo que existe no es nunca más que una posibilidad entre muchas otras, cuyo halo invisible lo rodea y podría desplazarlo, si queremos, si trabajamos en ello con la energía requerida. No hay utopía que no se haya erigido en rival de lo real, que no haya revelado el lugar remoto, imaginario, que solo depende de nosotros habitar.
Eso era antes. Empezó en el Renacimiento, cuando Tomás Moro y Rabelais trazaron planes, uno de una isla purgada de despotismo, de monaquismo, de la venalidad de cargos, del lujo, de la propiedad privada, el otro de una abadía donde la gente pudiera dedicarse libremente a sus intereses espirituales. Todo termina con Fourier, tras pasar por El Dorado, los archipiélagos afortunados y el país de los caballos.
La tendencia contraria se perfila en el mismo instante, prácticamente, en el que los sueños nacidos en la época feudal y bajo el talón de hierro del capitalismo industrial toman forma. ¿Es el destino de los sueños verse despojados de sus virtudes y de su encanto cuando se cumplen? ¿Contienen un germen letal que los destruye cuando cambian la habitación donde nacieron por el desprotegido espacio exterior? La utopía parece destinada a alimentar la utopía, lo posible a engendrar lo posible, toda realidad a negarse a sí misma. Tan pronto como los ideales toman un rostro, aparecen los estigmas ineludibles, por decir algo, de la tiránica realidad.
La diferencia con las épocas anteriores es que la protesta, decepcionada, ha cambiado de rostro. En lugar de oponer un sueño adicional a aquello que es, se pone a dibujar, forzando el trazo, la pesadilla en la que se convertirá. Son las profecías de Kafka, de Orwell, de Huxley, a las que el chamuscado siglo XX ha opuesto el sello de la abominación de la desolación.
Todo va muy deprisa, por otra parte. Hemos, sin duda, cambiado de época. Cualquiera que sea el nombre que le demos —sociedad postindustrial, posmodernidad, democracia neoliberal, fin de la historia—, se perfila como un trastorno de la experiencia ordinaria, como una revolución del paisaje donde predomina lo que el sociólogo Marc Augé describió hace diez años como un no-lugar. La utopía, en el sentido estricto del término, está a punto de invadir el espacio en el que intentamos vivir, con la consecuencia de que ya no tenemos adónde ir.
No hay vuelta atrás. El futuro que soñaron nuestros predecesores se desintegró en 1991, cuando una sociedad explícitamente construida para distribuir equitativamente el producto del trabajo murió por haber dejado a los monstruos que pretendía ahuyentar crecer y devorarla: la brutalidad, los procedimientos burocráticos, la opacidad, el dogmatismo, la senilidad. ¿El presente? Sus intersticios, sus márgenes, las franjas donde respirar a la espera del mañana, están siendo reabsorbidos. Por eso nuestro desencanto parece no tener remedio.
Las tendencias dominantes de nuestro tiempo son la abstracción, la desmaterialización. El trabajo ha perdido definitivamente su dimensión utilitaria. Intercambiamos productos cotizados en el mercado global, dominado por grupos que condicionan la demanda que se ofrecen a satisfacer. Los espacios imprecisos, marginales, personales, en los que podíamos refugiarnos tras haber cumplido con nuestra cuota de trabajo socialmente útil, han sido cuadriculados, ocupados, por otros grupos, a no ser que sean los mismos que ofrecen música enlatada, series de televisión, superproducciones cinematográficas con efectos especiales que completan del dominio sobre los sueños y el pensamiento por parte del capital financiero multinacional.
La generalización de las relaciones abstractas se ha plasmado en el paisaje. En primer lugar, en las grandes aglomeraciones, con las nuevas ciudades y otras ZUP¹ de los años sesenta y setenta, los bloques, las torres con aspecto de cajas de Kleenex lanzadas al descampado con, como centro de intercambio, el supermercado, el bistro-PMU² y la farmacia colocados sobre la plataforma. Y como la vida y el trabajo se han disociado, se ha trazado un cordón de autopistas bordeadas de barandillas de acero galvanizado, conectadas mediante intercambiadores y circunvalaciones, en las que es mejor no equivocarse, porque no se trata de dar la vuelta y volver a empezar. El derecho a dudar, el ligero sabor de la libertad, han desaparecido de la circulación. Ha adquirido la fijeza de un destino en el que me parece reconocer, cuando me aventuro por las circunvalaciones, el desastroso espíritu del presente.
Fueron necesarios veinticinco años y una generación para completar el cuadro, esbozado a grandes rasgos con bulldozers y hormigoneras, y para perfilar los detalles finales. Cuando se llega por las calzadas de cuatro carriles delante de los servicios administrativos, el hospital, la fábrica y el instituto de enseñanza secundaria, cuya fachada de cristal ahumado domina el aparcamiento, se necesita realmente el cartel de Urgencias, Reclamaciones, para cerciorarse de que realmente están ahí. Nada se parece tanto a la entrada de una clínica como la de la Agencia Tributaria, la Prefectura, una sucursal bancaria o una fábrica de cartón o lo que sea. El mismo muestrario de moqueta, de falsos techos, de muebles de melamina blanca o de colores, de ordenadores gris perla, de plantas en macetas de plástico, de música de supermercado, y las mismas ganas de largarnos de allí en cuanto llegamos, hasta tal punto ese universo intercambiable, invasivo, universal, es irrespirable, a pesar del aire acondicionado y de la luz difusa de los focos empotrados, pero también contrario a alguna oscura expectativa que no sabíamos que nos perseguía hasta que el lugar estandarizado y generalizado la contrarió: la huella, en nosotros, del universo áspero, oreado, inesperado, que fue, durante milenios, nuestro hogar.
Es el dominio de la experiencia lo que nutre nuestras fantasías, lo que alimenta nuestras obsesiones. Cuando era un niño anticuado de la peor provincia, me contaban cuentos morales como el de Jeannot l'Etourdi³, sobre la bestia bestial⁴, que advertía a las niñas y los niños sobre los peligros del campo, sobre los lobos, los merodeadores, los pozos, sobre las simples charcas donde uno puede ahogarse. El tiempo no había pasado o aquel que atormenta nuestros pensamientos se retrasaba respecto a la vida, a la realidad de la que los lobos, las criaturas fantásticas, las enfermedades infantiles, ya habían desertado, expulsados por la estricnina, la escuela laica, los dispensarios de salud pública y el fin de la sociedad agraria tradicional. Las fobias habían abrazado el movimiento general, trocado su trasfondo de bosquecillos, de matorrales, de estanques, por las propiedades genéricas del no-lugar universal. Por ejemplo, no puedo entrar en la profunda zanja donde la A6b se une a la circunvalación, en Porte d’Italie, sin imaginarme condenado, a causa de una avería, a pasar allí el resto de mi vida. Dispondría de un metro, más o menos, entre el alto muro de hormigón rugoso, curvado en la parte superior, y la calzada sobre la que se precipita ininterrumpidamente el rugiente oleaje del tráfico en medio de un vapor envenenado, gris, de gases de combustión, del fatalismo ojeroso de los automovilistas que se precipitan hacia el anillo que rodea París con su collar de hierro. Otra maldición, aunque es la misma: encontrarse cautivo de las barreras automáticas de acero inoxidable, cuya taquilla electrónica, con su punto rojo encendido, con su breve y desagradable señal sonora, se niega, no se sabe por qué razón, a aceptar el tique que has introducido en la ranura. Es temprano. No hay nadie en el espacio subterráneo, pavimentado, bañado por una pálida luz de refugio antiatómico, de almacén frigorífico o de matadero. A la entrada de cada pasillo, esos torniquetes de metal pulido, sus postes obtusos, zumbantes, la señal roja; me ha pasado a mí, y ni siquiera tuve el recurso de pelear, como la cabra de Monsieur Seguin⁵ cuando, como era de esperar, el lobo está allí. Más difusa, tuve la sensación de que es lo mismo en todas partes, en todos los lugares contaminados por el no-lugar, la no-vida que nos construye.
Junto a los temores anticuados que recordaba, los habitantes de las charcas, la luz oblicua que resplandece en los márgenes del crepúsculo, estaban las inclinaciones a las que me hubiera gustado ceder, existencias que veía tan evidentes y plenas que quería abrazarlas, que serían mías si no hubieran seguido en su pérdida al viejo mundo del que formaban parte. Desordenadamente, un pequeño agricultor de la región de Quercy, donde se trabajaba en la agricultura de subsistencia, con una casa de piedra pálida con voladizo, un palomar cuadrado, un tejado empenachado con teja romana, reinando sobre las viñas, el huerto, el maíz y el tabaco, el huerto de calabazas que parecía sacado de un cuento de hadas. Un maestro de escuela, de pie en el porche del austero edificio, vestigio de los días heroicos de la República de los Jules⁶, inclinado, una vez terminadas las clases, sobre los cuadernos de ejercicios, entre los mapas de geografía y las pesas y medidas de estaño, bajo un rayo oblicuo que centellea con el polvo de la tiza. Y, por qué no, pescador de agua dulce o trampero⁷, jornalero estacional, un poco cazador furtivo, como recuerdo haber conocido a uno o dos, hace una eternidad, llevando como podían una vida errante, nocturna, al margen del pueblo. Pasaban temprano, en las mañanas festivas, con un saco crujiente de cangrejos de río, una hermosa liebre aún caliente, setas, colmenillas, que les pagaban susurrando en el rincón oscuro de la entrada. Desde la infancia se desea ser otro, estar en otro lugar, y es ese futuro lo que las nuevas formas generalizadas de producción, distribución y circulación han arrasado. Comportan una misma vida para todos, y el desagrado crónico que produce no tiene remedio porque ahora todo es igual en todas partes.
«Anywhere out of the world», escribió Baudelaire hace siglo y medio. Salvo que el mundo, a sus ojos, coincidía más o menos con los límites del París intramuros, y que, durante las horas de esplín, no tenía que ir muy lejos, con el pensamiento, para sentirse mejor, más a tono. El lujo y la voluptuosidad tenían sus cuarteles en Holanda, y si se obstinó en permanecer en su cuchitril, fue porque tenía mucho con lo que soñar. La utopía ha sido vaciada de su sustancia, apartada no sólo de la realidad, sino también de las posibilidades asociadas. No estamos en el mundo. No nos queda ningún lugar adonde ir, ni hacia atrás, ya que eso es pasado, ni hacia adelante, ya que el triste presente, a falta de alternativas, parece destinado a prolongarse indefinidamente. La realidad se ha vuelto utópica, pero en el sentido más estricto del término, y la vieja cuestión de ser, no ser, dormir, tal vez soñar, se plantea con su agudeza acostumbrada, con su eterna novedad.
Notas:
1. Zones à Urbaniser par Priorité, Zonas de Urbanización Prioritaria.
2. Pari mutuel urbain, sistema oficial de apuestas hípicas.
3. Jeannot l'Étourdi es un personaje arquetípico de la literatura y del folclore francés, que se utiliza comúnmente para representar a una persona distraída o atolondrada. A menudo, este tipo de personajes aparecen en cuentos populares o fábulas para ilustrar moralejas sobre los peligros de la falta de atención o la irresponsabilidad.
4. La bête faramineuse es el título de un libro de Bergounioux publicado en 1986.
5. La Chèvre de monsieur Seguin es un relato incluido en Lettres de mon moulin, de Alphonse Daudet, inspirado en un cuento popular de la Provenza.
6. Se trata de la III República (1870-1940), fundada, entre otros, por Jules Favre, Jules Grévy, Jules Simon et Jules Ferry.
7. Coureur des bois fue el término que se les dio a los primeros comerciantes de pieles en la colonia de la Nueva Francia a finales del siglo XVII y principios del XVIII. Eran aventureros descendientes de franceses que actuaban de forma individual y sin permiso de las autoridades francesas.
Fotografía de la cabecera: https://america-retail.com/malls/malls-en-usa/una-breve-historia-de-los-centros-comerciales-estadounidenses/
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