26 de diciembre de 2022

La invención del presente

 


Fata Morgana publicó, en 2006, L'invention du présent, un conjunto de ensayos sobre ciertos escritores a los que Bergounioux expresaba su reconocimiento ―del que está extraído el post titulado Pierre Michon, publicado también en este blog―, que incluía también algunas reflexiones sobre la escritura, sobre el arte y el acto de escribir, y sobre la literatura.

Entre estos pequeños ensayos se encuentra L'invention du présent, que da título al volumen, en el que el autor reflexiona sobre la relación entre la literatura y lo que consideramos como la realidad, y especula con la idea de que aquella debe alejarse tanto de esta como debe proponerse crearla de nuevo. Dado que el libro no ha sido publicado en castellano, me he atrevido a traducir este fragmento; como en casos anteriores, imploro la indulgencia de los lectores con respecto a los errores que contenga ese intento de traducción.


L’INVENTION DU PRÉSENT


La literatura extrae su valor fundamental de aquello que no es, de la existencia, de lo real. Cuando estos superan sobradamente la idea que se suele tener de ellos, la literatura les atrapa y se esfuerza por responder a su voraz, a su continua demanda.


La literatura es un lujo tanto en su planteamiento como en sus efectos.


En su planteamiento, requiere un altruismo, una neutralidad afectiva, que presuponen, a su vez, un mínimo de tranquilidad y de tiempo libre de preocupaciones. En este sentido, consistiría un catálogo de todo lo imprescindible que requiere el hecho de pensar si este, siguiendo la definición dada por el fisiólogo Bain en el siglo pasado, debe consistir en la abstención, el gesto moderado, el discurso contenido. Las disposiciones que uno adopta en la vida y en la acción están regidas por la urgencia. A cambio, generan una objetividad práctica, parcial, dinámica, que no agota, ni mucho menos, la realidad. Junto al estrecho y apremiante universo de la necesidad, se despliegan aquellos que, paralelos, pueden dar lugar otras actitudes. Admitiendo que estas actitudes no son libres sino históricamente, socialmente condicionadas, un raro privilegio, a menudo incómodo, cambiante en sus términos  de una época a otra, precario, controvertido. Homero, que sentó las bases de la gran narrativa, es el arquetipo. Escribió tres siglos después del acontecimiento que describe, lejos del teatro de operaciones. Se dice que era ciego y que tal vez ni siquiera existió. La discapacidad que le impide presentarse en el lugar de los hechos, de batirse, que no le permite el acceso al risueño mundo de las apariencias, es la fuente de su canto. Sin su discapacidad, habría trabajado con sus manos, compartido la visión que se tiene de las cosas cuando uno no se preocupa tanto de verlas como de extraer su utilidad. Ajeno a la luz y a las tareas cotidianas, ha podido —el espíritu es libre— adentrarse con el pensamiento en el pasado, aportar a lo decible —dado que su ceguera le impide actuar— una perfección que se burla de la mera descripción, con el aliento entrecortado, en un tiempo irremplazable, en el que construir frases sería un desperdicio sin sentido. Existen la acción y la contemplación. Hace falta elegir. Homero no tenía otra opción. Era el segundo orden de la reflexión, de la expresión, que su discapacidad le asignaba.


Su obra implica, a casi tres mil años de distancia, a las condiciones transhistóricas a cuyo precio escapamos de la visión estrecha, concentrada, que prescriben la necesidad, la urgencia, a las que estamos subordinados. Aparece después de la guerra en Asia Menor. La evoca desde lejos y como a través de la cortina negra que cubre los ojos del autor. Es a este precio exorbitante, si se puede decir así —un ojo de la cara, en este caso ambos— que la narración, que es discrecional, indefinida, libre, relativamente, se duplica al iluminar la marcha ciega de los acontecimientos, el flujo tumultuoso, confuso, de los actos y de los afectos de los que trata la historia, mientras el rapsoda, el escritor, el historiador, no se hayan ocupado, a posteriori, de saber lo que pudo haber sucedido, en el lugar de los hechos, cuando era el momento.


No hay nada paradójico en el hecho de que la gran literatura sea con mucha frecuencia obra de seres disminuidos, ineptos para la acción, al margen de la vida. Por haber perdido un brazo en Lepanto, donde buscaba la gloria de las hazañas militares, Cervantes cambió la espada por la pluma y contó las aventuras de su ingenioso hidalgo. Más cerca de nosotros, Flaubert se refugia en la enfermedad nerviosa para escapar de un destino de procurador o de abogado y para presentar a la compacta, floreciente burguesía de su tiempo bajo una imagen pésima de sí misma en la que se reconocerá como es realmente. El autor de Madame Bovary tendrá que comparecer ante los tribunales y responder por el atentado contra las buenas costumbres y la religión. Proust es homosexual, asmático y judío, judío y tísico; todavía, en el Imperio Austrohúngaro, Kafka; Faulkner alcohólico y melancólico en las profundidades del Sur esclavista y derrotado.


La prodigiosa brillantez de sus libros es consecuencia, en gran medida, de sus reservas, de los estigmas de los que fueron víctimas, de la posición marginal,  resistente, que ocuparon en sus respectivos universos. Ciertos rasgos socialmente marcados asignan a sus portadores una posición que les predispone a la abstención, a la reflexión, a la contestación simbólica, a la representación explícita,  formalmente elaborada, de lo real y lo posible, en definitiva, a la literatura.


La literatura, la verdadera, es desconcertante porque hace emerger a la superficie del papel, negro sobre blanco, las profundidades de la existencia que escapan a la conciencia ordinaria, la contradicen y la desmienten. Vivimos. Creemos. Compartimos cierto número de axiomas que forman la base de la voluntad práctica y delimitan la esfera de lo pensable. Las estructuras materiales del mundo están flanqueadas por representaciones colectivas. Nuestro sentido nos es entregado sin necesidad de haberlo pedido. Un hombre normal, si tal criatura existe, encuentra de inmediato las cosas tangibles de las que se ocupará, con el manual, con las directrices, que le guiarán en el espacio desordenado donde transcurrirán sus días.


Desde el primero de los privilegios, que es el de estar exento del trabajo productivo, la literatura ilumina, en contrapartida, el sentido oculto detrás del sentido común, la riqueza inagotable de un mundo sobre el que el trabajo cotidiano, la costumbre, la preocupación, la pereza, la fatiga, el olvido, han puesto su sello.


Durante mucho tiempo, la literatura sólo afectó a una pequeña parte de la población. Incluso en un país como Francia, cuya historia ha acompañado sin interrupción desde finales de la Edad Media, su difusión se ha visto obstaculizada por el analfabetismo, la persistencia de los dialectos en torno al núcleo geográfico, político y lingüístico de Île-de-France, y, finalmente, por el precio de los libros. Hace apenas cien años, un libro in-octavo encuadernado todavía costaba cuatro francos, es decir, ocho días de trabajo, pagados a cincuenta céntimos cada uno, de un trabajador agrícola. Hace sólo cincuenta años que dejamos de ser una nación rural. Incluso hoy en día, la distribución de la literatura pura, es decir, ajena a cualquier consideración comercial, sigue limitada a unos pocos miles de personas, sobretituladas en la mayoría de los casos y suficientemente acomodadas como para poder permitirse gastar ciento veinte francos en un volumen impreso. Curiosamente, no se observa que el número de lectores crezca paralelamente a la formación secundaria y superior de una parte ya significativa de la población. Las tiradas de Samuel Beckett, que rondaban los doscientos o trescientos ejemplares en los años cincuenta, cuando publicó Molloy o Godot, están fuera de toda proporción en relación a la enormidad universal de su contenido. Existe, lo sé, la formidable competencia de los nuevos medios de comunicación. El hecho es que las capas de significados en las que se hunde y muere la literatura parece mantener a raya a la mayoría de las personas que saben leer y escribir.


Pasemos a la cuestión de cómo la literatura se integra con el mundo contemporáneo.


Lo inmutable es el carácter paradójico que la literatura extrae de nacer en un lugar aparte, en un tiempo estático, apaciguado. Al retirarse de la asociación de acción y de discurso, el escritor adivina lo que la prisa, la excitación, los conflictos, la concentración de las energías y de la visión, han dejado en la sombra, y lo lleva al registro de la expresión. En este sentido, su tarea es la misma que en los tiempos  homéricos.


Lo que ha cambiado es que el ruido del mundo ya no es el sonido monótono del viento, de los ejes de los grandes carros gimientes, de las bestias, aderezado con algunas frases sobrias o enfáticas, que duró hasta el final de la Belle Epoque, hasta Alain-Fournier, quizás. Durante mucho tiempo, la literatura destacó sobre el telón de fondo de las eras de la lentitud, la de los campos, los bosques, y más tarde sobre el estruendo ensordecedor de las ciudades industriales. Nada impedía que el escritor se viera a sí mismo como el depositario de un verbo esparcido con moderación, el confidente de una boca sombría que recorre a su mediación para intentar llegar a un pueblo laborioso, más o menos analfabeto, como si fuera sordo y mudo. Gracq dice en alguna parte que este era todavía su sentimiento, en los años treinta, cuando escribió Au château d'Argol.


Tout a changé en l’espace d’une quarantaine d’années. Ce ne sont pas tant les bouleversements de la civilisation matérielle et morale qui ont affecté la littérature que l’aparition de corps de professionnels dont le travail consiste à produire le sens explicite du monde comme d’autres des marchandises à flux tendu, des services personnalisés, de la plus-value. Au silence champâtre, aux stupeurs de la société agraire traditionnelle ont succédé les communications de masse, l’offre concurrientelle, tapageuse, d’images, de visions qui se donnent pour l’explication de l’aventure que nous vivons, le sens audible, visible de la vie au seuil du nouveau millénaire. Qu’ils soiemnt très largement reçus, cela se vérifie à la modification rapide des façons d’agir, de sentir et de penser. Mais on ne voit pas plus que devant que la conscience enveloppe l’existence, que les hommes se tiennent en claire connaissance de cause à la hauteur des choses qu’ils ont, qu’ils font, de cette énigme entre toutes qu’ils sont.


Todo ha cambiado en el espacio de unos cuarenta años. No son tanto los trastornos de la civilización material y moral los que han afectado a la literatura, como la aparición de organismos de profesionales cuyo trabajo consiste en producir el significado explícito del mundo como otros producen bienes a demanda, servicios personalizados, plusvalía. El silencio rural, el letargo de la sociedad agraria tradicional, han sido sustituidos por las comunicaciones de masas, por una oferta competitiva, ostentosa, de imágenes, de visiones que se dan como explicación de la aventura que estamos viviendo, el sentido perceptible, visible, de la vida en el umbral del nuevo milenio. El hecho de que estos cambios sean ampliamente aceptados se confirma por la rápida modificación de las formas de actuar, de sentir y de pensar. Pero no es más evidente que, antes de que la conciencia envuelva a la existencia, los hombres están en inequívoco conocimiento de causa al mismo nivel de las cosas que ellos mismos tienen, que hacen, de este enigma entre todos lo que existen.


Este es el divorcio sostenido que alimenta y justifica la reflexión solitaria de los escritores. Una brecha de orden ontológico, por emplear una palabra egregia, separa la conciencia fragmentaria, oscura, que acompaña mal que bien al movimiento impetuoso de la vida, de la idea que se tiene de ella cuando uno se aisla para reflexionar sobre ella, para esclarecerla. La literatura se arraiga en esta brecha crucial. Se está gestando cada vez que alguien se retira y delibera, piensa,  detrás de la puerta de una habitación o de un despacho, en el tumulto de afuera.


Este retiro reflexivo es tan antiguo como la literatura. Es su condición necesaria pero no suficiente. La novedad, en cambio, es que se ha hecho accesible a un número relativamente grande de personas. En las sociedades de la copia única, el uso de la pluma estaba reservado a una ínfima minoría. La historia literaria, por supuesto, no es más que un espejismo. No conservamos de los autores del pasado más que aquellos que fueron capaces de dotar a la imagen de su tiempo, en sus libros, de la suficiente claridad, de vigor, para que sobreviviera a la desaparición de todo y pasara a la posteridad, en la que se convierte en la "profundidad presente". Son innumerables las obras que han caído en el olvido porque, desvinculadas de las cosas de que trataban, del momento que en que fueron engendradas, siguieron su destino, la desaparición y el olvido.


Hasta hace poco, la literatura poseía una serie de características permanentes, homogéneas, que se deducían directamente de las estructuras sociales. Era obra de un grupo dominante, masculino, cerrado, de aristócratas torpes en el uso de la espada, introvertidos o meditabundos, de burgueses versados en humanidades. Al principio, estos últimos estaban a sueldo de los primeros. Con el ascenso de su clase, adquirieron una autonomía de acción e inspiración cuya consecuencia fue que una parte, únicamente, de la vida encontró un reflejo en la literatura, la de los círculos acomodados, refinados. No es que los escritores no hubieran dado cabida en sus páginas a las clases trabajadoras. Pero los representaron desde el exterior, sin haber compartido nunca su condición.


El hecho principal de la segunda mitad del siglo XX es la generalización del acceso a la enseñanza secundaria y superior, en las que se aprende el uso predominante de la lengua. El número de escritores virtuales se puede contar a partir de ese momento por decenas, por cientos de miles, hecho que explicaría, en parte, la "inflación" crónica de novelas, con la búsqueda de oportunidades de beneficio  económico que son los premios literarios, en cada rentrée.


Grupos cuya experiencia nunca había cruzado el umbral de la expresión entraron en la literatura —las mujeres, los provincianos, los desertores del proletariado. De ahí la impresión de estallido provocado por el movimiento de vanguardia más o menos homogéneo que tuvo lugar en la década de 1960. El mundo ha entrado en una fase de agitación acelerada que afecta tanto a las líneas principales como a los pequeños detalles que conforman la trama y la textura de cada día. Los libros se hacen eco de ello.


Sin embargo, nunca hemos estado más inclinados ni mejor justificados para dudar de la naturaleza, del significado de lo que ocurre y de cómo se refleja en la página impresa. Todo va muy rápido. Lo que parecía eterno se va, mientras que hechos verdaderamente inimaginables hace unos años se instalan en el paisaje, esbozando la fisonomía de la extraña época en la que hemos entrado. Nunca lo real, el presente, ha sido más desconcertante que hoy. No sabemos en qué obras se están  dibujando sus rasgos. Sólo podemos suponer que están escritas, al margen, de acuerdo con la ley que prescribe para la literatura la sombra y la ausencia, y que el tiempo posterior, que no veremos, las volverá a reunir.

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