1 de diciembre de 2021

En las ruinas del futuro

 

En las ruinas del futuro. Don DeLillo. Editorial Planeta, 2021
Traducción de Javier Calvo

En las ruinas del futuro (In the Ruins of the Future) es un artículo publicado en Harper's Magazine en diciembre de 2001, tres meses después del atentado contra las Torres Gemelas, que refleja la visión inmediata del propio hecho, de sus antecedentes y de sus, en aquel tiempo, posibles consecuencias para la vida americana y el futuro del mundo hegemónico occidental. 

Sostiene DeLillo que el atentado devolvió el foco de la historia al presente, después de una década en la que este parecía una entidad volátil, devorado por un mundo orientado únicamente a las expectativas, en el que el ser humano era solo una pieza más en el tablero; un mundo deslocalizado en el que la presencia física del tiempo, de los lugares y, en particular en los Estados Unidos, del dinero, habían dejado paso a escenarios virtuales de acceso aparentemente universal pero regidos por entidades y conceptos difusos que, a pesar de su inmaterialidad, detentaban un poder omnímodo. Los terroristas, sin embargo, no se movieron tanto por las cuestiones sociales en sí mismas, difíciles de atacar e incluso de localizar, sino contra el entorno social y político que había hecho posible esa situación, el mundo norteamericano; mediante su acción, y esa es probablemente la razón de su impacto a nivel global, aparte de la conmoción visual del ataque a un símbolo que representaba todo aquello que odiaban, conseguían, a pesar de su localización, la implantación del terror global, la detención de la imparable progresión hasta el futuro diseñado por esos poderes prolijos y el regreso a un pasado mítico que devuelve sus creencias y sus obsesiones al primer plano.

El terrorista suicida se aprovecha de las ventajas que le brindan para su acción las prerrogativas que le ofrece la misma sociedad que quiere arrasar, en particular la apertura y la indiferencia hacia lo que él mismo, con su fe y sus creencias, representa, y se apoya en un sentimiento de pertenencia, de hermandad, de ceguera hacia lo ajeno ―y, por tanto, enemigo―que solo la épica fundada en la religión puede proporcionar.

Todas las reacciones de los días posteriores al atentado, las veladas por los muertos, los lugares de recordatorio, todo lo escrito, leído o hablado, responde, por un lado, a un intento de comprensión de lo incomprensible, pero también a la formulación de un contrarrelato que permita asimilar, más que combatir, unos hechos y unas consecuencias impenetrables, la creación de un marco que pueda explicar lo inconcebible y encapsular lo inimaginable para poder seguir adelante.

El afán de sobreponer la vida eterna por encima de la vida pecadora y alejada de los preceptos divinos lleva a los fanáticos a preferir la propia muerte si su supervivencia conlleva la de los demás, los infieles, los pecadores, en una lógica destructiva en la que no cabe ni la piedad ni el perdón, solo la moral rígida inspirada por dios al que no se cuestiona; una moral basada en la distinción entre nosotros y ellos, de pueblo elegido y de infieles, en la ficción de regreso a un pasado idílico que ni siquiera existió. La tecnología, el modo de vida occidental, el laicismo, son únicamente las excusas, que varían con el tiempo; son perniciosas porque se enfrentan a una visión estática del mundo, fechada en el año 0 del Génesis, en el 1 e.c. del Nuevo Testamento o en el 611 e.c. en el Corán, unos hitos temporales que son irrecuperables; la persistencia de la religión no puede resistir los embates del progreso intelectual y la progresiva inutilidad de un dios como el de las religiones del Libro ―esta es la  evolución realmente diabólica― y solo lo enfrenta con la muerte y la destrucción de raíz medieval, sea Sodoma, Babilonia o Nueva York, aunque para ello tengan que servirse de una tecnología que aborrecen.

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