29 de noviembre de 2021

La avenida

 

La avenida. Francesco Pecoraro. Editorial Periférica, 2021
Traducción de Paula Caballero Sánchez y Carmen Torres García

«La civilización humana funciona a base de oleadas generacionales de olvido».

Francesco Pecoraro, el autor de una de las sorpresas editoriales de 2018, vuelve a la carga con un texto parecido a La vida en tiempo de paz, tal vez más un complemento que una continuación, y con parecida intención: poner en evidencia las carencias de "la mejor época de la historia" (de Europa, se entiende), entonar un resentido réquiem por el definitivo ocaso de las ideologías que protagonizaron la segunda mitad del siglo XX, y lamentar la progresiva reducción al hastío de la concienciación personal; no es tanto que la utopía haya dejado paso a la distopía, sino que, sencillamente, se ha desvanecido por extenuación; una rendición que se ha sustentado en la imposibilidad de distinguir entre lo verdadero, que es arrinconado como falso, y lo falso, que es encumbrado como verdadero.

«Por mi experiencia de perdedor, creo que no existe desencuentro más violento, cruel y despiadado que el que se desarrolla en el tablero de ajedrez. Cuando te das cuenta de la trampa que te han tendido y en la que has caído, o cuando un movimiento errado te deja claro que, a menos que tu adversario cometa un error, tu fin está próximo y es inevitable, tu inteligencia e incluso tu audacia, tu personalidad, que has revelado más allá del maldito juego, la originalidad de tus ideas y la inexorabilidad de tus razonamientos, en resumen, todo lo que crees saber, acaba ridiculizado, por no decir aniquilado, por culpa de una apertura débil, de una estrategia fallida, de un peón que debía avanzar o que debía quedarse donde estaba».

La mirada del narrador sin nombre ―un ambicioso estudiante, licenciado en Historia del Arte, reducido por las circunstancias y el acomodo, aunque él se escude en los defectos del sistema, a triste, irrelevante y corruptible funcionario― de La avenida no puede evitar la triste ―aunque no por ello menos belicosa― nostalgia por el tiempo en que aquello que se deseaba podía, con diversos grados de esfuerzo, conseguirse; en el que las necesidades respondían a exigencias primarias y las aspiraciones parecían asequibles; en el que su medición se llevaba a cabo mediante magnitudes a escala humana. Ahora, disfrutando de una plácida jubilación y de un cinismo ilustrado literariamente muy atractivo, no puede evitar la explotación de un intenso resentimiento contra un mundo que dice aborrecer pero del que ha sacado buen provecho.

«La mayor parte de las cosas que el pensionista que se arrastra por estas aceras y casca en los bares hizo en la vida las hizo por obligación laboral, presión social o exaltación hormonal. Todo ―casi todo, seamos magnánimos― lo que hemos dicho y pensado lo hemos dicho y pensado en las vías tipológicas de las culturas y, sobre todo, de las subculturas del siglo XX a las que hemos pertenecido. Una vez muertas, nos sentimos mudos, desarmados, secretamente humillados por un presente misterioso, incomprensible, contra el cual a veces gruñimos confundidos, principalmente cuando nos encontramos en manada, de modo que solo nos quedan el fútbol y los culos que pasan al alcance cognitivo».

El narrador capta el latido de una ciudad ―la acción de localiza en Roma, a la que llama "La Ciudad de Dios"― heterogénea, rota en pedazos que han quedado aislados por unas fronteras económicas, de clases sociales, religiosas, raciales, de edad, invisibles pero inefables, infranqueables, tácitamente aceptadas por la sumisión que provoca la inevitabilidad. Una ciudad elefantiásica, degradada, desarticulada, que no ha sabido crecer de manera mínimamente armoniosa y que lo ha hecho a golpe de corrupción, permisividad, favoritismos y arbitrariedades, hasta perder cualquier indicio de identidad.

«Cuando desvío la vista hacia el oeste, veo fragmentos de planificación urbana, que es lo mismo que decir, según me consta, de teoría urbanística del siglo XX mal aplicada o solo parcialmente aplicada: una pseudoavenida bordeada de aparcamientos que parece querer adentrarse en la Cavidad, pero que de pronto se arrepiente y se estrecha, un episodio truncado sin sentido aparente, una especie de muñón de ciudad posible que se me antoja una solución de compromiso entre los dictados modernistas y la práctica común del urbanista municipal, que no sabe nada de ciudades porque está acostumbrado a verlas como un conjunto de zonas-índices-números-leyes-reglamentos-normativas que deben ser congruentes y ha olvidado la calidad del espacio físico y de los objetos que lo componen y al que, sobre todo, siempre que se satisfagan los estándares legislativos, el resto se la trae floja».

Socialmente, esa degradación ha sido reforzada por la desaparición no ya de la conciencia de clase, sino de las clases en sí mismas, con la consecuente volatilización, cuando no olvido o dejadez, de las reivindicaciones y las luchas por ese motivo. El fraudulento individualismo, resultado de aquella desaparición, ha convertido a la ciudadanía en "El Gran Relleno", la nueva clase consumidora cuyo único cometido es mantener en marcha el Sistema; un caso que refleja, a nivel social, el cambio del que el narrador se hace eco, desde la fabricación artesanal de ladrillos de arcilla, ajustada a la demanda, profesionalmente cualificada, respetuosa con los operarios, hasta la factoría de fabricación en serie, abusiva, laboralmente explotadora, alienante y creadora de demanda. La peor faz del paradigma instalado en la sociedad occidental no es la destrucción, sino el olvido.

«Momentos de vergüenza política implícita y colectiva (¿Dónde estábamos todos hasta hace un año?), exorcizados y como resueltos mediante actos furiosos e insensatos de aniquilación icónica de masas cuando de la Historia debería conservarse todo: cada estatua, cada templo, cada monumento, cada cornisa, cada arma ensangrentada, todos y cada uno de los libros, discursos, edictos, todo ―incluida cada palabra pronunciada en sede política― debería ser archivado o puesto en acta».

Encerrado en su piso, con las relaciones sociales limitadas al mínimo imprescindible ―casi exclusivamente las que tienen lugar en un bar, tan ajeno al tiempo presente como él mismo―, sin obligaciones laborales o afectivas, el narrador observa la desintegración de todo cuanto le rodea con la frialdad del que sabe que no presenciará el desenlace, pero no por ello menos iracundo por el incumplimiento, por desidia, de unas expectativas que, visto lo visto, no eran más que utopías, y que han sido absorbidas y substituidas por el insustancial "Estancamiento"; al fin, resulta que el mundo no avanza, gira, y lo hará hasta alcanzar el primer paso del "lento apocalipsis" inevitable al que está condenado.

«Entonces, hoy en día, ¿para qué sirve la ideología ni no es para vivir, como yo, aislado mentalmente, mientras los demás, los desideologizados, derechistas, criptofascistas e imbéciles que se creen librepensadores actúan de la misma manera? ¿Para qué sirve la ideología si no es para congregarse y llevarla a la práctica en forma de actos, políticos y materiales, de huelgas, manifestaciones e incluso duros enfrentamientos con los representantes del Estado? ¿Qué debemos hacer ahora con nuestro ser comunista, mejor dicho, con nuestro sentir comunista, es decir, con ese estado interior de continuo desacuerdo con el presente, de negación estupefacta, de borborigmo desesperado y contrario, que se opone de manera inútil a lo que tú concibes como resto-del-mundo, cuando nuestra única obligación es ir al supermercado, pasear, ver la televisión, sacar al microperro y recoger su mierda en una bolsa de plástico?».

La misma desazón que se siente por la diferencia entre las aspiraciones, no solo personales, que guiaron los años de formación y los períodos de mayor autoexigencia, se manifiesta en la disonancia existente entre los deseos y sus materializaciones. Cuando la fase más activa de la vida está ya lejana y todo el recorrido se ve como un proceso irremediable, la desilusión se manifiesta mediante el lamento por los pasos que no se dieron para alcanzar aquello que un día se codició, de aspirar a un mundo irreal a aferrarse al mundo tal cual es. No queda otro remedio que juzgarse con dureza ante la negligencia mostrada cuando todavía se era capaz de luchar por lo que se deseaba: mejor arrepentirse por lo hecho que por lo dejado de hacer.

«Sin embargo, sé que en el momento presente, en la que denominamos nuestra época, la contemporaneidad, ningún instante es igual al anterior: todo aumenta o disminuye, muchísimas cosas desaparecen y otras muchas nacen, y es mejor quitarse de la cabeza la idea misma de estabilidad; los espíritus feroces del capitalismo combinados con los más temibles de la web-pueblo y estrechamente unidos al progreso científico no hacen sino aspirar a que nada sea igual que el día anterior; la carrera por la tecnoimplementación de la materia prima es una mera y simple carrera por el beneficio, por la producción de deseos insaciables y, por tanto, insaciados: y así seguirá siendo hasta el final de los tiempos, donec auferatur luna».

El fenómeno de la desubicación temporal del individuo a lo largo de su vida es otra consecuencia de no saber vivir en tu época: adelantado a su tiempo en las primeras etapas y anacrónico en la madurez, sin haber pasado nunca por la congruencia temporal; ¿solo sucede en casos de acentuada conciencia crítica? ¿Es una señal de inadaptación personal al presente ―es decir, ocurriría siempre, con independencia de las circunstancias históricas―, o se trata más bien de llevar un ritmo diferente que el del transcurso de los tiempos? En ese décalage, ¿qué papel tienen la intransigencia y la conformidad, el cuestionamiento crítico y la sumisión?

«Por lo general, los de la gran clase media no nos decimos cómo somos en realidad, creo que nos interesa poco [...] Somos hombres y mujeres que viven sobre todo de relaciones horizontales, es decir, internas dentro del estrato social y de las cápsulas de pertenencia, sin una experiencia directa, más que fugaz y marginal, de la vida de los estratos superiores y de los inferiores [...] Nos gusta que la ficción nos entretenga con las vicisitudes de ricos y poderosos, y, al contrario, con las penalidades de los pobres y los marginados. Pero, sobre todo, nos interesan las aventuras de los delincuentes, o lo que es lo mismo, de los que se han negado a conceder al Estado, como en cambio hemos hecho nosotros, el monopolio de la fuerza y gestionan sus asuntos y resuelven sus conflictos tomándose la justicia por su mano. El que vive según las reglas encuentra fascinante al que parece poder saltárselas a la torera».

La pérdida de la solidaridad vecinal que conlleva la destrucción del tejido urbano conduce, inevitablemente, a la anomia social; la despersonalización de las viviendas que representa la normalización urbanística, el aislamiento y la individualización, limitando las antiguas relaciones sociales a despersonalizados guetos que no consiguen reproducir los vínculos desaparecidos, convertidos en parodias de lo que fueron. Todo ello hasta alcanzar el fin del proceso: la pérdida de la identidad. Lo que ha conseguido el "Estancamiento", su mayor logro, ha sido poner este individualismo en pie de guerra contra el pensamiento en la colectividad y, de este modo, relegar la lucha social a las capas más marginales, convirtiendo las reivindicaciones en irrelevantes.

«"La muerte de una comunidad es la forma sociológica del fin del mundo", escribe el estudioso, que puede tocar con la mano la "pérdida del «código colectivo», la fragmentación de los comportamientos, la desaparición de los referentes, la disgregación molecular de la comunidad de la Cavidad: la modificación del espacio, que pasa de un modelo naturalmente colectivista con fuertes momentos de coparticipación a un modelo de reclusión mononuclear: casas bonitas, bien diseñadas, salubres, pero cerradas al exterior"».

Junto a la decadencia social, la decadencia física de la vejez: el cuerpo empieza a traicionar debido al desgaste y a la disminución de las aptitudes, y el espíritu ya no es capaz de sustituir con sus espejismos las carencias de la carne; es más, todavía es capaz de incitar deseos que el cuerpo ya no puede colmar. Una decadencia que se manifiesta día a día en un lento pero constante proceso irreversible cuyo final amenaza con una proximidad que el pensamiento rechaza con los destellos de una lucidez que también se adivina efímera, un recuento de facultades, un inventario de carencias, un registro de errores del sistema, una amenaza de las cicatrices que se reabren, el racionamiento forzoso de la nostalgia, en una redefinición continua del concepto estar vivo, de "vivir sin otro motivo que permanecer con vida".

 «En este lugar y en estos tiempos en los que me ha tocado vivir, ¿es posible que me sienta en algún momento algo mejor o incluso bien? ¿Cuándo puedo relajarme, tranquilizarme y encontrar un equilibrio o algo parecido a una seguridad y serenidad interiores, si es que hay algo dentro de mí? ¿Dónde puedo percibir que convivo de manera plácida y civilizada con otros seres de mi especie? ¿En qué momento desaparecen los conflictos que tengo conmigo mismo y con los objetos que me rodean? ¿Cuándo y cómo consigo aceptarme por completo tal como soy? ¿Dónde puedo realizar una actividad de todo punto legítima, considerada beneficiosa y necesaria, sin mucho esfuerzo no dificultad, sin tomar partido por nada, sino simplemente siguiendo mis instintos? ¿En qué lugar mi ser biológico coincide y se mimetiza con mi ser civil, es decir, con el económico y el político? ¿Dónde percibe mi inconsciente que ha alcanzado una síntesis pacificadora que se traduce en una tregua conmigo mismo, en una relajación profunda que aletarga mis emociones y mi tendencia constante a jugar estética y políticamente el presente? La respuesta es sencilla: en el Carrefour que abre todos los días, las veinticuatro horas, a una parada de aquí».

Otros recursos relativos al autor en este blog:

Notas de Lectura de La vida en tiempo de paz

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