13 de septiembre de 2021

Una libertad luminosa

 

Una libertad luminosa. T. C. Boyle. Editorial Impedimenta, 2021
Traducción de Jon Bilbao

«―Hablo de la huella, Fitz. Como en el caso de Konrad Lorenz y los ansarinos. Te dije que esta droga es una herramienta, ¿o no lo hice? La herramienta más poderosa que la psicología haya conseguido jamás; solo falta que la gente abra los ojos. ―Dio unos golpecitos con el cigarrillo en la botella vacía―. Yo soy el ganso y tú eres el ansarino, como cuando Lorenz apartó a la madre y empolló los huevos hasta la eclosión y los polluelos vinieron a un mundo donde lo que caracterizaba a una madre no era el pico, los pies palmeados y las plumas, sino la barba y el pelo canosos y una barriga llena de ¿qué? ¿De Wiener Schnitzel? Eso es lo que hace la droga, de manera instantánea. Barre los jueguecitos, los roles y las mierdas que la sociedad te ha impuesto como una marca; hace tabula rasa, y te permite partir de cero, como si fueses un recién nacido. Eres un bebé, Fitz. Un niño. Mi hijo».
El dia 16 de abril de 1943, Albert Hofmann, investigador del Departamento Farmacéutico de la compañía química Kern & Sandoz en Basilea ―con posterioridad Laboratorios Sandoz, actualmente Novartis―, tomó 0,5 centímetros cúbicos de una solución acuosa de tartrato de dietilamida disueltos en 10 centímetros cúbicos de agua, experimentando extraños efectos alucinógenos. En 1947, Sandoz comercializó un derivado, el  Lyserg-säure-diäthylamid, para usos terapéuticos.

Veinte años después, en 1962, Timothy Leary, profesor del Departamento de Psicología de Universidad de Harvard, incorpora el LSD en el diagnóstico psicológico, arrinconando a la terapia psicoanalítica y al análisis conductista en el tratamiento de algunas disfunciones psíquicas; al mismo tiempo, crea un restringido círculo con alumnos, becarios, empleados y algún que otro profesor para ensayar con el producto. La capacidad de provocar efectos psicoactivos fue la razón de que se experimentara en relación con la trascendencia, y la historia de la forma natural, presente en algunos hongos y utilizada en la medicina tradicional norte y mesoamericana, abrió caminos que pudieron transitar tanto los científicos como los charlatanes.

Pero la experiencia no era siempre positiva, también existían los malos viajes, intentos malogrados que no encajaban en la teoría general que pretendía desarrollar Leary, y cuyas consecuencias a largo plazo ―de hecho, este concepto no entraba en la ecuación, ni para las consecuencias positivas ni para las negativas― eran una incómoda incógnita.

La troupe que tutela Leary, que incluye a Fitz, un estudiante de posgrado, y su mujer Joannie, que participan en algunas de las sesiones, se marcha a México en el verano de 1962 con la intención de seguir con los experimentos sin las cortapisas que les plantean los responsables del Departamento de Psicología de Harvard, libre de restricciones y de cualquier control, y para  explorar hasta el límite y más allá; una experiencia que se se planea repetir en veranos sucesivos, incluso después de que Leary fuera expulsado de Harvard y hubiera convertido las estancias psicodélicas en México en un boyante negocio; sin embargo, los incidentes con la policía local provocaron que fuera deportado por las autoridades y tuviera que regresar, contra su voluntad, a los Estados Unidos.

Así que en 1963, inasequible al desaliento, Leary, gracias a una cesión de unos amigos millonarios, miembros ocasionales del grupo, refunda su comunidad en una pequeña ciudad del nordeste, en la que organiza una especie  de comuna con los miembros más fieles con la intención de seguir experimentando con el ácido y la menos confesable de vivir despreocupadamente en el espacio que comparten el alcohol, el LSD y el sexo. Fitz y Joannie, con su hijo adolescente, forman parte de los elegidos. Al poco tiempo, sin embargo, empiezan a manifestarse los primeros síntomas serios de habituación cuando se reducen los lapsos entre sesiones, pero se discute y se acuerda introducir en la experiencia a los más jóvenes, de doce a dieciocho años. El experimento sobrevivió, mal que bien, hasta mediada la década de lo sesenta, cuando Leary se desliga definitivamente de la psicología académica y funda la Liga para el Descubrimiento Espiritual, a la que adjudica el estatuto de religión para seguir experimentando con el LSD, pero esa es ya otra historia.

Boyle, un experimentado y contrastado contador de historias, trabaja narrativamente en dos niveles: mediante la reproducción de los sucesos históricos, mezclando realidad y ficción donde no llegan los hechos conocidos, de lo acaecido en Harvard en la época en la que Leary realizó sus sesiones ―y las consecuencias de su actuación―; y, por otra parte, mediante el punto de vista acerca de esos hechos por parte de la pareja de Fitz y Joannie, un relato que actúa, a la vez, como complemento y contrapunto de la historia anterior. Con este procedimiento, Boyle se inmiscuye en el relato de lo sucedido a través de una visión interna ―que el narrador en tercera persona tal vez no le permitía― para desvelar los puntos oscuros de la historia y para registrar los efectos que tuvo lo sucedido para alguien externo al núcleo implicado directamente ―y que, a la vez, le permite mostrar las vergüenzas del movimiento―.

Otros recursos relativos al autor en este blog:

Notas de Lectura de Los Terranautas

Notas de Lectura de Drop City

Notas de Lectura de Música acuática

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