2 de julio de 2018

La bufanda roja

La bufanda roja. Yves Bonnefoy. Sexto Piso Editorial, 2018
Traducción de Ernesto Kavi
"Las palabras son por naturaleza designativas, pueden traer a la mente un recuerdo de la cosa en su inmediatez y, por ello mismo, también en su unicidad, su presencia plena, sin descomponer. Pero para la reflexión y la acción es necesario percibir, en esta presencia primera, aspectos que servirán de apoyo para compararlos con otros aspectos en otras cosas, y le sustituirán montañas de esos aspectos, representaciones abstractas, parciales, que harán perder el contacto con aquello que se juega en el nivel en el que la cosa todavía es una: una existencia, en su lugar, en su instante, en su infinito, en su finitud. Nosotros mismos continuaremos existiendo, en el tiempo que va hacia la muerte. Pero por doquier, a nuestro alrededor, sólo habrá materia, objetos que querremos poseer, el tener y ya no el ser. Ya no estaremos en el mundo, como Rimbaud lo gritó. La palabra, que expresa la plenitud de la vida, se ha subordinado al concepto, que solo engendra figuras."
La bufanda roja (L'Écharpe rouge, 2016) es, hasta la fecha, la última obra publicada por el poeta y ensayista francés; llamativamente, no se trata ni de un libro de poesía ni de un texto de crítica de arte sino de una autobiografía moral confeccionada mediante la interpretación y re-redacción de un viejo poema.
"Cuán grande es el deseo de olvidar, y sin embargo sabemos que solo hay realidad humana en y a través de la memoria, siempre y cuando esa se separe de los fantasmas que la deforman."
Tal vez pensar que nuestra vida es un fenómeno único e irrepetible sea una más de las presunciones a que nos abocan los indicios de la hipotética superioridad intelectual que nos distingue del resto de los seres vivos. Sin embargo, si obviamos  ese carácter fenomenológico y consideramos la vida como un simple acontecimiento, esa unicidad pierde argumentos y los signos distintivos que individualizan nuestra existencia comienzan a evaporarse. Pero cuando pierde totalmente su carácter determinado es cuando bajamos un peldaño más en la escalera de la especificidad y consideramos nuestra vida como un simple relato, en cuyo caso, tanto el fenómeno como el acontecimiento se convierten en un palimpsesto, un texto que desarrollamos sobre la escritura de todos los que nos han precedido. Incluso la corrección, la ampliación o la simple revisión de ese relato se convierten en sobrescritura de la primera versión, unas nuevas formulaciones que, cuantitativamente, profundizan en lo anterior pero que, de forma específica, también constituyen un palimpsesto, igual que lo son las nuevas experiencias vitales con respecto a las antiguas, a las que se imponen por una cuestión cronológica pero cuyo rastro siempre permanece presente. Una autobiografía no puede eludir ese argumento, y esa perspectiva, provocada por la relectura de un escrito de cincuenta años atrás descubierto por casualidad en una antigua carpeta olvidada en un mueble que construyó su abuelo, es la que adopta Bonnefoy en La bufanda roja.
"Son innumerables las situaciones de la vida que un niño, todavía en los umbrales del pensamiento, no puede descifrar, y ahoya ya no hay mitos para dotarlo de explicaciones tranquilizadoras; y la palabra para la nada, la que se ocupará del existir cotidiano, sin un deseo de intelección verdadero ni de intercambio, se propaga en la sociedad, causando, entre otros peligros, la hipertrofia del pensamiento conceptual. Porque lo que ha provocado el desaliento es creer que las palabras no tienen un anclaje creíble en lo desconocido de los seres próximos, que no tienen fuerza para iluminar las necesidades o para ayudar a compartir los deseos: en esa carencia de la intelección de la vida, el concepto, poco proclive a lo que no es mesurable, puede explorar libremente la simple exterioridad del mundo. Incita a las ciencias que hablan de la miseria, pero jamás del tiempo vivido, de sus momentos de desdicha o de inquietud, o de alegría. Es una caracterización de la mirada que nos impide comprender los sueños y sus símbolos." 
Esa sobrescritura implica siempre un diálogo. Al igual que el amanuense que borraba con su  pumita las trazas del pergamino no podía mostrarse indiferente a lo escrito y, más que un monólogo, establecía un fecundo diálogo con el autor de ese texto condenado a desaparecer, el escritor, al redactar los episodios de su autobiografía, no lleva a cabo un relato aséptico de su pasado sino que se ve obligado a dialogar con el personaje protagonista del acontecimiento en cuestión, ya que la redacción definitiva, descartada la objetividad en ambos, debe ser fruto del diálogo y de la negociación entre el individuo que escribe y aquel que o bien vivió o bien dejó por escrito su experiencia. A menudo es únicamente en esa sobrescritura donde se descubren las razones o las motivaciones reales de las decisiones tomadas por aquel personaje que fuimos. El tiempo transcurrido entre ambos momentos puede incrementar el saber, enriquecer la experiencia o ampliar la perspectiva, y cualquiera de esas circunstancias, deseablemente las tres, contribuye a que la autobiografía resulte ser moralmente válida.

Los inexplicables silencios del padre, manifestación de unas relaciones paterno-filiales disruptivas y conflictivas, llevan a Bonnefoy a rastrear en las vidas y las circunstancias de sus antepasados en busca de las razones que pudieran justificar la conducta paterna convencido de que solo desde la perspectiva de los años vividos se puede sobrescribir el texto original, el redactado en la niñez, con visos de verdad.
"Su destino, un sobre que permaneció vacío. Esta vida, una página en blanco. Y con gran razón, puesto que Élie [el padre] no había leído casi ningún libro [...]. Para él [la no-lectura] fue un lamento, seguramente, un deseo intimidado, oculto. El domingo, cuando vestía su traje completo, cuidaba que el periódico de la mañana saliese un poco de uno de sus bolsillos. Y del taller de locomotoras me traía grandes cuadernos más largos que altos de papel amarillo, registros inutilizables donde el envés de las hojas podía servir para escribir o dibujar, algo que él veía que a mí me gustaba hacer. Era como si con esos objetos que venían del lugar donde la vida lo había confinado me hiciese una señal: me invitaba a transformar su naturaleza gracias a las palabras que yo escribiría ahí, indicándome que el taller de locomotoras no era su único horizonte. Sin embargo, debido a sus rúbricas y a sus columnas, yo no utilizaba esos cuadernos. No sin sentirme más o menos culpable, y me doy cuenta que es por ellos, muy probablemente, que conservé a lo largo de la vida la costumbre de escribir en el envés de las páginas ya impresas o utilizadas."
De ese modo, lo que fue registrado como compasión ante la enfermedad y la muerte del padre era realmente un sentimiento menos elevado: la inquietud al comprender el sufrimiento de quien no posee las palabras que le permitirían relacionarse con el mundo.
"Por un lado, el oscuro sentimiento de que la realidad es más que las palabras; por el otro, cierta comodidad de vivir entre ellas, el interés por las cosas que nacen de su empleo."
Es posible que el recuerdo imponga sus propios límites. De la misma forma que la mente elimina el recuerdo -o tal vez ni siquiera llegue a registrarlo- de un episodio especialmente traumático, quizás el apunte, en cuanto contenido, también restrinja su amplitud -con respecto a cuya limitación solo podemos especular- e imposibilite, moralmente, su recreación y no así su reproducción. La sobrescritura puede concretar, desarrollar o interpretar, pero no puede inventar, ni siquiera aunque esa invención sea congruente con el conjunto de recuerdos, porque significaría la modificación de estos y, por tanto, la transformación de un pasado inamovible: en el texto está la especulación, pero la prueba solo pueden encontrarse en el hecho, y este es inapelable. 

Enfrente del silencio pesaroso de su padre, Bonnefoy evoca el silencio selectivo de su madre, una mujer vigorosa y amable pero cuya discreción con respecto a ciertos temas parecía revelar un distanciamiento ineluctable, así era percibido por su hijo en la infancia, que parecía la muestra de un incomprensible desinterés.
"¿Era irreflexión, incluso frivolidad, esa inclinación a hablar de todo y de nada fuera de casa y, por el contrario, entre los suyos, ese hábito de callar todo aquello que tuviera que ver con un compromiso serio con la existencia? No desde mi punto de vista, y por eso puedo hablar de un silencio. Muy pronto percibí que esa mujer evasiva se retenía en una profundidad mayor que la palabra ordinaria, en pensamiento y experiencias que no podía compartir, palabras que no quería comprometer, esperanzas de las que no se atrevía a hablar ni siquiera a ella misma. Un lugar cerrado en la mente, del que las palabras dichas en casa o afuera solo eran el mecanismo de defensa. La prueba de la existencia de ese lugar, y de su cuidado por mantenerlo cerrado, es la forma tan tajante que tenía de cortar abruptamente la conversación cuando sus hijos iban a abordar ciertas cuestiones."
Ese silencio, constatado pero inexplicable en la infancia, es analizado ahora en busca de la aclaración, más que de la justificación, que permita reformular la percepción que tuvo lugar en su día, encontrando una exculpación en la soledad provocada por la prematura muerte de sus padres y el aislamiento resultante del carácter de su marido. En todo caso, Bonnefoy relaciona su vínculo con la madre, a pesar de los silencios de esta, con las palabras: es ella quien le enseña a leer; quien convierte, pues, una imagen rudimentaria de una casa en una serie de signos ahora descifrables que significan lo mismo que aquella cambiando la visibilidad del objeto, que desaparece, por el esquematismo de un código que ha aprendido a descifrar; y eso significa una apertura imparable al mundo a la vez que una situación de superioridad con respecto del padre.
"Acabo de resumir de manera abstracta, acaso abstrusa, lo que viví sin evidentemente comprenderlo de un modo explícito en ese tiempo del abecedario. Pero fue para reconocer mejor lo que ocurría en la mujer aún esperanzada por aquel entonces que se iniciaba en ese verbo, que reunía un mundo en vías de desmembrarse, Isis del pequeño hogar al borde de las vías de tren. Al mostrarme los grandes poderes de algunas sencillas palabras, mi madre me incitaba a no renunciar, en mi existencia por venir, a esa mirada infantil que la había ayudado a volver a la suya. Me pedía recibir, de su parte, la bufanda roja que había debido regalar en un gran momento de su vida: esa tela en cuyos pliegues el mundo parecía todavía el ser, la unidad, todavía algo que daba sentido a la vida."
Aunque, efecto pernicioso, atisba en esa superioridad uno de los motivos de la soledad y aislamiento de aquel, excluido de un mundo que ignora por un hijo al que, como consecuencia de su educación y del tiempo que le tocó vivir, empieza a no reconocer. Bonnefoy siente, ahora, que el traspaso del poder de las palabras se hizo desde su madre -el poder de desdoblar la realidad en dos niveles, el más bajo, el de su mera existencia, y el más alto, el de su expresión, de ahí su superioridad, mediante un código- a él de forma directa, sin intervención del padre, y se siente responsable de su uso y de su custodia.
"¿Qué hice, en los años que siguieron a su muerte temprana? Por supuesto, primero embriagarme de palabras, caminar con dificultad en sus sombras y sus luces entrelazadas, hacerlas mi sueño, creer presentir, gracias a ellas, esbozos de poemas, una realidad del ser mayor que la que experimentaba en este mundo. Y permanecí mucho tiempo -a veces lo estoy todavía- prisionero de ese engaño. Fue eso lo que me hizo creer, durante todo un momento, que una consciencia más avisada de ese absoluto había debido establecerse en algún momento del pasado terrestre en sociedades que, por ese hecho, permanecieron separadas del resto; y que en ese territorio interior, a veces quizá a dos pasos del lugar en donde estamos, hubo una actividad del espíritu más alta y satisfactoria que aquella de la que somos capaces en nuestro aquí."
Explorada la biografía familiar más cercana, Bonnefoy se aproxima a un mundo en el que las palabras dejan de ser un absoluto para convertirse solo en una herramienta; incluso pueden perder su relación directa con la realidad para transformarse en alternativas de denominación. El campo que abre esa nueva opción puede perder concreción pero, de forma indudable, gana infinitud: es el surrealismo.

Pero en esa investigación de su pasado, Bonnefoy se da cuenta de que los silencios de su padre y de su madre, con respecto de los cuales se descarga de cualquier responsabilidad, no completan el cuadro; el examen minucioso que plantea a su biografía desvela un tercer silencio del que no puede inhibirse: su propio silencio ante la ávida predisposición a la escucha de su madre.
"Hablar con aquella que había callado y así, una segunda o aun una primera vez, darla a luz. Pero yo era, lo veo bien, incapaz de esa acción decisiva; tal vez todo cuanto pueda hacer a día de hoy sea sólo reflexionar sobre ello. Constatando simplemente la ocasión perdida debido a ese tercer silencio. Un silencio que duró, que no cesó durante el tiempo que vivió Hélène [su madre]. Dejé hasta el final a mi madre en su propio mutismo, que hizo de su sueño una de las causas del mío, que duró mucho tiempo y que solo se disipó, si en verdad lo hizo, cuando era ya demasiado tarde para ella."
Completado, en forma de monólogo, ese cuadro que sirve a la vez de complemento e interpretación de las motivaciones -es decir, los significados- que le llevaron, cincuenta años atrás, a la redacción de aquel escrito, Bonnefoy abandona el soliloquio para ensayar las diversas posibilidades de diálogo entre La bufanda roja original y ciertas informaciones sobre los hechos y las asociaciones de ideas que lo generaron: la Dánae del cuadro de Rembrandt, el fragmento The Hyacinth Girl de T. S. Eliot, las novelas de Chrétien de Troyes, la obra de Pierre Jean Jouve, todo ello en combinación con la verdadera mesa de trabajo: el recuerdo.
"Esos recuerdos me vuelven, esos pensamientos. con una fuerza, con una vehemencia que no me hacen dudar de que ya estaban aquí, en secreto, cuando escribía ese relato sin tener, sin embargo, conciencia de ellos."
Calificación: *****/*****

Otros recursos relativos al autor en este blog:
Notas de Lectura de El territorio interior

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