30 de octubre de 2023

Les Trois Mousquetaires VIII



Al paredón

Marie-Hélène Lafon sobre Pierre Michon


Todo esto empieza en marzo de 1996, con La Grande Beune —publicada en castellano con el título El origen del mundo—, y me pone contra el paredón; y, para empezar, es sexual. En La Grande Beune, no se trataría más que de esto, de los cuerpos y del deseo de los cuerpos. Es la vieja danza, es la vieja caza, es rupestre, esto ocurre dentro de cuevas, unos cequíes de oro cuelgan de las orejas de la estanquera, y la seda de sus muslos blancos susurra bajo las faldas que el joven maestro no levantará, unas postales se marchitan en expositores solitarios, los zorros tienen los dientes afilados y están disecados o muy muertos y abandonados en manos de los niños, llueve, los brazos de las mujeres limpian las mesas de posada y sirven robustos embutidos, los brazos de las mujeres son blancos, esto no tiene edad y es para siempre mientras la Beune está ocupada en sus barrancos, sigue lloviendo, el pequeño Bernard es irremediable a pesar de su bicicleta nueva, los hombres que huelen a humedad se apoyan en el mostrador, cavilan, lanzan juramentos, han pescado, pescarán, beben sin énfasis, callan, sus manos cuelgan y están rojas, saldrán, la noche se los tragará.


No se trataría más que de esto, en todos los libros de Pierre Michon, y quizá en todos los libros, de los cuerpos y de la vieja danza, antes de la muerte, o incluso después, para hacer durar el deseo, un poco más. Y eso sería más o menos todo. Y ya está.


No es un ejercicio de admiración. Tú lo sabes, se sabe, ellos lo dicen, yo lo sé. Dacuerdo. La admiración sería ridícula, está prohibida, es buena para los simples, o los recién promovidos que aún no saben lo que se hace y lo que no se hace, no es de buen gusto, no está bien llevada, no es chic, adhiere, pega, rezuma, estanca, suda, no hace pensar, no piensa, no piensa en nada. La admiración no piensa, admira. Pero aun así. Habría derecho a admirar. A alimentarse, a apoyarse, a cavilar, a extraer el zumo, a exprimir el fruto, a jugar con la comida, a repetir, y a tomar otro trago, un lengüetazo, un pellizco, una buena ración, un trago colosal, una tremenda dosis. Yo tomo otra dosis y tomo la correcta. Y no importa. Y no importa el aire que tendré, para poner, para ponerme contra al paredón, para rezumar, para babear, para boquear. No importa. Me permito esta voluptuosidad, este jarabe, y el boqueado boqueo; a Pierre Michon le importa un bledo, lo ve de lejos.


Por ejemplo, durante todo un invierno, este último invierno, he estado dándole vueltas a su pero qué tiene, pues, el zorro, que hace que pronunciar su nombre nos perturbe tanto. Está en un número remoto de la Quinzaine littéraire, un número de invierno de 2003; pero yo no lo leí en 2003 en la Quinzaine littéraire, lo extraje de Internet después de que el asunto me hubiera sido mencionada por un animado grupo de jóvenes escritores suizos que conocen a su Pierre Michon al dedillo. Sin signo de interrogación; no lo pongo, lo quito, esto no soporta la interrogación, no me interroga, yo estoy contra el  paredón; y veo al zorro. Eso es lo que cuenta, la encarnación a través del  verbo, ver al zorro, sus rasgos fieros, tener dentro de la nariz y sobre la piel el gusto de la bestia, de la piel sin curtir, presentir, a la orilla del bosque, su latido; y que, con frecuencia, en la curtiduría de la ciudad cálida, se asalvajan todos los inviernos del país; y que un puñado de palabras te arrebata, en el metro, línea 4, entre Mouton-Duvernet y Alésia, o en la mesa de corrección plagada de copias fallidas, o en la modesta línea de cajas del Franprix de la rue  Rendez-Vous; un puñado de palabras arranca y recoge, y de disfrute. Mejor aún, esto se comparte, el zorro y su agitación se comparten, en un aula del bulevar Arago, en una librería de Lyon, en un anfiteatro de Lausana o en un jardín a orillas del Loira. Las palabras del zorro se convierten en el lecho del asombro, serpentean por los pliegues del tiempo, se remontan a las fuentes y a los comienzos de las cosas, abren nuevos caminos, las seguimos, le seguimos. Seguimos al zorro. Seguimos a PM.


Me llamo PM. Entre yo y yo, cuando le llamo, es PM, en la forma anglicista: pi-em, para los vivos; y el bueno de Gustave, para lo otro, para los muertos. Son los dos.


La frase me pone contra el paredón. Contra el paredón blanco de la escritura en este caso; la frase me asigna a la mesa de trabajo, en el otoño de 1996; hace veinte años. Leí a Pierre Michon, primero La Grande Beune, luego Vidas minúsculas, y sólo eso, primero; el resto tendrá que esperar, Joseph Roulin tendrá que esperar, y Cuerpos del rey, y Abades y toda la comitiva de flacos orgullosos apretujados en la casa Verdier con su casaca amarillo dorado; o azafrán; más dorado que azafrán; dorado como los ranúnculos en los prados húmedos de la infancia; ORO. Descubro a Pierre Michon al mismo tiempo que a Pierre Bergounioux y a Richard Millet, el Richard Millet de La Gloire des Pythre; son mi Triángulo de las Bermudas de las regiones desgastadas; en otoño de 1995 me entero de que existen, los tres, sé en qué trabajaban, los tres, lo sé por fin; comprendo, al leerlos, siento que registran con la lengua los viejos países vaciados, el viejo país de los prados húmedos de donde vengo, desgranan la letanía de los burgos exhaustos, se detienen en el recodo del bosque bajo un cielo de invierno sin atractivo, no hacen más que esto pero lo hacen y, al principio, yo no veo más que esto, yo no puedo ver más que esto. Están los tres en esta parte del mundo, en los prados húmedos o al borde del bosque, y eso es decisivo.


Es a Pierre Michon a quien enviaré el primer texto escrito, Liturgie, una breve pieza que trata de un padre, de sus hijas, de cuerpos, de muerte, y de la dermatosis granular de un cuarto de baño, un domingo por la mañana antes de misa. Pierre Michon me contestará; me contestó el 8 de febrero de 1997, escribió la palabra coraje; y haré lo que me dice, trabajar; trabajaré; he trabajado estoy trabajando.


Sería el padre en la escritura; el padre en el orden de los escritores vivos; eso se llamaría convertirse en hijo a sus espaldas, pero a él no le importa, ya lo he dicho, ve esto, y lo demás, desde lejos.


Años más tarde, en Cuerpos del rey, en El cielo es un bhombre pero que muy grande, a cuenta de los prolijos y atareados niños del Menz, que es, en Etiopía, un altiplano extendido bajo el azul extravagante del cielo, leería esto, Simplemente, ellos se habían dado cuenta desde el primer día de que yo llevaba siempre en los bolsillos varios de esos lápices de plástico de colores que se compran en estuches en los quioscos de las estaciones, y que eran un tesoro para ellos; así que la manutención y los servicios estaban puntuados por frecuentes: Padre. Un bolígrafo, dame un bolígrafo, padre.


Padres. Mendigar al padre. Toda la vida. Toda su vida. Este vértigo. Este pozo.  El deseo y la necesidad.


Flaubert, Gustave, y Michon, Pierre. Los padres. El vivo y el muerto. Lo que el muerto le hace al vivo. Lo que el vivo le hace al muerto, lo que él hace con él, lo que escribe sobre él, de nuevo en Cuerpos del rey, lo que cuenta sobre él, lo que  le inventa y le supone, que no hizo nada la mayor parte del tiempo con sus diez dedos en Croisset, que disfrutaba del Sena, del viento en los álamos, de su sobrinita comiendo confituras, de las vacas grandes en los campos, mugitusque boum, de las mujeres grandes de vez en cuando, del libertinaje que es la lectura, de la lujuria que es el conocimiento; que cosechaba alegremente tilo para hacer tisanas, que desafiaba alegremente nomenclaturas fenicias en su cabeza; y que aquí y allá, con estilo, para marcar la hora, para impresionar a los parisinos, para dar trabajo a sus aduladores de París, se metía en su cubil y escribía unas cuantas frases perfectas que le salían con toda naturalidad. El muerto del cuchitril tendría de sorprendente que le importa un bledo el vivo; ni siquiera lo ve de lejos, no lo ve en absoluto.


Él y Saint-Pardoux-les-Cards. El capítulo de les Cards. El crucial y delicado capítulo de les Cards. Las fotos fueron tomadas en la casa por Éric Morin. A veces Pierre Michon está sentado a la mesa, con una chaqueta de lana, la mesa está desordenada y la amplia chimenea, el hogar, se abre a sus espaldas; casi parece estar solo en la casa, solo con ella, en su vientre; y es muy intimidante. No conozco ninguna imagen, ningún retrato de Pierre Michon que sea más fiel y más intimidante. Intento atemperar les Cards con otras fotos, que rodean la casa y serpentean por el bosque, las fotos de Anne-Lise Broyer en Vermillion; lo intento, y tropiezo con la entrevista, al final del libro, tropiezo con los veranos de la infancia, los macaones, todos los verdes de julio, las zarzas homéricas y la restauración de 1985 con los escasos derechos de autor de Vidas minúsculas, y los ciervos, el viento, el tractor trash de Guy, los aviones de caza, y el cenicero mágico, que vela la casa cerrada. Me caigo en el relato, caigo en la epopeya, caigo en el cartel. Se hace liturgia con lo que se puede. Es un viejo cenicero publicitario de las fajas lumbares del doctor Gibaud, que me regaló mi padrino, que era vendador.


La lectura como ceremonia. Un ritual que sólo practico con los libros de Pierre Michon, y aun así, no con todos sus libros, sólo con algunos. Con Vida de Joseph Roulin, por ejemplo. Lo compro como regalo, y pido que me lo envuelvan, me lo regalo; así está envuelto, el libro está envuelto, enfundado en papel de bronce y envainado; se queda, durante mucho tiempo, varios meses, acostado en el papel, arropado; lo veo, me hace señas, sobre mi mesa, en una pila. Luego, en abril de 2008, por primera vez, voy a Nueva York, y me detengo frente al cuadro en el museo, sabía que estaba allí, quería verlo, me había preparado, pero aún así. Tanto azul, tanto azul; y la barba rizada, y la carnosidad de la boca joven escondida allí, bajo los rizos. Vuelvo, dejo pasar un poco de primavera sobre tanto azul, sobre tantos rizos; pasa todo el mes de mayo, y me llevo el libro conmigo al Cantal, lo desnudo en una casa que tengo en el Cantal, in situ, en el epicentro. Es el primero de junio, al día siguiente, el 2 de junio, leo hasta la página treinta y ocho en el tren de regreso. Leo a PM en el tren. Lo acabo, lo acabaré, unos días más tarde, en la silla 256 de la Salle Labrouste, en la Bibliothèque Nationale de France, durante la exposición que allí se celebra, una exposición bulliciosa tramada por Sophie Calle. No me acuerdo los detalles de la página, de la fecha, del lugar, y sabía que no no me acordaría; los anoté, inscritos en tinta violeta, en el libro, sobre él, en su piel. Se hace liturgia con lo que se puede.


Él leyendo. PM leyendo. El libro amarillo oro, ranúnculo. Lejos de los prados húmedos. Él, Ipse, Himself. En el Beauboug el miércoles 12 de marzo de 2008. Frente a una mujer de Bacon, una mujer malva, rosa, púrpura y confusa. Y mujeres enrevesadas de palabras y boqueantes. Bienaventuradas. Yo también. Ego quoque. Ecce homo. Oficiante. El cuerpo del escritor. El cuerpo menudo y seco de un agricultor de la Creuse envuelto en tejidos  oscuros. Reconozco esto también. El cuerpo de los ancestros, de los nimios  linajes tenaces, encorvados, aferrados a las parcelas, predestinados a las bestias, clavados a las cosas; atornillados, obstinados; y orgullosos, violentamente; y humillados, largamente; es atávico y es etimológico. Este es mi cuerpo esta es mi sangre. Bebedla y comedlo todos.


Casti. La llama Casti. Y esto da ganas de reír y de cantar; y esto da ganas de llorar. Casti, como un nombre de país, un nombre de ribera viva, un nombre azul, un nombre de Italia, un nombre de flama, un nombre de oriflama. Un nombre baila en el aire, ese nombre que abofetea y acaricia, un nombre inflamado, un nombre de mujer. Casti.


Él leído. PM leído. Por hombres con bellos nombres de pila masculinos, André, François, Thibault. Le escucho en el habitáculo cerrado del coche que hace de salón, que hace de casa. Es una inmersión en aguas profundas, es hundirse en la carne del verbo, su carne misma, su embrión, su calor, es forrajear allí, estar allí, ser, sepultada, nutrida. Digo ciertas frases, ciertas palabras, en voz alta, las articulo, mi garganta las libera y las emite, me las como, como de ellas. Es mejor de noche, bajo el cielo irracional de la meseta. Es bastante pernicioso para la conducción del vehículo del que sólo se oye el motor.


Pierre Michon en Paris Match. Escribe para Paris Match. En marzo de 2010, con motivo del Salón de la Agricultura. Una columna de texto, con grandes fotos en color, fotos de agricultores tomadas en cualquier lugar de Francia; incluso en el Cantal. En marzo de 2010, en Paris Match, el tema eran los abuelos, los hombres de la Ilíada, el nombre de las cosas, de las personas y de los lugares, de los prados para segar, por la mañana y de los prados segados, por la tarde, de la trilladora y de Victor Hugo, de mitología más que de sociología, de epopeya y de éxodo rural, y de lo que, siempre, sobrevive. Mis padres sobreviven, mi hermano sobrevive, en octubre de 2016, todavía; durante toda mi vida los veo sobrevivir, durante veinte años labro una huella de lo que,  siempre, sobrevive. Durante toda su vida de supervivientes, mis padres y mi hermano compran y leen Paris Match. El peso de las palabras el impacto de las fotos.  


El teatro de la lengua, su énfasis, su hojalatería, su ferretería, su oropol, su tralalá, sus faralaes, sus coqueterías, sus arcanos, sus bambalinas, sus emboscadas, sus callejones sin salida, sus agujeros negros, sus vértigos, su seísmo, sus fastos, sus grandezas, sus miserias, sus desenfados, sus ternuras, su cálida oquedad, sus perfidias, su deslumbramiento, como una Asunción. Hasta los huesos.


El Rey viene cuando quiere. Las entrevistas. El personaje público. Las apariciones. La desaparición, el enmudecimiento, la evasión. Lucir, lucirse, bailar bailar, emprender el camino, tomar la tangente y el matorral. Como el zorro. Agudeza, juego, salvaje, vértigo, dulzura, dolor.


Los rizos de la juventud en las fotos de los años de Clermont-Ferrand. Una en particular, tomada en la rue des Gras, en una librería, la de Jean Rome, a finales de los años sesenta. Tiene las manos en los bolsillos, lleva un gran jersey de cuello alto bajo una chaqueta oscura que podría ser de terciopelo, la barbilla es sabia, la cabeza está inclinada, sonríe, mira los libros. Tendría unas maneras a la Pasolini. Un Pasolini ragazzo que habría en Creuse y crecido en Clermont-Ferrand, bastante lejos de Roma al fin y al cabo. Se me ocurre de repente que este Pierre Michon de pelo rizado habría sido perfecto en el papel de la criada que levita en el patio de su granja natal al final de Théorème. La criada que está de vuelta de todo, que ha vuelto a la granja, devuelta a los dominios de sus orígenes, rimbaldiana y recogida; y santificada, elegida, arrancada, incendiada. Encendida, literalmente encendida, que ha prendido fuego y que incendia. Pierre Michon ha prendido fuego e incendia. Al paredón.

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Este artículo es la traducción al castellano del texto Au mur, de Marie-Hélène Lafon, procedente del volumen Pierre Michon. Cahier de L'Herne, Éditions de L'Herne, Paris, 2017.


Imagen del encabezamiento procede de: https://www.sortir47.fr/evenement/habiter-une-oeuvre-vies-minuscules-de-pierre-michon/

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