12 de junio de 2020

París-Brest

París-Brest. Tanguy Viel. Acantilado, 2011
Traducción de Carlos Ollo Razquin
«—Pero yo —le dije—, yo no hago esto para hacer el mal. Al contrario, lo hago para borrar el mal.—Y recuerdo que, en el momento preciso en el que dije la expresión "borrar el mal", de un papitotazo envié mi colilla a quemarse en la chimenea».
Los lugares, además de ser circunscripciones espaciales, pueden llegar a convertirse en elementos que determinan el futuro para aquellos cuya residencia ha sido lo suficientemente prolongada o intensa como para darles tiempo de imprimir su huella, un rastro que se concreta en una visión particular del resto del mundo o en una forma establecida de relacionarse con los demás; o como un ecosistema aislado donde la la posibilidad de que suceda algo imprevisto, si fuera el caso, sería sepultada bajo acometedores  derrumbamientos de monotonía y hastío.
«Y para ella ese lugar era como su caparazón, donde no había que temer la menor nota de polvo del exterior, donde se encontraba entre la gente de su mismo mundo, con las mismas ropas y las mismas ideas políticas, garantizando a cada uno la tranquilidad del prójimo, de ese tipo de prójimo al que ninguno de ellos le cuesta amar como a uno mismo, ya que es él mismo».
La circunstancia de caer bajo la influencia —a cualquier edad, en época de formación o ya adulto; el influjo  del lugar es tan intenso que puede moldear como si fuera barro la roca del granito más sólido— en un lugar con ese poder de dominio puede afectar incluso al modo en que Louis, el narrador y protagonista de París-Brest (Paris-Brest, 2009), hilvana —o, tal vez, debería decir enreda— el discurso mediante el cual nos informa de sus correrías: un alegato redundante y obsesivo —a ratos, berhardianamente obsesivo—, dislocado y tenso, irónico y escrupuloso, tan intrigante que hace dudar al lector no ya de su neutralidad, deseable pero no exigible, sino incluso de su verosimilitud. De hecho, el lector va apercibiéndose, a lo largo de la novela, de que nada de lo que sucede en ella hubiera sucedido si no lo hubiera hecho en Brest.

Según esa orientación, el lugar sería como un ser vivo que, impelido hacia su propia supervivencia, expulsa a aquellos elementos dañinos o residuales, aquellos que no puede asimilar o que representarían un tropiezo en el camino de la implantación de su supremacía; un exilio que puede ser permanente, para casos desahuciados, o temporal, con un reingreso aceptado una vez purgados sus pecados o reeducados en su doctrina. Siguiendo esta lógica, el padre de Louis es expulsado no por ser culpable del desfalco en un equipo de fútbol sino porque ese equipo lleva el nombre del lugar; un exilio tanto más duro en cuanto que el destierro —que representaría la penitencia— es en el Languedoc-Roussillon, el extremo diametralmente opuesto a la Bretaña en el mapa de Francia y, en la dialéctica de los lugares, una némesis absoluta. 
«La verdad es que ya no se oyó hablar más de la alta sociedad desde el día en que mis padres pusieron rumbo al Languedoc-Rosellón, siguiendo la costa atlántica, detrás de un pesado camión de mudanzas, leyendo fijamente durante horas, con los ojos llenos de lágrimas, las letras escritas en negro en las puertas traseras: LAS MUDANZAS BRETONAS».
Ese exilio conlleva una nueva formulación de la unidad familiar de Louis, que ahora queda reducida a su abuela, que acaba de heredar una fortuna de un matrimonio contraído en la vejez; la señora Kermeur, su ama de llaves, heredada en el mismo testamento; y su hijo, un joven grosero y maleducado cuya tarea principal parece consistir en incordiar al protagonista.

Pero, al final, y fatalmente, el propio Louis es expulsado, aunque él crea que se trata de una huida voluntaria, y se traslada a París, la gran ciudad. En su caso, la penitencia que se le impone es escribir la historia de su familia.
«Entonces puede que aquel día, más que ningún otro, comprendiera que yo también, cuando me tocara, dejaría la región para vivir en un lugar de verdad, una ciudad de verdad, como por ejemplo París, que solo en esas condiciones yo podría vivir con normalidad y puede que concentrarme con normalidad y por lo tanto escribir con regularidad, que si no me fui al sur, repetía yo incansablemente a Kermeur hijo, fue primeramente por eso, para estar en paz conmigo mismo y que solo en estas condiciones, pacíficas, podría escribir libros, como había previsto desde los nueve años, desde que había comprendido que no sería ni futbolista, ni piloto de aviación, esas cosas que se comprenden muy claramente a los nueve años, que es mejor comprender a los nueve años porque después es demasiado tarde».
El resultado del retiro espiritual —con posterioridad sabremos cómo se financió— es un manuscrito de ciento setenta y cinco páginas —a estas alturas, el lector, mosqueado por ese intento de paratextualidad, se llega a preguntar cuántas páginas tendría el manuscrito de París-Brest— que, una vez redactado en París —por un inconveniente de incompatibilidad manifiesta, jamás habría podido ser redactado en Brest—, se convierte en el acompañante de Louis —la flor de lis tatuada en el hombro, la letra escarlata, la marca de la infamia—, y que, para cerrar el círculo del perdón —¿propósito de enmienda?—, debe llevar allí con la esperanza de retomar la historia donde la dejó.
«Me pregunto qué es lo que vivimos en la vida normal, porque no tiene nada que ver con esos momentos, los momentos en la vida en los que ocurre algo de verdad, en los que el mundo calla de golpe, o incluso en el interior de uno mismo todo se detiene, el tiempo se detiene, el pensamiento, los nervios, y todo está cerrado, apagado como si fuera falso, sí, como si fuera falso cuando en realidad es lo único cierto».
Pero este es un regreso que incomoda a todo el mundo; es decir, a los personajes reales que viven en Brest, pero también a la versión de ellos mismos que protagonizan la novela familiar —"las cosas sobre nosotros"—, porque tanto unos como los otros temen un desenmascaramiento que va a revelar su verdadera personalidad; porque mediante la escritura Louis se ha deshecho de sus demonios estrenando un nuevo carácter, pero sus padres, la señora Kermeer y su hijo y su hermano futbolista —no tanto la abuela, que como tiene poco que esconder también tiene poco que perder— saben que van a desaparecer sustituidos por la nueva realidad que representa la "novela familiar".
«[¿En la novela hablas de mí?] —Un poco —dije—, bueno, de hecho, mucho, pero no exactamente de ti, porque a pesar de todo es una novela, y he cambiado cosas. —Y le miré, y añadí con una mirada más bien vacía—: Al mismo tiempo, sí, de puede decir que habla de ti».
El hecho de que ese relato familiar de ciento setenta y cinco páginas haya sido escrito en formato de novela no quita que Louis, el autor, no se contente con reflejar la verdad de lo sucedido aunque, quizás, no coincida con sus intereses —igual que, sospecha el lector, Louis, el narrador, manipula lo sucedido para poner a aquel de su parte a la vez que oculta, sibilinamente, aquello que no tiene intención de que se sepa, movido por ocultos, favorables e inconfesables réditos; de hecho, esa duplicidad de fuentes despierta en el lector la duda de quién es el Louis real, el narrador de la novela o el protagonista de la historia familiar; o ambos; o ninguno de ellos—. Como era de esperar, ambas historias se solapan, se complementan y se corrijen, y el conjunto de ambos hilos narrativos compone el sorprendente texto de París-Brest.  
«"Todo el mundo debería poner punto final a su historia familiar —pensé—, y en particular un 20 de diciembre, es decir, un día en que es importante tener algo a lo que agarrarse ante la prueba de ir a pasar la Navidad en familia, incluida la gente que dice estar contenta de ir a pasarla en familia, mientras que en el fondo de sí mismos, como todo el mundo, sueñan con escribir una novela sobre su propia familia, una novela que acabe así, en vísperas de Navidad y con los paréntesis sin cerrar"».

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