| Mes sept familles. Jacques Réda. Éditions Fario, 2022 |
En el pasado 2022, Éditions Fario, en su exquisita colección Théodore Balmoral, publicó el volumen Mes sept familles, de Jacques Réda —un autor ya conocido para los lectores de este blog, inédito en castellano—. El libro responde a la cuestión de los antecedentes literarios de todo autor; su primera versión fueron diversos textos recogidos en revistas —especialmente Nouvelle Revue Française pero también Les Lettres Nouvelles, Lueurs...— y en diversos libros de crítica literaria.
La nómina de autores de influencia reconocida expresamente incluye a: Jean Follain, André Frenaud, Lorand Gaspar, Jean Grosjean, Louis Guillaume, Francis Ponge, Jean Tardieu y Raymond Queneau.
A continuación, la traducción del preámbulo, en el que Réda presenta el volumen y explicita su reconocimiento a esos parientes literarios.
PREÁMBULO
A veces me han preguntado de qué antepasados literarios me siento deudor y siempre me ha resultado difícil responder. Porque todo lo que he leído desde que aprendí a leer y escribir, y que a menudo no tenía ninguna relación con la literatura (ausente de las inquietudes del medio en que vivía), suscitó en mí de inmediato un reflejo de imitación que durante mucho tiempo me hizo dudar de tener, literariamente, alguna singularidad; si es que la tengo, y no me corresponde a mí decidirlo.
Diría entonces que desde los diez años, más o menos, he imitado todo lo que ha caído bajo mi mirada o entrado en mis oídos, y que ha sido escrito, sobre todo en verso, desde que el cuerno de Roldán articuló la primera manifestación de lo que acabaría siendo la lengua francesa. Y de forma primordial, la canción, tanto en sus formas más antiguas como en el subproducto que difundían ya entonces los aparatos de radio.
Que el verso rimado y medido haya seguido siendo la norma recuerda los estrechos lazos que tuvo en su origen con el ritmo y la melodía que, según Nietzsche, le dieron nacimiento. El empobrecimiento que ha sufrido la canción, aunque no hayan faltado algunos destellos de gracia y frescura (por ejemplo, Charles Trenet en la época que evoco y, más tarde, Georges Brassens), refleja el debilitamiento de la lengua que prosigue hasta nuestros días y que ninguna clase de decisión autoritaria puede evitar ni frenar: cada lengua es un organismo vivo que aparece, queda instaurada y luego desaparece, tras haber agotado todas las combinaciones posibles y verosímiles, y solo puede renovarse mediante préstamos que acaban transformándola gradualmente en otra lengua.
La desaparición del verso regular fue el primer síntoma del debilitamiento de la nuestra, aunque al principio quedara enmascarado por la gran liberación de energía poética que provocó, del mismo modo que la fusión nuclear del hidrógeno en helio reactivará durante un tiempo la actividad de la masa solar, pues todo está conectado.
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Nacido poco antes de que el surrealismo alcanzara su pleno esplendor con su Segundo manifiesto¹, no recibí de él más que repercusiones tardías, sin efecto notable sobre la formación que había recibido en la escuela, cuya enseñanza tímida y sus textos escogidos rara vez se aventuraban más allá de la Brise marine de Mallarmé o del Bateau ivre de Rimbaud.
Es probable que esto determinara mi inclinación por poetas que, pertenecientes a la generación que precedió inmediatamente a la mía —la de mi propio padre—, no habían retenido más que una parte del alboroto que alcanzó su apogeo en los años veinte. Y, en particular, la repercusión que había tenido tiempo atrás sobre el verso regular, desde entonces reducido con frecuencia a un mero simulacro tipográfico.
Curiosamente, y pese a mi firme propósito de desentumecer en algo mi formación «clásica», cuyas huellas, más o menos visibles, subsistían en cada uno de ellos, nunca abordamos a fondo esta cuestión del verso como soporte natural o privilegiado de la indefinible noción de «poesía»: nos bastaba con lo «poético», y que este se manifestara en la lengua por otros medios, sin prever que tales medios contribuirían pronto al proceso de descomposición natural que la afectaba y que, tras el verso, se haría visible en su sintaxis.
En efecto, lo «poético» no necesita del verso para manifestarse y, en el estado en que se hallaba la lengua durante la primera mitad del siglo XX, el verso, en su forma tradicional, podía parecer, al contrario y razonablemente, un obstáculo para ello.
La causa de la indefinible «poesía» sigue fase de instrucción desde que Rimbaud la llevó ante los tribunales en una vista con jurado. Y habiéndose fugado durante un traslado entre el juzgado y la prisión preventiva, sigue prófuga a pesar de la Interpol y de la jauría de detectives privados que la persiguen pisándole los talones. Por si acaso, para atraerla, se le ha consagrado un mes, como a la Virgen María, y, en línea con una sana política consumista, un mercado; pero es más esquiva, hasta el punto de inspirar en algunos la convicción de que no existe.
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Desde que Rimbaud se permitió sentar a la belleza sobre sus rodillas, sus devotos, pintores o poetas, tomaban muchas menos precauciones con ella, que parecía alentarlos. En realidad, la belleza no era más fácilmente definible que la poesía y podía ocultarse en cualquier parte, incluso en la fealdad, como se sabía desde hacía milenios. De modo que la belleza de la Belleza se había vuelto banal, aburrida y casi chocante en sus apariciones habituales. Había dejado de lado sus aires altivos, se había democratizado y, en lo que concierne a mi argumento, se mostraba menos exigente con la categoría de lenguaje que durante mucho tiempo había reclamado. Después de las fórmulas familiares, llegó a tolerar las populares, que le recordaban sus orígenes, e incluso las familiaridades algo brutales que podían excitarla (es bien sabido que, en el terreno del erotismo, el Amor puro soporta, si no los reclama, lo obsceno y el maltrato).
¿No era eso, por parte de los letrados, un indicio de renuncia a una delicadeza asumida como principio, que el exceso de lo henaurme² casi imaginario podía hacer aceptable?
No se encuentra, en verdad, ningún rastro flagrante de ello en los poetas que he reunido aquí, salvo a veces en Frénaud, pero lo que ronda (más allá de la eliminación del verso regular, que por lo demás no es sistemática ni en Tardieu ni, sobre todo, en Grosjean), es la sospecha generalizada que pesa sobre la naturaleza y la legitimidad de la poesía, y la búsqueda de una nueva definición de lo poético.
Nos resultaba tan espontáneamente habitual, a cada uno en su práctica, que no recuerdo haber hablado con ellos, más de lo que hablé sobre el verso, de esa cuestión fundamental: pudor, discreción (menos perceptible, de nuevo, en Frénaud), conciencia de haber seguido siendo en lo esencial esos «jugadores de bolos» señalados por Malherbe³, en una época en que los bolos eran verdaderos bolos dispuestos en un orden prescrito, y en que los jugadores no tenían a menudo nada más urgente que hacer.
¿Y entonces, de qué hablábamos? A veces todavía me lo pregunto: de todo, de nada, siempre como entre amigos entregados a ocupaciones de otro tipo (al fin y al cabo, teníamos la obligación de ejercerlas), o como entre miembros de una misma familia, o mejor dicho, de familias aliadas que evocan a sus grandes fundadores, los comparan y encuentran en ellos un motivo más para mostrarse modestos.
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Antes de conocerlos, los admiraba; los quise desde nuestro primer encuentro, como poetas y como hombres, todos, y cada uno a su manera, excepcionales por su cordialidad, su franqueza, su seriedad o su comicidad, al igual que algunos de mis otros amigos a quienes la poesía, si es un hada, no había tocado con su varita, pero que estaban aureolados con otra clase de magia.
En cuanto a la ocurrencia de esos primeros encuentros, se debió unas veces al azar (a Frénaud, lo conocí en un tren; a Gaspar, en Budapest), otras veces a su propia iniciativa (Follain, Tardieu), tras haber leído con agrado algunos artículos que yo había escrito sobre sus obras, y otras más, cuando yo mismo empecé a publicar y, en ausencia de salones que me habrían intimidado, frecuenté la oficina de la NRF⁴, a la que me invitó primero Jean Grosjean, y luego los almuerzos de Le Chemin⁵, donde conocí a Francis Ponge; por no hablar de Gérard Macé ni de Jude Stéfan, dos de mis contemporáneos que también he comentado, ni de Michel Deguy ni de Jacques Roubaud ni de Denis Roche, a quienes conocí en las mismas circunstancias que a Lorand Gaspar.
Si se consulta el índice de las Agendas⁶de Follain y los Journaux⁷de Raymond Queneau, se advertirá la cantidad considerable de entradas que, en el primer caso, citan a Frénaud, Grosjean, Ponge, Queneau y Tardieu, y en el segundo, a Tardieu, Grosjean, Frénaud y Ponge. Todos eran amigos entre sí y, aunque solo hubiera conocido a uno, habría sido, según el proverbio, amigo de todos los demás.
Es cierto que conocí a otros poetas de la misma generación —Eugène Guillevic, por ejemplo—, pero no mantuve con ellos una relación ni íntima ni duradera.
Lo mismo vale para Raymond Queneau, que parece desmentir la relación familiar del título y que, como un buen diablo salido de su caja, solo se me apareció una vez. Pero tiene su lugar en este conjunto donde se deja entrever el esbozo de un cuadro de la poesía bajo la Tercera y la Cuarta Repúblicas, es decir, al final de su reinado milenario sobre los sueños de todos los regímenes a los que habrá asediado.
Nota bene 1. En cuanto a saber si alguno de mis siete u ocho poetas ha influido en mi obra, como solían decir los preceptores, es más que probable, como ya señalaba al principio de este Preámbulo: todos, sin contar a aquellos que no conocí ni siquiera leí jamás, y a los que no conoceré ni leeré nunca y que no guardarán de mí ningún recuerdo. Porque todos pertenecemos a un conjunto en el que, como en el universo, cada parte lleva en sí la totalidad y de cada parte depende el Todo, según la fórmula de Trinh Xuan Thuan —en el Dictionnaire amoureux du ciel et des étoiles, 2009—, siendo este Todo, en este caso, el corpus global de la poesía en lengua francesa. Como lo expresaron Borges y Queneau, cada uno a su manera, presumo, en efecto, que junto al desarrollo cronológico de los hechos en los que estamos inmersos, eso que llamamos «el pasado» ejerce, dentro de ese Todo, una influencia sobre lo que nos representamos como el futuro: es el saber que imparte el Ritmo, el cual, aunque de forma fugaz para nosotros, pero cierta, suspende la acción del Tiempo.
Nota bene 2. Otros textos sobre varios de los autores reunidos en el presente volumen figuran, junto a los de una mayoría de prosistas, en Autoportraits (Fata Morgana, 2010) y en los cuatro volúmenes de Le Livre des reconnaissances dedicados a poetas de épocas y nacionalidades diversas (Fata Morgana, 1985, 1992, 2016 y 2021).
Notas del traductor
1. Segundo manifiesto del surrealismo, publicado por André Breton y Paul Éluard en diciembre de 1929, cinco años después del Primer manifiesto del surrealismo, en la revista La Révolution Surréaliste.
2. Deformación deliberada de énorme, cargada de una falsa pomposidad, que fue popularizada por Flaubert como burla de los excesos retóricos y de la grandilocuencia hueca.
3. François de Malherbe (ca. 1555-1628), poeta francés, partidario de la sobriedad clásica ante los excesos de la exhuberancia en la Querelle des Anciens et des Modernes.
4. Nouvelle Revue Française, revista literaria fundada en 1909 de gran influencia en el medio literario francés. Réda fue su director de 1987 a 1996.
5. Alusión a las reuniones o almuerzos organizados por los colaboradores de la revista Le Chemin, dirigida por Georges Lambrichs y publicada por Gallimard. Esta revista fue un importante punto de encuentro para escritores y poetas en la Francia de mediados del siglo XX en los cuales participaban figuras destacadas de la literatura francesa.
6. Agendas (1926-1971). Jean Follain (1993).
7. Journaux( 1914-1965). Raymond Queneau (1996).
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