17 de noviembre de 2025

Les Ruines de Paris

A pesar de haber publicado ya algunos libros entre 1952 y 1977, gran parte de ellos en pequeñas editoriales y con muy poca repercusión, el reconocimiento generalizado, aunque es cierto que, en un primer momento, solo por parte de la crítica, llegó a Jacques Réda con la publicación, en 1977, a cargo de la prestigiosa editorial Gallimard, de Les Ruines de Paris.

Les Ruines de Paris en un pequeño volumen compuesto por piezas breves —algunas de apenas una página— en el que Réda explota su faceta de flâneur de la época contemporánea en la línea de Charles Baudelaire, en El esplín de París, en cuanto a la forma, de Léon-Paul Fargue, en El peatón de París, en cuanto al fondo y de tantos otros. Con posterioridad, el mismo Réda volvió a escribir desde ese punto de vista del flâneur, entre otros, Hors les murs (1982), Châteaux des courants d’air (1986) o La Liberté des rues (1997) y la que podría considerarse la otra cara de la moneda, Le Méridien de Paris (1997).

Réda ya no tenía a mano, a diferencia de Baudelaire, la transformación urbanística radical que supuso la reforma de Haussmann; pero su forma de ver y escribir la ciudad intenta relacionar, en el fondo y en la forma, el espacio tangible y concreto de la ciudad con el espacio inmaterial y abstracto de la escritura, de modo que el registro de los cambios materializados en universo físico supongan la creación de un nuevo mundo hecho de palabras y que este universo virtual sirva para recrear y reformular el espacio físico. 

Les Ruines de Paris, a pesar de su relevancia, no ha sido traducido jamás al castellano; en este artículo, publico la traducción de «Le pied furtif de l'hérétique», el primer texto del libro y el más extenso. El título hace referencia a la herejía en que ha debido de convertirse la subversión baudelaireana una vez que el capitalismo transformó la ciudad de tal modo que el papel del flâneur desapareció como práctica social.

El paso furtivo del hereje


Hacia las seis, en invierno, suelo bajar por la avenida de la izquierda, entre los jardines, y tropiezo con sillas, con pequeños arbustos, porque un cielo inaudito como el amor que se avecina me absorbe por completo la mirada. Su color, antes de apagarse, no es definible: un turquesa muy oscuro, tal vez, la intensa condensación de una luz que escapa a lo visible y se convierte en el ardor gélido del alma que invade. Sobre la superficie de los estanques desfilan sin el menor ruido cortejos de nubes, sin el menor ruido. El relámpago sorprendería menos que este estallido silencioso que no termina nunca. Más allá, centelleos de tormenta impactan sobre los pabellones de mazapán, y más lejos todavía, el edificio del teatro parece comprimirse como un polvorín a punto de estallar. Alrededor, el amor se muestra en su delicadeza y en su estremecimiento de campo de batalla; alrededor, ramas que celebran estos destellos apagados de la noche: en fragmentos, es la oscuridad desgarrándose en la masa de árboles, que canta, que quiere perderse allí, pero se topa con sus puntas más finas y se rompe en un resplandor cortante. Tengo en la cabeza el mismo canto y la misma espesura  monótona. Porque a veces se apodera de nosotros una obsesión de transmutación urgente: a fuerza de contemplarlo, pasamos tan cerca de la representación  que caemos en la sumisión ciega, deslumbrante. Como si el hombre, detenido un instante sobre sus dos piernas, con la mirada en el cielo, no pudiera desbordar el invencible envoltorio de estrellas. Tropiezo con el borde del césped, bajo los arcos de enredaderas. Como puedo, llego por fin la place de la Concorde. El espacio se vuelve de pronto marítimo. Incluso con un viento apenas manifiesto, se percibe una emanación de aparejo. Y, frente las columnas, bajo las balaustradas donde montan guardia los leones, se elevan, balanceándose, los navíos con castillos como los de Lorrain, con la madera del casco y de los mástiles, y los cabos, y las velas, silbando y crujiendo, rasgando el velo turbio que se extiende permanentemente sobre la ciudad. Camino, pues, como a lo largo de una playa, a través de los baldíos. Y es precisamente la indecisión del atardecer la que me abre esta extensión, aunque siempre mezclada con las piedras y el estrépito de París. Porque en pleno día, sobre todo en los meses difíciles de domesticar (febrero, marzo, noviembre), cuando el aire palidece como en los límites de los páramos y las marismas, las calles se hunden en un resplandor de estuario arenoso: a cada paso va a surgir ese fulgor nacarado entre las dunas, y el corazón late, y enteros bosques trashumantes se detienen en los cruces de caminos, para esfumarse luego de un salto, como un unicornio. En todos los monumentos ha perdurado una fiereza elemental pero afectuosa. Refugiada en el cielo, que sigue siendo lo más sensible de esta tierra, conmueve incluso a la frialdad inconsciente de las horas y de las estaciones. Una arista deslumbrada se proyecta entonces como un estrave en medio de ese oleaje de metamorfosis, izando con él palacios con el esplendor del primer día. Atalajes de bronce verdoso se alzan en vuelo; se percibe, perdidos entre dos olas antediluvianas de helechos, a los siglos, presas de su fragilidad, y a la esperanza humana, con los ojos abiertos de par en par ante su soledad. Ahora sí que es de noche. La librería inglesa acaba de apagarse bajo los arcos. Como engullida por el terciopelo, aún se eleva una trágica exhortación: ¡My Lord!; y luego nada, entre las páginas bien compactadas sobre crímenes, colinas y ruiseñores, que palpitan entre palpidos, ya no se mueve nada. Desierto y calcinado, el parque permanece pensativo, más abajo, al pie de un paseo en terraza; vacía, como no podría ser de otro modo, bajo el viejo oro plomizo que reflejan las fachadas, parte recta como un extraño redoble de fanfarria de la Razón, radicalizando las leyes acerca de la separación inquebrantable de las paralelas y la abstracción cruel del infinito. Unos pocos escalones, y después, afortunadamente, el suelo de tierra emerge de nuevo: un suelo liso, humilde, muy duro, donde, al arrastrar los pesados asientos  que tiemblan y rebotan, los niños han trazado unas vías de ferrocarriles Decauville en bucles. Alguna parte del sotobosque aparece desprovista de verdor porque las hayas acaparan toda la fuerza disponible del suelo. Pero diríase que aquí los árboles han sido colocados sin raíces, sosteniéndose en pie como muebles, solo por su tamaño y su peso. El empedrado, el apisonado, el desgaste continuo al que lo someten las suelas bajo esas patas de mastodontes no lo explican todo. Zonas bastante extensas no han conocido desde hace meses más que el paso furtivo del hereje, pero la hierba, eternamente tan espontánea, incluso sobre los campanarios, se obstina en su negativa. En primavera, una mañana, uno cree distinguir una eflorescencia de musgo; se volatiliza antes del mediodía. Cabe entonces suponer una voluntad de permanecer pobre y limpio, pero con  una limpieza sin justificación higiénica, conventual. Y, sin embargo, tanta austeridad se concede una reparación en la altura, cuando el gris adormecido entre las ramas sueña con todos los colores y ese pequeño bosque de tinta alimenta una llama espiritual, intacta, sobre los vapores apocalípticos del gran caldero. Nadie. Los rugidos contiguos del tráfico se extienden, se arquean, en una bóveda de murmullos que se desvanece. Debajo, oigo divagar a un pequeño conjunto de flautas. Acompañan el impulso inmóvil de los caballos de madera del tiovivo. En ningún otro lugar, salvo en algunos frescos de los que parecen haber descendido, puede verse retozar con tanta claridad la gracia animal, verídica gracias al añadido de torpeza infalible que la embarga, pintada con los verdaderos colores de los verdaderos caballos, contra unas vallas donde se ampara, flotando, todo un cielo casi se podría tocar: naranja vivo, negro punzante, blanco humo, y esa dilatación un tanto feroz de los ollares que transforma el aire en olores, en imágenes, en memoria y en deseos cuyo acceso nos está vedado. Caracolean con ingenuidad en la sombra, y con gentileza, prolongando el encantamiento que aún hechiza a los niños, ya desaparecidos, mientras mis pasos resuenan en contrapunto con las flautas: estas se alejan, nostalgia o alegría quebrada, como Fauré silbando al final de su Réquiem, y en una claudicación de cristal, de plata, la inmensa merienda de los ancianos se hunde en espirales de tiovivo hacia el absoluto. Distingo al mismo tiempo, en un polvillo de fragua, mil fantasmas arrastrados a velocidades desiguales a lo largo de una sola línea. Cada uno se desdobla allí a su vez, y ese doble que de inmediato huye hacia atrás envía en dirección contraria a otro doble que se desdobla a su vez, de modo que, al final, este desorden se equilibra, se desliza con regularidad hacia la terminal sostenido sobre el amplio balanceo de la pasarela, que cruje entre los remolinos del cielo y sus reflejos que se desenroscan pesadamente en el agua. Esos fantasmas deberían espantarme al cruzármelos, si no fuera porque yo —que no llevo horarios en la cabeza y he abandonado el camino— soy, en el fondo, más irreal y quizás más temible que ellos. En el centro del estanque, la ninfa prisionera del surtidor sacude su melena histérica en todas direcciones. Entro en el lodo lívido de una obra que retumba como una draga bajo sus fanales. Para fastidiar a los curiosos, se ha levantado una empalizada, pero (como todas las empalizadas) tiene agujeros. Con todo, me conformo al pasar con lo poco que se deja ver: siempre la misma excavación infernal, y ya no quiero más. Lo que quiero es no resistirme a la voluntad de la luna, y quedarme el mayor tiempo posible quieto allá adelante, como una bestia en medio del puente. Porque se ha producido una desgarradura hacia el norte en la escoria y se ha abierto un golfo glaciar donde dos estrellas emiten señales breves en telégrafo óptico. Observo esas orillas que se deshilachan y humean horizontalmente ante el astro. Azul y bistre, hay dos magulladuras en forma de anillo alrededor. Fosforecen sobre las nubes. Un perro abstraído que pasa me esquiva como si yo fuera un lobo. Y podría aullar a mi antojo, estando aquí solo en el mundo, salvo por ese perro y los motores que el resplandor repentino de la luna, al quedar al descubierto, aniquila con su do sobreagudo. Acaban de lustrarla con el celo de un frenético. Se la podría asir por los bordes si no temiera uno dejar allí varios dedos, o quedar reducido en un parpadeo a un puñado de cenizas, pues arde, no como el sol, por efecto de un calor evaluable en grados monstruosos, sino por el efecto exclusivamente lírico de su luz, que incendia y calcina el cerebro de los locos. Por supuesto pienso en una Dama. Cada vez más vagamente y con mayor desesperación, sin duda, pero sigo pensando en ella. Entonces echo a andar de nuevo. El desespero no existe para un hombre que camina, con la condición, eso sí, de que camine de verdad y no se vuelva continuamente para discutir con el otro, compadecerse, darse importancia. Durante un buen rato el otro, en efecto, te escucha y parece darte la razón. Y luego, con su aire inofensivo y compungido de víctima, tarde o temprano te acorrala y te cuelga del primer clavo. Por eso avanzo deprisa y en línea recta hacia la campiña rasa con matorrales que se extiende alrededor de los Inválidos. Ya en la rue de Babylone a veces se cruza uno con un conejo. Unas campanas repican tras los muros gruesos que rozo al pasar; su contacto me alivia y me dispone a pensar. Pero ¿pensar en qué, cuando el cielo empuja desde el fondo de las llanuras y el viento golpea el rostro, con su carga de tierra blanda y fría como unas botas de las siete leguas? Regreso a casa. Tengo huevos, queso, vino, muchos discos en los que, gracias a unos botones, puede realzarse la parte del contrabajo. Así sigo avanzando, en pizzicato. ¿Estoy alegre? ¿Estoy triste? ¿Avanzo hacia un enigma, hacia un sentido? No intento comprender demasiado. Ya no soy más que la vibración de esas cuerdas fundamentales, tensas como la esperanza, plenas como el amor.

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Les Ruines de Paris. Jacques Réda. Éditions Gallimard, 1977-1993.
Traducción al castellano de Joan Flores Constans
La ilustración del encabezamiento es la reproducción del debujo del propio Réda, descargado de la sede virtual de Éditions Gallimard https://www.gallimard.fr/catalogue/les-ruines-de-paris/9782070327379

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