21 de julio de 2025

Le Bois du Chapitre. Verdun

 

Le Bois du Chapitre. Verdun. Pierre Bergounioux. Éditions Fario, 2023

Un niño de pocos años siente una inocente curiosidad por un monumento, erigido en una de las principales plazas de su ciudad, en el que tres hombres, de un misterioso color verduzco y ataviados con una extraña indumentaria, parecen haber sido atrapados, contra su voluntad y en un instante concreto, en una misteriosa tarea que no sabe explicarse.

El chico es un Pierre Bergounioux de corta edad, y el monumento el homenaje municipal a los caídos en la Primera Guerra Mundial; pero hace falta que pasen unos cuantos años para que el pequeño Pierre pueda empezar a desvelar el misterio; el descubrimiento tuvo lugar gracias a los libros, esos pequeños y sorprendentes objetos que transforman la rudeza del mundo en tres dimensiones en caracteres escritos en frágil papel.

 «Siempre lo he sabido. Una de las primeras cosas que vi fue el trío de bronce que dominaba la plaza Thiers, en B., donde nací. Incluso descubrí la maqueta, un poco más tarde, en la biblioteca municipal, en un robusto álbum in-quarto con cubierta en tela verde, las guardas estampadas con la efigie de Marianne. El escultor se inspiró manifiestamente en una fotografía que muestra al coronel Desgrées du Loû unos instantes antes de su muerte, en la Ferme de Navarin».

Pierre descubre, a través de los libros, no solo el significado del «trío de bronce», sino también la razón por la que disfruta de una localización tan eminente y el motivo por el que fue erigido. Hubo una guerra; hubo muchas batallas; hubo casi un millón y medio de muertos y más de cuatro millones de heridos, solo en Francia. Al mismo tiempo encuentra, desconcertado, una primera discrepancia: a la entereza que muestran los integrantes del trío se le opone el desaliento que adivina en los conciudadanos supervivientes de esa catástrofe, por más que la elegancia de sus uniformes y el orgullo con que exhiben las condecoraciones que llevan cosidas sobre el corazón les otorguen un brillo deslumbrante; un desajuste que se revela, también, entre la integridad física de esas esculturas de bronce y las carencias de aquellos que son representados en ellas: una mano, un brazo, una pierna, o ambas, quedaron enterrados en el campo de batalla o arrojados al cubo de los desperdicios del hospital de campaña. El mundo es un lugar bastante menos heroico de lo que parece, bastante menos memorable de lo que ensalzan las viejas crónicas, bastante menos íntegro de como se manifiesta en los monumentos a los caídos.

«La impresión que me han dejado estas lecturas, que creo fiel, es muy indistinta en su misma inmediatez. Aparto los ojos para saber lo que veo, para identificar lo que ocurre. Un eterno crepúsculo otoñal ahoga los paisajes informes, bistre o negruzcos, lunares, donde se dibujan un trozo de muro, dos o tres árboles reducidos, como los tullidos, al estado de muñones, unas siluetas esbozadas con ojos sombríos, con rostro de escayola o de piedra, cuando no es sustituido por los ojos de un lémur o el hocico de cerdo de una máscara antigás. Y entonces ya no hay más un escenario de planeta devastado con los árboles mancos, nada más que la niebla opaca, mortal,  de la iperita».

La verdad no parece estar ni en la inocencia de la infancia ni entre las páginas de los libros; algo parece indicar que es necesario hacer las preguntas, para las que ni la una ni las otras tienen una respuesta plausible, a los mismos escenarios donde ocurrieron los hechos que dieron lugar a la construcción del homenaje y a la versión que alguien se entretuvo en escribir para que quedara constancia en el tiempo; pero también para comprobar la distancia que ambos, los constructores del monumento y los historiadores, aceptaron, no en aras de la memoria, sino del olvido, establecer entre los hechos y sus obras. 

«Cuando es mediante la tinta y el papel, a distancia, a posteriori, que se intenta representar lo que sucedió, se puede caer aún en otra clase de error —de escala— que se deriva de la naturaleza de los libros, de su troquelado, de su formato. Por grandes y pesados que fueran, los in-quarto estaban formados, como todos los libros, por pliegos apilados, por fragmentos, por destellos de la imagen ideal, desplegada horizontalmente, que sería proporcional a la extensión completa del fenómeno».

Es necesario, pues, que el mismo Pierre que al que se le despertaba la curiosidad por los hombres verduzcos y que vivía exóticas aventuras entre las páginas de un atlas, ya adulto, emprenda el viaje a las fuentes, recorra, con sus propios ojos, los escenarios de la hecatombe, pise los suelos donde cayeron toneladas de hierro, pasee bajo la sombra de los árboles que han crecido sobre la tierra ahíta de sangre, se sorprenda con los restos que construyó una mano humana para protegerse y que fueron destruidos por otra mano, también humana, con la misma perseverancia. 

«Pero primero está el mundo, los hombres ancianos, disminuidos, que ya se alejan, las altas, mudas figuras de bronce, el presente exorable, la dulce locura de los orígenes y más tarde, solamente, la necesidad de remediarlo, la preocupación por reconciliar —si es posible, si aún hay tiempo— lo que hay y lo que uno es».

No se trata solamente de un viaje al pasado, sino también de un recorrido por todas las formas del horror en el que la muerte no fue la única protagonista. El mundo es un lugar bastante menos agradable de lo que parece, bastante menos inocente de lo que se muestra, bastante menos uniforme de como se manifiesta en las láminas coloreadas de un libro. Ese desajuste tuvo un tiempo que no se puede recuperar pero, a cambio, el paisaje —la tierra, los brezales, los bosques, entre los cuales ese bosque de Chapitre del título; los valles, las hondonadas, los barrancos—, el entorno que, alterado por los obuses, las trincheras y las fortificaciones, que va cerrando las heridas, mediante una cicatrización obligada pero asumida por las entidades naturales, mantiene aún las modificaciones; hacia ese paisaje es a donde se dirige Pierre para completar la información, parcial y quién sabe si interesadamente indulgente, que encontró en el monumento de homenaje y en los ajados libros de la bilbioteca municipal.

«Lo que uno no puede admitir, cuando es evidente lo que son estos lugares, cuando uno los contempla con los ojos abiertos, es que contuvieran hombres en tan gran número, absorbieran tanto hierro, tanto fuego, tanto veneno. Recordé unas fotografías que mostraban baterías y montones de proyectiles como montañas. Había sitio, cuando las ubiqué en el espacio, para el alud de acero que habían hecho caer. Cuando uno ha llegado, cuando el suelo se ha deslizado bajo la imagen y la ha reordenado, cuando se mide su exigüidad, entonces el carácter inconcebible, monstruoso del asunto es evidente. Regimientos enteros, divisiones, se enfrentaron, combatieron y desaparecieron en un espacio equivalente, aproximadamente, a la gran sala fría, tapazada de volúmenes amarillentos, que servía de escenario a las lecturas de otros tiempos».

Pero ese viaje al origen no está exento de riesgos. Tal vez el más temible es comprobar la diferencia, aunque esta solo se pueda intuir, entre los hechos acaecidos y los diversos relatos que han llegado hasta nosotros, la decepción —deceptio, deceptionis, engaño, fraude, pero también el sentimiento causado por un engaño— por la inadecuación de todo lo que suponemos conocer con la realidad de los hechos: la homogeneidad del relato, los testimonios falseados, los juicios premeditados, se revelan como la peor de las mentiras, aquella de cuya veracidad no se nos ocurre dudar, no está en cuestión. Ahora, los nombres de las escaramuzas, los títulos de las batallas, las localizaciones rigurosas, toman cuerpo; no a simple vista, a la que el bosque ha ocultado sus vestigios —tal vez un asomo de vereda que no parece llevar a ninguna parte, una división absurda de la maleza, un bosque extrañamente amputado o un estanque incoherente, una simple ausencia, inconcreta, pero manifiesta —, sino debajo de la capa de regeneración con que la naturaleza, impremeditada pero despiadadamente, es decir, el tiempo, los ha cubierto. La vegetación ha cubierto las heridas, escondiéndolas de la vista, pero estas siguen abiertas, ocultas y persistentes, debajo de la capa verde, apenas más pálida, aunque más viva, que la pátina de bronce del monumento a los caídos; una vegetación que es tan extraña a lo que ha cubierto como lo somos nosotros mismos, pensando que mediante un movimiento en el espacio podemos comprender un tiempo en el que no fuimos. 

«La tierra nos ordena partir. Somos demasiados. Lo que ella podía aceptar de los hombres, lo asumió de una vez por todas. Los ha acogido en su seno, en mayor número del que podía albergar. Está heñida, saturada, acabada. No hay más sitio para nosotros, para nada, para nadie, aquí. Sólo se puede guardar silencio y luego retirarse».

Nota: Le Bois de Chapitre solo ha sido publicado en su versión original en francés; las citas que aparecen en este artículo han sido traducidas, con la mejor de las intenciones, por este redactor. 

Este enlace agrupa otros recursos relativos al autor en este blog: http://jediscequejensens.blogspot.com/search?q=Bergounioux&max-results=20&by-date=true

14 de julio de 2025

La Cosa en sí misma. Jean-Paul Michel sobre Pierre Bergounioux

 


La Cosa en sí misma


Jean-Paul Michel



Pierre Bergounioux irrumpió como un grácil atleta en la prosa francesa: la lengua gana en serenidad. El Héroe resuelto que aparece por sorpresa, a comienzos de los años 80 del siglo pasado, se distingue por un rasgo singular: nada, en él, ha sido malogrado por los habituales encantamientos del «gusto de la época». Maneja una prosa clara con la virtuosidad de quien está familiarizado con los viejos maestros. Sus páginas exhiben la ductilidad de sus palabras, que corresponden a una lengua escrita, homogénea. La inflexión delicada, el corte preciso, la ofensiva directa: todo le favorece. Vence con facilidad y, aunque no pueda sospecharse ni por un momento al leerlo, lo logra gracias a un trabajo meticuloso; su religión del mot juste hace palidecer de inmediato las débiles luces de la competencia. Pierre Bergounioux formula esta hipótesis: un autor surge cuando, por una vez, devuelve a la lengua la fuerza que esta, también por una sola vez, le ha concedido.


En cuanto a las tribulaciones intelectuales de aquella época, es como si no hubiera sabido nada, o casi nada. Él atraviesa las intrigantes intenciones de numerosas escuelas ya extintas –es propio de las «modas» pasar rápido– con la ternura de corazón de un cordero. ¿El secreto de esta bella inocencia? El recién llegado procede de una provincia lejana. Al no haber podido concebir el proyecto de sobrevivir allí, habrá debido soltarse del abrazo del «cretinismo rural». La complejidad recalentadas de las ciudades (que ya entonces son vistas como hostiles, ajenas) le partacerán lujos de ricos. Por muchos estudios que emprenda, ninguno podrá arrojar sospecha alguna sobre las dos iluminaciones que habrá recibido de los libros, desde el principio: el noble ardor del jinete Descartes, modelo definitivo de las potencias de claridad y distinción que seguirán siendo, para él, la tangible matriz de lo verdadero; y el ímpetu de conocer según las propias reglas del método cartesiano, que le imponía dividir cada dificultad en tantas partes como fuera necesario para poder resolverlas, una a una. Luego, en la línea recta de ese descubrimiento de lo que era posible conocer (o al menos concebir el proyecto de conocerlo), las luces de las dos fuentes del saber y de la acción encontrarán, a su juicio, su unidad —pero esto es un rasgo de la época al que sigue aferrado— en la emocionante cabalgata hegeliana de La razón en la historia. Finalmente, Marx, que pareció la última palabra dialéctica, teórica y práctica, del recorrido cultural de aquellos años de posguerra, que fueron nuestra juventud, y que la vida en marcha habrá prescrito tan dramáticamente.


Nuestro caballero, habiendo tomado su librea, recibido las armas de la edad adulta, nunca dejará de mostrar qué usos puede hacer de ellas, qué haza-ñas podrán esperarse de sus empresas: «Mostraremos al tiempo, a las décadas, de qué somos capaces, por más frágiles, oscuros y efímeros que seamos».


Conocemos la brillante serie de éxitos que encadenó entonces al ritmo de un profesional. Un rayo potente dirigido a la brutalidad de campos amargas, aunque preservando, con tanta delicada delicadeza como era necesaria, aquello que, para no ser traicionado, requería una expresa atención y un meticuloso cuidado.


El amor de la madre, ante todo, del que me atreveré a decir aquí que, en el universo de Pierre Bergounioux, lo es todo. Mucho por delante de  Descartes, Hegel y Marx. Desde los primeros desciframientos, los deberes de la infancia, la presencia tierna, detrás del hombro, que lo puede todo, a quien se lo deberá todo, Descartes, Hegel y Marx, quizá, incluidos. Y con Ella, incluso antes de Ella, el mundo perfecto de las luces de La Maison rose, el proyecto de las luces avanzando, en los libros.


El drama de ese padre huérfano, taciturno, tierno, herido, frente al cual había que estar a la altura, erguido y firme, enseguida. El Azar, la mano misma de la generosidad del ser, habrá querido que yo lo haya conocido, a ese padre. Dirigía una tienda de ropa de trabajo, de caza y de pesca, en la calle Gambetta, en Brive, cerca de la esquina de la plaza donde están la catedral y el ayuntamiento. Era un humanista socialista de mirada dulce y bondadosa, perdido, quizás, algunas veces, en ensoñaciones vagas relacionadas con el asombro de existir, y amigo de nuestro común profesor de literatura, en el último curso del liceo Cabanis, en 1965-1966. Me gustaría mencionar aquí el nombre de André Champagnac, llamado por algunos «el chiflado». El mismo cuya gacela, a través de la verja del jardín, pastó memorablemente un poco de tabaco de la mano de un poeta de catorce años. El señor Bergounioux padre se entregaba con gracia, benevolencia y discreción a numerosas asociaciones progresistas locales, desde la «Asociación Nacional de los Antiguos Combatientes Republicanos» hasta los Exploradores de Francia (que fue la segunda escuela de Pierre; en ella destacó), pasando por la orquesta del lugar.


Conocí a Pierre en 1965, al comienzo del último curso. Lo recuerdo perfectamente, en la segunda fila, lado izquierdo, detrás de Jean-Pierre Carrier, durante las clases de Guy Madelpuech. No conocía, por entonces, a ese vecino de mesa, otra pasión que la pesca a pie, afición que ha conservado: en ella sobresale tanto como en la prosa francesa. Esa infancia como corredor de los bosques ha dejado huella en sus libros: les confiere esa frescura única, como el rocío de primera hora.


El destino habrá querido que nunca hayamos perdido el contacto y que, más de una vez, en ese capítulo de las amistades en las que uno imagina que nada podría interponerse jamás, nos hayamos mirado como hermanos. En cada uno de nuestros encuentros, siempre fue como si nos hubiéramos visto el día anterior. Algo que no ha podido romperse. Nunca me ha sido dado a conocer, en Pierre, otra cosa que dulzura y afecto.


Tal vez hay algo de ironía, además, en la historia de esta experiencia en común de los mismos datos históricos, en la que pasamos por los mismos puntos con distintas aceleraciones, de modo que es como si se nos hubiera concedido vivir esta historia dos veces. En el capítulo de los optimismos históricos, yo fui el primero en desengañarme, con mucha diferencia. Pierre, que había partido menos deprisa, (¿quizás de forma menos extrema? Aunque hoy ya no estoy tan seguro de eso), intentará sostener por más tiempo la confianza depositada en la redención de la Historia. Me resulta conmovedor ver hoy su desconcierto ante la evidencia de que las todas las revoluciones emprendidas han acabado mal, sin que, sin embargo, nos haya sido posible pasar el duelo de las expectativas frustradas. Aquel que un día concibió una esperanza, esta lo hará sufrir toda su vida. Aunque lograra renunciar a ella, su recuerdo seguiría siendo una fuente de sufrimiento.


Un hecho nuevo acaba de suceder, que bien podría servir como punto de apoyo para que la obra cambie de rumbo, se transforme de nuevo: B-17 G. «Es a través de un invierno inaudito, tecnológico, de altas velocidades y grandes altitudes, que unos adolescentes venidos de los cuatro rincones de América vuelan juntos hacia Alemania, un lugar del que ignoraban, dos años antes, dónde diablos estaba. Sin el buzo, sin los guantes, su piel quedaría pegada al acero negro de las ametralladoras, al cobre de los cartuchos, a las paredes del universo metálico, violentamente inhumano, que deriva en el vacío polar donde surgen de golpe, y ya se marchitan, los árboles venenosos, compactos, de la artillería antiaérea». Miro la perfección de una hazaña tan improbable como un indicio muy contundente de la todopoderosa pureza. Nuestras manos se aferran al acero helado de la fortaleza volante mientras oímos el ritual infantil del artillero.


«La curvatura del plexiglás descompone la luz. Poliedros de colores aparecen en la cúpula dorsal, en la burbuja vertiginosa de la torreta Sperry, en la cúpula del navewgante. Sobre el fondo incierto, de un marrón que tira a verde, de la tierra, los pólderes, los ríos, parecen, según el ángulo que cambia lentamente, charcos de plomo congelado, de acero en fusión, de hojas de papel azul esparcidas sobre una alfombra». Al adoptar el punto de vista más alejado posible —las cosas vistas desde 24 000 pies de altura—, gra-cias a la fuerza de contagio de la juvenil combatividad de esos adolescentes (nosotros fuimos eso, en otro lugar, de otra forma, pero eso exactamente), unida a la precisión mecánica y a la fría racionalidad militar que se requería, el escritor cruza de golpe al otro lado del texto, perfora el relato, dejando aparecer la cosa en sí misma en su fulgor imposible.


«Todos los hombres deberían ponerse algún día un buzo y pasar diez minutos a veinticuatro mil pies de altura. Verían con otros ojos la tierra, la microscópica agitación de la que es teatro. De su estancia en altitud traerían ese ligero desajuste, esa reticencia que constituye, en esencia, la sabiduría». Hasta B-17 G, Pierre Bergounioux había sido el escritor minucioso de una pérdida, la mano, el corazón y el alma de una nostalgia, la última oportunidad concedida a las viejas formas de sentir, de durar un poco más. Con B-17 G, se vuelve «absolutamente moderno». Escribe sobre el hierro con las palabras del ingeniero, sobre la guerra con las del soldado. Aquí solo la cosa en sí misma tiene cabida.


«Los gnomos industriosos, agazapados en el fondo del abismo, calcularon la orientación adecuada, apuntaron el largo tubo de su pieza hacia el brillante diadema que peina, allá arriba, la resplandeciente cabellera, pisaron el pedal, contaron. Hace falta una decena de segundos para que los cuatro proyectiles lleguen a las altas llanuras donde se despliega la guerra moderna. La tripulación no vio el destello del disparo. Este no aparece en la extensión simplificada, casi indiferente, al distante punto de vista con el que unos jóvenes miran la tierra, sus trabajos de esclavo, sus afanes nocturnos, sus miserables esperanzas. Shoo Shoo Baby sigue, imperturbable, su ruta de seda blanca, mientras los cuatro brutos ciegos se deslizan a su encuentro siguiendo sus trayectorias invisibles». Antes de B-17 G, Pierre Bergounioux era un escritor extremadamente conmovedor y sensible. Con B-17 G, es grande.


27 VII 2002

Jean-Paul Michel



Texto extraído de Compagnies de Pierre Bergounioux. Théodore Balmoral, Revue de Littérature. Hiver 2003-2004. Théodore Balmoral, 2004

Foto del encabezamiento: Jean-Paul Michel, Brive, 1966. Impression de «Le Roi» de Mohammed Khaïr-Eddine. Cl. Michel Peyramaure / Archives William Blake & Co

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7 de julio de 2025

Claude Simon 2025

Claude Simon: Le tricheur et La corde raide. Premières œuvres 1945-1947

Présentation de Mireille Calle-Gruber. Minuit, 2025.


Claude Simon: Mon travail d’écrivain n’autorise à mes yeux aucune concession». Lettre à Federico Mayor.  Édition établie par Mireille Calle-Gruber. Les éditions du Chemin de fer, 2025


En mayo de este 2025 han coincidido en las librerías la reedición de las dos primeras novelas de Claude Simon —que el autor, en cierto modo, repudió, negándose a su reedición desde la primera, en 1957— y la publicación de la carta que dirigió a Federico Mayor Zaragoza, subdirector de la Unesco —en 1986; el año siguiente sería nombrado director general— con motivo de la declaración final del Foro de Issyk-Kul, que puede considerarse el colofón del discurso de aceptación del premio Nobel, en la que sigue reivindicando a la literatura como herramienta que, desde la más absoluta libertad, debe hacer frente a toda forma de poder.

Con motivo de esta doble publicación, Maurice Mourier publicó en la revista En attendant Nadeau (número 222, 27 de mayo de 2025) el texto Claude Simon. Éléments d’un puzzle, cuya traducción al castellano figura a continuación

Claude Simon. Elementos de un puzzle


Claude Simon renegó a menudo de sus dos primeras novelas, Le tricheur y La corde raide, publicadas por las antiguas ediciones de Le Sagittaire en 1945 y 1947. Veinte años después de la muerte del escritor, Premio Nobel de Literatura en 1985, la reunión de estos dos textos en un solo volumen permite ver con claridad todo lo que anuncian y ya formalizan de la obra que escribirá a partir de Le Vent, diez años más tarde.


En el principio está la muerte. La del padre, oficial del ejército, muerto durante la Gran Guerra, cuyo cuerpo no se llegó a encontrar. La de la madre, viuda inconsolable, entregada a un duelo mortal, presa de una enfermedad provocada por su negativa a rehacer su vida. Nacido en 1913, el niño podría haber olvidado a ese padre al que no conoció, en un contexto menos mortífero, pero la madre, incansable antes de que el deterioro físico la dejara postrada, arrastró a su hijo único de un campo de batalla a otro para tratar de encontrar los restos de su marido, errancia morbosa que marcará para siempre al pequeño niño solitario.


Ya adulto, se imagina un porvenir como pintor, y debe renunciar a él al tomar conciencia de su fracaso: un nuevo duelo. Lo supera intentando vivir plenamente su juventud, luego comprometiéndose con los republicanos españoles en Cataluña (primera experiencia directa del riesgo vital) y, finalmente, empezando a escribir en 1938, a los veinticinco años, un libro que en un principio se tituló Messe des morts, cuya publicación se retrasará hasta 1945 debido a las circunstancias. Mireille Calle-Gruber, en la breve y magistral presentación de la reedición de esta novela, que su autor, perfeccionista, no quiso reeditar en vida aunque tampoco prohibió hacerlo algún día, recuerda que el primer artículo crítico publicado sobre Le tricheur (título definitivo), en Combat el 6 de febrero de 1946, fue de Maurice Nadeau quien, sin sorpresa, consagró a Simon como «gran escritor», subrayando en particular la calidad pictórica de las cincuenta primeras páginas. Desde el punto de vista de la novedad literaria, son efectivamente estas páginas las que más impresionan al lector, ochenta años después.


Ni el tema, ni la historia, ni la anécdota son la base de la admiración de Nadeau ni de la nuestra. La fuga de dos enamorados —él ha arrastrado, si no secuestrado, a una menor—, las tretas utilizadas para eludir a los perseguidores, la incertidumbre sentimental que complica su deambular: todo esto podría encontrarse en una novela policíaca un tanto disparatada, o incluso en un estudio sociológico novelado sobre las derivas adolescentes, pan de cada día en las narrativas de moda actuales.


Pero he aquí que, tras un inicio mínimo dentro de lo reconocible, el texto se bifurca hacia una larga secuencia desprovista de diálogos y, a decir verdad, de conflicto narrativo identificable. La pareja se escabulle de escondite en escondite entre los repliegues de un paisaje francés aún muy rural; la chica, que se llama Isabelle y no sabemos más que su nombre, se duerme sobre la hierba como la niña que es, y Louis aprovecha ese sueño para localizar una pequeña estación desde donde tomarán el tren hacia otros destinos; recorre solo, absorto en sus pensamientos, ese paraje con múltiples perspectivas, y el lector lo sigue en su búsqueda, fascinado de inmediato por una sucesión de descripciones de objetos y siluetas entrevistos increíblemente precisas, minuciosas, incisivas, que sin embargo no dejan de ser modificadas, perturbadas, transformadas por la música interior de la reminiscencia, de las intenciones útiles, de la imaginación del porvenir. La impresión es a la vez la de un realismo poderoso y la de una invención estética (formas, colores) que convierte lo visto en cuadros. Es ya el gran Claude Simon, aquel cuyo maestro en pintura es Cézanne, a la vez exacto, escrupulosamente fiel a lo dado inmediato de la experiencia, y creador de una belleza alucinada, que florecerá, por ejemplo, en Leçon de choses (1975).


En la secuencia trágica del relato, que elige, como ya se intuía desde el inicio, la pendiente de un cierto realismo poético del crimen al modo de las películas de Prévert y Carné, con Jean Gabin como héroe (aunque aquí la oscuridad es más siniestra, por no deberse únicamente al desorden social), reaparecen con frecuencia esas grandes extensiones de escritura carente de la intriga que, a medida que el tramposo, por desesperación nihilista, rechaza cualquier desenlace para su historia de amor que no sea la muerte, instituyen la búsqueda del esplendor formal como el fin supremo de la literatura. Páginas que son las más originales de un libro donde, además, quedan ya fijados algunos de los temas (en particular el rechazo de todo misticismo) que, más tarde,  se desplegarán plenamente.


El abismo de la muerte, inaceptable y esencial, separa este primer libro de La corde raide, mucho más breve, escrita entre 1938 y 1941 en alianza y complicidad con «Renée», a quien está dedicada. Renée se suicida el 7 de octubre de 1944. El año 1945, año de un duelo que Claude Simon nunca evocará, es el año en que se escribe La corde raide, especie de autobiografía eruptiva, violenta, escrita como reacción contra el horror absoluto de la pérdida. Esta obra-manifiesto, de lo más extraña, tiene una clara intención inmediata de terapia personal. Será seguida por un silencio de diez años, al término del cual aparece Le Vent, que el autor siempre consideró su verdadera entrada en la literatura.


Lo que conmueve en La corde raide, que comienza con una aventura amorosa sin futuro e incluye a la vez recuerdos familiares, un conjunto de reflexiones agridulces sobre la pintura y una profesión de fe anticlerical (sobre las mismas bases de apología de la libertad individual), es que se encuentran en ella prácticamente todos los temas que luego se desarrollarán en el cuerpo de la obra de Simon: el rechazo del catolicismo falsamente consolador y realmente alienante, el esbozo de una justificación y una crítica del compromiso barcelonés contra el fascismo, el testimonio de un loco por la pintura. Ahí están los elementos dispersos de un conjunto que se irá construyendo pieza a pieza.


Pero el recuerdo de la guerra reciente, cuya puesta en escena magistral será el único tema de La Route des Flandres, texto fundacional de 1960, ocupa más de la mitad del libro, ya se trate de la derrota de 1940 o del campo de prisioneros que le siguió hasta la evasión: es decir, de la experiencia múltiple de la muerte, que será, bajo distintos enfoques, el material central, perfectamente concreto e incluso realista —contrariamente a las interpretaciones de exegetas limitados como Jean Ricardou— de una empresa literaria audaz que se apoya en la autenticidad factual para llevar su evocación hasta la pura poesía.


La trampa es, por esencia, el mal que la probidad artesanal de Claude Simon aborrece. Se esfuerza ante todo en rechazarla para la salvación, no de su alma, en la que no cree, sino de su trabajo, que pretende ejercer sin ninguna forma de componenda. Lo atestigua suficientemente su horror por los adoctrinados, que no escasearon en el largo periodo de posguerra, sobre todo entre los escritores que vendieron su talento al camarada Stalin. Cortejado tras el Nobel de 1985, invitado a Moscú y luego a Frunze, en Kirguistán, en 1986, pudo constatar allí su propia oposición frontal a las «transigencias» que los herederos de Stalin proponían a los participantes en ese tipo de farsas internacionales. De ahí surgirá el formidable y vengativo relato de L’invitation (1988), libro de una exactitud clínica y una ironía fulminante.


Mireille Calle-Gruber nos permite completar ese delicioso panfleto al publicar y prologar la breve carta que Claude Simon envió el 27 de noviembre de 1986 al español Federico Mayor, futuro director general de la Unesco, quien le había hecho llegar para su firma la declaración final colectiva de clausura del foro (enmendada, pues Simon había rehusado firmar la primera versión, edulcorada). Carta o, más bien, profesión de fe celebrando la autonomía incondicional del escritor, que dice un no firme y definitivo a cualquier concesión diplomática que limite su «libertad de expresión y de acción frente a cualquier tipo de poder».


¡Mierda al poder, a todos los poderes (social, político, ideológico, religioso)! Jamás, desde 1945, esta proclama dirigida a todos los reyezuelos del planeta había estado más vigente.

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Procedencia del texto: En attendant Nadeau, número 222, 27 de mayo de 2025

https://www.en-attendant-nadeau.fr/2025/05/27/elements-dun-puzzle-claude-simon/

Fotografía del encabezamiento: https://www.leseditionsdeminuit.fr/auteur-Simon_Claude-1454-1-1-0-1.html.


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