21 de julio de 2025

Le Bois du Chapitre. Verdun

 

Le Bois du Chapitre. Verdun. Pierre Bergounioux. Éditions Fario, 2023

Un niño de pocos años siente una inocente curiosidad por un monumento, erigido en una de las principales plazas de su ciudad, en el que tres hombres, de un misterioso color verduzco y ataviados con una extraña indumentaria, parecen haber sido atrapados, contra su voluntad y en un instante concreto, en una misteriosa tarea que no sabe explicarse.

El chico es un Pierre Bergounioux de corta edad, y el monumento el homenaje municipal a los caídos en la Primera Guerra Mundial; pero hace falta que pasen unos cuantos años para que el pequeño Pierre pueda empezar a desvelar el misterio; el descubrimiento tuvo lugar gracias a los libros, esos pequeños y sorprendentes objetos que transforman la rudeza del mundo en tres dimensiones en caracteres escritos en frágil papel.

 «Siempre lo he sabido. Una de las primeras cosas que vi fue el trío de bronce que dominaba la plaza Thiers, en B., donde nací. Incluso descubrí la maqueta, un poco más tarde, en la biblioteca municipal, en un robusto álbum in-quarto con cubierta en tela verde, las guardas estampadas con la efigie de Marianne. El escultor se inspiró manifiestamente en una fotografía que muestra al coronel Desgrées du Loû unos instantes antes de su muerte, en la Ferme de Navarin».

Pierre descubre, a través de los libros, no solo el significado del «trío de bronce», sino también la razón por la que disfruta de una localización tan eminente y el motivo por el que fue erigido. Hubo una guerra; hubo muchas batallas; hubo casi un millón y medio de muertos y más de cuatro millones de heridos, solo en Francia. Al mismo tiempo encuentra, desconcertado, una primera discrepancia: a la entereza que muestran los integrantes del trío se le opone el desaliento que adivina en los conciudadanos supervivientes de esa catástrofe, por más que la elegancia de sus uniformes y el orgullo con que exhiben las condecoraciones que llevan cosidas sobre el corazón les otorguen un brillo deslumbrante; un desajuste que se revela, también, entre la integridad física de esas esculturas de bronce y las carencias de aquellos que son representados en ellas: una mano, un brazo, una pierna, o ambas, quedaron enterrados en el campo de batalla o arrojados al cubo de los desperdicios del hospital de campaña. El mundo es un lugar bastante menos heroico de lo que parece, bastante menos memorable de lo que ensalzan las viejas crónicas, bastante menos íntegro de como se manifiesta en los monumentos a los caídos.

«La impresión que me han dejado estas lecturas, que creo fiel, es muy indistinta en su misma inmediatez. Aparto los ojos para saber lo que veo, para identificar lo que ocurre. Un eterno crepúsculo otoñal ahoga los paisajes informes, bistre o negruzcos, lunares, donde se dibujan un trozo de muro, dos o tres árboles reducidos, como los tullidos, al estado de muñones, unas siluetas esbozadas con ojos sombríos, con rostro de escayola o de piedra, cuando no es sustituido por los ojos de un lémur o el hocico de cerdo de una máscara antigás. Y entonces ya no hay más un escenario de planeta devastado con los árboles mancos, nada más que la niebla opaca, mortal,  de la iperita».

La verdad no parece estar ni en la inocencia de la infancia ni entre las páginas de los libros; algo parece indicar que es necesario hacer las preguntas, para las que ni la una ni las otras tienen una respuesta plausible, a los mismos escenarios donde ocurrieron los hechos que dieron lugar a la construcción del homenaje y a la versión que alguien se entretuvo en escribir para que quedara constancia en el tiempo; pero también para comprobar la distancia que ambos, los constructores del monumento y los historiadores, aceptaron, no en aras de la memoria, sino del olvido, establecer entre los hechos y sus obras. 

«Cuando es mediante la tinta y el papel, a distancia, a posteriori, que se intenta representar lo que sucedió, se puede caer aún en otra clase de error —de escala— que se deriva de la naturaleza de los libros, de su troquelado, de su formato. Por grandes y pesados que fueran, los in-quarto estaban formados, como todos los libros, por pliegos apilados, por fragmentos, por destellos de la imagen ideal, desplegada horizontalmente, que sería proporcional a la extensión completa del fenómeno».

Es necesario, pues, que el mismo Pierre que al que se le despertaba la curiosidad por los hombres verduzcos y que vivía exóticas aventuras entre las páginas de un atlas, ya adulto, emprenda el viaje a las fuentes, recorra, con sus propios ojos, los escenarios de la hecatombe, pise los suelos donde cayeron toneladas de hierro, pasee bajo la sombra de los árboles que han crecido sobre la tierra ahíta de sangre, se sorprenda con los restos que construyó una mano humana para protegerse y que fueron destruidos por otra mano, también humana, con la misma perseverancia. 

«Pero primero está el mundo, los hombres ancianos, disminuidos, que ya se alejan, las altas, mudas figuras de bronce, el presente exorable, la dulce locura de los orígenes y más tarde, solamente, la necesidad de remediarlo, la preocupación por reconciliar —si es posible, si aún hay tiempo— lo que hay y lo que uno es».

No se trata solamente de un viaje al pasado, sino también de un recorrido por todas las formas del horror en el que la muerte no fue la única protagonista. El mundo es un lugar bastante menos agradable de lo que parece, bastante menos inocente de lo que se muestra, bastante menos uniforme de como se manifiesta en las láminas coloreadas de un libro. Ese desajuste tuvo un tiempo que no se puede recuperar pero, a cambio, el paisaje —la tierra, los brezales, los bosques, entre los cuales ese bosque de Chapitre del título; los valles, las hondonadas, los barrancos—, el entorno que, alterado por los obuses, las trincheras y las fortificaciones, que va cerrando las heridas, mediante una cicatrización obligada pero asumida por las entidades naturales, mantiene aún las modificaciones; hacia ese paisaje es a donde se dirige Pierre para completar la información, parcial y quién sabe si interesadamente indulgente, que encontró en el monumento de homenaje y en los ajados libros de la bilbioteca municipal.

«Lo que uno no puede admitir, cuando es evidente lo que son estos lugares, cuando uno los contempla con los ojos abiertos, es que contuvieran hombres en tan gran número, absorbieran tanto hierro, tanto fuego, tanto veneno. Recordé unas fotografías que mostraban baterías y montones de proyectiles como montañas. Había sitio, cuando las ubiqué en el espacio, para el alud de acero que habían hecho caer. Cuando uno ha llegado, cuando el suelo se ha deslizado bajo la imagen y la ha reordenado, cuando se mide su exigüidad, entonces el carácter inconcebible, monstruoso del asunto es evidente. Regimientos enteros, divisiones, se enfrentaron, combatieron y desaparecieron en un espacio equivalente, aproximadamente, a la gran sala fría, tapazada de volúmenes amarillentos, que servía de escenario a las lecturas de otros tiempos».

Pero ese viaje al origen no está exento de riesgos. Tal vez el más temible es comprobar la diferencia, aunque esta solo se pueda intuir, entre los hechos acaecidos y los diversos relatos que han llegado hasta nosotros, la decepción —deceptio, deceptionis, engaño, fraude, pero también el sentimiento causado por un engaño— por la inadecuación de todo lo que suponemos conocer con la realidad de los hechos: la homogeneidad del relato, los testimonios falseados, los juicios premeditados, se revelan como la peor de las mentiras, aquella de cuya veracidad no se nos ocurre dudar, no está en cuestión. Ahora, los nombres de las escaramuzas, los títulos de las batallas, las localizaciones rigurosas, toman cuerpo; no a simple vista, a la que el bosque ha ocultado sus vestigios —tal vez un asomo de vereda que no parece llevar a ninguna parte, una división absurda de la maleza, un bosque extrañamente amputado o un estanque incoherente, una simple ausencia, inconcreta, pero manifiesta —, sino debajo de la capa de regeneración con que la naturaleza, impremeditada pero despiadadamente, es decir, el tiempo, los ha cubierto. La vegetación ha cubierto las heridas, escondiéndolas de la vista, pero estas siguen abiertas, ocultas y persistentes, debajo de la capa verde, apenas más pálida, aunque más viva, que la pátina de bronce del monumento a los caídos; una vegetación que es tan extraña a lo que ha cubierto como lo somos nosotros mismos, pensando que mediante un movimiento en el espacio podemos comprender un tiempo en el que no fuimos. 

«La tierra nos ordena partir. Somos demasiados. Lo que ella podía aceptar de los hombres, lo asumió de una vez por todas. Los ha acogido en su seno, en mayor número del que podía albergar. Está heñida, saturada, acabada. No hay más sitio para nosotros, para nada, para nadie, aquí. Sólo se puede guardar silencio y luego retirarse».

Nota: Le Bois de Chapitre solo ha sido publicado en su versión original en francés; las citas que aparecen en este artículo han sido traducidas, con la mejor de las intenciones, por este redactor. 

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