Una vez superada la pretensión juvenil de escribir —o debería decir, de ser escritor, pues de esto se trataba, en realidad: la ambición en aquella edad es tan desmesurada como ingenua—, encontré en la lectura el sustituto perfecto —y también con otros objetivos; fue Quignard quien lo dijo y yo lo suscribo: «la lectura, un pretexto para apartarse, para que nadie me moleste, para huir»—. Esta actividad, cuyo comienzo riguroso puedo ubicar altrededor de mis treinta años, desarrollada primero de forma compulsiva —una vez descubierta, la inmensidad del campo de batalla se percibe como inabarcable— y más razonada después —cuando comprendes que no hay que leer todo lo que se ha escrito—, en lugar de instigar aquella insensata aspiración, me convenció acerca de su nula sensatez por un motivo imbatible: jamás sería capaz de escribir como aquellos autores a los que admiraba. Fue una resolución rigurosa pero firme que, con excepciones anecdóticas, he mantenido a lo largo de más de treinta y cinco años: leer iba a ser, permanente e irrenunciablemente, el sustituto de escribir.
Con alguna que otra excepción —también ha sido el tiempo lo que me han convencido de que nada, ninguna decisión, por argumentada que sea, es permanente ni irrenunciable—; mis conocimientos de otras lenguas, además de las propias, y de algunas nociones de lenguaje teatral me permitieron —quizás debería decir me permití— escribir unas pocas adaptaciones para la escena de obras cuyos autores conocía bien —adaptaciones que pasaron con más pena que gloria; quiero decir, algunas fueron llevadas al escenario con ínfima o nula repercusión; otras se quedaron en el cajón, aunque yo pienso que fue en la papelera, de directores de salas entusiasmados con el proyecto, «pero…»—, y plantearme el desmedido propósito de traducir al castellano una de las novelas insignes de la literatura del siglo XX, que quedó suspendido, hace ya más de veinte años, a mitad de tarea.
Así pues, aunque seguía convencido de que «jamás sería capaz de escribir como aquellos autores a los que admiraba», tal vez sí podría, como sucedáneo, traducir al castellano, la lengua propia que más domino a nivel de escritura —soy, como muchas personas de mi generación, educadas en castellano pero con el catalán como lengua habitual y familiar, un bilingüe imperfecto—, alguna de sus obras.
El azar, la fortuna se han aliado justo ahora, cuando estoy bastante más allá del mezzo del camin della nostra vita, a mi favor y me han brindado una de las satisfacciones más placenteras, también más desafiantes, que podía imaginar: la traducción —y publicación por parte de una pequeña pero indómita editorial— de un minúsculo texto, ínfimo en su tamaño, intrascendente en su dimensión literaria, pero debido a la mano de uno de los escritores vivos que más aprecio. Es, para mí, una forma de homenaje y de estimación hacia esos pocos autores cuya lectura cambia vidas, y un honor inmerecido cuya magnitud ni siquiera soy capaz de calibrar. Pasados esos treinta y cinco años de los que hablaba, la inalcanzable escritura tiene una alternativa: tal vez sea la traducción, más que la lectura, la sustitución ejemplar de la escritura.
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