7 de agosto de 2023

La casse


La casse. Pierre Bergounioux. Fata Morgana, 2015

«No sé si la vida tiene sentido. Lo mejor que podemos hacer es pasar con nuestros semejantes el tiempo que tenemos asignado entre todo aquello que nos ha atraído, lo bueno, preferiblemente. Pero esto es pura suposición por mi parte. En cuanto nada me retiene, me apresuro a volver al brezal, que revela en silencio nuestra condición: un inútil y breve interludio de individualidad entre las dos eternidades de la nada».

La escritura, una actividad artística sujeta a leyes que trascienden su naturaleza, y tan heterogénea en sus planteamientos y sus resultados, puede llegar a ser, en algunos casos excepcionales, una metáfora intemporal de la persecución, a lo largo de la vida, de todo aquello que perdimos. Sin embargo, y a pesar de ser una tarea multiforme como manifestación artística, la persona del autor, y no solo como ejecutante, acostumbra a trascender la propia obra; esta relevancia algunas veces no es una cuestión circunstancial, sino que forma parte de la misma creación.

Con puntuales y escasas excepciones, el protagonista de las obras de Pierre Bergounioux —siguiendo la advertencia «Au Lecteur» de Michel de Montaigne: «Je suis moi-même la matière de mon livre»— es Pierre Bergounioux; el escenario inmediato, las landas baldías de la Corrèze, marco de un tiempo de  infancia juzgado por el propio protagonista con una rigurosa severidad que no excluye cierto grado de melancolía. Esta tristeza se comunica también a las otras dos actividades por la que el autor es conocido: la entomología, que es la temática central del volumen Le grand sylvain y del cortometraje documental dirigido por Geoffrey Lachassagne La capture; y el reciclaje de objetos metálicos de desecho, una actividad a la que Henry Colomer dedicó su película Vies métalliques,  imaginando para ellos una segunda vida, bajo iun doble precepto: debe ser diferente de la primera, pero esta debe estar presente en la segunda. Este renacimiento de los objetos respetando su naturaleza pero brindándole una nueva función es el tema central de La casse, un pequeño volumen con ilustraciones del autor que Fata Morgana publicó, originariamente, en 1994.

Con esta intención, Bergounioux se adentra en un campamento gitano ubicado en plano brezal a la busca de algunas piezas metálicas, de origen agrícola o industrial, que le permitan investigar y esculpir esa segunda vida que se esconde en cada utensilio. La desolación en el paisaje natural es pareja —o tal vez se vea acentuada— al abandono aparente de miles de objetos deteriorados, algunos incluso cuya primera vida no es fácilmente deducible, piezas malogradas visiblemente inutilizables; pero también a los habitantes de ese brezal, seres marginados, irrecuperables, para los que esa segunda vida de los objetos es tan fantástica como inalcanzable.

«Fue por haber disputado mi existencia a la sinrazón universal, durante dos veces diecisiete años, y por haber perdido, que fui a reclamar algún despojo que correspondiera a mi desgracia a aquellos de entre los hombres a quienes el género humano confina al margen».

Esa búsqueda, en principio tan precisa y elemental, se ve dificultada por multitud de circunstancias: la primera, el obstáculo de la comunicación entre dos mundos aislados e impermeables que no se circunscribe únicamente a la división entre brezal y ciudad, sino también a la que existe entre los hombres que malhabitan ese campamento, insalubre y montaraz, y los visitantes urbanitas para quienes ese campamento supone un territorio adverso y hostil. 

«Si hubiera tenido tratos con alguien hostil o muy ocupado, muy importante, como sucede con bastante frecuencia, aún estaría buscando el tipo de sosiego que sólo habría esperado obtener de un trozo de chatarra, de una cosa extensa, después de haberla esperado en vano, durante mucho tiempo, en el único orden que conozco bien, sin embargo, que reside. Pero el destino quiso que los réprobos, que viven en la periferia, vieran con buenos ojos el encargo que yo no había sabido llevar a buen término en su tiempo y lugar. Todavía me parecía que no había dicho nada. Es peor que eso. No hacía más que confundirlo todo, con las dos voces que interferían. Cuanto más hablaba, menos probable me parecía hacerme comprender por un hombre analfabeto, acantonado en los márgenes de la civilización urbana, entre sus desechos, justo antes del brezal. Me había detenido para buscar una palabra. El hombre me miró como en el momento anterior, como si hablar, a veces, en algunos lugares, no cambiara nada de nada, no como si fuéramos como los animales, que obedecen, que cierran la boca, sino como los árboles, como las piedras que vemos mudas, inmutables, después de que nos hayamos callado. Por eso tardé un momento en entenderlo. Me quedé plantado con los pies entre los perros, mientras mi interlocutor señalaba, con la barbilla, el almacén y me decía que fuera a ver si allí tenía más suerte».

Lo son también los impedimentos físicos, algunos debidos a la indómita naturaleza, otros a la dispersión de despojos, de desperdicios, de basura. En el caso de Bergounioux, además, existe una circunstancia personal relativa a la relación con su padre, un desencuentro que, por motivos diversos, marcó una época primordial de la maduración del hijo, que este data entre los diecisiete años y los «dos veces diecisiete».

Bergounioux encontró, de joven, un modelo de mundo que ha arrastrado a lo largo de su vida, el reino vegetal; creyó, con la ingenuidad de la inexperiencia, que todas sus penurias, su inadaptación a un mundo que se le hacía alternativamente demasiado grande y demasiado pequeño, y llevado por un naciente pero ineluctable sentimiento de melancolía —presente, por otra parte, a lo largo de su obra y transversal en el abanico de temáticas que esta interpreta—, que el mundo vegetal colmaría sus necesidades y le salvaría de sus ofuscaciones. El primer encuentro con ese segundo reino, relatado con la minuciosidad de un relojero, tuvo que ver, precisamente, con esa compleja relación con su padre.

«El pasado tiene ventaja sobre el resto del tiempo. Existe un orden en el tiempo. Cuando el presente, por presunción, por extraordinario o simplemente porque le ha llegado el momento, pretende actuar sobre lo que fue con vistas al futuro en el que van a reconciliarse, la tarea es larga, difícil. Me había bastado un breve instante, un delgado volumen impreso, porque había llegado el momento. No había nada exterior, ni siquiera una brizna de hierba miserable en el patio, a lo que aferrarme. Estaba dispuesto a acoger la evidencia que hemos recibido, todos, compartida, pero que somos tan reacios, se diría, a admitir, que fue necesario que un audaz fuera a buscarla en las profundidades del invierno y de la guerra, en el exilio. El pasado me obligaba a volver a él para cambiarlo, para adecuarlo al presente que había generado. Pero su naturaleza, su privilegio de pasado, lo determinaba al mismo tiempo a permanecer tal como era, sin futuro, como si hubiera sido, cuando era el presente, sin pasado».

Pero incluso ese recurso le fue negado por las circunstancias en esa edad difícil—solo después, cuando contaba «dos veces diesiete» años, se dio cuenta de la imposibilidad de su utilización—, pero, por casualidad, le llegó en el lugar, en principio, destinado para ello, pero en el que no tenía ninguna esperanza de conseguir nada útil: el internado de un instituto, lejos de su ciudad de nacimiento, un auténtico exilio tan buscado como temido. Probablemente provenga de ese preciso momento, casi epifánico, la que ha acabado siendo la ocupación personal de Bergounioux: los libros.

«Sucedió en el espacio de un instante, en el estupor de la primera mañana. Los internos volvían con veinticuatro horas de antelación. Unos cuantos fantasmas, con su librea otoñal, deambulaban por el edificio vacío en el que unas lámparas de pocos vatios brillaban a plena luz del día a cinco metros del suelo, como membrillos. [...] Debí ver el libro tirado en una mesa a tres pasos de distancia sin percatarme de su presencia. Entonces me di cuenta. Era una edición anticuada, en rústica, con una cubierta gris que llevaba el sello de la temporada baja que reinaba en el enclave. Me agaché. Extendí la mano para alcanzar ese libro abandonado allá quién sabe cuándo ni por quién. Contaba con que me serviría para distraer al animal que yo vigilaba en secreto porque sentí que seguía lleno de caprichos, dispuesto a llegar hasta las últimas consecuencias. Corté al azar  el paralelepípedo de papel. Cuando volví a cerrarlo, la noche había caído hacía tiempo. El encargado del internado me pidió con una impaciencia mal contenida, como si fuera la segunda o la tercera vez, que fuera al dormitorio, al piso superior, y eso fue como abandonar un árbol, rompiendo la misericordiosa confusión de carne y albura, de savia y sangre. Pero también es, aunque apenas, lo contrario. Es como ser liberado de un mal que ha entrado en tu cuerpo, de un antiguo dolor de diecisiete años».

El relato de los desencuentros durante años con su padre es el relato, primero, de la dificultad de mantener los propios principios cuando se está bajo un régimen de autoridad, la resistencia del hijo a los requerimientos del padre; después, pasados los años, cuando el argumento de la autoridad del mayor ya no es efectivo, la resistencia pasa a manos del padre, y es el hijo el que no puede plantear ninguna posibilidad de relación entre iguales.

«Sólo podía acceder a él [el mundo] con mi padre. Sólo podía estar con él. Yo había puesto por encima de todo lo demás el cuidado y la salvación de su persona. Tenía que asegurarme de que él no pudiera asimilarme a lo que yo no era, ni de que él pudiera verse a sí mismo como la causa de una ausencia o lo contrario de nada. Pîenso que lo he conseguido. Me atrevo a creer que una tercera mente, un ente pensante puro al que se le hubieran ahorrado nuestros errores y debilidades, habría estado de acuerdo. He alcanzado, y mi padre conmigo, a pesar suyo, el umbral de nuestra auténtica morada. Pero él lo abandonó en el momento de entrar. Permaneció fiel a sí mismo, a su tiempo. Prefirió el silencio y la ausencia, como yo había estado tentado, al principio, de hacer, cuando vacilaba en la frontera de los reinos inferiores. Yo había retrocedido porque era de mi tiempo. Yo venía en segundo lugar. Tenía tiempo y la esperanza, un poco, un día, de que nos encontraríamos. Pero él era de antes. Quiso ser, hasta el final, lo que las horas trágicas en que nació habían hecho de él, el primero y el último, el único. Me dejó en la hora tardía que debíamos pasar juntos. Se ausentó del mundo y, al hacerlo, me lo arrebató a mí».

Visto que el clamor que dirigió al reino vegetal no obtuvo respuesta y que todo aquello que pensó que podía extraerse de la vida de las plantas y que era conveniente para la vida de ese «saco de piel» que viene de la nada, vive un breve intervalo, y va hacia la nada, se propone buscar en el reino mineral, pero no el natural, el de las piedras y las rocas, los páramos y las areniscas —ya descartado antes de salir de su lugar de origen—, sino en el de los productos manufacturados con una intención precisa y una utilidad probada; productos que revelan su doble relación con la tierra —objetos agrícolas procedentes de la tierra y con la tierra como objetivo, eficientes y concretos —, u otros cuyo origen orgánico difiere de su función pero mantienen la fidelidad a su procedencia —objetos industriales fabricados a partir de minerales, igual de eficientes, si no más, que los anteriores pero abstractos—. Ambos, a pesar de ser inanimados, representan para Bergounioux la emoción, la vuelta a la vida. Para ello, bastaba presentarse en el desguace, sortear las dificultades que se interpondrían en su camino, y sumergirse en la periferia, la geográfica, lejos de las conurbaciones, pero también aquella, relacionada con la funcionalidad y la utilidad, a la que han sido relegados esos objetos, estos mismos objetos en los que él busca, después de que su padre le dejara ausente del mundo, la sombra de la realidad perdida. 

Sin embargo, Bergounioux sabe perfectamente que él —y, tal vez, nosotros— pertenecemos a otro tiempo, un tiempo que está desapareciendo ante nuestros propios ojos en aras de la eficiencia suprema pero, sobre todo, de una enfermiza ansia de perfección. Un tiempo que no es suyo —ni nuestro—, que desaparecerá con nosotros, pero cuyos restos, tozudos y persistentes, le disputarán el lecho arenoso a esos nuevos objetos impecables pero incapaces de una segunda vida y relegados, tras su rentable y deslumbrante trayectoria, al infierno de los objetos definitivamente inútiles.

«Una última ansiedad se mezcla con mis incursiones en los márgenes, entre los desechos. Es la rarefacción de los restos de la edad, tan cercana y ya primitiva, del hierro —aquella que culminó en la locura y la furia en nuestro propio siglo y dejó huérfanos a tantos niños pequeños—. Sus instrumentos eran tan imperfectos, tan pesados, tan inadecuados para su propio fin como si pudieran esperar su hora en otra vida. Todo esto está desapareciendo. Los nuevos materiales, los composites, los plásticos reforzados, las cerámicas, han empezado a aparecer en la periferia donde todo termina. Son tan dóciles, tan estrechamente destinados a su fin, que no experimentan ningún otro. No importa cuánto tiempo los sostengas, cuánto tiempo los mires, permanecen  intratables, muertos, desoladores. Un día, sin duda, no habrá más hierro, en el páramo, para sostener, para desempeñar una apariencia de existencia. Pero, ¿qué importa? El tiempo habrá pasado. Yo ya no estaré allí».

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Las citas incluidas en este artículo han sido traducidas por el mismo redactor; a continuación, los textos originales:

«Je ne sache pas qu’il y ait un sens à la vie. Le mieux qu’on puisse faire, c’est de passer avec nos semblables le temps qui nous est départi parmi les choses qu’on a touchées, les bonnes, de préférence. Mais c’est pure supposition de ma part. Aussitôt que rien ne me retient plus, je me hâte de regagner la lande, qui proclaime sans phrase l’essence de notre condition: un inutile el bref intermède d’individuation entre deus éternités de néant».


«C’est pour avoir disputé mon existence à la déraison universelle, deux fois dix-sept annés durant, et pour avoir perdu que je suis allé réclamer quelque rebut apparié à ma disgrâce à ceux d’entre les hommes quen le genre humain confine a l’écart».


«Si j’avais eu affaire à quelqu’un d’hostile ou de très accupé, de très important, comme ça se produit assez souvent, je chercherais encore l’espèce de repos que je n’escomptais plus que d’un bout de ferraille, d’une chose étendue, après l’avoir attendu en vain, longtemps, dans le seul ordre où je sais bien, pourtant, qu’il réside. Mais le sort voulut que des réprouvés, vivant à la péripherie, regardent favorablement l’entreprise que je n’avais pu faire aboutir en ses temps et lieu. Il me semblait encore que je n’avais rien dit. C’est pire que ça. Je ne faisais que tout embrouiller, avec les deux voix qui interféraient. Plus je parlais, moins il paraissait probable de me faire entendre d’un homme illetré, cantonné sur la marge de la civilisations urbaine, parmi ses rebuts, juste avant la lande. Je m’étais arrêté pour chercher un mot. L’homme me regardait comme l’instant d’avant, comme si parler, parfois, par endroits, ne changeait rien à rien, qu’on soit pareil non pas à des animaux, qui obtempèrent, ferment leur gueule, mais à des arbres, à des pierres qu’on voit muets, inchangés, après qu’on s’est tu. C’est pour ça que j’ai mis un moment à comprendre. Je suis resté planté les pìeds dans les chiens alors que mon vis-à-vis avait désigné, du menton, l’aire de stockage et qu’il m’avait dit d’aller voir si j’y trouvais mon bonheur».


«Le passé a l’avantage sur le restant de la durée. Il y a un ordre du temps. Quand le présent, par présomption, par extraordinaire ou simplement parce que l’heure est venue, entend agir sur ce qui fut en vue de l’avenir où ils seront réconciliés, la tâche est longue, malaisée. Il m’avait suffi d’un bref instant, d’un mince volume imprimé car c’était le moment. Il n’y avait plus rien d’extérieur, pas même un brin d’herbe souffreteux, dans la cour, auquel me raccrocher. J’étais prêt à accueillir l’évidence que nous avons reçue, tous, en partage mais que nous répugnons si fort, dirait-on, à admettre, qu’il a fallu qu’un audacieux l’aille chercher aux tréfonds de l’hiver et de la guerre, dans l’exil. Le passé me faisait une obligation de revenir sur lui pour le changer, l’accorder au présent qu’il avait engendré. Mais sa nature, son privilège de passé le déterminaient simultanément à rester tel, sans avenir, comme s’il avait été, lorsqu’il fut le présent, sans passé».


«Cela se fit en l’espace d’un instant, dans la stupeur du premier matin. Les internes rentraient avec

vingt-quatre heures d’avance. Quelques fantômes, sous leur livrée automnale, erraient dans le bâtiment vide où des lampes de quelques watts brillaient en plein jour à cinq mètres du sol, comme des coings. [...] J’ai dû voir le livre posé à trois pas de là sur une table sans enregistrer sa présence. Puis je l’ai aperçu. C’était una édition vieillotte, brochée, dont la couverture grise portait le sceau de la morte-saison qui régnait dans l’enclave. Je me suis penché. J’ai tendu le bras pour attraper ce livre laissé là je n’ai jamais su quand ni pat qui. Je comptais qu’il me servirait à distraire l’animal que je survellais en sous-main car je le sentais gros encore de fourcades, prêt à se porter aux dernières extremités. J’ai fendu au hasard le parallélépipède de papier. Lorsque je le referme, la nuit est tombée depuis longtemps. Le maître d’internat me demande avec une impatience mal contenue, comme si c’était pour la deuxième ou la troisième fois, de gagner le dortoir, à l’étage supérieur et c’est comme de quitter un arbre, de rompre la miséricordieuse confusion de chair et d’aubier, de sève et de sang. Mais c’est aussi, quoiqu’à peine, encore, le contraire. C’est comme d’être délivré d’una chose mauvaise qui nous rentrait dans le corps, d’une douleur vieille de dix-sept ans».


«Je n’y pouvais accéder qu’avec mon père. Je ne pouvais être qu’avec lui. J’avais mis au-dessus de tout le souci et le salut de sa personne. Je devais faire en sorte qu’il ne pût m’assimiler à ce que je n’étais point ni, lui, se regarder comme la cause d’une absence ou le contraire d’un rien. Je pense y être parvenu. J’ose croire qu’un esprit tiers, une pure chose pensante à quoi nos erreurs et notre faiblesse auraient été épargnées, en fût convenu. J’ai atteint, et mon père avec moi, malgré lui, le seuil de notre authentique demeure. Mail il ‘a laissé à l’instant d’y entrer. Il est resté fidèle a lui-même, à son temps. Il a préféré le silence et l’absence, comme j’avais été tenté, au début, de le faire, quan j’hésitais à la frontière des règnes inférieurs. J’avais reculé parce que j’étais de mon temps. Je venais en second. J’avais du temps et l’espoir, un peu, un jour, que nous nous trouverions. Mais lui était d’avant. Il se voulut, jusqu’àu bout, ce que les heures tragiques où il naquit l’avaient fait le premier et le dernier, le seul. Il me laissa l’heure tardive que nous devions passer ensemble. Il s’absenta au monde et, ce faisant, il me l’a enlevé».


«Una ultime inquietude se mêle à mes incursions sur les marges, parmi les rebuts. C’est la raréfaction des restes de l’âge, tout proche encore et déjà primitid, du fer —celui qui culmina dans la déraison et la fureur en notre siècle même et rendit orphelins tant de petits enfants—. Ses instruments étaient si imparfaits, pesants, si mal appropiés à leur destination même qu’une autre vie pouvait attendre en eux son heure. Tout cela s’en va. Les nouveaux matériaux, les composites, les plastiques armés, les céramiques ont commencé d’apparaître à la périphérie où finit toute chose. Ils sont si dociles, si étroitement appariés à leur fin qu’ils n’en sauraient souffrir aucune autre. On a beau les tenir, les regarder longtemps, ils restent intraitables, morts, désolants. Un jour, sans doute, il n’y aura plus de fer, sur la lande, pour soutenir, occuper un semblant d’existence. Mais qu’importe. Le temps aura passé. Je ne serai plus là».

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