3 de julio de 2023

Cuerpos del rey


Cuerpos del rey. Pierre Michon. Anagrama, 2006
Traducción de María Teresa Gallego Urrutia

Anagrama tradujo y publicó, en un solo libro y con el título de uno de ellos, dos volúmenes de Pierre Michon: Tres autores (Trois auteurs, 1997) y Cuerpos del rey (Corps du roi, 2002); ambos contienen reducidos ensayos sobre literatura que pueden considerarse, en la estela de L'invention du présent (2006) de Pierre Bergounioux, un texto del que se ha escrito ya aquí, como reconocimiento y homenaje a sus precursores literarios personales.

Cuerpos del rey

Pierre Michon aplica a la literatura una versión de la teoría dualista que se aleja en cierta medida de la enunciación clásica, que propugna como principio del ser dos sustancias diferentes, una espiritual y otra material, y que sería aplicable a algunas de las grandes figuras de la literatura universal; sin embargo, coincide con los atributos de cada sustancia. Adaptando esta hipótesis dualista al caso de Samuel Beckett —Los dos cuerpos del rey—, Michon distingue entre «el cuerpo del Autor, el Verbo vivo», imperecedero, inalcanzable, eterno, el Texto, y el cuerpo del hombre, el «saccus merdae», encarnación provisional de aquel, aparente, perecedero, funcional, el icono. Habitualmente, el primero es invisible, o, mejor dicho, intraducible en imágenes; en el caso de Beckett, el rey, tomando como ejemplo la fotografía que realizó Lufti Özkök, por contra, siguen siendo inseparables pero sí distinguibles.

«¿De todo lo dicho, de tal azar biológico o de tal justicia inmanente, se alegra Samuel Beckett en ese día de otoño de 1961? ¿Saca de ello ufanía, asco, o unas tremendas ganas de reírse? No lo sé, pero estoy seguro de que lo acepta. Dice: Soy el texto, ¿por qué no voy a mostrar la apariencia de Beckett? Maté mi lengua, maté a mi madre; nací el día de la crucifixión; se entremezclan en mí los rasgos de San Francisco y los de Gary Cooper; el mundo es un teatro; las cosas ríen; Dios o la nada están eufóricos; interpretemos todos esos papeles como es debido. Adelante. Alarga la mano, toma y enciende un cigarrillo Boyard liado en papel blanco, tamaño grande, y se lo mete en las comisuras de los labios, igual que Bogart, igual que Guevara, igual que un obrero del metal. Las pupilas de hielo toman al fotógrafo, y lo rechazan. Noli me tangere. Los signos rebosan. El fotógrasfo dispara. Aparecen los dos cuerpos del rey».

Gustave Flaubert es otro rey con dos cuerpos —Cuerpo de palo— pero, a diferencia de Beckett, él renunció a su cuerpo mortal y, al hacerlo, fue una carencia que se convirtió en realidad. Se desposeyó de todo lo que le rodeaba, incluso del tiempo, y se convirtió en la señora Bovary, es decir, en su obra. De esa decisión emerge un Flaubert que carece de algunos de los atributos de la realidad, pero que es verdadero, el único Flaubert verdadero, que no murió en Croisset el 8 de mayo de 1880, sino que sigue con nosotros, observando por encima de nuestro hombro nuestra atenta lectura de las desventuras de Emma Roualt, prestos a hacernos alguna reconvención si no leemos correctamente —él, que pasaba horas decidiendo dónde poner una coma.

«Que no existe una literatura buena, que podría inferirse por oposición a otra literatura, mala, queda sugerido en Madame Bovary. Pues Homais afirma, desde luego, que hay literatura mala, y sabido es que todo cuanto dice Homais pertenece al ámbito de la opinión, de la necedad, de lo que no debe ser. Esta es la frase: "Por descontado, seguía diciendo Homais, que hay literatura mala, de la misma forma que hay arte boticario malo". Y de ello es posible que pueda sacarse el siguiente axioma: quien postule que hay literatura mala, y se complazca en esa idea, nunca escribirá buena literatura».

Todo intento por bucear en la vida del «saccus merdae» que nació en Ruán y que respondía al tetrámetro de Gustave Flaubert es improductivo, es indagar acerca de un cuerpo que no existe porque el Autor lo ha escamoteado, ha acabado con él. Flaubert no es Emma Bovary; en realidad, Emma Bovary lo ha matado y, al no poder soportar ese cargo de conciencia, toma su arsénico. La escritura es la única potencia omnipotente.

Muhamad Ibn Manglî fue un súibdito del sultán de El Cairo —El ave— que escribió varios textos sobre la guerra y, a los setenta años, un tratado de cetrería, Comercio de los grandes del mundo con los animales silvestres del desierto sin agua. Poco se sabe de su vida y menos aún de su muerte, pero él también decidió desaparecer —«hay dos clases de hombres: los que padecen el destino y los que eligen padecer el destino»—, borrar su cuerpo mortal de la historia de la caza y de la literatura; solo que, en su caso, su otro cuerpo de rey no era el cuerpo de un hombre, sino el de un gerifalte, ese halcón de vuelo perfecto y presa incuestionable que voló una vez, desde el puño del cazador, y que no volvió, fue su espectro el que se posó en la mano del halconero. Fue un solo vuelo, singular, impecable e irrepetible, porque 

«"Cuando bate de par en par, es desmedido; cuando sacia el hambre, va presto; cuando ataca, daña; cuando pica, hiende; y cuando hace presa, se harta". Le debo essta frase perfecta  a la traducción de un tratado de caza árabe. Eso tan fulgurante, mortal y traidor que menciona, eso que bate, hiende y va presto, es el halcón gerifalte. La frase citada está en el mismísimo centro del libro, y me complace pensar que es su secreto apogeo».

Tres de cuatro de los escritores contemporáneos más consagrados de las letras francesas —Pierre Bergounioux, Marie Hélène Lafon; en menor grado y menos explícitamente, Pascal Quignard— coinciden en su rendida admiración por Gustave Flaiubert y por William Faulkner; Michon dedica a este último el texto El elefante y, al igual que hace con Beckett en Los dos cuerpos del rey, estructura su discurso a partir de una fotografía del escritor.

El rey —¿o el emperador?— es joven, aunque ya ha escrito El ruido y la furia y Mientras agonizo. Tal vez no sabe nada acerca de lo que el destino le depara ni se hace la idea de la magnitud de su contribución a la posteridad literaria, pero es más un defecto del retrato, que parece demorarse en su cuerpo mortal y que hace desviar la vista del espectador hacia esa mancha blanca, que sostiene con la mano derecha, que rompe la oscuridad del fondo, ese cigarrillo que parece encendido, aunque no se vea el humo, que del propio retratado, cuya mirada, que nos dirige, aunque orientada más allá de nosotros, como si nos atravesara, más desafiante que escrutadora, parece advertir acerca de la existencia de ese otro cuerpo eterno que trascenderá al icono.

«En fin de cuentas, es tranquila esa mirada que, en 1931, ve el elefante. Le ha surgido dentro su maestro; se mofa de los reyes y de quienes no son reyes [...]. Está tranquilo, ha escrito El ruido y la furia, es el gran rétor, el elefante. Le ha surgido dentro su maestro, sólido y retórico como una cogorza. Ha inventado una prosa en forma de bulldozer en la que Dios se repite sin tregua. La combustión de la prosa es tan irreprochable como la del lucky strike. El lucky le quema despacio el dedo. En el paño negro tras el que ha desaparedico Cofield lee que, dentro de cuarenta años, Flannery O'Connor le dirá a Coindreau: quienquiera que lea a Faulkner es como alguien que se hubiera dormido en los raíles del tren cuando pasa el Birmingham special. Faulkner se ha quedado dormido en los raíles y es, al mismo tiempo, el Birmingham special. Ve todo eso, y esto, y aquello también. Al lucky ya le queda poco por arder. Cofield dispara».

Esa imagern que nos trasciende, en la que tiene puesta su mirada, es la guerra, el elefante, y, por tanto, ni un lugar ni una cosa: es el tiempo, el que ni siquiera le tocó vivir —era un impostor— como personaje, pero al que dedicó todo el tiempo en su vida más verdadera, con su cuerpo imperecedero, aquel que la fotografía solo intuye, el Texto.

El ritmo, la música interna, el tono, tal vez el objetivo compartido; a veces rezo y poesía parecen intercambiables —El cielo es un hombre pero que muy grande—. En todo caso, parecería que las circunstancias que conducen a uno o a la otra son de distinta naturaleza —la muerte en el primero, la belleza en la segunda—, pero quizás poseen rasgos comunes. En el caso de Michon, parece ser que El sueño de Booz (Booz endormi, Victor Hugo) cumple holgadamente con ambos cometidos. Una vez establecido ese mecanismo casi inconsciente de asociación —en el que la oración sería el icono y la poesía el Texto, los dos cuerpos del rey—, es difícil preveer cuál será el que se desencadene en cada circunstancia, pero nuestra percepción de la situación decidirá por nosotros.

«Nadie se dio cuenta de lo siguiente: mientras estaba leyendo, desconecté. No sé en qué cesura, no sé en qué reanudación, no sé en qué aliento sobre Galgala o en qué huella del Diluvio, no sé en qué momento se quebró el hilo. Me di cuenta de pronto de que estaba fuera del texto, llevaba descolgado desde hacía dos o tres versos; el poema despegaba sin mí, y giraba solo como un molinillo de oración. Sí, el hilo tenue y fuerte que me había unido durante tanto tiempo al anciano dormido, que era el motivo por el que, al leer su poema, siempre había estado, trémulo, en su bando, compartiendo su duda y su cansancio, su coma, ese hilo se había roto de repente; ahora lo miraba dormir. Leí el final con total indiferencia, pero fingiendo una emoción total merced a lo familiar que me era el poema, a mis lazos de parentesco con él».

Tres autores

«Si la cultura tiene algún sentido, es ese saludo fraternal a los manes de los grandes muertos», sentencia Michon en El cuerpo es maese consumido. Y para la literatura francesa, la francofonía y la francofilia, uno de los grandes muertos más grandes es Honoré de Balzac.

Esa grandeza puede provenir, en parte, de que, a diferencia de otros grandes muertos que tenían que buscar a sus personajes e imaginar una trama para ellos, o viceversa, los personajes de Balzac son quienes van en su busca, los que compiten reclamando su atención, los que conllevan imaginarias tramas para convercerle de que les elija. Y es que con Balzac la literatura alcanzó una de sus cimas, nadie escribió como Balzac después de Balzac —aunque sí hubo quien lo hizo antes, y no solo uno, una multitud, que podría remontarse, si se quiere a Shakespeare—; es decir, después de llevarla a su culmen, la mató, acabó con ella, dejó de existir, la agotó, y al ejecutar a la literatura, solo sobrevivió el autor; exhausto, pero superviviente, exhibiendo su omnipotencia.

«Cuantas veces paso por La Châtre, me acuerdo de Balzac. No cuando cruzo La Châtre de norte a sur, porque así se pasa por el centro y solo se ven farmacias, casas remozadas con entramados aparentes por aquello de la autenticidad, bares, una librería, un cajero automático del Crédit agricole (cierto es que a veces saco dinero y siempre que se le pone la mano encima al dinero había que acordarse de Balzac). Sino que me acuerdo de él cuando cruzo de sur a norte, en dirección a Bourges, porque hay un sentido obligatorio que nos desvía por unos barrios periféricos doloridos en los que hay casas grandes, de notario, con glicinas, contraventanas poco abiertas, tilos, nadie. Y entonces es como estar en el Issoudun de los militares a media paga, en el Alençon de las antigüedades, en el Sancerre de la pobre Didine: resulta todo de un provinciano como ya no se ve por el mundo. Me pregunto si en sitios así, ahora que todo va más deprisa, todavía quedan ocio y frenesí para pasarse una vida entera destrozándose por una herencia. Pero, no obstante, aquí sí que se ha quedado esa lentitud, esa lenta y tremenda vida. Están, tras los tilos, en lo más hondo de los patios delanteros, esos que fueron por lana y volvieron trasquilados. No se los ve, se ocultan, de padres a hijos, tras unas batas de boticario, coleccionan expedientes, documentos en papel del Estado, el polvo es su amo. Están, tras los racimos de las glicinas, esos poetas que  no han llegado a poetas, esos leones que se han convertido en perros, esas enamoradas que se han consumido en vano hasta la vejez y cuyas supremacías les llagaron a todas el alma a medida que el frío de provincias se apoderaba de ellas, las iba dejando heladas, las trituraba in situ como si tal cosa, y les dejaba tiempo, todo el tiempo que era menester para darle vueltas al asunto».

Charles-Albert Cingria —La bailarina—, escritor suizo de lengua francesa de la primera mitad del siglo XX, hace aparecer la imagen de una bailarina en sus tres libros más conocidos —La Civilisation de Saint- Gall, Pétrarque y La Reine Berthe—. 

«Es una miniatura románica. La vemos en las páginas de un tropario lemosín del siglo X, uno de esos libros en que los monjes escribían los tropos, esos cantos que metían de clavo en las pausas del aleluya, si no lo he entendido mal. Representa a una mujer bailando. Se nota que baila porque tiene algo dobladas las piernas, que le cubre una falda ceñida en las rodillas y con vuelo en la parte de abajo; y alza un pie, mientras con el otro pega atrevidamente en el suelo, aunque no exactamente en el suelo: ese pie que da impulso pega en los pequeños neumas cuadrados escritos directamente debajo. Alza los brazos. Lleva en las manos dos pesados crótalos que une entre sí una cadenilla ancha y muy en evidencia: recuerda a una niña saltando a la comba muy formalita. La boca abierta canta con mucha formalidad. El aire del baile ahueca un poco a ambos lados de los brazos los largos pliegues de un chal que recuerda a una estola. A primera vista, parece ingenua, como lo parecen con frecuencia las imágenes de aquella época. Pero los pliegues de la falda, la flexión de la danza, todo denota mucha ciencia».

Convencido de que se trata de una especie de código, Michon rastrea en las obras de Cingria las apariciones —multiformes o uniformes, explícitas o implícitas, también simbólicas— de esa figura: en forma de oso apaciguado por un santo en el siglo VII; el propio Cingria bailando en la desolación y la suciedad de su cuartucho, en 1904; la danza sobre la nieve de Adelaida,  futura reina de los germanos y emperatriz de Roma, descendiente de la estirpe carolingia a finales del siglo X; el baile de Geo Chávez, el primer aviador que atravesó los Alpes, en 1910, y que desde entonces es visto, en noches estrelladas, renovar su danza por encima de la cadena montañosa a bordo de su Gypaète; la danza del grupo de peregrinas, especialmemnte la de una pelirroja vestida de blanco, que se cruzan en el camino de Petrarca hacia el Mont Ventoux; la estatuilla femenina de una bailarina javanesa que deviene objeto de culto para Sylvain Pitt, compañero de fatigas y cogorrzas de Cingria en la década de 1910; y, finalmente, las dos comas en medio de una frase de Cingria que se transforman, por transposición, en los movimientos danzantes de los hortelanos llevando sus mercancías a la ciudad. 

Faulkner —Faulkner otra vez— es el autor muerto que Michon escoge, no sin vacilar pero decididamente, como escritor más cercano en en último texto del volumen, El padre del texto. Michon distingue claramente dos etapas en el proceso de admiración hacia sus precursores: una primera, en la que la voluntad de escribir no se vio acompañada por la decisión de hacerlo, en la que su Olimpo estuvo ocupado por Rimbaud, Flaubert, Balzac, Dostoievski y Proust; y una segunda, que se inició cuando encontró «la llave, el secreto, la postura, el imparable incipit a partir del cual el texto se despliega sin esfuerzo. Esa llave me la dio Faulkner».

«Tenía más de treinta años. No había escrito ni una línea. Leí por casualidad ¡Absalón!¡Absalón!, que volvieron a editar por entonces en libro de bolsillo: desde las primeras páginas hallé un padre o un hermano, algo así como el padre del texto. Alguien que escribía desde y por esa constelación emotiva que era más o menos la mía, cuya frase respiraba y tenía apetencias que tenían mi misma cadencia; cuyo nihilismo se transmutaba en su contrario por la gracia total de esa cadencia: había hallado la llave para mis modestas historias, allí estaba, en aquel irreprochable mamotreto, en aquella irreprochable colada en donde, más que en Moby Dick, más que en El tiempo perdido, quien habla es la mismísima literatura, el vozarrón de ultratumba que hace que este mundo emerja con toda su terrible existencia, su inmensa alegría deshecha en llanto. Habría podido decir, igual que Rimbaud: "Aquí estás; es tu fuerza". Creo que no había acabado aún de leerlo cuando empecé a escribir Vidas minúsculas, con una sensación de liberación y gozo indecibles. Y le guardo a Faulkner por ello una gratitud ilimitada, una admiración y un afecto cuyo lugar no ha ocupado ninguna otra cosa».

________________________________________ 

Otros recursos relativos al autor en este blog: 
https://jediscequejensens.blogspot.com/search?q=Pierre+Michon 

2 comentarios:

Juanjo dijo...

es tan largo como un libro Eso no funciona los textos deben de ser cortos

Joan Flores Constans dijo...

Ya... Pero este es mi blog, disponible desde 2008, dirigido a un tipo de lector muy concreto y de consulta libre. No voy a cambiarlo porque alguien piense que "no funciona"; funciona hasta donde pretendo y así se va a quedar.