Qualityland. Marc-Uwe Kling. Tusquets, 2020 Traducción de Carles Andreu Saburit |
Después de una gran crisis, se asiste al advenimiento de una sociedad hipertecnológica —bautizada como Qualityland después de largos y arduos debates— que es capaz de cubrir las necesidades personales primarias pero, como contraprestación, de exigir de los individuos el tiempo de ocio que esa cobertura provoca; la conexión permanente, que ofrece asistencia cibernética personal y social constante, provoca una estratificación social con constantes cambios de nivel, que llevan aparejadas distintas prestaciones, debidos a los motivos más dispares, aunque nunca propiciados por la profesionalidad o los méritos personales. Los servicios de información están supeditados a la dictadura del clickbait y las RRSS, que venden libertad e independencia, provocan que las relaciones personales queden restringidas a los portales para buscar pareja. La degradación del ser humano coincide con el auge de los androides, de tal forma que los escritores de más éxito son, precisamente, los autómatas, ya que son los que mejor saben conectar con los gustos del público, y que pueda discernirse, mediante una variante jocosa del Test de Turing, si una intervención en las RRSS es de un robot o de un humano a partir de la ausencia o presencia de faltas de ortografía.
Peter Sinempleo —las personas toman como apellido la ocupación de sus padres—, propietario de una chatarrería de tecnología obsoleta, averiada o con transtornos de personalidad, ve con asombro cómo llega a su casa una compra no solicitada, e inicia su particular calvario ante un sistema telemático que no concibe la devolución de lo adquirido. Un androide que, en competencia con un sujeto que podría ser una parodia de Donald Trump, va a ser candidato a la presidencia, contraría constantemente a su jefa de campaña con su insistencia en decir siempre —incluso y en especial en los mítines electorales— la verdad. Un grupo de la resistencia, los rompemáquinas, se debate entre su ideología antitecnológica y su dependencia de los recursos puestos a su disposición por el enemigo.
Otro gran escritor anglosajón cargaba contra la ironía argumentando que, aplicada sin contención, pasaba de ser liberadora a esclavizante al no contemplar cuál debía ser el paso siguiente a la puesta en evidencia de las contradicciones del objeto de estudio —y citaba cierto ensayo que definía la ironía como "la canción del prisionero que ha acabado por amar su celda"—; así, quedaba reducida a un proceso infructuoso que, después de quitar el disfraz con que ese objeto se camuflaba, era incapaz de vestirlo de nuevo con el ropaje adecuado. No parece que sea este el caso de Kling, que más que ironía lo que aplica es un tratamiento satírico que ridiculiza censurando —y no al contrario— y muestra, a la vez, la productividad intelectual de la reducción al absurdo.
En todo caso, y ahí tal vez coincidirían Ballard y Foster Wallace, la distopía más desasosegante no es la más terrible —el fin del mundo provocado por un enfrentamiento MAD, por ejemplo, propio de otras épocas— sino la que se siente más probable e inmediata. Y Kling nos la pone tan cerca y tan a mano que es inevitable que la sonrisa que nos provoca su sátira se nos quede congelada en el rostro.
Disponible edició en català
Qualityland. Marc-Uwe Kling. Edicions del Periscopi, 2020 Traducció de Ramon Farrés |
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