Ensayo sobre el lugar silencioso. Peter Handke. Alianza, 2015 Traducción de Eustaquio Barjau |
"El asombro lo es todo."Estimulado por el recuerdo de una lectura, Handke inicia un viaje al pasado centrado en algunos de los retretes -"El Lugar Silencioso"- de los que guarda memoria; este es el inicio de Ensayo sobre el Lugar Silencioso (Versuch üben den Stillen Ort, 2012). Más allá de la naturaleza escatológica del lugar, fija su atención en ciertas características que lo definen, se centra en la utilidad, más allá de la que le es propia, del cuarto de baño.
El punto de partida es el retrete rural de su infancia, apenas un cobertizo al final de una galería y con evacuación al estercolero; un lugar sin luz eléctrica que, no obstante, contaba con dos fuentes de luminosidad casuales que hacían que nunca estuviera a oscuras, al contrario que el camino que había que recorrer para llegar hasta él de noche. Esa luz natural incidía sobre la supuesta privacidad de la pieza -la privacidad absoluta para hacer las necesidades es un fenómeno moderno y originariamente urbano-, un condicionante que el Handke-niño no tiene en cuenta, como no tiene tampoco el recuerdo de ningún uso que no sea el habitual; ni siquiera él, como sujeto, se siente protagonista en ese escenario; al contrario, su visión es periférica, como simple espectador que asiste a una representación que tendrá lugar independientemente de su presencia.
Ese protagonismo sí que se presenta, en cambio, en el internado en el que es recluido en edad escolar. El reconocimiento y la familiaridad de la casa de campo de la infancia se truecan en el misterio y la desconfianza hacia un lugar desconocido. Acaso por lo que pudiera significar de transgresión -aislamiento de la masa, distinción de la plebe-, Handke es consciente, puede que por primera vez, de su individualidad, un atributo volátil en la inmersión en la colectividad que representa el alumnado de la escuela -y también reprimido por los rectores de la institución- que precisa del único lugar físico en el que es posible el aislamiento: un refugio que guarda similitudes con un confesionario.
Personalmente, recuerdo con emoción, en mi época escolar en un internado parecido al que describe Handke, la transgresión que significaba, cuando eran tan pocas las infracciones toleradas, levantar la mano enmedio de la clase -mejor si era en plena exposición del profesor- para pedir permiso para ir al lavabo, permiso invariablemente concedido, el levantarme de la mesa, transitar solemnemente el pasillo y cambiar el aire viciado del aula por el aire libre del patio; y recorrer la distancia hasta el retrete, pasando por delante de las aulas en plena clase, bajo la mirada envidiosa de los alumnos y censuradora de los profesores -aunque yo "tenía permiso", el salvoconducto inviolable: nadie podía salir de clase sin permiso, y ese permiso se denegaba siempre excepto en ese caso- hacia la puerta batiente de la esquina del patio de columnas, en un trayecto que procuraba alargar al máximo sabiendo que se trataba de un corredor protegido cuyo destino era el refugio en el que recuperaba mi individualidad y estaba a salvo de los profesores -el lavabo era el único reducto en el que los salesianos jamás entraban, ellos tenían su propio y exclusivo retrete, lejos de las aulas, en las plantas destinadas a sus habitáculos-. El silencio de que disfrutaba en esos momentos, con todos los alumnos en clase, se convirtió en un estado adictivo, y el número de veces que podía, sin levantar sospechas, pedir permiso, en uno de los mayores desafíos de mi niñez.
Esa libertad recién conseguida, como si fuera un disparo de salida, lleva a otras libertades que van llenándose de significado en la medida en que van transcurriendo los años y, a pesar de que el hecho de crecer significa nuevas -o tal vez las primeras- responsabilidades, los objetos van perdiendo su carácter de signos para trocarse en símbolos. Handke recuerda la noche pasada en los lavabos de una estación de trenes, en una etapa de un proyectado -y abortado- gran viaje de formación; en este caso, la reclusión como símbolo de la máxima libertad recién conquistada. Allí, el silencio tenía sus características particulares: ya no era el sonido de la naturaleza de la casa de campo ni el silencio absoluto de la escuela en horas de clase; era la combinación del silencio urbano, siempre roto por la disparidad de sonidos que parecen impropios del entorno real, y por la sucesión del ruido, progresivamente aumentando hasta su cenit, el ruido total, para disminuir gradualmente hasta el silencio blanco, rápidamente sustituido de nuevo por el ruido de fondo que se va haciendo perceptible, paulatinamente, como si se atreviera a regresar, tanteando, después del escándalo.
Pero del mismo modo que un objeto, un lugar, en este caso, se llena de significación, puede perderla; entonces queda como un lugar inerte y su contenido se traslada a otros lugares que comparten con aquél ciertas características. Handke -o el yo de Ensayo sobre el Lugar Silencioso-, coincidiendo con el fin de su vida en colectividad -escuela, universidad...-, traslada a otros lugares físicos sus requerimientos, aunque éstos también conlleven soledad y aislamiento, siempre que representen retiro y refugio.
En ese juego entre lugar y significado, también puede ocurrir que éste trascienda a aquél y que se traspase a situaciones -ya que no a localizaciones- intrínsecamente opuestas. Handke se sorprende de que, de pronto, el bullicio de un café pueda revelarse también como un lugar silencioso; a veces puede deberse al aislamiento originado por la lectura, pero también puede facilitarlo un simple movimiento, o el eco de una palabra, o incluso la simple visión de un lugar determinado.
Siguiendo a Tanizaki, Handke rememora unos retretes pertenecientes a un templo en Japón, un lugar cuya luz crepuscular -Elogio de la sombra- le retrotae de nuevo a su infancia, y en el que observa una diferencia fundamental, otra, entre la concepción occidental y la oriental de la habitación: mientras que en Alemania el retrete es un lugar en el que se experimenta el silencio, en Japón el silencio es el concepto alrededor del cual, como un monumento o, mejor, como un mausoleo, se ha erigido la edificación; de ahí que la experiencia en uno y otro lugar sea radicalmente diferente, reductora en el primero, expansiva en el segundo.
Recuerdo una ocasión, algo lejana ya en el tiempo, en que acudí a un restaurante muy emblemático. El lavabo consistía en una serie de lavamanos y, en la pared opuesta, donde debieran situarse los urinarios, una superficie ininterrumpida de mármol blanco e impoluto, de la que sólo comprendí su función cuando, supongo que debido a la mediación de algún instrumento electrónico que se apercibió de mi presencia, empezó a caer una cascada de agua, emitida desde un surtidor invisible situado en el ángulo de la pared con el techo, que recorría toda su superficie, en un silencio absoluto, y desaparecía en un imperceptible sumidero colocado en la intersección con el suelo. Fui testigo de la paradoja de entrar a un lugar con una función muy determinada y no ser capaz de descodificarlo, de la extrañeza consciente de haber accedido al lugar equivocado y de la sospecha, especulación mediante, de haber olvidado el modo de hacer uso de él.
Handke no busca en el retrete el silencio absoluto, la privación auditiva, sino el silencio en primer plano, huye de la agresión que supone el ruido invasivo, próximo, aquel que con su intensidad hiriente colapsa la percepción y está asociado a otras modalidades sensoriales, para indagar acerca del ruido de fondo, aquel del cual se reconoce el origen pero cuya fuente no es visible ni directamente perceptible. Esta disociación entre ruido y fuente permite otro tipo de percepción más pura, menos mediatizada, más consciente, que permite ampliar el abanico de significaciones y, mediante la especulación -el verdadero motor del pensamiento-, multiplicar las posibilidades narrativas. La paradoja, aquí, es que el silencio que se busca, como ya he apuntado, no es la ausencia absoluta de ruido sino la fuga del ruido invasivo: el silencio imprescindible para poder oírse uno mismo, el aislamiento necesario para recolocarse como centro, la soledad irreemplazable para volver a ser sociable.
La prosa de Handke, que alterna la oscuridad más manifiesta con la brillantez más cegadora, posee una cualidad hipnótica; uno diría que se mueve pero que, a pesar de ello, no avanza; como un gran péndulo, oscila hasta la frontera del movimiento, parece vacilar, y regresa, camino de la frontera opuesta. Desafiando la apariencia, acelera hasta un centro indeterminado, no geográfico, que adquiere sentido solamente porque es el punto de máxima aceleración, y sigue desplazándose en lo que parece una marcha atrás; sólo después de varias oscilaciones de la misma amplitud el lector se da cuenta del imperceptible movimiento de traslación que ha tenido lugar.
En su serie de Ensayos, que en su conjunto van componiendo una especie de autobiografía fragmentaria, Handke nunca cierra sus textos; sin embargo, no es el lector el que debe finalizarlos porque no se trata de textos inacabados, simplemente no tienen fin. Son como un conjunto de trazos que componen un cuadro pero que no representan objeto alguno. Liberado, en sus textos más personales, de las reglas de la trama, Handke elude la dicotomía ficción-no ficción para ubicarse claramente en el terreno de la invención.
El trabajo del escritor -obviemos el género, ficción o no ficción- puede depender de multitud de motivaciones, pero el texto, una vez terminado -publicado o inédito, esta cuestión no es relevante-, debe ajustarse a un reducido número de funciones; el entretenimiento sería una, perfectamente honorable; la instrucción, otra; el cultivo del espíritu, tal vez la más deseada pero también la más volátil, la más difícil de fijar. Qué se le pide a un escritor es una demanda demasiado personal como para someterla a juicio -allá cada uno con sus preferencias-; particularmente, los autores que más me interesan son aquellos que me descubren cosas que no sé y aquellos que me ofrecen, sobre cosas conocidas, una mirada que me permite percibirlas de una manera absolutamente nueva. Ahorro al lector la relación de los primeros; Handke -a lo largo de su obra, tanto en teatro como en prosa, tanto en sus obras más extensas como en su serie de Ensayos, es, para este lector, el paradigma de los segundos.
Calificación: ****/*****
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