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Con la vida por detrás. Fines de la literatura. Antoine Compagnon. Acantilado, 2025 Traducción de Manuel Arranz La vie derrière soi. Fins de la littérature.Gallimard, 2023 |
Acantilado recoge en el volumen Con la vida por detrás. Fines de la literatura las lecciones dictadas por Antoine Compagnon en el Collège de France para el curso 2020-21. El título, aunque sea más evidente en francés, es un guiño a La Vie devant soi, el libro que escribió Romain Gary —nom de plume de Roman Kacew, su verdadero nombre—, bajo el pseudónimo de Émile Ajar, en 1975, que le valió en premio Goncourt. A vueltas con el juego que propone Compagnon, hay que hacer constar que ese mismo año Gary publicó otro libro con el sugestivo título —que parece una respuesta a este de Compagnon— de Au-delà de cette limite, votre ticket n'est plus valable.
Compagnon emprende su ensayo haciendo notar la polisemia, tanto en francés como en castellano, de la palabra fin, ya que denomina a la vez la conclusión, el término, y la finalidad, el propósito; de igual forma, cabría distinguir entre el escritor, el individuo cuyo oficio es escribir —Vladímir Nabókov, un escritor, traductor, entomólogo y profesor de origen ruso nacionalizado norteamericano—, y el autor, el personaje al que se debe un libro determinado —Vladímir Nabókov, autor de Lolita—. Teniendo en cuenta ambas distinciones y exponiendo la paradoja de la «teoría del texto», que proclama la muerte del autor pero lamenta la muerte del escritor, el fin del autor puede coincidir con el fin del escritor —Proust, por ejemplo, que escribió, reescribió y corrigió hasta el momento de su muerte—; pero en el caso contrario, el autor puede dimitir en vida del escritor, dedicándose este a otra cosa —paragrafía: Rimbaud, que dejó de escribir y se dedicó al contrabando de armas—, o disfrutando de una vida literariamente ociosa —agrafía: Philip Roth publicó su última novela en 2010 y vivió hasta 2018—. En todo caso, Compagnon se pregunta si es posible dejar de escribir para siempre; una cuestión que suscita otra: cuando, voluntariamente, desaparece el autor, ¿en qué se convierte el escritor? Tal vez la respuesta la dio Roland Barthes cuando nombró las cuatro posibiliades del no escribir: el otium studiosum, lectura, estudio y meditación; el bricolage, seguir el capricho del instate —Rousseau—; el komboloï, vaciar la mente —la aspiración del Chateaubriand—; y el wou-wei, el vacío absoluto, la jubilación definitiva, la pura inercia.
«Un artista experimental puede envejecer bien, no exactamente satisfecho de sí mismo, puesto que no lo estará nunca, pero, a la manera de Cézanne, puede morir trabajando. Esto es más difícil en el caso del artista conceptual. La edad y la experiencia obstaculizan la creatividad de los genios conceptuales, pero no la de los maestros experimentales. La distinción recuerda la que proponía Isaiah Berlin en 1953, en un famoso ensayo titulado El erizo y la zorra en el que distinguía dos tipos de personalidad: los erizos, que reducen el mundo a una idea directriz, y las zorras, que multiplican las experiencias. Por un lado, Pascal, y por el otro, Montaigne, opuestos y a la vez complementarios. Pascal fue un genio precoz que avanzaba a golpes, mientras que Montagne se retiró a su torre, se convirtió en un sabio anciano, y no dejó nunca de añadir observaciones en los márgenes de sus Ensayos. Los descubrimientos tardíos de los innovadores conceptuales son raros, ya que la acumulación de la experiencia es un obstáculo para las rupturas radicales».
Cronológicamente, Compagnon distingue dos períodos en los que la consideración de la última obra varía completamente: hasta el Romanticismo, la última obra trasciende la carrera del artista y adquiere un alcance profético que anuncia el arte futuro; una afirmación que parece conllevar la conclusión de que esta última obra debería ser considerada de forma distinta del resto por ser la última. Después del Romanticismo, se genera una nueva hipótesis: en las últimas etapas de la vida del artista es cuando su obra se convierte en sublime; la dependencia física provoca la soberanía estética: Leonardo da Vinci, Rembrandt, Tiziano y «los genios de la tercera edad»: Goethe, Rembrandt, Beethoven. Una hipótesis que no escapa de cierta paradoja: La muerte de Virgilio es una obra sobre un escritor en sus últimas horas, desengañado de la literatura, escrita por un escritor desengañado de la literatura.
En cuanto a las últimas palabras, André Gide anota en su Diario el 13 de febrero de 1951, seis días antes de morir: «¡No! No puedo afafirmar que con el hinal de este cuaderno, del cuaderno, se habrá acabado todo; que habré puesto punto final. Quizá me venga el deseo de añadir toda todavia alguna cosa más. De añañadir qué se yo. De añadir. Quién sabe. En el último momento añadir todavía algo... Tengo la impresión de que aún podría estar más cansado. No sé qué hora es de la noche o de la mañana. ¿Me queda todavía algo que decir? ¿Decir una vez más qué sé yo qué? Mi lugar en el cielo, en relación al sol, no debe hacer que encuentre la aurora menos bella». (Souvenirs et voyages: Ainsi soit-il ou Les jeux sont faits). El día 15 escribe: «Vaya, todavía estoy aquí»; y el 17, dos días antes de morir: «es difícil irse» y «dejadme en paz».
La idea filosófica, el propósito y la materialización de esas últimas palabras los encarna Chateaubriand en Vie de Rancé, tomando distancia de la confesión estrictamente personal que representan sus Memorias de ultratumba. Es precisamente en aquella donde el autor escribe las que, poéticamente —aunque no de manera estricta, cronológicamente hablando— representan sus últimas palabras: «¡Represalias de la eterna justicia! Y bien, pueblo real de fantasmas—me cito a mí mismo (ya no soy más que el tiempo)—,¿querríais resucitar al precio de una corona? ¿Os sigue tentando el trono?... Movéis vuestras cabezas y volvéis a tenderos lentamente en vuestros ataúdes».
Otro grafómano, Henry James, pone en boca de Dencombe, en The Middle Years: «Una segunda oportunidad: esa es la vana ilusión. Jamás ha habido más que una. Trabajamos a ciegas; hacemos lo que podemos; damos lo que tenemos. Nuestra duda es nuestra pasión y nuestra pasión es nuestra misión. El resto es la locura del arte». Descombe, como Aschenbach, en Muerte en Venecia, y como Bergotte, en A la busca del tiempor perdido, muere sin haber logrado ejecutar su obra maestra.
«[...] todos los poetas, toda la poesía se mezclan en un único canto inmortal; todas las literaturas no son más que una; no hay más que un solo escritor que se reencarna bajo sucesivas apariencias durante el transcurso de los siglos, indefinidamente. Esta leyenda palingenésica, introducida en su variante proustiana, se remonta muy atrás. Al final, no hay más que un único escritor continuamente renaciendo y deambulando por la literatura».
Si los escritores mueren, lo que permanece es la literatura: Shelley, Emerson y Valéry abogaron por esa permanencia, la de una sola literatura cuyas manifestaciones temporales son solo fragmentos que contribuyen a su grandeza.
«Nunca se han separado del todo los eslabones sagrados de la cadena que, descendiendo a través de las almas de muchos hombres, une a los grandes espíritus y, como un imán, transmite el fluido invisible que a un tiempo une, anima y sustenta la vida de todos ellos. Es la facultad que contiene en su seno las semillas de su propia renovación y de la renovación social». P. B. Shelley, A Defence of Poetry.
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