El Musée d'Art Moderne de Saint-Étienne organizó, el 8, 9 y 10 de marzo de 2001, el primer coloquio internacional Pierre Michon. Con motivo de esa efeméride, el servicio de publicaciones de la Universidad Jean Monnet de Saint-Étienne publicó una serie de artículos, reunidos por Agnès Castiglione, escritos por autores, traductores, críticos y profesores sobre la obra del escritor francés, entre los que se encuentra la contribución de Jean-Christophe Bailly, cuya traducción se transcribe a continuación.
En relación a Pierre Michon
Jean-Christophe Bailly
La obra de Pierre Michon se compone de relatos. Sólo una vez, creo, se señala en la portada, «relato», en negro bajo el título en rojo de Vies minuscules. Pero no importa, no había necesidad de especificarlo, y si se especificó una sola vez, puede que fuera porque había que distinguirlo de la novela, para decir que no se trataba de una novela, sino de otra cosa, de ese otro horizonte que se abre cuando se dice relato, que no designa estrictamente un género, sino una manera de situarse más allá del género y tal vez incluso más allá de la propia obra, ante un horizonte de expectativas que no es el de la obra en sí, sino el del ensayo, el de la incursión, cerca de lo que la literatura tiene de menos altiva y menos solemne, aunque sea minuciosamente elaborada y ambiciosa.
El relato, pues (incluído el libro sobre Rimbaud, que comienza con un absoluto narrativo: «Se dice que Vitalie Rimbaud, de soltera Cuif...»), es por tanto una puerta pequeña, y rara vez un trayecto muy extenso, no, es más bien como un rasguño, como un puñado de sentido arrebatado que no se propaga. En consecuencia, posee algo de impaciencia e incluso de avidez, algo que se mantiene al lado del lector, en una extraña cercanía en la que nunca deja de latir el corazón más infantil de la literatura, que es el de los cuentos y las leyendas, el de los libros leídos en voz alta en la penumbra, en las noches oscuras.
Hay que tener en cuenta que el relato es, en primer lugar, el testimonio de que el origen de la literatura es todo aquello que les acontece a los seres que la crean, y que la crean porque se sienten desamparados ante ese origen que los vincula. Lo que primero les sucede es que nacen, es decir, que aparecen y son echados al mundo como un nuevo ensayo, una nueva tentativa, sin haberlo deseado ni querido en modo alguno. Y esa circunstancia, esa circunstancia que tiene que ver con el nacimiento, que es la del asombro y el espanto, me parece que está siempre presente en lo que cuenta Pierre Michon. Tanto si habla de sí mismo como si habla de pintores célebres o de gente común, siempre lo hace de aquellos que no regresaron, y cuando digo esto no estoy pensando en una versión amable que convertiría ese no saber vinculado al nacimiento en una delicada mezcla de duda y asombro, no, estoy pensando en algo mucho más cruel, mucho más perturbador, una ansiedad que se obviamente enfrenta a un mundo en el que aquellos que han vuelto son los que dominan, los que viven hasta el final como si hubieran olvidado tanto que nacieron como que van a morir, pero una ansiedad que es, ante todo, incesante porque ha conservado desde el nacimiento y desde la infancia, que es su sombra, un poder ilimitado para cuestionar, ese mismo poder, me parece, que encontramos en los ojos de las bestias que nos ven.
En consecuencia, algo que no es exclusivamente humano, sino mucho más antiguo, mucho más enterrado en la noche de los tiempos, algo que es exactamente lo que Pierre Michon extrajo del agua en La Grande Beune, en el que todo lo que el relato recupera —el deseo de los hombres por las mujeres, los peces de río, las gotas de lluvia en un parabrisas y la presencia fantasmal de los hombres más viejos cerniéndose como una ola levantada sobre el paisaje— puede decirse que está amenazado por esta especie de espada de Damocles que la existencia de los seres y de las cosas tiene suspendida sobre ellos. No se trata ni de la muerte y ni de la vida como opuestos o divergentes, sino de una continuidad perpetua que es el latido que el relato capta, y no diría que es el ser porque eso sería otra limitación, es todo lo que en el ser recuerda que existe, y que ese recuerdo pueda tomar la forma de una estancia de posada iluminada en la noche, esa es la magia que propaga el relato: la inquietud infinita es también el hogar de lo que Bataille llamó el azar, y no digo esto para incluir una cita, sino porque Pierre Michon es el único escritor actual que sigue asomándose al abismo iluminado que reconoció Bataille.
Ya se trate de Vies minuscules, que reúne ocho relatos propiamente autobiográficos, de La Grande Beune, que es una narración en primera persona, o de los libros en los que Goya, Watteau, Piero della Francesca, Van Gogh y Rimbaud son las figuras dominantes, o se trate de Le Roi du Bois o de L'empereur d'Occident, el relato nunca huye de ese material que le proporciona su desdoblamiento e impulsa su verdad, material que siempre es biográfico, siempre hecho de ese roce con lo vivo en que consiste la vida de un ser. En ningún momento, en el caso de los pintores, por ejemplo, la narración se transforma en discurso crítico, ni mucho menos se evade de su discurso principal, el ser está siempre sujeto a las marcas de su singularidad, como si rebotara entre esas marcas, que no consisten solamente en actos, sino también en cosas vistas y encontradas, en indicios. En estos indicios se insinúa la doble impronta que le confieren la época y el lugar, pero nunca esa época (la época de Piero, la de Rimbaud, la de Claude Lorrain o la del «yo» que los cuenta) ni ese lugar están ahí de antemano como marcos, sino que llegan como un eco cuya fuente es la masa desvanecida y desvaneciente de una materia de principio a fin. No hay aquí oposición entre los que formarían parte de la gente común y aquellos cuyo nombre se ha convertido en leyenda: su leyenda sólo es real, posible, porque está escrita en la piel del mundo como un temblor, y no es nunca la «gran figura» la que Pierre Michon intenta encontrar, sino el movimiento que los hizo grandes y que es la violencia con la que obedecieron a este temblor. La vida de Watteau y la vida de Rimbaud son también, en cierto sentido, «vidas minúsculas», y lo minúsculo no es un juicio de valor, sino una especie de ley de proliferación que señala la localización de la intensidad.
Una cosa es la actitud que pretende fijar al mundo, otra cosa es el movimiento frenético que lo engulle. Minúsculo es el nombre de lo que no abandona este movimiento, el nombre de lo que no sabe desprenderse de él. Y no hay que olvidar que no es solo a través de sirvientes y de gente común que lo minúsculo se sostiene en su propia minucia, también hay que recordar que la figura más heroica de entre todas las que recoge Vidas minúsculas es la de un analfabeto, un hombre al que las «letras» no han visitado. Sería muy paradójico convertir a ese hombre que existió en un personaje y a ese personaje en un modelo de escritor, pero mediante esa historia lo que se nos presenta es, para el escritor, una señal, y para el lenguaje, un recordatorio. El dominio del lenguaje se expone aquí en su raíz engañosa, en el primer nivel, es la primera evidencia, pero también se expone en su exigencia más desnuda, que sería saber alcanzar con palabras, con frases, el torbellino de deseo y de respeto en el que el sentido se anuda y se ahoga para aquellos que no saben leer y a los que se envía la experiencia sin apoyo.
No se trata sólo de una historia, porque a través de ella queda fijado un punto de duda y de deseo que está en el corazón mismo de la relación de Pierre Michon con el lenguaje y con la figura del escritor: ¿cómo devolver al lenguaje de los libros la verdad de aquel que no tiene la palabra o de aquel que, aun hablando, no posee el dominio del lenguaje, y cómo, al hacerlo, al intentarlo, no traicionarlo? ¿Cómo, en otras palabras, escribir, sin engrosar las filas de aquellos, dotados o no, que nacieron mutilados de lenguaje? No se trata sólo de evitar las trampas del virtuosismo y de la singularidad, de la bella frase o del «realismo» y las de la fama; se trata de atenerse a la letra del lenguaje, allí donde todavía está al borde del silencio y del ruido, del murmullo informe de lo vivo, allí donde todavía no es más que el pliegue humano que se forma entre los pliegues de otras bestias, allí donde responde a la sorpresa de descubrirse como ese pliegue; no un «poder», sino una simple marca, una imposición de manos en el vacío como la esas manos colocadas en las paredes de las cavernas.
Cada uno de los relatos de Pierre Michon existe como algo que ha resistido a esta tensión, como algo que la restituye sin poder constituir una prueba para la persona que lo ha escrito. Lo que puedo decir, decirle, es que entre lo que ha escrito y el material ilimitado de donde procede hay muy poca distancia, y esto no es tanto un juicio sobre su obra, que me pondría en la posición de un entendido, insostenible, imagino, tanto a sus ojos como a los míos, como una sensación que pude experimentar recientemente, con motivo de un viaje a la Creuse. Viaje es aquí una palabra bastante grandilocuente, ya que se trataba de una excursión de un día a un pueblo muy pequeño, donde tuve que acompañar a un estudiante de la École de Blois, donde trabajo, y que es una escuela de arquitectos paisajistas. Y allí, viendo correr el agua, mirando los lavaderos, las granjas, los bosques, las nubes, intentando comprender un poco este país que estaba descubriendo, me di cuenta de que ya lo conocía, de que ya lo había recorrido: el recuerdo de las historias de mi madre, exiliada por la guerra a la zona de Dun-le-Palestel, el afloramiento, casi en todas partes, del agua bajo las piedras y, aún más, la luz del atardecer en las calles de La Souterraine, antes de volver a coger el tren, todo esto —¿cómo decirlo?— estaba incluido en el interior de Vies minuscules, no como un vago eco, sino como una marca de agua incluida en el libro. A través de los nombres de los lugares leídos en el mapa o en los carteles, a través de la impregnación nervaliana de estos nombres, a través de la forma en que los pueblos se erigen sobre el terreno, llegaba una especie de anhelo cuyo origen era el libro.
Aunque a cierta distancia, quizás, contenía este país, había extraído de él su misteriosa resistencia, a través de las fotos de un álbum o del ruido de un ciclomotor que se aleja, a través del patio de una escuela o de un paquete de café enviado desde las colonias y guardado en la estantería de una casa de campo. Todo ello no porque Pierre Michon sea en esta ocasión el «cantor» de una región, de un país, sino porque hay la su manera en q ue capta la vida, en que extrae su esencia, algo limpio, algo puro, algo que se entrega, algo que convierte al lenguaje en una especie de linterna mágica, o más bien una antorcha. En la oscuridad, alguien rebusca, no sabe lo que va a encontrar, pero lo encuentra, y lo que surge no es una pista precisa, es una masa alarmante, alarmada. Del asombro de haber nacido, y de estar ahí entre todo lo que ha surgido, y sigue surgiendo, y va a desaparecer, toda esta masa es la historia, la historia no contada de la que, sin embargo, el que sostiene la antorcha tira de un hilo que arrastra a los demás, y todo el ovillo se desenrolla: hay un corral, una niña que atraviesa un bosque corriendo, un chico que silba para sí mismo, otro que está muerto y que le echan tierra encima, hay un río de aguas oscuras que fluye desde siempre y un hábil pescador que extrae carpas de él, todo esto, iluminado por la antorcha, es como una filmación de extraordinarias convulsiones, como si el lenguaje, en lugar de ser una invención humana o un juego de manos, fuera un material procedente de la tierra, un líquido derramado, una leche en la que se formara una telilla.
«Mira el cometa; mira la nada y la salvación, la revuelta y el amor, el cuerpo vil y la letra, que se agarran, se abrazan, bailan, se deshacen, se retoman, pasan y se derrumban considerablemente». Rimbaud le fils.
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Traducción del texto procedente de Pierre Michon, l’éscriture absolue, VV. AA., Université de Saint-Étienne, 2004.
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