18 de septiembre de 2024

Theodoros


Theodoros. Mircea Cartarescu. Editorial Impedimenta, 2024
Traducción de Marian Ochoa de Eribe

Desde la publicación en castellano del inabarcable, inclasificable Solenoide (2017), cada edición de un nuevo libro de Mircea Cartarescu, uno de los mejores escritores de ficción europeos de nuestros días, se ha convertido, para este lector, en un acontecimiento; una vez seducido por la prosa multiforme —un texto que se multiplica a medida que avanza y que se expande en su interior más de lo que podemos ver a simple vista— de Solenoide y por la ambición estilística de la trilogía Cegador —de anterior publicación originalmente a aquella, pero que en castellano leímos después—, y excluída de la ecuación la poesía y la narrativa breve, en la que no he conseguido entrar, lo que podía esperarse del rumano era una madurez escritora en la que el autor, cuya habilidad narrativa había quedado ampliamente demostrada, reincidiera en el espacio que había dejado entre Cegador y Solenoide depurando su método y abarcando ficciones creativas con este estilo visionario cuyo dominio había demostrado, y, tal vez, siguiera explorando ese territorio ignoto que situamos entre los sueños y la realidad observable. Pues no. Theodoros no tiene nada que ver con esto; de hecho, no tiene nada que ver, en opinión de este lector, con nada que haya escrito hasta la fecha; esta es, por supuesto, una apreciación personal, pero desafío a los lectores que, aparte de ciertas, aunque escasas,  similitudes estilísticas, busquen puntos de contacto evidentes entre esta y los títulos citados con anterioridad.

«En nuestros días, el contrabando de poesía (como se llama el traslado de poesía por barreras y fronteras, en barricas de arenques, en tacones de zapatos huecos, en maletas de doble fondo o engullida por gente a sueldo que la sacará luego por la parte de abajo) se ha extendido por todo el mundo, y los que se embriagan con su humo amargo son ahora multitud, están en palacios y cabañas con los ojos en blanco, recitando versos alados. Los poetas son raptados en todos los países e introducidos de veinte en veinte en un sótano para que canten sin parar, como los canarios con los ojos taladrados para que su canto sea más dulce, y los hombres de los bandidos copian en un papel lo que ellos recitan y lo venden a precio de guayabita y de pimienta de Jamaica. Ay del poeta que se haga famoso: es azotado día y noche para que su lamento sea más lastimero y el remedio de su alma sea más perfecto. Pocos de ellos pasan de la edad juvenil, pero es asombroso que nunca se quejen de sus suplicios, pues afirman que solo a través del tormento se riegan los lirios perfumados de la poesía. Así mueren felices después de que les hayan extirpado las huevas rebosantes de las elegías, las églogas, las sátiras, las fábulas y los ditirambos que les reportan una fama inmortal».

La primera sorpresa —no había leído nada acerca de Theodoros, ni siquiera el blurb del editor que acompañaba el envío—, seguida, lo reconozco, por un gesto, que llegó a ser explícito, de incredulidad, se resume en una pregunta: ¿cómo, una novela que empieza con la muerte del protagonista? 

«[...] ahora, el glorioso día de Pascua, en el Año del Señor de 1868, después de cumplir medio siglo en el que te has ocupado de una única cosa, conquistar el mundo a costa de perder el alma, te quedan tan solo la soberbia, el odio, la voluntad cruel de caminar sobre cadáveres, esta vez sobre tu propia carroña, todavía vivo pero muerto ya, muerto en tu mente y muerto para tus manos, que ahora tiemblan, mas no lo suficiente como para no realizar su cometido, y que buscan ya el frío del cañón, de la cresta y del gatillo como busca una boca un hilo de agua fresca».

Una muerte por propia mano —verídica— que lo convierte en leyenda, y hace que su historia pase a formar parte de «todas las historias que brillan como los hilos de oro en el eterno bastidor de los días y las noches». 

Pero esa primera pregunta no agotó la perplejidad, al fin y al cabo, hay excelentes novelas,ás clicas y contemporáneas, que empiezan in media res o con la muerte del protagonista; había otra duda: ¿Más de seiscientas páginas con un narrador omnisciente en segunda persona? Inmediatamente después, la pregunta inevitable: ¿quién es el narrador? 

[P. 69]: «[...] nosotros lo recordamos todo también por ti, Theodoros, cada instante de tu vida y de la del mundo, pues nosotros [...] podemos ver las historias incluso desde el momento en que todas formaban una sola, un hilo trenzado con todos los hilos, que brillaban con todos los brillos, estañados con todos los estaños, que tenían la suavidad del lino y la aspereza de la lana y el aroma del cáñamo y la transparencia del estambre y los colores del algodón teñido, antes de que se extendieran entre los hilos del telar, destrenzándose y trenzándose en la urdimbre de los días y las noches, de la leche y de la sangre, del sol y de la luna y de las estrellas, donde se entretejen las vidas de los reyes y de los monjes y de los campesinos, de los carpinteros y de los sombrereros y de las santas y de las putas y de los mendigos, de los que sufren en el infierno y de los que brillan como el sol en el Reino de los Cielos, formando un solo tapiz abigarrado y bendito, en el que tu vida no es sino un manuscrito entre miles de manuscritos, brillantes como piedras preciosas, de la Creación».

Un narrador acerca del que no quiero desvelar más información —en todo caso, muy poco confiable, a pesar de su condición—, pero que, en su nombre y en el de sus colegas, deja en evidencia su papel de deus ex machina que ha salvado en innumerables ocasiones a Theodoros para preservar su papel en la historia pero que, a veces, parece lamentarse como si la decisión de arrancarlo de los brazos de la muerte, que no fue suya sino, por lo que se intuye, de Estancias Superiores, no acaba de corresponder con la que Theodoros merecería, si su futuro hubiera estado en sus manos:

«¡Tienes motivos para darnos las gracias, Theodoros, pues estás en el meollo de este relato y no podías morir ahora, aunque merecerías no haber llegado siquiera a nacer, hombre de todas las victorias inútiles que guían hacia el fuego inextinguible de la Gehena! Vimos el miedo que apestaba como una mofeta en tu espíritu y tendimosnuestras manos blancas, con uñas de luz, hacia lo que estaba sucediendo abajo, en la gran esfera de aguas brillantes».

Estas y muchas más preguntas que van surgiendo en las primeras páginas del libro quedan respondidas a lo largo de su lectura. Otras, no; es cierto que puede tratarse de preguntas retóricas, pero este lector no ha podido evitarlas: ¿es, realmente, Cartarescu un escritor de la primera mitad del siglo XXI? Esa prosa alambicada, rica en adjetivos, exuberante en subordinaciones, ¿quién va a leerla, quién va a evaluarla en su justo mérito si, para los que dirigen los destinos de la literatura, es una prosa anacrónica, y para los que dictan el gusto, incomprensible? ¿A dónde va ese escritor procedente de lo que fueron los arrabales de la Europa soviética, con esa cantidad incalculable de presunción, si su incomprensible jerga, que no es ni el imperial inglés ni el maltratado español ni el pretencioso francés, no sirve más que para pedir el pan o para canciones de cuna o para que asusten los monstruos de los cuentos infantiles? ¿Quién se animará a sumarse a la fiesta lectora que es Theodoros? Hace años oí por ahí —no puedo recordar si el comentario era de un escritor, de un arquitecto o de un cocinero— que, dado que es imposible sustraerse de la influencia de la tradición —el denostado Harold Bloom escribió un libro sobre esto—, el creador contemporáneo puede tomar dos caminos a la hora de llevar a cabo su trabajo: uno, el fácil, es copiar y plagiar; el otro, el más difícil, pero el único que realmente desemboca en una obra artística, es imitar y emular; en este sentido, Cartarescu ha destilado de la ingente producción novelística del siglo XIX, el siglo de oro del género, las esencias que justifican esa calificación y, mediante el uso escrupuloso de algunas de las innovaciones formales generadas a partir de la segunda década del siglo posterior, ha escrito una novela destinada a pasar a la posteridad de un género que, con ese tipo de contribuciones y en contra de las recalcitrantes profecías de los arúspices de la pospos(etc.)modernidad, se resiste a dejar de existir.

«El Archipiélago brillaba en todo su esplendor aquella tarde infinita. [...] para los ojos de carne no hay paisaje más encantador que el del mar bañado en la luz. Cada cresta de ola de las miríadas que rodean los islotes, las rocas y los barcos con las velas hinchadas, menudos como insectos sobre la superficie infinita de las aguas, refleja la gloria celestial de miles de formas, en brillos juguetones y en brasas afiladas como agujas y en el vaivén de los destellos, de tal manera que la carne traslúcida de las olas, ultramarina y verde turquesa y cristalina como la esmeralda, en continuo temblor y agitación y pasión por el acoplamiento y el gemido de la agonía, las capas superpuestas de agua pesada y límpida como la piedra de los anillos, son el fantasma que todos los mortales portan tanto en el alma como en el cuerpo, pues la sangre es la reminiscencia del mar en los cuerpos. El mar es un único animal vivo, una medusa transparente cuyos brazos abrazan islas, promontorios y continentes, otorgándoles un brillo sin par».

Oscilando permanentemente entre realidad y ficción, el libro se divide en tres partes tituladas con los tres nombres del protagonista: Tudor, un chiquillo de origen valaco que intenta sobrevivir a base de pillerías; Theodoros, un joven forajido, salteador de caminos y pirata en las islas griegas; y, finalmente, Tewodoros, general y posterior emperador de Abisinia. Pero, ¿quién es en realidad ese personaje? ¿El hijo de una familia noble, respetada e influyente, descendiente del linaje del rey Salomón y la reina de Saba, cuyas circunstancias aparecen con profusión —incluyendo las referencias a las distintas ubicaciones del Arca de la Alianza, oculta, según la tradición etíope, en una iglesia de ese país —?:

«Te demoraste largo rato en la página del Libro del esplendor de los reyes en la que, con las palabras más entusiastas que habías oído jamás, estaba descrita el Arca, el objeto sagrado con el que habías soñado toda tu infancia, desde que adivinaste por primera vez  su pálida sombra de la sombra de una sombra en la iglesia de Ghergani, en forma de una pequeña iglesia de plata idéntica a la grande y en la que no se encontraban las tablas de la Ley, sino la mandíbula enmohecida de un mártir búlgaro o griego del que nadie había oído hablar. Habías soñado con el Arca a lo largo de los siete años de tu apogeo como pirata, cuando vagabas por las aguas de zafiro y esmeralda de las islas helenas, escribiendo cartas a tu madre, Sofiana, sobre las maravillas de aquellos lugares, sobre la flota cantora y sobre los habitantes de la bala dirigida a tu pecho en el golfo de Potamos, y sobre el-que-ha-escrito-todos-los-libros, y sobre las velas de los veleros maravillosamente pintadas por Sisoe, y sobre tu ascenso en los rangos nobles y militares, y muchas otras invenciones piadosas, mintiéndole para que se alegrara, pues no podías hablarle de tus asesinatos y tus pillajes de cada día».

¿O el chiquillo concebido en pecado por su madre, en la unión ilícita entre criados, doncella de Marita, una gran señora, y Gligorie, criado de su marido, Tachi Ghica, pero oficializado por el matrimonio de ambos, con el permiso de los señores, y bautizado como «regalo de Dios», Tudor en rumano, Theodoros en griego? Por cierto, las referencias al Antiguo Testamento —la religión oficial de Abisinia era una variante ortodoxa del cristianismo; de hecho, Theodoros es introducido en los secretos de la religión, principalmente en su vertiente punitiva, ya que los castigos terrenales no consiguen corregir su rebeldía, pero en la que encuentra aún más razones, en este caso, sancionadas por una autoridad incuestionable, para su indomabilidad— y a otros libros sagrados de la tradición local, reales o inventados, el Kebra Nagast o la Historia del rey Skinderu, ¿qué porcentaje de fiabilidad se les puede atribuir? ¿Qué se esconde tras la misión autoimpuesta de Theodoros consistente en buscar en las islas del Archipiélago las letras escondidas que forman la palabra SAVAOTH (Tzebaoth)? 

Lo de realidad y ficción tiene que ver con que a mitad del siglo XIX existió, realmente, un emperador abisinio con ese nombre, pero cuyo pasado, incluidos sus ascendientes, ascenso al poder y contribución a la unificación y pacificación de la actual Etiopía poco tienen que ver con el personaje protagonista, ya que, en realidad, Theodoros, un impostor, fue un chiquillo harapiento procedente de la «brumosa Valaquia», tan alejado de la descendencia del rey Salomón como de la legendaria reina de Saba; de hecho, entre las intrigas, numerosas y de diversa explicitud, que Cartarescu va dejando a lo largo de la novela —la mención a «el divino Odiseo del bardo de Éire»; o el párrafo repetido literalmente al comienzo de la novela, en boca del narrador, y como mensaje recibido del interior del Arca de la Alianza más de seiscientas páginas después; el relato de la batalla de Debre Tabor, un enfrentamiento real, en 1842, entre Dejazmach Wube Haile Maryam y Ras Ali II, el regente del emperador, que Cartarescu da por no librada porque los ejércitos enemigos se asustaron, tres veces, al verse frente a frente; o la premonición del futuro y de la grandeza que esperan a Theodoros en Etiopía gracias a una visión, un nombre y la ayuda de un viejísimo anticuario armenio y de un indescifrable mapa: su destino—, existe una que pone en evidencia esa impostura: cuando Theodoros  está leyendo el Kebra Nagast, conoce a un tal Kassa Haile Giorgis de Dembia, con quien, nos informa el narrador, congenia inmediatamente; en realidad, es el nombre de nacimiento del Theodoros real, procedente de la provincia de Dembia, el que llegará a ser emperador de Abisinia bajo el nombre de Tewodoros II; pero este no nos interesa, el Theodoros que reclama nuestra atención es el farsante, el que disfruta de una coronación bonapartiana, en cuyo relato nuestro ínclito narrador nos hace un conciso resumen de su pasado:

«La iglesia de la Virgen María estaba ahora sobre las nubes, y al fondo de ella el arzobispo de la Iglesia tewahedo, enredándose con los largos faldones de sus vestiduras de color azafrán, sobre las cuales la casulla bordada con perlas amarillentas parecía una alfombra antigua, te entregaba a ti, al hijo de Gligorie el Bonetero del desconocido país de Valaquia, a ti, un salteador de los bosques de la banda de Jianu, a ti, pirata durante siete años en el Archipiélago heleno, a ti, el embustero hijo de la vendedora de kosso de la región de Qwara, a ti, shifta, bandolero y asesino en la cristiana tierra de Etiopía, a ti, un don nadie y un nada de nacimiento, pero elegido por el destino para convertirte en rey en este mundo vil y engañoso, a ti te entregaba ahora el arzobispo la bendición de los hombres y de los ángeles [...]».

Aunque tanta imaginación, desbordante, no excluye la realidad de la existencia de dos mundos contemporáneos enfrentados a través del progreso técnico de occidente en contraposición al atraso temporal del reino de Theodoros, ubicado todavía en la época oral, de los mitos y las leyendas,  contra la imaginación en tono heroico, casi fantástico, en el que la verosimiltud se sacrifica a la coherencia interna del relato; una mezcla perfecta que combina los cuatro mundos en los que se mueve, con parecida habilidad, el protagonista: el de los cuentos que le contaba su madre, el de los iconos pintados en la pequeña iglesia del pueblo, el mundo terrenal y el mundo de sus sueños. 

De hecho, el fundamento de las novelas es la falsedad, de tal modo que cualquier elemento falso introducido en una historia real contribuye a la magnitud de la obra. Hay otros fragmentos que muestran la riqueza del producto final, en el que, como es de general conocimiento, poco importa la veracidad y sí, fundamentalmente, la verosimilitud —un desafío mayúsculo, del que sale victorioso el autor, teniendo en cuenta los elementos que pone en juego—; por citar solo algunos: la historia real de Joshua Abraham Norton —la imagen especular de Theodoros en el centro del sistema, nacido el mismo día que él; su aparición, en la época de pirateo de Theodoros, representa la occidentalización y globalización del relato—, autoproclamado emperador de los EE. UU. de América el 17-9-1859 y reconocido por Tewodoros II; dueño también de un pasado mítico, del que se encargaron de dar cuenta algunos periódicos de San Francisco, que, en realidad, no tiene nada de heroico; pero el contacto con Thedoros sí que es cierto, tuvo lugar en el Archipiélago, y salvó su vida debido al olor a especias que exhalaba su cuerpo. O el relato más completo, de la pluma del propio Theodoros, el más coherente, el que hace a su madre, mediante cartas, contándole sus aventuras desde su partida hasta su reinado, unas cartas a las que su madre responde con hojas en blanco porque no sabe qué palabras emplear para contarle cómo se siente, pero para que sepa que está viva y que lo ama; también es el más falso: «Y ahora es jueves y me apresuto a continuar con la historia que te estoy contando, verdadera y maravillosa, pues, ¿cómo iba a mentirte yo, querida madre?»; aunque están también las cartas que no escribe, entre las cuales destaca aquella que redacta el propio narrador en la que resume su reinado:

«[...] no le habrías escrito, pues ¿qué podías escribirle? ¿"Madre querida como la luz de mis ojos, debes saber que tu hijo se ha vuelto un infame y ha vendido su alma por unas monedas como hizo en otra época Judas Iscariote, que ha manchado de sangre el icono de la Santísima Virgen con el niño en el regazo, que ha quemado iglesias con sus santos y todo, que les ha cercenado las manos y los pies a unos cristianos todavía vivos, que los ha ahorcado y les ha arrancado los testículos solo por unos supuestos, unas imaginaciones y unos sueños, que ha deshonrado a princesas y reinas, que ha colocado bajo un yugo insoportable a su pueblo y lo ha azotado con látigos y escorpiones, que no se ha atrevido desde hace años a arrodillarse delante de su lecho con su reina altiva, pero llena de celo religioso, para rezar el padrenuestro con ella, que no ha habido mentira ni traición ni perjurio ni trampa tendida a sus semejantes que no haya cometido en el nombre y el desprecio de la ortodoxia, sobre la que tanto me hablaste en otro tiempo, cuando estaba pegado a tu cuerpo, más amado que la vida, cuando creía que sería un hombre bueno porque tú eras buena y mi padre era bueno"?». 

El final, tal como merece la novela, no solo es brillante en la forma, sino también apoteósico en el contenido —y que conste que no  ha de ser fácil hallar una conclusión conveniente que esté a la altura del libro—, cerrando de forma maravillosa una experiencia lectora sublime.

«Hemos escrito todo en el libro de tu vida y de tu mundo, tal y como hemos escrito también los libros de todos los que conforman la muchedumbre infinita delante de Jerusalén, pues ha llegado el momento de hacer una confesión: no hay un único Juicio, sino miríadas de Juicios, uno para cada mortal. Hay miríadas de libros de la vida, uno para cada pensamiento nacido de un cráneo humano, ya que cada pensamiento está envuelto, como el gusano de seda, en su mundo, vivido y soñado por él, y nosotros escribimos todos los libros a la vez para presentárselos, con veneración, al Gran Lector que es el Todopoderoso». 

He calificado la experiencia lectora como sublime porque, con independencia de la trama, Theodoros es un relato de relatos, una novela de novelas, que combina, con evidente maestría, los cuentos orientales, la tradición europea de las grandes novelas clásicas por episodios —otra vez el siglo XIX—, las fábulas y relatos árabes tradicionales, los autores occidentales, desde los que han fraguado nuestra identidad mediante los relatos hasta los escritores más recientes que han puesto la imaginación al servicio de las historias que cuentan por delante de cualquier otra consideración literaria; por citar solo algunos, por orden cronológico: Homero, Las Mil y Una Noches, el Decamerón y los Cuentos de Canterbury, y las incursiones en la narrativa histórica de Umberco Eco, Gabriel Garcia Márquez, Marguerite Yourcenar o los más recientes Wu Ming y Olga Tokarczuk. Mediante del recurso a una narración marco desarrollada a través de la técnica del relato dentro del relato, Cartarescu consigue contar una historia mediante el encadernamiento de otras historias —las cartas a la madre, la historia de Salomón y la reina de Saba, la peregrinación por las islas griegas en busca de las letras...—, que sirven de eslabones para un grandioso producto final.

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