17 de junio de 2024

Les Trois Mousquetaires XV

 

«Perdido en esas piadosas sandeces, olía a sacristía (no creo que el olor me haya dejado a día de hoy); las cosas decaían; había olvidado a las criaturas, al perrito que mjira tan inocentemente a San Jerónimo que escribe en un cuadro de Carpaccio [...]»
«Vie de Georges Bandy»

Pierre Michon y la literatura del pasado


Pierre Bergounioux


La oposición entre situación y representación surge en el seno de la representación cuando ésta se toma a sí misma como objetivo. La literatura contemporánea, la representación artística del mundo actual, en virtud de su contemporaneidad, tiene todas las características de una situación. Tiene su carácter cambiante, inmediato, confuso. Hay pocas posibilidades de verla por lo que es, porque está en proceso de elaboración y porque está en la naturaleza de nuestros actos realizarse en ausencia de un conocimiento perfecto de sí mismos. Esto vendrá más tarde, cuando la tinta se haya secado y un poco de polvo haya cubierto ya los volúmenes impresos.


He dudado en si hablar de la literatura que se escribe hoy en día. Pero si observamos con cierto rigor la primera y principal consecuencia de nuestra dualidad, que es privarnos de una conciencia concomitante de nuestra existencia, nos condenamos a pensar sólo en el pasado, a estar presentes sólo ante lo que ha dejado de ser. Pero lo nuestro es vivir, con todo lo que ello implica en cuanto a dudas y recelos, errores y contratiempos.


Era fácil medir la importancia de las obras de Flaubert o de Faulkner. Esa importancia se confunde con sus consecuencias, es decir, con la necesidad de tener en cuenta su existencia, que pertenece al pasado.


Es difícil identificar cuáles de las obras actuales están destinadas a perdurar, cuáles recordará el futuro como la expresión más significativa de nuestra época una vez que esta haya pasado a la historia. Nos falta un punto de vista elevado y perspectiva. Estamos tan indefensos como los que nos precedieron cuando les llegó su hora, expuestos, como ellos, a confundirnos. Hay algo desolador, ridículo, en los cuadros de la literatura o del pensamiento contemporáneos que se pintan cada veinte años, cuando han pasado otros veinte. Nos preguntamos cómo hemos podido equivocarnos tanto, cómo no hemos sabido ver lo que, hoy por hoy, salta a la vista.


Una cosa, de todas maneras, es cierta: es que nada es igual que ayer, y que no tenemos ni la más mínima idea de lo que nos deparará el mañana. El mundo ha cambiado ante nuestros ojos. Fue a principios de este siglo cuando  la antigua armonía entre el curso de las cosas y la curva de nuestros días se quebró. Pero es desde principios de los años 1980 que casi cada día encierra la posibilidad de trastornos imprevisibles, increíbles.


Lo que hemos tenido, lo que hemos sido, puede distinguirse con la claridad súbita, cruel, que adquieren las cosas a la luz de su destrucción. Es la ausencia, la privación, lo negativo, según la expresión de Hegel, lo que nos revela lo que es o, más exactamente, lo que ha sido.


Dos obras me parecen representativas de la realidad actual.


Una se vuelve por completo hacia lo que ya no es, atormentada por la posible muerte de las posibilidades, dominada por el poder y la gloria de las obras pasadas, consumida por la posibilidad de su propia nada. Es inquieta y provinciana, deslumbrada, temblorosa y devota: es la de Pierre Michon.


La otra está inmersa en el tumulto del devenir, cuyo curso sigue. Ha surgido, literalmente, del crisol de la metamorfosis. Lleva el sello de la profunda crisis en la que hemos entrado, de la gran mutación en curso. Es la de François Bon.


Empezaré por la vertiente desierta de la actualidad, la batalla que Pierre Michon ha librado, retrocediendo, contra el movimiento del cual François Bon captó el empuje impetuoso para avanzar.


Si, como escribió Flaubert, no se escribe lo que se quiere, no puede hacerse, como él pretendía, un libro sobre nada. Lo que se encumbró, en los años 1970, bajo la bandera del «texto» —el valor intrínseco de los juegos puramente formales— es una ilusión. Solo tuvo posibilidades de arraigar, durante un tiempo, porque se encontró a escritores que le proporcionaban justificaciones prácticas, lo que a su vez condujo, como contrapartida, a la consagración de aquellas ambiciones teóricas que parecían validar.


El axioma de toda literatura es berkeleyano: esse est percipi, ser es ser percibido. Pero si la literatura es visión, sólo es válida por las situaciones que hace visibles, inteligibles para quienes, por estar implicados en ellas, se encontraron privados de su comprensión, insensibles, en parte, a su significado.


Ahora bien, los principios de la visión, los instrumentos de la representación, son bienes de naturaleza simbólica cuya posesión, al igual que la de las riquezas materiales, está muy desigualmente repartida. Cuanto más lejos se vive del lugar donde se concentran los recursos y los bienes, más probabilidades hay de verse privado de ellos. Si las provincias no produjeron muchos escritores fue porque la tendencia centralizadora que empezó a surgir en Francia en el siglo XVI drenó hacia las llanuras de la mitad norte del país los distintos tipos de capital, incluido el que, en sentido estricto, determina el valor relativo de cada clase y, por extensión, la naturaleza y el sentido del mundo.


La originalidad de Pierre Michon reside ante todo en sus orígenes. Su obra, y la calidad singular de la misma, proviene de su extremo arrinconamiento. Con menos de ciento cincuenta mil habitantes repartidos sobre la dorsal granítica de la meseta central, la Creuse rivaliza con las Cevenas por los discutibles privilegios de la menor presión demográfica y la menor renta per cápita. En cambio, está muy por detrás de sus primos cercanos, como la Corrèze, o lejanos, como la Lozère, en el orden incuantificable pero eminentemente apreciable de esa belleza de la tierra que nada tiene que ver con su bondad y que puede alimentar un alma, fundar una obra. Giono lo demostró.


Nada o casi nada, eso es lo que le toca por la fuerza de las circunstancias a cualquiera que haya nacido hacia mediados del siglo XX en el centro del país. La desgracia de Michon reside en este casi nada. Con algo menos de luces, en realidad, no habría sido nada, y su vida habría sido una de las que se muestran en su primer libro —Vies minuscules—. Se habría casado con uno de los destinos oscuros y terribles que conducen a la colonia penal o a la decadencia alcohólica o al fondo de un pozo, en brazos de su ángel de la guarda hasta el agua negra.


«Se había reunido con el hijo. Cuando patentemente lo tuvo entre sus brazos, lo izó con él sobre el reborde podrido del pozoen el que se precipitaron fogosamente, unidos como el santo y su buey, abrazados, con los ojos que reían, y su caída indiscernible barrió escolopendras y plantas amargas, despertando el agua triunfante, levantándola como una muchacha; el padre gritó al romperse las piernas, o fue el hijo; uno mantuvo al otro debajo del agua negra, hasta la muerte. Se ahogaron como gatos, inocentes, torpes y consustanciales como dos de la misma camada. Juntos fueron a la tierra bajop un cielo huidizo, en el féretro de uno solo, en el mes de enero de 1902». «Vie d’Antoine Peluchet»


Lo que le perdió, o le salvó, según se considere malo o bueno fracasar en el destino ligado al lugar y a la época en que uno llegó, fue, precisamente, la acción centrífuga de la República jacobina, formalmente unificadora, en su periferia que, en este caso, se encuentra en su páramo central. Michon es doblemente el producto de la escuela laica, que tuvo sus primeros y más firmes bastiones en el Lemosín, ya que su madre era maestra y lo educó sola, en ausencia de su padre.


Su retoño va a sufrir, pues, todo el efecto de esta contradicción en los términos que llevamos con nosotros mismos, en diversos grados, y cuyo misterioso corazón quizá sea tarea de la literatura explorar. No puede satisfacer la exigencia inmediata de lo próximo, abrazar el porvenir mezquino, tenebroso, que le ofrece insistentemente la vil pobreza de la Creuse. Por supuesto, la tentación es grande. Bastaría la menor renuncia para que la vieja, podrida, desvencijada puerta cediera bajo sus dedos. Está tan convencido de ello que todo lo que ha escrito —puesto que escribirá— muestra con una inusitada exactitud, un inquietante lujo de detalles, el estrecho corredor, rectilíneo, de la perdición que se abre tras esa puerta. Su situación es como la del sur de Estados Unidos. Se está lejos de todo. Los vectores de la cultura erudita, las gentes de otros lugares, la imprenta, los libros, esquivan esas soledades. Durante más de medio siglo, la escuela republicana, con sus planes de estudios nacionales, su moral estricta, sus ideales generosos, ha sido el único germen de universalidad, de escapatoria, de liberación en estos territorios aislados, miserables y todavía dialectales.


Había una tradición de exilio, de lejanía, de despertar potencial: la de los albañiles de la Creuse. Durante mucho tiempo, un gran número de hombres sanos partían, en otoño, hacia París para construir, allí, edificios pomposos, prestigiosos —la Sorbona, por ejemplo—. Pero esta población vivía en autarquía, mascullando, en las obras, en su antigua langue d'oc, la de los trovadores de antaño, de Bernard de Ventadour y Bertrand de Born. Por la noche, se reunían en los mismos cuchitriles y regresaban en cuadrilla al Lemosín para la siembra de primavera. En lugar de que su estancia en la capital contribuyera para sacudirse la idiotez rural de estas gentes obstinadas que destacaban en la talla de la piedra, en realidad reforzaba sus vínculos internos, consolidaba su aislamiento porque se sentían desplazados, y por tanto amenazados, por la gran ciudad.


Michon, puesto que de Michon se trata, se siente doblemente incitado a hacer suyos los valores y las virtudes de la escuela. Ella le da algo que leer. Ella le habla de cosas lejanas de las que no tenía la menor noción —él dirá de carrerilla «Mourioux-Bénévent-Mégara» [tres localidades en la región de Lemosín, departamento de Creuse, en el distrito de Guéret]—. Se enamoró del sofisticado uso del idioma —del estilo, de la hermosa lengua que servía de medio y de signo del prestigio en otros lugares. Es difícil imaginar, ahora, el destello incomparable con el que, a los ojos de una infancia lemosina, brillaban las imágenes extraídas de la apertura de los libros, cuando eran la única fuente para saciar la sed de conocimiento, la única herramienta para perforar el muro de granito del aislamiento. Unas cuantas fábulas de La Fontaine, extractos del viejo Hugo, veinte líneas de Flaubert sobre Cartago, podían, literalmente, transportar unas mentes enterradas en las sombras de la maleza, sumidas desde la noche de los tiempos en una ignorancia casi completa de sí mismas y de todo. ¿Hace falta que un destello poderoso, tenaz, se asocie a los fragmentos pequeños, mezclados, que contienen los manuales escolares, para que despierten el deseo de atrapar, a su vez, la belleza ignorada, el sentido oculto —el oro, lo llamará Michon— del mundo?


Pero hay condiciones que parecen diseñadas para extraviar irrevocablemente a sus víctimas. La frágil esperanza que ofrecen es un engaño. La huida aparente devuelve al seno de su servidumbre, que ahora será más amarga por haber sido conscientes de ella y por haber parecido, por un momento, a punto de terminar.


La situación de Michon es tal, cuando se le aparece a la luz de los libros, que no contiene nada que valga la pena, según él mismo, decir, escribir, representar. Su error se deduce de su desgracia. Forma parte de la naturaleza de las cosas, de la historia de los países que han permanecido al margen de la historia, de sus poblaciones remotas,  atrasadas —la parte occidental de la Creuse donde nació Michon se sigue llamando la Marche [el escalón]—. Cuando la enérgica pedagogía de la escuela republicana, redoblada —o atemperada— por la solicitud de su madre, conmovió su juventud rural, se sintió espontáneamente inclinado a confundir el mundo representado con la representación del mundo, el valor de las cosas con el de los signos. El oro con que los libros habían deslumbrado sus pupilar, lo supone enlazado a los lugares lejanos que desconoce, a los destinos magníficos que todo hombre, al fin y al cabo, bien puede  prever, salvo los nativos de la Creuse. Así que va a consagrarse, llegado el momento, a hablar de cosas que desconoce, de aquello le había sido negado. Cree que hay temas optativos, seres cuyo brillo nativo los predestina a entrar de lleno en los libros, y que el brillo de la literatura es siempre prestado, como el de las estrellas muertas. O —y éste es el mismo error, su reverso— que las palabras son valiosas por sí mismas, que el lustre con que brillan algunas de ellas se comunica, por contagio, a lo que designan.


No sabemos realmente sobre qué escribió antes de Vies minuscules. Sí tenemos, en cambio, una idea muy clara de lo que ganó haciéndolo: la desesperación, el desprecio y el odio a sí mismo, la tentación de acabar con todo porque el oro, cuando te pones a buscarlo, se convierte en plomo, las promesas, cuando se cumplen, en escarnio.


Michon no habría dado esta forma deslumbrante al nacimiento de la forma, a la génesis del sentido, si no hubiera procedido de un lugar que los hacía improbables, por no decir imposibles.


Michon accedió, simultáneamente, con la ayuda de los libros, hasta donde alcanza la vista, más allá de las fronteras de su región, y con la de la literatura, a la modalidad reflexiva, formalmente elaborada, bajo la cual el mundo puede existir por segunda vez. Lo que tenía, lo que era, se vio brutalmente empañado, depreciado, por este doble descubrimiento. Eso en primer lugar. En segundo, que atribuyó a las cosas y a las palabras, por separado, lo que sólo surge de su relación. Se veía a sí mismo como oriundo de la Creuse, privado de todo, impedido de sacar nada de su existencia, ubicada  como estaba bajo cielos infortunados. Y pensó que imaginando quién sabe qué, vistiéndolo de palabras espléndidas, de bellos vocablo, el oro surgiría de su pluma, el mar, como dice en alguna parte, nacería de su remo. Y persistió.


Lo trágico no es que seamos susceptibles de error, duchos en confundir la sombra con la presa, sino que nos obstinemos, que sigamos el camino equivocado a pesar de las señales en contrario, en la perdición creciente en la que nos hundimos a cada paso. Hay que haber seguido el camino equivocado hasta el final, haber tocado fondo antes de darse cuenta de lo evidente. Eso es lo que ha hecho Michon.


Lo vislumbramos, malvado, miserable entre los miserables a quienes las apariencias dotan de todo, con la oscuridad que le procura la oscuridad que lo rodea, la ignorancia y la esperanza lastimosa que arrastra a sus semejantes al vino, al agua de los pozos o más allá de la capa de los bosques, pero su alma, para este vuelo, ha abandonado su envoltura carnal.


«El viento pasa sobre Saint-Goussaud; cierto es que el mundo nos violenta. ¿Pero qué violencias no ha sufrido? Los helechos misericordiosos ocultan la tierra enferma; en ella crecen un trigo pobre, historias bobaliconas, familias con fisuras; del viento surge el sol, como un gigante, como un loco. Luego se apaga, como se apagó la familia de los Peluchet: así se dice, cuando el nombre deja de aparearse con los vivos. Solo lo pronuncian todavía bocas sin lengua. ¿Quién miente con obstinación en el viento? Fiéfié chilla en las borrascas, el padre truena, se arrepiente en un cambio brusco, se redime cuando el viento vira, el hijo huye para siempre hacia el oeste, la madre gime al ras de los brezos, en otoño, entre un olor de lágrimas. Todos ellos están bien muertos. En el cementerio de Saint-Goussaud, el lugar de Antoine está vacío, y es el último: si él descansara ahí, yo sería enterrado quién sabe dónde, al azar de mi muerte. Me ha dejado su lugar. Aquí yo, final de raza, el último que se acuerda de él, quedaré yacente: entonces quizá habrá muerto del todo, mis huesos serán quien sea y también Antoine Peluchet, al lado de Toussaint su padre. Ese lugar ventoso me espera. Este padre será el mío. Dudo que alguna vez esté mi nombre en la piedra: estará el arco de los castaños, inamovibles viejos con gorras, cosillas que mi alegría recuerda. Habrá en la tienda de algún ropavejero lejano una reliquia de tres centavos. Habrá malas cosechas de trigo sarraceno; un santo ingenuo y abandonado; las agujas que, con el corazón latiendo fuerte, le clavaron muchachas muertas hace ciento cincuenta años; los míos por acá y por allá entre madera podrida; las aldeas y sus nombres; y todavía más viento». «Vie d’Antoine Peluchet»


Pero eso es después. Está en el libro —Vies minuscules—, que traza minuciosamente destinos catastróficos, incluido el del narrador, un impostor deslumbrado y devastado por la quimera de la escritura, igual que otros se extraviaron en la engañosa locura de una palabra —Limoges, Baton Rouge, El Paso [referencia a «Vie d’Antoine Peluchet»]—. Y este libro de catástrofes, porque se trata de un libro, de una representación, y no —tampoco— de la situación, de la catástrofe, es simultáneamente el acto por el que, contra todo pronóstico, el villano llamado Michon escapa a la fatalidad empeñada en perderle a él y a sus semejantes, y, de ese modo, la supera.


Lo que ha ocurrido es que la perdición, cuando se lleva enérgicamente hasta el final, puede convertirse en revelación.


Revelación, en primer lugar, de lo ilusorio de aquello que intentábamos alcanzar sin pensar, del error que era, desafortunados, abatidos, evocar otras cosas que otros, por sí solos, podían describir, podían mostrar, porque les pertenecían.


Revelación, también, de que esas cosas valían algo no por lo que eran, sino porque su representación liberaba el sentido, el auténtico valor que la vida, dominada por la urgencia, el compromiso y el interés práctico, apenas nos permite detectar, y que es tarea del escritor mostrar.


Revelación, finalmente, de lo que Michon había ignorado, negado, alienado como estaba por otras cosas, fascinado por otras vidas: a saber, que eran éstas, su propia gente, el viejo suelo y su desgracia, estas vidas oscuras,  las que le correspondía representar, elevar a la claridad específica a la que todas las cosas pueden acceder siempre que nos desprendamos de ellas lo suficiente como para verlas y darles sentido.


Todos conocemos esa marcha atrás que es, a la vez, progresión, el valor positivo, retroactivo, del malentendido, puesto que disipa una ilusión, la meta que se alcanza cuando todo parece perdido, la gracia que toca, al final, al renegado. El movimiento en espiral que conduce de nuevo al mismo punto pero en el plano superior, el retorno, al final, del principio —la toma de conciencia—, ya hemos visto todo esto en Flaubert. De Flaubert a Michon hay un rasgo común: tanto uno como el otro, colocados en una situación desgarradora, se esfuerzan primero por construir una identidad alimentada por los elementos de la alteridad que les ha despojado de sí mismos. Flaubert, durante quince años, se esforzó por convertir los rasgos negativos que su posición le asignaba en señales de distinción. Al orden del mundo, opone una convicción sigular, ya que se trata de una ilusión. Sólo después de haber agotado las figuras se rinde a la evidencia. Se reconoce como lo que es —muerto para el mundo—, y representa al mundo desde el punto de vista de la muerte. Tiende hacia lo que se toma y se da por realidad, esa imagen de sí mismo en la que descubrirá su verdad de la nada.


Michon no es Flaubert. No pretende fundar una obra sobre la ruina de todo, derivar su ser de la ofensa mortal que infligiría a los demás, a los lectores. Él pretende  elevarse, desde lo más profundo de su situación, hasta la maravillosa posibilidad, el resplandor nuevo, inaudito, de la representación artística. Pero, como Flaubert, está condenado, al principio, a crueles reveses. Los signos se desvanecen en sus manos. Entró en la literatura como un Pierrot aturdido y mortificado, un payaso triste. No es más que a fuerza de hablar, mal, de lo que no conoce, de retratar, lastimosamente, aquello de lo  que carece, que se liberará de su error. Porque no son las cosas las que están en cuestión, ni las palabras, sino su conexión: el pensamiento, la visión.


Toda literatura auténtica es el producto de una experiencia nueva y de una forma que la acompaña, igualmente nueva, conquistada sobre la influencia de las formas anteriores. Esta variación crónica de géneros y de estilos constituye una especie de constante en la literatura, que está ella misma en medio del proceso del devenir, atrapada en el movimiento de la historia.


Ahora hemos llegado a un momento singular en el que la historia parece tambalearse. Todo se difumina. Las grandes contradicciones que le dieron forma no se han resuelto en sentido estricto, sino que se han licuado. Se le han dado varios nombres: el fin de las ideologías, la era posmoderna, la era de la comunicación. Nunca antes, sin duda, la fisionomía del futuro había sido tan enigmática y, como consecuencia, el sentido del presente, con la literatura virtual que lo explicitaría, más incierto. Y esto es lo que contribuye a dar al pasado, a las obras realizadas, un peso desalentador. En palabras del propio Michon, Faulkner es uno de aquellos cuya sombra o resplandor apaga cualquier deseo de presente. Y esto lo experimentó, lo escribió. Convencido de que nunca podría acceder a aquello que lo había exaltado alejándolo de sí mismo y de los suyos, escribió bajo la luz helada, sin sombra, de la desilusión. Y fue por haber regresado de sus ilusiones, convertido por fin en él mismo, con sus escasos recursos, sus pobres bienes, su desesperanza, que logró lo que no había podido alcanzar en un principio.


Michon llevó a cabo, a sus expensas, el experimento que podría considerarse típico de la invención de la representación, pero lo hizo en condiciones atípicas, en una situación que él podía considerar indigna de ser mostrada, cuyo único significado parecía ser la insignificancia. Entró en la literatura mostrando que no podía entrar en ella. Dio sentido a un mundo caracterizado, en grado supremo, por su desgracia, ajeno más que ningún otro a su sentido por falta acondicionamiento, de espacio, de los recursos que lo habrían abierto un poco a sí mismo y, tal vez, alejado de sus fatalidades. Es lo único que conoce. Tocado por el rayo dorado que liberan los libros, deseó otra cosa y fracasó porque buscó en otra parte. El brillo de la literatura, de la representación completa,  acabada, de la vida, le alejó de su situación. Y es representando el efecto de la representación sobre cualquier situación, la insuficiencia que revela a los ojos de quienes hasta entonces la habían soportado, aceptado, como puede nacer una representación —literaria— de la peor situación. Al aceptar su condición, agobiado por los males que le acarreaba el espejismo de la literatura, ya que los libros formaban parte de su situación, Michon dio sentido a los márgenes indigentes, a las existencias sombrías que, hasta que él llegó, habían permanecido desprovistas de sentido. Y, en justa correspondencia, esos márgenes, esas existencias, le prodigaron, sin duda, un poco de esa alegría, de ese júbilo con los que las había contado.


«Y sin embargo en esa búsqueda, en esa conversación que no es silencio, encontré alegría, y a lo mejor ellos también; muchas veces estuve a punto de nacer con su renacimiento abortado, y siempre estuve a punto de morir con ellos; hubiera podido escribir desde la altura de ese monstruo vertiginoso, de esa trepidación, exultación o inconcebible terror, escribir del mismo modo que un libro sin habla muere, se diluye en el verano; en medio de una emoción muy grande, poco decible. Ninguna potencia decidirá que no lo logré para nada. Ninguna potencia decidirá que mi emoción no irrumpió para nada en su corazón. Cuando la risa de la última mañana cae sobre Bady borracho, cuando en un salto los ciervos ficticios se lo llevan, yo estaba ahí con toda seguridad ¿y por qué en cambio no aparecería eternamente, aunque estas páginas quedaran sepultadas para siempre, en el pan que aquí mismo lo vemos consagrar, en el gesto decisivo con que aquí mismo recoge su sotana antes de montarse en una moto, inconsolado pero sonriente, en medio de las detonaciones de su motor, a pleno sol, con el pelo revuelto por el viento del camino, recordando? Creo que los suaves tilos blancos de nieve se inclinaron en la última mirada del viejo Foucault más que mudo, lo creo y quizás es lo que él quiere. Que en Marsac siempre nazca una niña. Que la muerte de Dufourneau sea menos definitiva porque Élise lo recordó o lo inventó; y que la de Élise sea aliviada por estas líneas. Que en mis veranos ficticios, su invierno vacile. Que en el cónclave alado que tiene lugar en Cards sobre las ruinas de lo que hubiera podido ser, ellos sean». «Vie de la petite morte».


Vies minuscules cumple lo que era imposible representando la imposibilidad de cumplimiento. Aquello que vivimos sin comprenderlo del todo, aquello que somos y no sabemos, se transforma en representación una vez que nos hemos recuperado de la idea de que no se puede representar, de que la literatura existe por sí misma, muy lejos, como una entidad sui generis, una gracia injusta y misteriosa de la que algunos, en pequeño número, en ciertos lugares, son tocados, mientras que otros permanecen condenados sólo a verla y a no tenerla.


El resto de la obra de Michon es tan necesario como Vies minuscules. Aun en segundo plano, en el orden de la representación, actualiza lo que precedió al primer libro en la medida en que es, también, un acontecimiento, que también forma parte de la situación, puesto que la ha modificado, invertido.


Los tres libros posteriores — Maîtres et serviteurs, Joseph Roulin y Rimbaud le fils— repiten el único motivo que Michon conoce: el de la obra, el del sufrimiento cruel que todos, no sólo Michon, que amaba inmoderadamente la literatura en su región de la Creuse, han soportado. Reproducen, pero en simetría inversa —pues muestran sus sueños primitivos, su ilusión original, su pasado—, las vidas congeladas en el presente, pruebas póstumas y engañosas de la gloria cuando también ellas, dolorosamente miserables, se disputaban la posibilidad de su sentido en su mundo, en su tiempo.


De lo que Michon se ocupa, después de haber vivido, en persona, la experiencia genérica de la creación, es de las figuras fascinantes que, un día, le alejaron de sí mismo. Pero las muestra por debajo de lo que son hoy, para nosotros: como presas, como él, como todos y cada uno de nosotros, de la duda, de la desesperación, del presente. Habiendo experimentado con una agudeza extrema los tormentos de la invención, Michon eleva a regla universal la máxima que ha extraído de su acción. Rastrea el laborioso desarrollo, cuando aún eran oscuros, de aquellos a quienes, mediante una ilusión retrospectiva, imaginamos inmediatamente en plena y fácil posesión de su materia  y de su estilo.


Ya se trate de Goya, de Van Gogh o de Rimbaud, los vemos en marcha, en camino, y no hay camino que no haya tenido que labrarse en lo desconocido. El brillo soberano que se asocia, por nosotros, ahora, a sus nombres, es algo que vemos emerger,  intrincadamente, de la piedra sombría, olvidada, de la ganga densa, opaca, que tuvieron que romper para liberar a las imágenes, a los colores, a la gracia, a la visión. Lo que está, pues, en juego en Maîtres et serviteurs, en Joseph Roulin y en Rimbaud le fils es la vieja disputa ontológica, la victoria siempre precaria de la representación sobre la situación. Lo nuevo es el lugar que Michon concede, por lo que se refiere a la situación, a la suma de las representaciones —es decir, al pasado que se trata que superar. Esto es lo que distingue la creación contemporánea de sus modalidades predecesoras. La autonomía creciente del campo artístico, la historia específica, cuatro veces secular, de la que es producto, pesan sobre su estado actual hasta el punto de comprometer su futuro, de ahogar la posibilidad, intrínsecamente frágil, de la invención. Habiéndola experimentado más que nadie por haber formado parte de los menos favorecidos, Michon lo ha visto y lo ha convertido en el rasgo dominante de su obra. Lo que antes era el mayor obstáculo para la obra se convierte, cuando se invierte, en su resorte principal.


Y la forma misma de la obra es la consecuencia. Las figuras exaltantes y alienantes del pasado son vistas, simultáneamente, de cerca y de lejos. Están, a la vez, adornadas con el lustre retrospectivo, legendario, con el que las adorna nuestra mirada y confrontadas con el pasado cuando era su presente y cuando desafiaba la posibilidad de la obra futura.


De cerca: estamos a menos de un metro de ellas. Vemos los labios grandes y las mejillas sonrojadas de Goya, la nariz demasiado grande de Watteau —Maîtres et serviteurs—, la «ropa azul barata»  de Van Gogh —Vie de Joseph Roulin—, a Forain, Valade o Cros, a Verlaine y Richepin fumando en pipa justo antes de empujar la puerta de Carjat. Se oye a Rimbaud —Rimbaud le fils— decir que «se aburre». Estamos de lleno dentro de la situación.


Pero también estamos muy lejos. Tenemos una visión de Van Gogh a través de los ojos de Roulin del que se afirma claramente que «es un personaje poco útil cuando se entromete a escribir sobre pintura»—Vie de Joseph Roulin—. Watteau, al que persiguen todas las mujeres, es descrito por el cura de Nogent, a quien el otro pintará como Gilles —Maîtres et serviteurs—. En cuanto a Rimbaud —Rimbaud le fils—, aparece ante Izambard o Banville,  cuando no es Michon quien lo evoca, con la nariz congestionada, los brazos colgando y extremadamente ingenuo. El escritor, los pintores que lidian con la visión, son vistos desde fuera, por gente inocente, cándida, a la que la cuestión de su significado ni siquiera rozará. La incomprensión del párroco de Nogent es casi total, la de Roulin no mucho menos, y es evidente que Banville no comprendió realmente lo que era Rimbaud. Esta representación miope, casi ciega, de situaciones acechadas por el objetivo representacional fue sin duda la mejor revelación de las dificultades que el mundo opone, en toda circunstancia, a la emergencia de su significado. Michon describe con una precisión alucinatoria el carácter constantemente crítico de la creación, la dificultad de alcanzar el significado en un mundo que, por su naturaleza o por la nuestra, lo niega a los seres de nuestra especie.


Y lo que demuestra, a la vez, es que la literatura, contrariamente a lo que se oye decir estos días, no es una producción momentánea de la actividad humana que habría tenido su momento en el reloj de la historia, como la piedra pulida, el bronce, la tracción animal, la rueca, las palabras, incluso, que tienen su utilidad y luego se marchitan y mueren. La literatura no es cuestión de palabras. Las palabras no tienen ninguna importancia. La literatura es, sería, el esfuerzo siempre necesario, siempre renovado, por el que nos apoderamos del significado de nuestra historia. Estamos implicados, atrapados por las cosas, presas del tiempo, dominados por el pasado, zarandeados por el presente. Nuestra vida puede suceder sin que la percibamos como lo que es, la situación puede impedir que la representemos por falta de tiempo, de distancia, de los destellos de lucidez que nos proporcionan, por sí solos, la totalidad de nuestra condición.


La obra de Pierre Michon escenifica, representa la pregunta a la que él mismo ha respondido. Michon muestra la génesis de las respuestas aportadas, antes que él, como él, por quienes le hicieron dudar de que la pregunta aún pudiera responderse. Expone su dificultad crónica, intemporal y, al hacerlo, la resuelve. Pertenece al aquí y ahora, porque es sensible a la gran incertidumbre específica del momento presente. Y es, paradójicamente, la acción combinada de las propiedades más desfavorables —sus orígenes provincianos, incluso marginales, su empobrecida fascinación por los esplendores indecibles de la literatura— lo que le ha permitido arrancar la forma contemporánea a la exigüidad, a la indigencia de su experiencia. Ha sido necesario, para avanzar, atravesar la sombra, mortífera, que proyecta el pasado sobre el presente. Ha mostrado que esta historia, este peso de las representaciones anteriores, se ha convertido en el componente principal de los nuevos tiempos que son los suyos, los nuestros. Y ha mostrado cómo, a pesar de ello, la literatura seguía siendo posible.


Michon ha regresado al pasado que obstaculizaba el progreso como nunca antes había sucedido. Lo ha devuelto a su verdad, que es haber sido el presente para quienes lo hicieron y nos lo legaron. Lo ha retomado, lo ha reelaborado a la luz de lo que había aprendido a sus expensas, y lo ha puesto en la perspectiva de su propia proyecto. Vemos, estereoscópicamente, de cerca y de lejos, trabajando, llorando, frente a la desolación y al abatimiento, vivos, a aquellos que, hoy, muertos, nos dominan y nos desolan. El presente, entonces, puede ser la continuación del pasado que, al principio, parecía negarlo. Lo prolonga en este orden, que es el de la historia, donde cada hora debe superar a las que la precedieron, integrándolas en su profundidad presente para, finalmente, realizarse a sí misma.


Este articulo es la traducción del capítulo IV, «Pierre Michon et la littératiure passée», del libro La Cécité d’Homère de Pierre Bergouniuoux, Éditions Circé, 1995

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