27 de febrero de 2023

Tríptico


Tríptico. Claude Simon. Ediciones Albia, 1977
Traducción de Guillermo Solana

La Real Academia Española incluye en la definición de tríptico —etimológicamente, «plegado en tres»—, además de un libro que se divide en tres partes, a aquellos soportes artísticos compuestos por tres hojas «unidas de modo que puedan doblarse las de los lados sobre la del centro»; con lo cual, implícitamente, se sobreentiende que cuando esas hojas están plegadas, la representación tripartita queda oculta. La independencia o la vinculación entre estos tres elementos y su composición individual, como muestran los trípticos medievales, son circunstancias que no alteran el conjunto; volviendo al ejemplo citado, los ejemplares religiosos —el Tríptico de la Anunciación de Robert Campin, por ejemplo—, muy básicos comunicativamente hablando debido a su función didáctica, suelen contener tres cuadros estáticos, sin narración y con la representación de un solo individuo, solo o sucintamente acompañado por personajes secundarios, usualmente relativos a tres episodios de la vida de un santo; los laicos—El Jardín de las Delicias del Bosco—, en cambio, suelen representar escenas mucho más complejas y narrativas. Toda esta introducción tiene que ver no solo con el título de la novela de Claude Simon, Tríptico (Tryptique, 1973), sino, sobre todo, con la forma, el estilo, que el escritor utiliza para su composición, una obra de su etapa de madurez que significa una ruptura con sus escritos anteriores y cuya culminación, pocos años después, se alcanzará con su novela más emblemática, Las Geórgicas (Les Géorgiques, 1891).

«El perímetro de la pista, constituido por cajones escalados en cuya base los cascos de los caballos han dejado manchas pardas, traza un círculo perfecto. La mano del chico dibuja sobre la hoja del cuaderno un triángulo, un círculo circunscrito y una tangente a este círculo que es paralela a uno de los lados del triángulo. Cerca de cada uno de los ángulos del triángulo anota las letras A, B y C. Después prolonga los lados BA y BC que corta la tangente paralela al lado AC en dos puntos A' y C'. Trazado a mano alzada, el círculo está un poco aplastado, como el contorno de una manzana, y las diverdsas rectas ondulan ligeramente. Sin embargo, la figura es suficientemente correcta para permitir reflexionar acerca del problema planteado cuyo enunciado lee el chico por segunda vez en la página del libro abierto y colocado sobre la mesa a la izquierda del cuadero: "Conociendo el valor del ángulo ABC, demostrar: 1) que la relación entre las superficies de los triángulo ABC y A'B'C' es proporcional a...". Penetrando por la ventana abierta, el sol proyecta en la habitación un paralelogramo de luz del que uno de los lados corta oblicuamente el ángulo superior derecho de la hoja en que está trazada la figura, delimitando un cegador triángulo rectángulo. Enmarcado por la ventana, el chico ve el herboso huerto de ciruelos que desciende en suave pendiente hasta el río».

El armazón de contenido sobre el que se sostiene Tríptico lo forman tres historias: una boda que acaba en fiasco, un accidente de un niño en el río y la vida cotidiana en un balneario; y tres escenarios: una pequeña ciudad industrial, el medio rural y una playa mediterránea, respectivamente. Alrededor de estas tramas, desarrolladas de forma no lineal, pululan otras historias y otros personajes, con vinculación más o menos estrecha o sin ninguna relación entre ellos, pero que, de algún modo, forman parte indisociable de la historia y contribuyen, con pesos relativos, a un equilibrio que se antoja perfecto. La novela está dividido en tres capítulos, pero tal vez esto forme parte del juego que plantea el autor porque la división no es temática, espacial ni temporal: los tres episodios principales aparecen mezclados a lo largo del texto, puede que esa división tripartida no sea más que una coincidencia numérica —aunque este lector apostaría a que no es así—. Con todo lo dicho, sospechará el lector de este artículo que Tríptico no es una novela normal; y habrá acertado; a continuación, algunas de las razones mediante las cuales este redactor pretende demostrar que no lo es.

«Armada de nuevo con su cuchillo del que la punta de la hoja es lo único que rebasa el puño cerrado, la vieja de cabeza de perro, con un gesto rápido de la muñeca, arranca uno de los ojos del conejo. Al mismo tiempo, su mano izquierda tiende, por debajo de la órbita vaciada, un tazón de bordes mellados. Las gotas de sangre, primero espaciadas y precipìtándose después, se aplastan en grandes manchas de un rojo vivo sobre la pared cóncava de loza de un gris amarillento, cubierta de finas resquebrajaduras. Deslizándose hacia el fondo, las gotas de sangre se alargan en óvalos, se hacen más frecuentes y muy pronto un hilo vertical une la órbita vacía con el tazón en donde el nivel de la sangre recogida se eleva poco a poco. Impregnando los ladrillos porosos, la lluvia fina aviva los colores, púrpura, azul ferruginoso, ciruela, rojo anaranjado».

En primer lugar, la rotura del convenio tácito que acuerda el escritor de novelas con el lector del género, que se podría simplificar con esta cláusula: una novela es el relato de una acción que sucede en unos escenarios determinados. Aunque los escenarios en los que transcurre Tríptico suelen ser estáticos —por más que, a veces, esto se deba únicamente a la distancia en que se ubica el punto de vista—, la descripción, incluso de un mismo objeto o de un mismo conjunto de objetos, se efectúa desde distintos lugares, aunque siempre desde una distancia que limita la vista pormenorizada de los detalles. No hay signos de prevalencia de unos escenarios sobre otros y, por tanto, tampoco existen marcos  principales ni secundarios ni diferencias de peso específico en relación con el producto final. Esa homogeneización se ejecuta provocando en el lector una sensación acentuada de distancia, tanto física como mental, de aquello que se describe, debido a la desaparición —no comparescencia— del narrador habitual, el que acostumbra a exponer los hechos, y su sustitución por un ojo inanimado —sin intención, se diría— que solo reproduce, aséptica y desinteresadamente, aquello sobre lo que fija su mirada.

«Una capa uniforme de azul, como pasada por la brocha de un pìntor de la construcción, llena el rectángulo de la ventana abierta. Salvo su color, nada (ninguna modulación, ningún accidente, ninguna nube suspendida, ninguna diferencia de materia o de naturaleza) la distingue de los muros cubiertos por una pintura uniforme, de tal suerte que el cuerpo desnudo y solitario que sigue yaciendo en la cama deshecha parece hallarse en el centro de un espacio vacío, de un cubo de paredes lisas, cerrado por todas partes y sobre cuyas superficies ninguna sombra, ningún matiz de valor indican las diferentes orientaciones de los planos como esas decoraciones de estampas orientales coloreadas de tintes uniformes y lisos: de simples cajas delimitadas por tabiques escamoteables de papel, que aparecen aquí, frágiles y como irreales, para encerrar simplemente a los protagonistas en un volumen simbólico, en una irrisoria parcela de espacio arrastrada por la gravitación hacia el cosmos a velocidades prodigiosas».

El papel del narrador es el de un voyeur inflexible, poco más o menos desaparecido, que se limita, casi exclusivamente, a describir de forma neutra la poca acción que acontece, en la que focaliza su mirada y su atención; cuando simplemente describe,  esa neutralidad es solo aparente teniendo en cuenta que los escenarios son más amplios y que, al focalizar su mirada en elementos concretos, está llevando a cabo una elección —perdiendo la supuestra neutralidad aparente al descartar otros elementos que forman parte de ellos— que el lector puede llegar a justificar —por motivos estéticos, por ejemplo— pero que, en todo caso, no debe desatender: hasta el narrador aparentemente más imparcial tiene, explícita o veladamente, una intención.

«En el solitario huerto, dos gallinas de plumaje color caoba avanzan con pasos entrecortados, es decir (desapareciendo sus patas entre la hierba), que la parte superior de su cuerpo progresa mediante una serie de traslaciones frenadas. Giran a derecha e izquierda sus cabezas con un movimiento seco, circunspectas, deteniéndose, picoteando rápidamente en la tierra, y después reanudan su marcha, proyectando a cada paso su cuello hacia adelante como si fuera un péndulo. También circunspecto, un gato de pelaje rojizo las sigue a unos metros, con el espinazo aplastado contra la hierba que le llega hasta el vientre, deteniéndose al mismo tiempo que las gallinas, a veces cuando está dando un paso, inmovilizando una pata en el aire, y después reanuda su marcha rematando el movimiento comenzado, como un actor de cine cuando la película, atascada por un momento, se pone en marcha».

Los escenarios —¿qué escenarios?—, en forma de cuadros animados, son retomados posteriormente, descritos con parecido detalle que en las ocasiones anteriores, pero cuyos nuevos atributos hacen deducir al lector lo que debe haber sucedido entre una descripción y la siguiente; estos sucesos son elididos en toda ocasión, nunca son relatados —es decir, retratados—, sea cual sea su importancia, como si no fueran más que inevitables molestias que rompen la armonía de la escena pero que, sin embargo, crean ellos mismos una nueva consonancia con pretensiones de definitiva. A veces, los mismos elementos —una insignificante motocicleta dispuesta sobre el caballete, una imprudente pareja haciendo el amor contra un muro... Da igual, Simon no otorga prevalencias— que han aparecido en una de las escenas —a veces, con variaciones que pueden ser determinantes o simplememnte provisionales, a veces sin ningún cambio perceptible—, reaparecen en otro cuadro, pero ubicados en el mismo lugar físico: no es una repetición, sino una nueva aparición en unas circunstancias desconocidas, las que componen una nueva mirada que lo convierten en un objeto nuevo cuyo papel en el conjunto adquiere una significación inédita.

Cuando la cámara fija su atención en un punto específico y estático, la redacción avanza mediante frases cortas, concretas, sin ningún tipo de complemento; en cambio, cuando efectúa un barrido, usualmente mediante planos generales, los períodos se alargan, la velocidad decrece y se multiplica la subordinación hasta límites comprometedores —aunque manteniendo la estructura y no afectando en demasía la comprensión del lector, que, no obstante, debe prestar la máxima atención—, rehuyendo las pausas que podrían implicar un cambio de plano. Continuadamente, repetición de imágenes equivalentes en situaciones distintas, que otorgan a esas imágenes la consideración prevalente que, habitualmente, tiene la acción sobre la descripción; en este caso, la inexistencia de desarrollo temporal —toda la novela se desarrolla en un insólito presente continuo que anula la posibilidad de la existencia de un antes y un después, o cualquier concatenación causal— implica la desaparición de la trama, es decir, de la historia.

«Tendida fuera de la boca abierta y crispada en una sonrisa un poco inmóvil, la lengua rosada de la muchacha, puntiaguda y flexible, va y viene sobre el bálano descubierto e hinchado, de un rosa más oscuro, del que acaricia el orificio parecido a un ojo ciego o lame el rollito malva. Entre los párpados medio cerrados por la sonrisa se filtra la mirada de sus ojos color de avellana que va del bálano a la cara del hombre ahora a caballo sobre el pecho de la muchacha, amasando los senos que remontan sus muslos. Para lamer el bálano, la muchacha se ve obligada a alzar la cabeza y a adelantarla mediante un esfuerzo de los músculos del cuello, en una posición fatigosa. Bien para ayudarse, bien para estirar mejor hacia atrás la piel que lo envuelve y descubrir el bálano que dirige hacia su boca, su mano izquierda oprime la base del miembro tenso, desapareciendo el dedo meñique entre los negros pelos de reflejos rojizos de donde brota. Sin dejar de agitar la punta de su lengua sobre el húmedo fresón, contornea con su mano derecha el muslo izquierdo del hombre, tira torpemente del cinturón del pantalón de tela azul, que baja aún más, descubriendo completamente las nalgas y alcanzando por detrás los testículos con los que se llena la mano».

Esa preeminencia pone en marcha otro recurso que consiste en el tratamiento contradictorio de ambos componentes, que consiste en la tendencia a detener el movimiento de los escenarios —aquellos que incluyen implícitamente ese movimiento— , como si de una película se tomara únicamente un fotograma para demostrar que el flujo de sucesos es irrelevante, que lo que cuenta son los elementos que componen el escenario tomados de forma estática —como la pareja que hace el amor contra el muro en pleno chaparrón—. Por el contrario, se especula acerca del movimiento latente de las escenas compuestas únicamente de elementos estáticos, sea deduciendo los movimientos que seguirían lógicamente —un cartel que anuncia un circo en el que figuran las principales atracciones y la exposición de la propia sesión circense que las desarrolla—, o el movimiento aparente provocado por elementods ajenos al centro de atención, como la lluvia, o las modificaciones de otros facores que inciden en él, como el cambio de orientación de la fuente de la luz.

«La película se atasca en ese momento y los dos protagonistas quedan, de repente, inmóviles en su postura, como si de golpe la vida les hubiera abandonado, dejando de transcurrir el tiempo. La imagen, que constituía más que una fase pasajera, un simple enlace, sobra súbitamente una dimensión solemne y definitiva como si los personajes se hubieran visto pegados contra una muralla invisible y transparente, atrapados en el aire brutalmente solidificado, pasando de un instante al otro al estado de objetos inertes, cosas entre las cosas que les rodean sobre la superficie de la pantalla y de las que el ojo, hasta entonces atraído por las formas en movimiento, toma poco a poco la conciencia (las arrugas del viejo capote, los relieves en espiguilla de la enorme rueda del tractor por encima de la pareja, un reflejo brillante sobre el pulido acero de los arados) hasta que, como para confirmar la impresión de catástrofe aparece una mancha blanca y cegadora cuyo perímetro rojizo se ensancha con rapidez, devorando sin hacer distinción los dos cuerpos enlazados, las herramientas y los muros de la granja.Entonces vuelven a encenderse las luces y la pantalla aparece vacía, apagada y uniformemente grisácea».

La propia novela ofrece ejemplos, mediante lo que hoy llamaríamos metaficción, de la identificación de la intención del autor con elementos que aparecen formando parte de la trama, que aparecen primero como imagen fija y después como formando parte del mundo animado, o al revés; el más evidente, el rompecabezas , que incluye algunas de las escenas que se han relatado en vivo, que acaba de completar el personaje —y que, inmediatamente después, desbaratará— al mismo tiempo que Simon escribe sus últimas frases, al terminar el libro.

«En la larga mesa baja de estilo chino y patas ornadas y torneadas, de larga plancha lacada en negro sobre la que están colocados un periódico local y el Financial Times, se halla desplegado uno de estos grandes rompecabezas que tanto gustan a los anglosajones, de unos cuarenta centímetros por sesenta. El rompecabezas está casi terminado. A la derecha, desordenadas, hay todavía una veintena de piececitas de sinuosos contornos. El hombre contempla por un momento el rompecabezas sin moverse, después se inclina hacia adelante y su mano coge uno de los pedacitos que retiene durante un instante por encima del montaje que sus ojos recorren rápidamente antes de hallar el lugar donde lo inserta [...]. Inclinado hacia adelante, los muslos separados, el antebrazo izquierdo descansando sobre el muslo izquierdo, el hombre de talla grande pero pesada coloca con su mano derecha la última piececita y desaparece el último islota de laca negra [...]. Se queda después inmóvil. El brazo que ha colocado la pieza ha ido a apoyarse como el otro sobre el muslo correspondiente, pendientes las dos manos entre las rodillas separadas».

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