10 de febrero de 2023

Claude Simon X


El último caballero

Jean Rouaud

Bajo la excusa de inventariar el universo poético del premio Nobel francés, se adivinaba una indicio de fastidio en la observación del periodista. Que un escritor de tal envergadura pudiera repetir por tercera vez la misma historia, ¿no sería una prueba de falta de imaginación, o incluso la demostración de que el Nouveau Roman tiene tan poco que decir que se condena a sí mismo a la repetición? Y después, ¿qué iba a hacer? No iba a volver a repetir eso, ¿verdad? Conocemos la lacónica respuesta de Claude Simon al periodista: «Después de escribir, queda escribir», y volvió a repetir eso, por cuarta vez, en Le Jardin des Plantes. ¿Eso? La etapa inaugural de su obra, la que le lleva al lado de Chateaubriand y Saint-Simon, esos puntos de referencia de una época que toman bajo su responsabilidad registrar en la cresta de la ola de sus vidas, en su punto de inflexión, el acta de defunción de un mundo antiguo.

¿Eso? Estamos en la primavera de 1940 y, contrariamente a lo que se suele decir, eso no se retomará más. Es un país exhausto, al final de su historia, envuelto como un viejo actor en los ropajes de su antigua gloria, que ha declarado la guerra a Alemania unos meses antes. Y no realmente por razones morales e ideológicas, aunque, por una vez, la causa pudiera parecer justa.

Unos meses antes, en Múnich, el país no se había mostrado sido tan exigente en cuanto a principios, preguntando, como Jesús a su Padre celestial, en el Huerto de los Olivos, sintiendo de pronto decaer su entusiasmo ante la perspectiva de lo que le esperaba al día siguiente: si es posible que ese cáliz se aleje de él. En otras palabras, ahora que eso se hacía evidente, no estaba preparado para afrontar la terrible prueba. Y en Múnich, también se apartó el cáliz, no, gracias, sí, siéntase como en casa, apodérese de los Sudetes, haremos la vista gorda mientras los problemas queden aplazados. Y más tarde, aquí estamos. Esta vez, no hay forma de detenerlo. Así que, cansados de la guerra, declaramos la guerra. El viejo reflejo pavloviano del viejo país. La guerra como respuesta a todo, como estilo de vida, como ejercicio saludable. Y como se necesita ser varios para este juego, podemos contar con Alemania, que está esperando eso. E Inglaterra le seguirá.

Tan acostumbrados a pelear, los pueblos de Europa, a quien había bastado el asesinato de un oscuro archiduque en una oscura ciudad para que cada uno adsoptara de inmediato la posición del boxeador dispuesto a entrar en combate, inventando al mismo tiempo la idea de «una guerra fresca y alegre», que tanta falta hacía. Más de cuarenta años de cruzarse de brazos, de practicar con Marruecos y Madagascar, con Indochina y con los descontentos argelinos. Pero la guerra por fin.


Después de cuatro años, el balance es menos divertido. Varios millones de muertos, y para los supervivientes, la experiencia del sufrimiento, la pena y el luto. Así, el niño de once años que acompaña a la mujer de negro por los campos de batalla en busca de los no regresados de entre los muertos, la mujer de negro que no puede superarlo y lleva la guerra hasta su propio cuerpo para reunirse con su marido caído durante aquel mes de agosto asesino que inauguró el conflicto. La esposa del militar de carrera Antoine Simon estaba preparada para este trágico desenlace; formaba parte de las cargas de su casta, que se remontaba a aquel general del Imperio, miembro de la Convención y regicida. Pero diez años es el tiempo que tarda en desarrollarse un cáncer tras una emoción violenta, y ese es el tiempo que tardará la esposa de Antoine Simon en sucumbir a su vez. Claude Simon, cachorro de guerra.

Europa, lo hemos olvidado, ahora que solo sabe poner la otra mejilla y enviar al mundo mensajes de conciliación y de concordia, pero Europa, este «continente remendado de cicatrices, cosido y recosido lo mejor que se puede, como se recose el vientre o el pecho de los caballos desgarrados por los cuernos del toro, para presentárselo de nuevo», Europa, es la guerra. ¿Durante cuánto tiempo? Desde siempre, desde que se erigieron los deslindes de piedra. Yo reino sobre este espacio, dice la piedra levantada. No sólo sobre este espacio en el suelo del que soy el centro, el gnomon, sino también sobre este espacio comprendido entre la tierra y el cielo. Este aire es mío. ¿Cómo que eso es tuyo? Eso es todo lo que necesito. Eso ahora, eso siempre. Los invasores llegando en oleadas, enfrentándose a los nativos, amalgamándose, entrando en conflicto con los recién llegados. Nunca hubo paz en este continente, ni siquiera la romana. Y la hemorragia se extendió al mundo entero. Cruzados, conquistadores, revolucionarios. Europa imponiendo su terrible ley a los pueblos sometidos.

Pero en el momento en que las grandes migraciones habían cesado, que el propio mundo empezaba a saturarse de aquellos pueblos belicosos que se habían confabulado para apoderarse de los cinco continentes, los combatientes se destrozaban unos a otros como boxeadores acorralados contra las cuerdas en este pedazo de tierra, al oeste de la meseta euroasiática. El primer round fue ganado por Francia con la ayuda del viejo enemigo inglés y la jovencísima América. Pero cuando se procedió a alzar el brazo del ganador, se descubrió que ni siquiera podía mantenerse en pie, completamente grogui.

Apenas un cubo de agua fría arrojado después a la cara, y tienes que volver a ponerte en guardia, de vuelta al centro del ring. Tienes que volver a hacer eso. Pero ya no es tan divertido. En absoluto. Entonces, tras la «guerra fresca y alegre» del catorce, se inventa la «guerra divertida», como si se tratara de una guerra para reírse. Unos meses para convencerse, quién sabe si el cáliz no pasará esta vez lejos de nosotros, pero muy rápidamente, en una noche todo se tambalea. Porque del otro lado, el tono nunca fue de broma. Se prepararon con toda la seriedad del Ruhr y de sus bofetadas de hierro al rojo. Se blindaron.

En este lado, se sueña aún con la gloria pasada, con la figura del caballero conquistando el mundo, desembarcando su animal fabuloso de las carabelas españolas, y, desde allá, arriba poniendo de rodillas a los imperios. La nostalgia, presente aún en el seno de los estados mayores, de las grandes cargas a caballo, sable en mano, que hicieron decir a Murat que la de Prentzlow era la más bella que había visto nunca, y a Zola, sí, al científico Zola, que a pesar de un amargo revés en Reichshoffen, esta carga de los coraceros, «no obstante, fue osada, calentaba el corazón».

La fuente del gimmick simoniano, de esta figura del dragón abatido cuatro veces por la metralla, está ahí, al lado de estas cargas a caballo que se reproducen por la belleza del gesto, a pesar de que se conviertan en una catástrofe. Basta una vuelta, una mirada atrás para comprender el mecanismo iterativo. Crécy, Azincourt, Reichshoffen, junio del cuarenta, cuatro versiones del mismo acontecimiento, de la misma soñadora inadecuación a los tiempos, el recuento simoniano es bueno.

Recordemos Crécy y Azincourt, la flor de la caballería francesa, es decir, los soldados a caballo, hombres de hierro que no dudaron en pisotear a sus propias tropas de cortadores de corvejones, tan deseosos estaban de dar batalla al enemigo, de abalanzarse sobre él como en un torneo. Y enfrente, otra idea de la guerra, que ya no se inspira en esas justas principescas. Qué sentido tiene buscar el enfrentamiento directo, arriesgarse a recibir el golpe de una lanza, de una espada o de una maza, cuando los arqueros ingleses pueden detener este muro resplandeciente con una andanada de flechas, hacer que los caballos se desplomen y que los hombres de hierro caigan al suelo tan vulnerables como escarabajos tumbados sobre sus espaldas. En Azincourt, son las culebrinas las que entran en acción, sembrando el pánico entre los corceles, desatando una tormenta de fuego que abate a los últimos jinetes. Azincourt fue el fin de la caballería y el comienzo de la guerra moderna. Pero no se quiso creerlo. De ahí esta persistencia retiniana, cegadora. Nos aferramos a esa figura aristocrática del caballero, distintiva, selectiva, perdida hace tiempo, que no ha resistido los asaltos de la burguesía comercial, pero con tanto encanto. Se siguen erigiendo estatuas ecuestres. Bernini y Luis XIV, David haciendo cruzar a Bonaparte el San Gotardo sobre un fiero corcel cuando en realidad iba montado en una mula.

Esperemos que eso dure, suspiró la madre del mismo hombre. Sigamos como si nada —los arqueros, las culebrinas, los tanques— hubiera ocurrido. Volvamos a soñar con el viejo mundo. Así que para contener el avance de los blindados alemanes, que habían atravesado como por arte de magia el espeso bosque de las Ardenas, el ejército francés envió regimientos de dragones. No es que el estado mayor creyera en la superioridad del sable sobre las ametralladoras, ni que un caballo pudiera detener una mole de acero de varias toneladas, pero cómo renunciar a esa embriaguez que antaño forjó destinos gloriosos, a esa luz de estrella muerta que había hecho de Francia un faro de la civilización, cómo embaular definitivamente su vieja panoplia con sus galones dorados.

El uniforme, de hecho. Qué pena tener que fundirse hoy con la tierra y la maleza, ser tomado por un arbusto, ser uno con el sotobosque. Los alemanes, ya desde el 14, habían tomado una decisión práctica. El verdigris se había convertido en el color Pantone de la guerra, y el estado mayor francés, tras un primer mes de agosto mortífero, el más mortífero del conflicto, renunció con el corazón encogido al quepis y a los pantalones carmín de garanza. Sin embargo, era tan hermoso, esos soldados-amapolas en el trigo, «tan osado». Para proteger el cráneo, se pensó por un momento en deslizar una kipá de acero bajo el quepis. Pero muy pronto —demasiado tarde para muchos— se resolvió a llevar casco. En cuanto a fundirse con la tierra, es una actitud, la de ese hombre acostado, empantanado, que no va con nuestro código de honor. Un cobarde se acuesta, un valiente muere de pie. Así que le cortaremos, para el valiente, como a Peau d'Âne, un uniforme azul cielo para que se confunda, cuando avance hacia el enemigo, con las nubes. El color indica incluso el camino a seguir: será un azul horizonte. Así que, de nuevo, fueron pedazos de cielo encaramados a sus caballos exhaustos los que avanzaron en mayo del cuarenta frente a los blindados alemanes.  Entendamos que estos cuerpos abatidos es el cielo el que cae sobre nuestras cabezas.

Porque lo que Claude Simon va a registrar, a través de esta imagen recurrente del capitán de Reixach, llevándose la mano a la empuñadura de su sable y cayendo bajo las balas de los paracaidistas alemanes, como sus pares en el pasado bajo la felonía de los arqueros ingleses, es, en efecto, el desplome de un firmamento, una caída de cuerpos celestes, el fin de un mundo, y más precisamente el fin de Francia, es decir, de su ficción fundacional, que es tanto como decir el fin de la caballerosidad, el fin de las novelas de caballerías, y, al mismo tiempo, el fin de la novela, porque se trata de lo mismo, las novelas escritas en lengua romance para paletos a caballo que no entendían el latín. Reixach (declinación semántica de Reichshoffen) es un primo pequeño de Don Quijote. En este sentido está claro que fue la literatura la que inventó ese universo caballeresco.

Así que eso, este jinete empuñando su sable, que a priori puede ser imaginable, puede incluso no carecer de encanto, salvo que estamos en el mes de mayo de mil novecientos cuarenta, enfrentados al ejército más mecanizado de la época, que con una ráfaga derribará al jinete y a su montura, «hombre, caballo y sable desplomándose de una pieza de costado». Y por eso, a veces, no está mal reproducir esas imágenes una y otra vez, mientras la mente adormecida lucha por integrar esta brutal realidad. Porque esa estatua ecuestre que sigue cayendo infinitamente en las novelas de Claude Simon es como el derrumbe de las torres del World Trade Center. Es necesario ver las imágenes para convercerse de lo inimagionable, una y otra vez,  para convencernos de lo impensable, repetirnos eso, eso que es siempre una prefiguración del Apocalipsis.

La muerte de Francia se nos había ocultado hábilmente tras la entelequia reiterada de la muerte de la Novela. Que habrá servido de reclamo para entretenernos, de pantalla para no poder ver. Se podría haber dicho de otra manera. Por ejemplo: la novela ha muerto, viva Francia. Pero no encaja, claro, y nos pone inmediatamente la mosca tras la oreja. Porque si se le retira a un pueblo la capacidad de contar historias, es que ya no tiene ninguna que contar, es que está fuera de la historia. A decir verdad, justo antes de la partida, aún quedaba una historia por desvelar. Pero como nadie quiere oírlo, finjamos  que la muerte declarada de la novela nos priva de los medios para recordar la ignominia, esos cuatro años durante los cuales casi todas las élites y gran parte de la población se ofrecieron a colaborar con el enemigo alemán, mostrando un fervoroso celo a la hora de poner en práctica el plan industrial salido de los cerebros del Tercer Reich para hacer de Europa un lugar Judenfrei, libre de judíos, enviando a los centros de exterminio a millones de hombres, mujeres y niños, culpables de haber nacido.

La novela ha muerto, el relato retirado como se retira una alfombra bajo nuestros pies. Así que ya no es posible decir. Así que no se dice nada. Y como dos precauciones son mejor que una, cinturón y tirantes, anunciemos la muerte del autor en el proceso. Y luego, como la lengua sigue ahí, no sea que empiece a hablar por sí sola, deconstruyámosla, aplastémola, convirtámosla en una cobaya de laboratorio. Y para retorcerle el pescuezo de una vez por todas, declaramos solemnemente que «la sintaxis es fascista», igual que se colocaría una señal de campo de minas para impedir el uso de un territorio. Pero esa es una afirmación de más, por supuesto. Y literalmente hablando. ¿Qué es lo que no queríamos oír? De hecho, cuando se remonta el hilo conductor de la lengua, aparecen estos eslóganes fascistas, como aquella recomendación de no olvidar a los niños.

Que después de escribir quedara escribir era para los peores ciegos que no querían ver. Como si detrás de cada batalla de Farsalia o de cualquier otro lugar, se escondiera la única batalla aceptable para las mentes de la época, la batalla de la frase. Olvidemos que la guerra no se paga con palabras y que quien testifica cabalgaba por la ruta de Flandes en medio de los cadáveres de hombres y de bestias, de la desbandada de cuerpos y de almas. Frente a lo insoportable, era más conveniente hacer de Claude Simon un forjador del lenguaje, preocupado por ordenar sus largos períodos en la página, según el lienzo que él mismo había compuesto con sus lápices de colores, cada color referido a un tema, de modo que no era la historia la que imponía un tipo de narración, sino una impresión panóptica. Uf, el relato estaba muerto. Ya no le oirías divagar como un anciano. Para el significado, véase forma. ¿Solamente? ¿Y lo que dice el texto?

Es un Claude Simon burlón, regocijado por su premio Nobel, quien desliza en Le Jardin des Plantes, su testamento literario, un intercambio del coloquio de Cerisy dedicado a su obra, en plena ola formalista. Aunque advertida contra la ilusión representativa, una participante no puede evitar expresar sus dudas. Se dice que Claude Simon habría recibido una carta de un antiguo oficial de caballería en la que daba fe de haber vivido un episodio similar al relatado en La Route des Flandres. El público se estremeció. ¿Habría sucumbido Claude Simon a la tentación del realismo? Peor aún: ¿habría contado un episodio real de su vida? Incluso el maestro de ceremonias, con argumentos de censor político, puso inmediatamente las risas de su parte: no vamos a recibir lecciones de teoría literaria de un oficial de caballería. Como en una mala serie de televisión, se oyen las risas pregrabadas del público. Pero aún así, es perturbador, ¿no? ¿Y si, a pesar de todo, las mentes necesitan ser corroboradas, aunque estén dispuestas creer el primer bulo dudoso que se les presente? De ahí la vergonzosa conclusión de Robbe-Grillet que, tras aportar las pruebas históricas de los relatos de Simon, se pregunta si éste es realmente uno de los nuestros: «Así pues, debemos creer que Simon concede mayor importancia a los referentes que los demás novelistas de esta reunión». ¿Los referentes? Ya se saben, lo que se relaciona con lo real. Lo que Claude Simon traduce sobriamente: «Las novelas basadas en la experiencia».

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Este artículo es la traducción al castellano de: Jean Rouaud, «Le dernier cavalier», Cahiers Claude Simon [En ligne], 5 | 2009. URL : http://journals.openedition.org/ccs/648 © Jean Rouaud

La imagen de la cabecera procede de: https://thestockholmshelf.com/2014/01/claude-simon-we-missed-his-centenary-dont-miss-his-books/image-28/

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