7 de noviembre de 2022

Les Trois Mousquetaires I




En 2006, Pierre Bergounioux publicó en Fata Morgana L'invention du présent, un volumen con el que pretendía otorgar su reconocimiento a aquellos autores considerados no tanto modelos, porque su variedad y la poca relación factual con su propia obra hacía difícil la identificación, sino como precursores de una filosofía de la escritura que él también comparte; en sus propias palabras:

«Ningún lenguaje sustituirá jamás al que, a lo largo de tres mil años, ha acompañado e iluminado nuestra aventura. Sólo la literatura puede explicar el sentido de las amenazas últimas, tenues, vertiginosas, que acechan oscuramente nuestros días. Como todas las cosas humanas, las obras evocadas aquí pertenecen a un tiempo y a un lugar concretos. Pero se han elevado por encima de sus limitaciones particulares para hablar a la humanidad».

Los autores incluidos en ese reconocimiento son Gustave Flaubert, Alain-Fournier, William Faulkner, Henri Thomas, Claude Simon, Jacques Réda y Pierre Michon. El texto correspondiente a este último ―sed indulgentes con la traducción, el volumen no ha merecido la atención de ningún editor en castellano y no me ha quedado más remedio que traducirlo yo, que no soy traductor profesional y que mi única acreditación es entender un poco la lengua francesa― es el siguiente:

MICHON


No hay mucha distancia de Michon a malvado1. Tan poca, que uno puede confundirse. Realmente, es confuso, y es por haber sido malvado ―por ser inoportuno― que Pierre Michon se ha elevado en toda su estatura.


No tenemos muchas opciones para escoger. El mundo ya está ahí cuando despertamos, y no es cierto que no seamos lo que hemos nacido para ser. Algunos para ser afortunados, para nacer de pie, para tenerlo todo a favor. O, mejor aún, por hacerlo en el lugar conveniente, en el vacío fértil de las posibilidades manifiestas. Y luego están los otros, la cohorte de rechazados a los que no se les ha dado ni la posibilidad de una oportunidad. Es entre sus filas donde se ve marchar a Michon. Todo lo que ha hecho desde que empezó a caminar proviene de esta desgracia, su desafortunado recorrido, esta furia por destruir, empezando por él mismo, su porte infames, sus libros perversos.


Aquello que cuenta, siempre es parecido. Por supuesto, lo hace mediante los personajes más diversos, los turbios, los taciturnos campesinos de la Creuse, los sacerdotes descarriados, los jóvenes muertos, y luego los majestuosos, engalandos, ya desde el inicio del libro, con un brillo deslumbrante, con una gloria opulenta ―Goya, Watteau y Van Gogh, Rimbaud―. Pero importa poco que accedan anónimamente, vestidos de pana, por un camino enfangado de la Creuse o si un aura resplandeciente les precede; Michon envuelve sus gestos, despega sus vidas del tiempo irreversible en el que están inmersas. Todos ellos están presos entre las garras del infortunio. Apostaron por la opción errónea, la misma en la que Michon ha participado y cuyo desplome muestran sus libros.


La fatalidad de la desgracia estriba en que se consume en el acto mismo con el que se pretendía escapar de ella. La predestinación consiste en forjar para uno mismo el destino que se negó, en hacer que ocurra lo que se procuró conjurar.


No siempre se puede hacer lo que se quiere. No es posible desprenderse de entrada de uno mismo. No es que no lo intentemos. Pero las cosas no serían lo que son, nuestras vidas predeterminadas, si bastara con querer ser otro ―diferente, libre, benévolo― para llegar a serlo.


El acto mediante el cual uno se esfuerza, en Michon, por repudiar lo que un destino inicuo nos ha asignado tiene como consecuencia principal la ratificación a los ojos de todos y, en primer lugar, a los de los malvados, que el destino existe y que nos hizo malvados. Los libros de Michon repiten invariablemente el patrón fatídico. Lo único que cambia son los figurantes, y luego el ángulo de visión, el sesgo con el que los vemos librar, en retirada, la batalla perdida de antemano en la que Michon fue el primer derrotado.


Esta batalla perdida de antemano es, en Vidas minúsculas, la matriz de la obra, sustancial y literal, lógica y cronológica.  Se accede, en primera persona, al corazón de la fatalidad global, de la forma particular en que Michon la sufrió antes de buscarse en otra parte, con otras gentes, una hermandad en el dolor, una fraternidad en la amargura. Todo está ahí, la áspera campiña lemosina, las criaturas indigentes, taciturnas, movidas por una miserable esperanza, su pérdida irremediable. Se oye, en su triste batallón, una voz que dice “yo”. Hay uno que ha soñado con escribir libros como otros han imaginado que tendrían en Limoges, en África, en El Paso, en Bâton Rouge, o incluso más lejos, quién sabe dónde, otra vida. Pero, como no se escribe nada bello en la sombría Creuse, grandes novelas con gente pequeña, Michon imaginó, aquella ―nos imaginamos―, para representar lo poderoso y lo dulce, para hablar de otra cosa, artísticamente.


Se olvidó de que existen las cosas. A cada uno lo suyo. Uno puede, por supuesto, rechazar, repudiar a los suyos, a sí mismo, al viejo suelo. Pero, aparte de que no se conseguirá pintar vidas ejemplares con el fasto requerido por la sencilla razón de que no se han tenido, no se han conocido, lo único que se ganará con ello es ser aún más infeliz, verdaderamente malvado. El resultado ―el único― es representado dos veces con la máxima precisión. La vida en un callejón sin salida se topa con su propio muro y se pierde en la verticalidad, ya sea hundiéndose, con el ángel, en el pozo ―Toussaint Peluchet― o perdiéndose, con el alma del abate Bandy2, por encima de los bosques.


Y así para todos. Les vemos lidiar con su oscuridad compartida. Rimbaud pone mala cara. Goya balbucea, baila pesadamente ahora sobre un pie ahora sobre el otro, deslumbrado, aplastado por el oro y el azur3 que los demás exhiben. Se puede ir más allá. Estamos, en cierto modo, doblemente alienados con el cura de Nogent4 y el cartero Roulin5, extraños a la alienación que agita a Watteau y a Van Gogh, o todavía congestionados, dolientes, junto al bastardo retrasado que dice "yo" y mira a Rimbaud cuando éste, que todavía no es Rimbaud, mira a esa cosa inmensa que existe y se llama Hugo.


El rencor les consume. Sólo que, al menos, algunos de ellos tienen nombres divertidos. Sabemos muy bien que más allá de la hora en la que Michon nos los muestra, agitando los brazos, balbuceando, frunciendo el ceño, hubo otra hora, la definitiva, la maravillosa, la única, desde nuestro punto de vista, para nosotros que vinimos después, ajenos a los partos agotadores y a los orígenes crueles. No éramos conscientes de los reveses y las derrotas, de la desesperación tras la que llegó esa hora, de las numerosas opciones antagónicas contra las que se logró lo que se fue y lo que se sigue siendo.


Michon, como ellos, afirmó estar haciendo algo y salvando su vida. Como ellos, se extravió el primero. Reclamó lo que el destino le había negado. Hizo cosas malvadas mientras trataba de pintar aquellas ―las buenas― que no existían. Renegó de su parte, la incorrecta, las  ínfimas que fueron las suyas, su tiempo, su tierra, como ellos habían hecho con las Ardenas, con la España enferma. Como ellos, tocó fondo.


Después aceptó. Volvió, al final, al inicio. Tomó lo que se le asignó después de haberlo rechazado. Fue al final de la perdición donde encontró su salvación.


La grandeza de las vidas minúsculas sólo podía provenir de haber sido negadas, del mismo modo que los que se llamaron Goya, Watteau, Rimbaud, sólo alcanzaron las alturas en las que los vemos hoy después de la sombra que proyectaron sobre ellos las cosas que, al principio, les aplastaron. Hace falta haber sido Pierrot, el ingenuo llorón que sueña con la luna, o San Pedro, que abjuró tres veces, o ambos, para despertar tarde al mundo real, al camino adecuado, a esta vida. Imposible mientras fue la negación de la misma, se convirtió en superación cuando la asumió. La espiral luminosa de la gracia, es de la fuente de las cosas oscuras, del fondo de la sombra y de la renegación, de donde se la ve surgir.


1Bergounioux apoya la frase en la homofonía entre Michon y méchant, villano, malvado; cada vez que aparece la palabra "malvado" en el texto se alude a esta relación. N. del T. 
2Toissaint Peluchet y el abate Georges Bandy son personajes de Vies minuscules. N. del T.
3Los colores del Reino de Francia. N. del T.
4Personaje de Maîtres et serviteurs. N. del T.
5Personaje de Vie de Joseph Roulin. N. del T.

En este blog existen varias entradas relativas a Pierre Bergounioux y a Pierre Michon, accesibles mediante la búsqueda por palabras de la side-bar de la página principal 

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