13 de diciembre de 2019

La batalla de Occidente

La batalla de Occidente. Éric Vuillard. Editorial Tusquets, 2019
Traducción de Javier Albiñana
La batalla de Occidente (La bataille d'Occident, 2012) es la quinta publicación de Éric Vuillard, inmediatamente posterior a su primera gran novela, Conquistadors (2009, sin traducción al castellano) y anterior en el tiempo a las que sí se han traducido, y cuyos editores  —excepto en el caso de La tristeza de la tierra, publicada por Errata Naturae en 2015— han aprovechado el tirón del Premio Goncourt concedido en 2017 a El orden del día para recuperar sus títulos anteriores. Exceptuando la novela dedicada a Buffalo Bill, el lector, que  puede tener cierta sensación de dejà-vu con respecto al estilo, tan particular, del escritor francés, debería tener en cuenta ese décalage temporal a la hora de disfrutar de la literatura de Vuillard.

De modo parecido a lo que hizo en el caso de la toma de la Bastilla en 14 de julio y de los prolegómenos de la IIGM en El orden del día, Vuillard dedica su atención a los antecedentes y las primeras escaramuzas de la IGM, y escribe una novela procedente de la destilación de los hechos reales acaecidos centrándose en las anécdotas y las pequeñas historias que subyacen debajo de los registros de la Historia, y convirtiendo el conflicto militar en un asunto mucho más humano.


La primera impresión que trasluce La batalla de Occidente es que la IGM no fue la respuesta de descompresión de una situación europea sometida a una insoportable tensión;  de hecho, el mismo apelativo de Guerra Mundial esconde la realidad de que se trató, inicial y principalmente, de un enfrentamiento entre europeos, aunque una vez iniciado el  conflicto, por razones estratégicas, participaran varios países de fuera del continente. Tampoco fue, en honor a la verdad, el resultado de un desafío entre naciones enemistadas por razones étnicas o de soberanía.
«Se está preparando una guerra, toda una parafernalia de idioteces, un retraso inaudito, progresos harto malévolos, un heroísmo que será aplastado por el hierro. Porque este es un mundo extraño, de dos caras: a la par muy antiguo, un mundo de salitre y de malvarrosas, un mundo de abanicos y de feos valses, pero también el mundo de los primeros tanques, de los obuses, de las primeras grandes máquinas para matar».
En realidad, la mecha que hace explotar la contienda es el progreso: el que se manifiesta en el desarrollo de la maquinaria de guerra desde la última conflagración, la guerra franco-prusiana [1870-1871]; la imperiosa necesidad de los oficiales ansiosos por su bautismo de fuego y de la conquista del honor en el campo de batalla —no en los bailes ni el los prostíbulos, donde su experiencia ha sido contrastada de forma suficiente, igual que lucidos los botones dorados y las amplias charreteras—, imprescindible para volver al redil familiar, conseguir una buena colocación en los negocios de la familia y una buena boda con una virgen, a poder ser emparentada con alguna de las innumerables ramas, legítimas o bastardas, de la realeza. Un criterio —a mejor posición social, más grado en la escala de mando— que es sustituido, para la elección de la tropa, los que de verdad deberán morir, por primera vez, por criterios científicos, racionales, susceptibles de ser puestos a prueba, igual que en el caso de todo el material bélico necesario. Se prevé que sea el enfrentamiento más sanguinario de la historia, y es necesario que la provisión de carne de cañón sea suficiente para que la sangre que salpique a los oficiales no sea la suya; unos jóvenes ebrios de primavera que ignoran, felices y orgullosos, lo que está a punto de precipitarse sobre sus cabezas.
«Porque el mundo ya chisporrotea, los archiduques ya han formado, ya hay algo que tartamudea y fabrica todos los obuses y cañones necesarios. La guerra es una sorpresa, una sorpresa que se prepara. Las frentes despejadas se inclinan y sacuden la cabeza. El miedo pule las culpas, plancha las arrugas, pisotea. Preparan su prédica. La parrilla está lista, la llana rasca la pared, podrán desgarrar la carne como si fuera pan».
El siglo anterior a 1914 ha sido la época, hasta la fecha, más relevante con respecto al concepto de nación; la historia ha visto nacer, de conflictos cuyas raíces se enterraban en la Edad Media, algunas de las entidades de ese signo, y no solo en el suelo de la Europa occidental, que marcarán el futuro con su protagonismo incuestionable. Este surgimiento ha llevado consigo, sin embargo, cambios en la naturaleza de los conflictos y, al mismo tiempo, el renacimiento de viejas querellas cuya única difrencia ha sido el cambio de protagonistas. Pero existe una clase, la de los viejos detentadores del poder, principalmente militar, cuya mentalidad sigue anclada en épocas prenacionales y cuyos objetivos permanecen inalcanzados, ajenos a los cambios políticos y estratégicos, de nuevos actores y de inexperimentados equilibrios de poder, que ven en la nueva división del continente una oportunidad para alcanzar sus viejos objetivos, y una guerra entre naciones es el camino más fácil para conseguirlos.
«Kleist murió de una especie de crisis nacional convertida en fracaso personal. La visión de la Prusia derrotada constituye la esencia de su posición en el mundo y de su psicodrama. Clausewitz busca en las ruinas la teoría de su valor y de sus esperanzas. Sabe que la Revolución inauguró una nueva era, pero se desmarca de sus valores. Necesita, pues, formular un pensamiento capaz de tomar de Francia lo que llevó a esta a la victoria, pero cuyo contenido será totalmente distinto. Y eso impulsará a Prusia y más adelante a Alemania hacia ese nacionalismo militar que es un suicidio de casi un siglo».
Las contradicciones se hallaban en su punto álgido, y solo hacía falta la mecha que prendiera ese polvorín. Fue el atentado de Sarajevo, pero el hecho en sí es lo de menos, cualquier otra excusa habría servido para desatar el conflicto; en realidad, se trataba solo de la primera ficha de dominó, cuya caída arrastrará al resto.
«El 1 de agosto, Alemania declara la guerra a Rusia. Francia moviliza a su ejército a las cuatro de la tarde. Al día siguiente, Alemania invade Luxemburgo y exige a Bélgica que deje pasar a sus tropas. Queda claro que todo va muy deprisa, que los sobrecitos pasan a toda velocidad de mano en mano. El 2 de agosto, el Imperio otomano y Alemania sellan una alianza contra los rusos. El 3 de agosto Bélgica rechaza el ultimátum de Alemania, y esta declara la guerra a Francia, y después a Bélgica. Todas las cabezas se vuelven, se agitan y entrechocan. Nadie sabe ya colmar su propio abismo interior. Y la cosa sigue. El 4 de agosto, el ejército alemán entra en Bélgica; Inglaterra declara la guerra a Alemania. Entonces Canadá, Australia, India, Nueva Zelanda y Sudáfrica entran en guerra. El 6 de agosto, Austria-Hungría declara la guerra a Rusia, y el 11, la que declara la guerra a Austria-Hungría es Francia. Tan complicado es el juego que a todos casi les da miedo olvidarse a un enemigo. ¡Ah!, precisamente Inglaterra se había olvidado de Austria-Hungría, el origen de los follones. Por último, el 23 de agosto Japón declara la guerra a Alemania, ni se sabe ya por qué».
Calificación: ****/*****

Otros recursos relativos al autor en este blog:
Notas de Lectura de 14 de julio
Notas de Lectura de El orden del día

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