Minimosca. Gustavo Faverón Patriau. Editorial Candaya, 2024 |
A ver cómo empiezo esto...
Si sigo el método usual de estas Notas de Lectura, me voy a perder entre los riscos para acabar en alguna hendidura haciendo compañía a Washington —¿lo veis? Ya me estoy perdiendo y citando elementos de un libro que no tenéis por qué haber leído... todavía—. Teniendo en cuenta que a lo que más se parece Minimosca es a un laberinto —lo siento, no querría caer en el tópico, pero es la primera imagen que viene a la cabeza del lector a partir de la página 100—, podría optar por, como hice en el caso de Los reconocimientos, confeccionar un mapa para facilitar no la salida, sino la entrada al insondable dédalo que ha construido el autor, pero de hacerlo así desvelaría algunos atajos que hurtarían al lector el placer de recorrerlo sin indicaciones, de perderse en sus ramificados senderos. Descarto, por impotente ignorancia, redactar un escrito de crítica literaria, así como tampoco me veo capaz —aquí por ignorante impotencia, y porque son mías y de nadie más— de traducir en palabras las sensaciones que he ido experimentando a lo largo de su concienzuda lectura. En fin, sed indulgentes con este intento, nada que pueda escribir nadie podrá siquiera aproximarse a la lectura del desafiantemente intrincado texto de Faverón; pero, más por el valor intrínseco del libro, en este caso, que por coherencia personal, no puedo dejar pasar la oportunidad de escribir unas Notas de Lectura que no pueden ser parecidas a la mayoría de las que figuran en este blog. Tal vez lo mejor —y más abarcable— sea introducir a algunos de los personajes e intentar replicar ciertos pasajes significativos.
En cuanto a los personajes, el lector hará bien en distinguir los reales —es decir, que existen, existieron o existirán— de los imaginados por el autor —en los casos en que esta distinción sea practicable—; pero la discriminación necesaria no acaba aquí porque, en el caso de los primeros, habrá que diferenciar los hechos reales de los recreados. Vamos allá con algunos ejemplos.
Cada uno de los siete capítulos en que se divide el texto tiene un epígrafe; quiero decir, un mismo epígrafe, una cita de Ways of Dying de Sir Thomas Browne —a los que se añaden dos de Sir Paul McCartney y uno de Esmée Maisse, un personaje de la novela—; la procedencia del texto parece clara y la identidad del autor también, pueden buscarse ambas en la red, pero lo que queda en claroscuro son las intenciones del autor al repetirla. Además, hay un protagonista en Minimosca que, aparte de su nombre, adopta a cada momento el nombre del autor que está leyendo; en concreto, cuando aparece en la trama, está leyendo a Sir Thomas Browne; sabiendo esto, tanto si ya lo han hecho como si no, busquen o busquen de nuevo la cita de Sir Thomas Browne y léanla en su contexto.
Por cierto, un inciso: Minimosca es un texto —estoy por llamarlo dispositivo— en el que el autor ha diseminado un ingente conjunto de trampas; algunas, en forma de encerrona, conducen al lector a callejones sin salida para cuyo allanamiento necesitará de ayuda desde el otro lado; otras, auténticos trampantojos —¿qué es un trampantojo auténtico, hacer ver lo que no es o no ver lo que es?—, irán desvelando el engaño a medida que se nos lleva lejos de lugar donde se ha planteado. Como los escritores de ficción que más nos gustan, Faverón es un estafador, conviene tenerlo en cuenta.
Al comienzo del libro aparece un personaje al que un golpe en la cabeza le provoca una amnesia de tal gravedad que no recuerda nada —ni siquiera lo que acaba de escribir y nosotros de leer— ni reconoce a nadie; una vez recuperado, sostiene una conversación con una singular mujer llamada Mrs Mutt, antes Mr Mutt, sobre el extraño caso de un urinario que aparece cuando su dueño tiene ganas de hacer uso de él y desaparece cuando su uso está consumado; conversaciones es lo que tiene lugar en el jardín urbano, el emplazamiento de reunión nocturno, entre Mrs Mutt, «el hombre de los disfraces», «el hippie de los chalecos», «la niña transgénero», «el muchacho con cara de anciano» y el propio Amnésico, todo un elenco. Bueno, pues resulta que ese urinario es el famoso urinario de porcelana blanca de Marcel Duchamp —Fountain, 1917; firmado R. Mutt—, del que se nos informa de su procedencia, compra y avatares; también se nos narra la muerte del artista sirviendo en el ejército en la IGM —pero, ¿no murió en 1968?—; la historia de Mrs Mutt, que calca un relato de Stephen King que no ha escrito, un SK, por cierto, muy asustado por la posibilidad de ser absorbido por una novela —«la menos ilegible»— de Thomas Pynchon. El hecho de que el Amnésico vaya recuperando la memoria, que comparta datos personales y profesionales con el propio autor —una esposa y una hija a las que echa en falta al regresar a su casa, aunque nadie recuerde que hayan existido (espero que Faverón, después de su periplo de presentaciones por tierras de España, no se encuentre en esa situación)—, a estas alturas del libro —primeras cien páginas, más o menos—, no tiene ya la más mínima relevancia.
En cuanto a los personajes imaginarios —o supuestamente imaginarios—, ya pueden ustedes suponer...
John Sinclair, un editor, es el responsable de que podamos leer el capítulo que presta nombre al libro, Minimosca, porque, a falta de originales, siempre rebusca manuscritos en la basura; de hecho, este es recuperado del contenedor y, a pesar de estar incompleto, lo remata y lo transcribe. No sabe quién es el autor —la autoría y naturaleza de ese escrito serán reveladas posteriormente—, aunque la narradora es una tal Mónica, hija de Alberto, limeño —que la prostituye a los catorce años—, hijo de un embajador, y de Esmée Maisse —que también escribió un libro, Nuevos caminos hacia la belleza del infierno, una especie de historia paralela del arte norteamericano en la que aparecen personajes reales con papeles alternativos—, franco-suiza criada por un matrimonio judío en Europa, que desapareció después de parirla. El relato, que sigue la declaración de Mónica a un «policía asmático», versa sobre Arturo, un chaval huérfano de padre asesino y madre sordomuda y analfabeta, estudiante por las mañanas y boxeador por las tardes —en categoría minimosca; se supone que es el Minimosca del título— que, incapaz de dar un puñetazo apropiado, tumba a sus contrincantes susurrándoles versos al oído.
Orpo y Krippo son dos personajes que aparecen, siempre juntos, varias veces a lo largo del libro y cuyo papel e importancia en la trama parecen irrelevantes; incluso, a medida que avanza el texto, su identidad queda en cuestión. Aparecen en el capítulo «Momias», cuando George Bennet le relata a Raymunda su estancia en Paraguay, como dos matones de Stroeesner —donde se habla, por cierto, de un torurador llamado Egon Schiele: ¿será por su obsesión con la figura humana?—. De parecer una especie de Vladimir y Estragón burlones y desenfadados, reaparecen en una cárcel de Stroessner, cuentan una desopilante expedición en busca de un personaje uno de cuyos avatares es El Diablo, para, finalmente, quedar —supuestamente— descubierta su identidad y explicado, a posteriori, su extraño comportamiento.
Angus White —que es el nombre que adopta cuando está solo, según Orpo— es otro de los personajes proteiformes que recorren el libro; el hecho de que sea admirador de Sir Thomas Browne —anda siempre con un ejemplar del «Urne-Buriall» (ese es el nombre del libro según Orpo; el título real es Hydriotaphia, Urn Burial, or, a Discourse of the Sepulchral Urns lately found in Norfolk; parece que hay más de un Sir Thomas Browne implicado en la novela; véase, de nuevo, el asunto de la cita de Ways of Dying) a cuestas— es un factor determinante de su participación en la trama, así como la relación que mantiene con varios de sus protagonistas, que ande invariablemente equipado con un paracaídas a pesar de que siempre viaja a pie, que desaparezca misteriosamente, su encuentro con Allen Ginsberg en una playa nudista y que acoja y ceda su casa a Minimosca.
El Pintor Fugitivo, un personaje escurridizo de cuya identidad real —¿o debería decir alternativa?— nos vamos a enterar en las páginas finales, pinta ínfimos cuadros negros, una colección que él mismo bautiza con el nombre de «HORROR INFINITO» (sic), que esconden, cada uno, a un muerto, y cuyo detalle solo puede ver un ciego, Mario Ernesto, un personaje que hunde sus raíces en Vivir abajo. Su aparición en la trama, que podría parecer irrelevante, es empleada por el autor para bosquejar uno de los numerosos laberintos con los que va a tener que lidiar el lector; a título de ejemplo, y sin desvelar nada significante, ahí va un intento de explicación —no es necesario conocer la filiación de los personajes para captar lo que quiero mostrar—: el palindrómico Miroslav Valsorim, el librero de Valparaíso que incitó a George Bennet —otro personaje cuyas circunstancias se encuentran enVivir abajo— a matar a Patricio Herskowitz y liberar a Raymunda Walsh y a su hijo, el citado Mario Ernesto, es informado por un cura del orfanato en el que se crio, de que fue sacado de la barriga de un oso en 1922 —un año recurrente, además de ser el de la publicación, por ejemplo, de Ulises —por cierto, mi reconocimiento y admiración por John Maxwell, «el crítico que se perdió en el Ulises»—, La Tierra Baldía (Eliot es uno de los uppercuts utilizados por Minimosca para noquear a sus rivales) y, notoriamente, Trilce, el poemario de César Vallejo, el más mortífero, otro de los personajes reales con un rol en la novela—; ese suceso es narrado, parcialmente, en un subrelato, «El oso de Bosanska Krajina»; sin embargo, el Pintor Fugitivo asegura que «el soldado serbio» y «la prisionera maya» —protagonistas de otros dos subrelatos— fueron sus padres biológicos, que le encontró una monja chileno-americana, que se crio en un orfelinato de Portland; y que ambos, vivos y muertos a la vez, están recogidos en su casa —¿ven a lo que me refiero cuando recurro insistentemente a la palabra laberinto? Para empezar, ahora me doy cuenta de que el párrafo que he dedicado a uno de los personajes pretendidamente irrelevantes es más extenso que los dedicados a los más importantes —.
Otro personaje —¿o habría que decir personajes?— proteiforme es un tal Richard Diekenborn; digo personajes porque el sujeto, al menos con ese nombre —no se excluye la posibilidad de que se manifieste bajo otro patronímico; de hecho, se manifiesta, se ha manifestado, en el episodio que ubicado en La Higuera, recuerden, el lugar donde, el 9 de octubre de 1967, el sargento Mario Terán ejecutó, en la escuela, al Che Guevara— aparece en dos versiones: la que se cita en el libro se Esmée Maisse citado con anterioridad y en la que pasa por ser el Diekenborn real, pintor establecido en Utah, y que recibe en su casa a Angus White —con su paracaídas a cuestas—; a John Sinclair —y se menciona el encuentro del manuscrito de Minimosca, pero con ligeras diferencias de como había sido descrito anteriormente—; a Atticus Johnson —uno de los personajes encubiertos que, a pesar de su poco protagonismo, es esencial en la trama— en su doble personalidad de Santo y de Diablo, junto con su hija Kim; a Jim White, que conoció a un chico al que asesinó el coronel Bennet —el padre de George Bennet, un personaje desgajado de Vivir abajo—; y al propio George Bennet hijo. Una de las particularidades del personaje es que es incapaz de pintar otra cosa que no sea el mapa de Utah, aunque sí lo hace con múltiples orientaciones —el lector debe recordar, cuando está en la página 561, el dibujo incluido en la 21 y en la 237, pordiós—.
¿Menudo enredo, verdad? Y eso que solo he reseñado a algunos de los personajes que aparecen en Minimosca. Pero no se lleven a engaño, ese enredo quedaría en insípida acrobacia, en infructuoso despliegue de la imaginación del autor si no estuviera acompañado de literatura, es decir, si Faverón no fuera un «autor implicado» —otro concepto para cuya comprensión es imprescindible la lectura de la novela; piensen en Kafka, por ejemplo, para ir haciendo boca con la idea—. Intentaré poner algunos ejemplos que atienen a la forma, aunque sea, en este caso, inseparable del contenido.
El primer capítulo, «El Amnésico», contiene extensos párrafos sin puntos, en el intento, sospecho, de reproducir el lenguaje oral; por cierto, hablando de puntos, las partes en que se divide ese capítulo están separadas por puntos de distinto tamaño que (puede que) marcan los distintos niveles de la narración y los diversos narradores.
En el capítulo «Minimosca», Mónica, la narradora —hum... — cuenta de viva voz su vida al «policía asmático», pero ese relato es la historia del boxeador-poeta, triple relato que, inconcluso y parcial, tiene que ser completado por Sinclair, el editor y redactor final del texto que leemos. Y ahora re-piensen sus hipótesis sobre los narradores fiables.
En el tercer capítulo, «Angus», Orpo y Krippo cuentan que Angus recuerda una historia que le contó Diekenborn —otro personaje integrador que adquiere importancia hacia el final del libro— sobre Theo Göthann y Erich Schiller, historia que se reproduce en el texto.
La cuestión de los subrelatos explícitos citados—es decir, formando subcapítulos con título— llega al paroxismo en «Momias», el relato central y el más extenso que integra a gran parte de los personajes aparecidos hasta ese momento; intentaré descifrar su ramaje: resulta que el episodio «Un policía serbio» es una «película mental» que miran George y Raymunda —lo de miran en cursiva se debe a que, de hecho, la «proyectan telepáticamente»— hace referencia a cierta prisionera maya; pues «La prisionera maya» es, en realidad, otra película que el Pintor Fugitivo le cuenta a Raymunda, pero que coincide exactamente con la que ella y George habían planeado. De hecho, existe otra «película mental», «El niño que nació en un orfanato», que también es relatada, y que consiste en la historia del hijo de la prisionera maya, en la que aparecen también soldados serbios. Por cierto, hablando de películas, ¿no será Minimosca, el libro, como la idea de George Bennet «de hacer una sola película con todas sus películas»?
Luego están los pasajes en los que diversos personajes interactúan dando lugar a situaciones que, acostumbrado el lector al ritmo de la mecedora faveroniana, parecen mantener sospechosas referencias con el trabajo del propio autor. Por ejemplo —la siguiente enumeración se basa únicamente en el criterio de este lector; no pretende ser, por supuesto, el desvelamiento de las intenciones de Gustavo Faverón (por otra parte, inextricables para este lector) ni nada que se le parezca—: el asunto de la «historia inaudible», las partes ausentes de la Gran Historia de la que George Bennet y Raymunda Walsh realizan, mediante las «películas mentales», episodios aislados, podrían traducirse con el razonamiento de que, tal vez, esas películas podrían identificarse con Minimosca, el libro, y que la «historia inaudible» podría ser la suma del contenido explícito de Minimosca y las lagunas entre los relatos que la componen, bajo el supuesto de que toda historia —y toda Historia— es parte de una historia mayor (disculpen la sobreabundancia del condicional).
Pues bien, ante la imposibilidad manifiesta —para muestra, lo escrito hasta ahora—, reconocida —no me duelen prendas en confesarla—, de seguir con el análisis —Minimosca está muy por encima de las capacidades de este pobre lector—, voy a citar algunos fragmentos, uno por capítulo, con la esperanza de que quien lea estas Notas de Lectura pueda extraer las conclusiones que yo no soy capaz de examinar.
«El Amnésico»
«Esa historia que me contó, la historia de la muerte de Duchamp, pregunto, ¿es real? Es real, dice ella. No solo porque es, palabra por palabra, lo que Rrose Sélavy —que era Duchamp— les contó esa tarde, en el café, a Arensberg, y Stella, antes de que sucediera, sino porque así está escrito en los libros de historia, incluido el de no sé si Gombrowicz o Gombrich. Vaya historia, digo. De modo que Duchamp murió en 1918, digo, y su urinario se quedó para siempre en un baño del Metropolitan Museum. No para siempre, dice ella. Solo hasta 1921. Arensberg, tras la muerte de Stella (que murió en 1919), reconoció el urinario en el museo, por la firma, e hizo las gestiones para rescatarlo y exhibirlo en una galería. Desde entonces, el urinario de Duchamp se volvió una celebridad y lo demás es historia, dice la mujer. No entiendo por qué, digo yo. El culto de Duchamp, dice ella, creció en todo occidente y después en todo el mundo. Sus culteranos visitaban una tumba sin nombre en una villa de las afueras de Séchault, como hasta hoy, dice. El urinario fue exhibido en galerías de América y Europa: la obra de arte que había vivido en los servicios higiénicos del Metropolitan cuatro años, el objeto que probaba que el arte y el no-arte eran lo mismo. No veo cómo, digo yo. El urinario, dice ella, volvió al Materopolitan Museum por la puerta grande en 1924. Décadas más tarde, digo yo, el urinario se apareció en frente de R. Mutt cuando estaba a punto de orinar y después desapareció con la orina de R. Mutt adentro y así muchas veces. Así mismo, así ocurrió, dice la mujer».
«Minimosca»
«Se pregunta qué relación tiene la poesía con el boxeo, con las peleas, y qué cosa es un poeta-boxeador, y se pregunta contra quién está peleando cuando lee y en qué habrá en su mente que lo hace conectar esos dos mundos —cuál es el vínculo— y se pregunta en contra de quién lee cuando lee, qué cosa combate, a quién busca en los poemas, a qué rival, qué cosa ha perdido y por qué trata de encontrarla en un ring de box o en una biblioteca, si debe de estar en su cabeza. ¿Qué es esa cosa?, se pregunta. En verdad no lo sabe. Relee los poemas de Eliot y no comprende mucho, pero lo detesta más. Por las tardes, una sensación de incertidumbre y anonimato lo capturan como si él fuera una playa enemiga en cuya orilla la incertidumbre y el anonimato acoderan sus botes anfibios y clavan sus banderas».
«Angus»
«El Pánico es una teoría sobre el mundo, sobrepuesta al mundo, que no lo modifica, pero, sin modificarlo, lo hace más terrible, porque una cosa es el horror del mundo y otra cosa es creer que el horror está articulado, tiene forma y sigue reglas. Creer que hay un principio del horror, dice, ese es el horror verdadero. Saber que todas las cosas que pasan son parte de una idea. Después imaginar la idea y después imaginar que alguien la ha pensado y por último darse cuenta de que aquél que la ha pensado es uno mismo».
«Momias»
«Hay fantasmas que se desprenden de una sola persona, pero son muchos y hay fantasmas que provienen de una multitud, pero son uno solo (a George, yo solía decirle que ese era el caso de Argentina). Hay fantasmas que se sientan en la sala a mirar la tele a nuestro lado y nunca sabemos que están ahí pero hay otros que nos miran desde la tele y nos acosan desde el techo y las lámparas y un día se deciden a salir y hacen de nuestra casa su lugar, se apropian de nuestro sitio y se quedan para siempre en nuestro sitio acumulando nostalgia y cuando pasamos por donde están no los vemos pero sabemos que andan por ahí y que además lloran y su llanto nos conmueve y nos conduce al llanto comunal y a una tristeza que es la base de la sociedad (eso lo decía siempre George). O sea que hay fantasmas que están cómodos en su papel, pero hay otros que no pero también hay un fantasma que es más silencioso que los otros, y más triste, porque está muerto desde antes de todo, está muerto desde el principio, y nos mira con los ojos volteados, como si nos viera desde adentro de una página de Macedonio o desde un cuadro de Chagall en un museo».
«Utah«
«Eso es lo que pasa con la vida, uno quiere hacer películas para olvidar la pena y después uno quiere hacer películas para engendrar penas. Uno quiere hacer películas como playas lacustres bajo un sol alegre de verano y después quiere hacer películas para hundirlas debajo de un cementerio, para hacer que las vean desde sus tumbas los muertos que fueron enterrados bocabajo».
«El museo de la Rue de Babylone»
«Recordó ese poema tremebundo de Vallejo que dice: "Mi padre duerme. Su semblante augusto figura un apacible corazón; está ahora tan dulce... si hay algo en él de amargo, seré yo". Se preguntó si Vallejo no quería tener hijos porque le parecía una atrocidad multiplicarse, porque multiplicar a la gente multiplica el dolor en el mundo, o si no quería tener hijos porque pensaba que los hijos multiplican el dolor del padre, como parecía decir en ese poema, o si no quería tenerlos porque temía ser un monstruo y terminar devorándoselos. Se preguntó si abortarlos o era semejante a devorárselos, solo que antes de que nacieran. Pensó en Arturo y su padre, Hugo Lino Acchara y recordó la Torre de la Muda. Después pensó en su propio padre, Alberto. Después pensó en su madre, Esmée. Después pensó en su abuelo, César Vallejo. Pensó en la perversidad y en el odio y en la tristeza y pensó que la naturaleza del dolor era el dolor dos veces, y la condición del martirio, carnívora, voraz, era el dolor dos veces. Vio al anciano y sintió su soledad y como era de noche se ofreció a acompañarlo a su casa».
«El Sur»
«Arturo dijo que Mónica Buchenwald era una mujer muy rara, una mujer que al parecer volvió a Lima desde Estados Unidos en los años ochenta y se encerró en una casa en el bosque de El Olivar una década, hasta hace un año, pero no se ha dado cuenta de cuánto tiempo estuvo encerrada y ahora cree que aún son los ochenta. Ve patrullas militares por las calles de Lima y enciende la radio y escucha las noticias del pasado y en San Marcos ve senderistas que marchan con banderas rojas por la ciudad universitaria como si fueran principios de los ochenta en lugar de semiocultarse en las sombras como hacen ahora. Dice que es periodista y quiere escribir una crónica para una revista americana, una crónica sobre mí, porque yo le parezco un bicho raro, creo, porque soy poeta y soy boxeador pero ahora soy un desaparecido. Una mujer muy inteligente, a pesar de su locura o debido a su locura, muy culta y muy bella, de la cual yo también me enamoré, aunque creo que nunca se lo dije».
Bueno, hasta aquí. Espero que, entre tanta oscuridad —la noche, el bosque, el sótano; el libro podría, perfectamente, haber adoptado esa tríada como título—, haya quedado clara la intención del autor: la abducción total, incondicional, del lector. Decía el otro día que el sentimiento de enajenación que he experimentado durante su lectura solo lo he padecido con Los reconocimientos, la obra maestra de William Gaddis, a pesar de las diferencias mayúsculas que los separan —y aunque en ambos aparezca un pintor con graves dificultades para ejecutar su obra; en el fondo, Wyatt Gwydon y Richard Diekenborn no son tan diferentes—; fundamentalmente, en Gaddis, la pérdida es absoluta, el lector se extravía en el laberinto de digresiones, jamás puede recuperar el sendero correcto y, a pesar de que las intenciones del autor son aviesas y retorcidas, es en ese extravío donde encuentra el placer y la motivación de la lectura; Faverón, en cambio, se sirve de la seducción para atrapar al lector incauto que, intentando buscar la respuesta a la eterna pregunta «¿y qué sucedió después?», pasa, progresivamente, por los estados de asombro, pasmo, embeleso, fascinación y, finalmente, éxtasis —y sigue sin poder responderla—. Por supuesto, no puedo entrar en las razones, en las motivaciones del autor, pero voy a servirme de un fragmento de Los reconocimientos —disculpad la fijación—, para cerrar estas Notas de Lectura, que bien podría sintetizarlas:
«Muy bien, escucha, tengo ideas, pero ¿por qué habría de agobiarte con ellas? Es tu trabajo, y algo como escribir es muy íntimo, ¿no? Qué... qué frágiles son las situaciones. Pero no tenues. Delicadas, pero no endebles, no indulgentes. Delicadas, por eso se rompen, deben romperse y uno debe juntar los trozos y mostrarlo todo antes de que vuelva a romperse, o dejar esos pedazos a un lado durante un momento cuando se rompe alguna cosa y uno se vuelve hacia ella, y todo sigue ocurriendo. Por eso, casi todo lo que ahora se escribe, cuando uno lo lee van uno dos tres cuatro y te cuentan lo que ocurrió como reportajes periodísticos, sin adjetivos, sin frases largas, sin truco alguno en apariencia, y finalmente creen que creen realmente que la forma en que lo vieron es la forma en que ocurrió, cuando en realidad... [...] No... uno nunca se queda sin aliento cuando le cuentan cosas que ya sabe, cuando lo exponen todo linealmente, como si los términos y el tiempo, y la naturaleza y el movimiento de todo fueran secretos de la misma magnitud. Escriben para gente que lee con la superficie de su mente, gente con hábitos de lectura que les exigen lo mínimo, gente enseñada a leer en busca de hechos, que sabe lo que va a venir a continuación y quiere saber lo que viene a continuación, y se enfada con las sorpresas». Los reconocimientos. William Gaddis. Editorial Sexto Piso, 2014. Prólogo de William H. Gass. Traducción de Juan Antonio Santos.
Otros recursos relativos al autor en este blog: Notas de Lectura de Vivir abajo: http://jediscequejensens.blogspot.com/2019/10/vivir-abajo.html
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