22 de marzo de 2021

El jardín de Reinhardt

El jardín de Reinhardt. Mark Haber. Ediciones Siruela, 2021
Traducción de Carlos Jiménez Arribas

1907. Una expedición que partió de Montevideo, organizada y liderada por Jacov Reinhardt, se halla extraviada en las cercanías del Río de la Plata; aparte de las bajas debidas a las enfermedades tropicales, la travesía de la selva, el jardín de Reinhardt a que hace referencia el título, se ha visto afectada por los más variados percances: el calor opresivo, la humedad asfixiante, la huida de los guías nativos, los ataques de los aborígenes, la falta de provisiones, los constantes extravíos y el agotamiento de las reservas de cocaína de Reinhardt. 

Jacov Reinhardt, el misógino y autoritario líder de la expedición, es un intelectual originario de la región de Dalmacia, en los Balcanes, que está trabajando en la obra de su vida, un tratado sobre la melancolía, una obra que, en permanente estado de inconclusión, ocupa, en forma de cuadernos, cientos de metros de anaqueles; tan inmensa que sobrepasa la capacidad del castillo de Jacov, que ha tenido que conseguir diversos inmuebles a lo largo de toda Europa, además de la construcción de un nuevo castillo, para albergarla. Su exhaustiva investigación le ha llevado a recorrer la totalidad del viejo continente y, finalmente, a saltar a las Américas, en busca de Emiliano Gómez Carrasquilla, a quien Jacov considera la mayor autoridad mundial en los estudios sobre la melancolía, "el profeta inescrutable de la melancolía", a quien ni siquiera conoce. Jacov, formulador de las teorías más estrambóticas ―cuya hipótesis inicial sostiene que la melancolía, en lugar de una enfermedad, es el verdadero motor de progreso humano, y que forma parte insustituible del proceso de inspiración de todo artista―, se cree llamado a una misión divina y no está dispuesto a cejar en su empeño a pesar de las dificultades.
«La melancolía, afirmó, la tristeza implícita y espiritual del alma, es trascendental, divina; no es nada de lo que una persona bien avisada deba huir, sino algo a lo que tirarse de cabeza, algo digno de aspiración. Una vida perfecta, dijo, una vida plena, una vida de radiante esplendor, añadió, era la vivida en melancolía constante, y aquí, y se removió inquieto, señalando a los orondos turistas, tanto a los sanos como a los enfermos, había almas en constante alejamiento de la melancolía, ¡en huida constante de la melancolía!, lo que equivalía a decir, en otras palabras, almas en la búsqueda constante de la felicidad, y eso, remataba, era tan estúpido como tratar de huir del propio destino».
Acompañan a Jacov su secretario, amanuense y asistente, el narrador de la historia; se trata de un joven paisano, reclutado en un balneario, que mantiene con aquel una relación que oscila entre la admiración por su dedicación a La Gran Obra de Toda Una Vida y la sumisión a las órdenes, a menudo contradictorias, de su jefe, y la reserva, que se limita a sus confidencias al lector, en cuanto a la propia misión y a la sanidad mental de Jacov; un narrador, por cierto, bastante incompetente a la hora de cumplir con su objetivo, que exhibe un pensamiento caótico , incapaz de seguir el hilo de la narración ―un embrollo temporal en el que se mezclan retazos de un pasado difícil de fijar con un presente contaminado por las fiebres que padece, alucinado e inconexo―, y que salta de un tema a otro en una ramificación sin fin, llevado, no tanto por sus obsesiones, que también, como por las paranoias de su patrón, pero que consigue resultar simpático al lector por su inquebrantable inocencia. 
«Estaba maldiciendo a los bañistas, haciendo inventario de sus agravios, cuando posó la vista en mí. Yo acababa de llegar, desconocía por completo qué había disparado sus diatribas y, al mirarlo a la cara, vi el temblor de sus ojos azules, unos ojos presa de una manía casi carnal, y no tenía idea de qué estaba mirando, pues era joven e inexperto y no había visto todavía mucho mundo y, en su conjunto, la humana me parecía una especie de lo más tranquila».
Completan el elenco protagonista Sonja, la exputa rescatada de un burdel que perdió una pierna y a la que ha convertido en su cómplice en algunos de los experimentos que relacionan la melancolía con el sexo salvaje y desenfrenado; en realidad, su relación con Sonja proporciona un ejemplo del filtro empírico con el que Jacov emprende su estudio sobre la melancolía: dado que uno de los estados melancólicos jamás experimentados es el que se sufre después del coito, Jacov se pasa unos cuantos años follándosela de todas las formas imaginables con el único fin de observar en sí mismo ese estado y seguir con su investigación.
«Cuantas más vías se abrían a la euforia en los escritos de Carrasquilla, más fornicaba yo para encontrar lo patético; cuanto más iluminadora era su filosofía sobre la dicha, más decidido estaba yo a tirarme a tantas como hiciera falta para caer en la tristeza. La amplitud que abarcaban todos aquellos culos y pechos níveos, reflexionaba Jacov, todos aquellos miembros flexibles, toda aquella copulación de Leipzig a Bristol y hasta las costas del mar Negro, hizo de mí un mártir en el trono de la melancolía, donde bien pronto me hice hombre».
Finalmente, el tercer acompañante, el realmente útil a la hora de solucionar problemas reales pero de quien ninguno de los expedicionarios se fía demasiado, es Ulrich, un manitas reclutado en Rusia, avalado por el éxito que exhibió en la eliminación de todos los perros de Yásnaia Poliana, que impedían el trabajo creativo de Tolstoi, por encargo de la esposa del escritor.

Además de su empeño por encontrar a Gómez Carrasquilla, la insistencia de Jacov en no dar su intento por fracasado ―un empeño que únicamente flaquea, de vez en cuando, al ver disminuir peligrosamente su provisión de cocaína, una substancia de la que es compulsivo consumidor― tiene su origen en su obsesión neurótica de rechazo del contacto humano, el menosprecio berhardiano por su origen y de cualquier elemento o condición que impida el acceso a la melancolía. Entre las manifestaciones de esa obsesión, posee un papel fundamental el rechazo del amor romántico por su carácter contrario a la melancolía, y el ensalzamiento de su carencia ―sobre todo en el sexo salvaje sin ningún condicionante― como principal generador de la afección; y también el repudio de la mediocridad de las relaciones personales habituales entre individuos vulgares sujetos a preocupaciones mezquinas, recluidos en puebluchos anodinos y sometidos a existencias grises sin posibilidad de disfrutar de la melancolía.
«La melancolía. El alma de la melancolía. Todos y cada uno de nosotros somos unos melancólicos, de tal manera estamos construidos en lo más íntimo; sin embargo, nos pasamos la vida negándolo, intentamos esquivar el estado natural que más propio no es; aun así, con que estemos un rato solos, aflora la melancolía, siempre está ahí, inagotable, incólume. Los filósofos han tildado la melancolía de enfermedad, aseguran que es una tristeza sin razón, pero yo estaba convencido de que era la tristeza de la razón. Cuando uno está melancólico, ve la realidad con total lucidez».
La seriedad con que Jacov trata cualquier asunto que pueda tener relación con la melancolía le impide, por supuesto, perder el tiempo leyendo novelas; de hecho, la única novela que ha merecido ser leída por Jacov es La muerte de Ivan Ilich ―una novela que copió a mano "tres o cuatro veces" con la intención de que se le traspasara la sabiduría de Iván o la del propio Tolstoi, y de la que compró todos los ejemplares en todos los idiomas disponibles en Stuttgart, abrumado por el acierto del escritor para "captar el estado moderno de la melancolía"―, cuya primera lectura de cientos coincidió con su estancia en Yásnaia Poliana, que le salvó de su "período gris", una época nefasta en la que estuvo a punto de renunciar a su misión:
«Antes de Iván Ilich, reinaban reinaban la confusión y el presentimiento, un Jacov enclaustrado en sus ideas sobre la muerte, la estridente imagen de su querida Vita [su hermana] muerta, alzándose del abismo. Después de Iván Ilich vino la serenidad y la gracia, una visión clara alumbró su obra sobre la melancolía, una sensación de paz y euforia, porque, explicaba Jacov, para entender la melancolía, uno tiene que estar eufórico o, por lo menos, satisfecho, aunque ayudaba sentirse histérico, que se palpara la histeria, añadía, con una histeria harto palpable. La satisfacción, la histeria y la oscilación constante entre una y otra son los caminos que llevan al bosque de la melancolía, dijo; si uno no está satisfecho, no puede encontrar el camino que lleva al bosque donde reside la melancolía y, sin histeria, uno se encontrará a sí mismo perdido para siempre en la maleza de la ignorancia, donde mora el resto de la humanidad».

Aunque realmente, y este es el único punto en el que la fidelidad del narrador con respecto al jefe y sus esperanzas en el buen fin de la misión flaquean ligeramente, la inspiración de Gómez a Jacov parece ser indirecta: de hecho, este toma como modelo los trabajos del erudito pero contradiciendo sus reflexiones. De este modo, La secuencia de la abstinencia se convierte, bajo la inspiración de Jacov, en La secuencia de la fornicación, y En la senda de la satisfacción en Por los bulevares de la aflicción. Toda la teoría de Jacov acerca de la melancolía se basa en esa malinterpretación intencionada, y el lector ―y, presume este, el propio narrador― duda acerca de la naturaleza del encuentro que intenta Jacov con Gómez, y si no sería, caso de que finalmente tuviera lugar, el Malentendido que los contendría a todos.

«[...] explicó que la melancolía, en su forma más pura, era solo un darse cuenta de lo insignificante que uno era, y darse cuenta de esa insignificancia era, de suyo, significativa, y era un sentimiento plácido la melancolía, un sentimiento de la más honda alegría, escondida, incrustada quizá, en el caos del corazón humano, y cuando uno comprendía su propia tristeza inherente y no intentaba derrotarla ni ahogarla o convertirla en su enemigo, cuando no entablaba con ella una batalla constante y sin sentido, podía llegar a ser, con todas las letras, civilizado y, con algo de práctica, hasta una persona culta».

El jardín de Reinhardt (Reinhardt's Garden, 2019) es un libro que ensalza la hipérbole como medida de todas las cosas, apoyada por una redundancia que parece agotar toda la significación de una frase y todas las posibilidades expresivas de una determinada declaración. Su narrador debería formar parte de las antologías de narradores con una autoestima por los suelos, y su relación con Jacov se puede inscribir sin reparo alguno entre las parejas masculinas particulares que ha ido dejando la historia de la literatura, entre cuyos ejemplos se hallan los inefables franceses Bouvard y Pécuchet (Bouvard y Pécuchet), los británicos Lars y W (Magma, Dogma y Exodus), los americanos Tú y Yo (You & Me) o los universales Vladimir y Estragón (Esperando a Godot). En cuanto al contenido, se trata de una lograda parodia del viaje iniciático, de la queste en busca de un objeto inalcanzable, o directamente inexistente, cuya persecución transformará al explorador, ya que lo importante no es el objeto sino la búsqueda en sí misma, que pondrá al sujeto frente a los difíciles retos que solo conseguirá superar mediante la inocencia y la limpieza de alma. Y, como comentario final, no puedo dejar de mencionar un grave reparo al libro: su reducida extensión; una vez instalado en el jardín, uno se pasaría semanas acompañando a los singulares exploradores en su extraviada expedición a ninguna parte.

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