19 de octubre de 2020

El final

 

El final. Attila Bartis. Sexto Piso, 2020
Traducción de Judit Faller y Andrés Cienfuegos

«Nada oculta mejor nuestra auténtica realidad que algunas verdades incuestionables».

El final (2015) es la última novela publicada hasta hoy por el autor húngaro Attila Bartis y recoge, bajo la forma de obra de ficción, algunos episodios de la propia vida del escritor enmarcados en una corriente temporal que va desde el fin de la ocupación nazi de su país al final de la IIGM, pasa por la invasión soviética y termina con la caída del telón de acero y la obertura democrática.

András Szavad, el protagonista de El final, es hijo de un padre recién excarcelado después de un proceso por disidencia ―un antiguo profesor detenido durante la invasión soviética por poner un plato de comida en plena calle para detener los tanques, condenado a trabajos forzados y represaliado aún después de su puesta en libertad― y huérfano de madre ―que murió precisamente el mismo día de esa excarcelación, procedentes de una pequeña ciudad húngara y emigrados a Budapest al principio de la década de 1960. Con estos antecedentes, András tardará poco tiempo en darse cuenta de que una vida estigmatizada por la adversidad, las buenas noticias son imposibles y cualquier atisbo de felicidad es un espejismo que revelará, tarde o temprano, su falsedad.

«No veo ningún motivo para acometer una gran historia familiar mientras cuento mi propia vida. Ni valgo para ello, ni creo que tenga viabilidad alguna. Nada puedo preguntarle a mi madre ni a mi padre, y con ninguno de mis abuelos me encontré jamás. Y si digo que no veo ningún motivo para hacerlo, es porque en la historia de mi familia no hay nada especial que destacar, hasta podríamos decir que pese a todas sus peculiaridades, es casi el prototipo de las historias familiares húngaras. O quizá también de las historias familiares de la clase media no judía de la Europa Central. Aunque, según mi opinión, las historias familiares de los judíos son también bastante parecidas. Descontando lo indescontable».

Del mismo modo que uno no puede escoger a su familia y mucho menos a sus antepasados ―unos ascendientes, en el caso de András, sujetos a vaivenes esporádicos de su estado mental que rozarían la locura si no fuera por su falta de intención, y que comparten la extraña afición de observar el mundo a través de extraños artilugios, como si la visión directa proporcionara únicamente una versión incompleta de la realidad o, como dice el padre de András, que le regala una cámara y le induce la afición por la fotografía, se limitara a mostrar solo lo que se ve, tampoco puede hacerlo con las personas que le influenciarán a lo largo de su vida. 

«Por la noche [su padre] llamó a mi puerta y preguntó si podía entrar. Claro, le contesté, pero se quedó en el umbral. Había venido realmente para pedirle que no lo odiara, pero no se atrevió a decirlo. Así que yo tampoco le pude decir que no lo odiaba, que lo que pasaba era que no podía ayudarme, pero que el hecho de que viviera en la otra habitación estaba muy bien. Al final solo dijo que había preparado una sopa de patatas».

András se apercibe ya en su temprana edad de que su vida diaria no va a ser una vida ordinaria  porque la normalidad fue alterada para siempre por unos hechos ajenos al devenir que configuraron un futuro absolutamente imprevisible y que rompieron la sucesión lógica de los acontecimientos. No solo András, que vivió de forma parcial y bastante inconsciente aquellos hechos, sino también sus padres, que los sufrieron en primera persona, vio hurtado su pasado y todos los puntos de referencia que podía hallar en él. Ese desarraigo sobrevenido provoca una omnipresente sensación de desazón ―en el protagonista pero también en el estilo de la narración―, de frialdad en las relaciones, sorprendente en las familiares, de amenaza que no llega a concretarse, lo que la hace más desasosegante, pero que no deja de estar ―o sentirse― presente, y cuya dilación acentúa su carácter intimidatorio.

La concentración de las relaciones personales en grupos exiguos y aislados acentúa la importancia de los relatos familiares, anécdotas que se convierten en leyendas y que se incorporan al acervo de la comunidad ampliando así el número de testigos de unos hechos cuya veracidad es, cuanto menos, sospechosa, como si la familia fuera un organismo unipersonal que absorbe las experiencias de cada uno de sus miembros. En cuanto al medio social en que se ven obligadas a desenvolverse esas relaciones, adquiere un papel preponderante el control opresivo de las autoridades políticas, primero los nazis y después los soviéticos, que provoca una especie de retraimiento que afecta al trato social pero que se extiende también al familiar; el miedo a la arbitrariedad del poder conlleva la abstención en actividades que podrían ser consideradas sospechosas y el terror a la delación desencadena incluso un enfriamiento de las relaciones entre los miembros de una misma familia, limitándose la comunicación a conversaciones que bordean el absurdo por la presencia constante de sobreentendidos, peligrosos en sí mismos por la facilidad de ser malinterpretados.

«Cuando el poder dice de algo que no es obligatorio, dejar de cumplirlo resulta a veces bastante arriesgado. Porque en el inconsciente del poder dormita todo loquenoesobligatorio: los novillos que hayamos hecho faltando a los desfiles del Primero de Mayo, a las excursiones de clase, a las reuniones sindicales...; y cuando casi te ves rogando para que te pidan cuentas de una vez por todas, para que te echen a patadas, te encarcelen, te humillen y rompan en dos tu vida, cuando lo único que te importa ya es poder llegar a superarlo, aún adviertes en sus miradas ese fugaz destello que te dice claro, claro, si tú fuiste el que... »

Los parámetros de la existencia sufren una inevitable transformación cuando se modifican las coordenadas entre las que se enmarca; no hace falta ―o no es imprescindible― que el propio sujeto sufra metamorfosis alguna ya que el solo cambio de sus circunstancias conllevará reacciones inesperadas. Tal vez pueda considerarse como parte de la capacidad de adaptación al medio pero, en realidad, tiene más que ver con la maleabilidad del carácter porque ¿qué clase de adaptación a unas circunstancias desfavorables se puede aducir cuando la reacción esperable, perjudicial para el individuo pero favorable para la colectividad, sería la rebeldía y el enfrentamiento?

«Simplemente no podía discernir qué era lo real, entender que "basta con no mirar las cosas siempre del mismo lado, créeme, hijito mío, Para ello solo tenemos que ponernos enfrente. Al instante veremos entonces lo mismo aunque justo al revés"».

La fotografía es el camino de huida que toma András. En parte, como emulación del padre, también fotógrafo, aunque aficionado, que le regala su primera cámara, un clon soviético, y después una Leica; pero también es la válvula de escape de una realidad sórdida y sin esperanza, la creación de un mundo propio en el que él fija las reglas y que solo a él pertenece; y también materialización de la rebeldía adolescente contra la familia y contra el mundo que ha heredado.

«Llevaba conmigo la máquina fotográfica, algo que no era nada excepcional porque casi siempre la llevaba. Como mi padre el bastón. Sí, creo que la comparación con el bastón viene bastante a propósito. Objetos que se han convertido en una parte del cuerpo y de los que uno está un poco avergonzado. Y de los que uno puede incluso llegar a jactarse, cuando yá a estmáuy avergonzado. Pero antes que nada dan seguridad. Un bastón, unas gafas, una prótesis vavular, una cámara fotográfica..., depende de la enfermedad que padezca cada cual».

Tanto los instantes más livianos y circunstanciales como los más tensos y dramáticos son vistos con el mismo desapego, la misma frialdad, como si el ambiente sórdido que se respira en la ciudad afectara de tal modo al narrador que transformara su mirada en una indiferente neutralidad. Al fin y al cabo, la fotografía toma el papel de una inusual educación sentimental construida por la combinación de presencias indeseables y decisiones impuestas; por la pérdida de una madre y de un padre, y por una orfandad que es una liberación no tanto de la autoridad como de la pérdida de la obligación de emular un precedente imposible.

«Hay quienes sostienen que todo ha acontecido ya en nuestros primeros siete años de vida. No creo que yo pueda afirmar algo así, ni siquiera en el período que va desde mi nacimiento a la muerte de mi padre. Aunque claro, una cosa es segura, estos veinte años son como el gnomon de un reloj de sol. No se mueve. Pero su sombra alargada atraviesa permanentemente el presente. Aunque eso no es un problema».

Luego, ya plenamente adulto y olvidadas, aunque no superadas, las contradicciones adolescentes, el tono de la narración cambia de forma absoluta; a partir de la aparición de Éva, un imponente personaje femenino que por sí solo merecería una novela, el lector asiste a los contradictorios cambios que experimenta András: desaparece la inocencia y se inicia el camino de un cinismo, en parte impostado. A fin de cuentas, la vida no es más que un inabordable listado de ocasiones malogradas, pero lo peor no es la naturaleza de esa pérdida sino que solo seamos conscientes de ella cuando ya no podemos ponerles remedio.

«Estaba sentado en el jardín mirando una hormiga. Iba y venía sin parar. El tramo que recorría era aproximadamente de un metro y medio. A veces se paraba y daba unos pasos a la derecha o a la izquierda, pero al final siempre volvía al camino. El camino, en el fondo, era invisible. Nada lo señalizaba, al menos nada que pudiera justificar que llamáramos camino a un trecho de metro y medio al borde de un suelo de hormigón. Cuando me senté allí, apoyado contra pa pared de la casa, la hormiga ya deambulaba. No sé de dónde había venido. Al principio pensé que podría haberse extraviado. Pero cuando uno se extravía no repite incesantemente, ida y vuelta, el mismo recorrido. Cuando uno se extravía, anda hasta encontrar un camino. O prosigue hasta que se extravía aún más. O acampa y hace fuego, grita, gesticula, emite señales y reza desesperadamente para que lo encuentren. Aquellos pasos que a veces daba hacia la derecha o hacia la izquierda tampoco eran más comprensibles que aquel trasiego de ida y vuelta en un trecho de metro y medio. Al´í no había nada. No había camino, ni alimento, ni más hormigas. Quizá por eso volvía siempre a la senda».

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