6 de octubre de 2019

Te veo en la cara oculta de la Luna

Te veo en la cara oculta de la Luna

No puedo precisar con exactitud el comienzo de mi relación con la música, aunque su origen, pues en mi casa no disponíamos de tocadiscos, no puede distar mucho de los disco-forum que organizaba mi profesor de Historia del Arte de los Salesianos, como actividad complementaria, en los recreos de después de comer; hablamos de 1974, a mis quince años. Fue en esas sesiones, llevadas a cabo en un aula libre con un soberbio equipo de música propiedad de la escuela, siempre en un silencio sepulcral y cuyo recogimiento se veía acentuado por la penumbra en la que se oficiaban, donde escuché conscientemente por primera vez a Bach, Beethoven, Mozart, Stravinsky, Dvórak y algunos compositores más de "música culta", y en las que las explicaciones del padre Juli Bort lograron despertarme, por primera vez, la curiosidad por esa manifestación artística. 

La rebeldía posterior dejó un poco de lado la música clásica, que podía escuchar —de hecho, seguí escuchándola— pero no podía ejecutar porque no tuve, ni en la niñez ni en la juventud, ninguna clase de formación musical, para dedicarme al instrumento estrella de la época, la guitarra, y a formar grupos en una sucesión conocida y lógica: dúo de folk, grupo de folk, grupo de rock. Una guitarra española de tienda de souvenirs dio paso a una acústica, después a una acústica de doce cuerdas y, pasando por un breve banjo y un clon —barato, muy barato: el mástil estaba levemente torcido— de Stratocaster, a la estrella de los aspirantes a guitarrista de la época: una preciosa Gibson Les Paul —negra brillante, por supuesto— a la que ni por asomo acabé de sacarle todos sus recursos y que, naturalmente, conservo y saco de la caja de vez en cuando para quitarle el polvo y darme cuenta de cuánto duelen las yemas de los dedos no ejercitados.

Paralelamente a mi formación como guitarrista eléctrico —con algo de instrucción musical y mucho de intuición y obsesivo ensayo—, mis gustos como oyente, que habían seguido una línea temporal desde la Edad Media, el barroco, el clasicismo y el romanticismo, se encontraron con el muro que significó para mi oído la llamada música contemporánea; ese encontronazo me hizo retroceder en el tiempo y estacionarme en el barroco, que empecé a escuchar con dedicación y que acabó siendo la época musical en la que me he quedado, de tal forma que muy raramente escucho música de la denominada culta compuesta con posterioridad a 1750, con la justificada excepción de Mozart. Ese extraño apego provocó un renacimiento en mi faceta de ejecutante y, con penas y trabajos, empecé a formarme en un instrumento cuya aparente simplicidad esconde un carácter diabólico: el traverso o flauta travesera barroca; estuve más de cinco años tomando clases y tocando de forma esporádica con mi profesor o con un paisano lo suficientemente loco para soplar ese castigo, siempre ante reducidas audiencias. La renuncia de mi instructor y algunos avatares vitales provocaron el abandono del estudio; ahora, como con la Les Paul, saco las flautas de vez en cuando de sus sacos, las froto con aceite de almendra para proteger la madera y las vuelvo a guardar; si alguna vez me atrevo a llevármelas a los labios, ni siquiera soy capaz de hacerlas sonar con una mínima corrección. Pero eso es otra historia.

A mediados de los años setenta yo ya era casi tan sectario como ahora —bien, me parece que lo era menos, pero seguro que esa percepción tiene que ver con la autoindulgencia con que cada uno miramos nuestro propio pasado—, y mis amistades, en cuestiones musicales, no me iban a la zaga. Se ha hablado mucho de la hostilidad entre los fans de Los Beatles y los de los Stones pero yo, que tenía muy clara mi posición en ese debate —siempre he sido irrenunciablemente de los segundos; los primeros me parecían, y me siguen pareciendo, unos pachangueros insufribles—, estaba entrometido en otra dicotomía mucho menos cruenta pero igual de fanática: Pink Floyd —el Pink Floyd original, con Roger Waters y Syd Barrett, y también, aunque con reparos, el posterior, el de Gilmour como guitarrista contratado— contra Genesis —también el Genesis original de Peter Gabriel, no la caricatura en la que se convirtió con la llegada de otro insufrible, Phil Collins—. Conocí al grupo allá por 1975 con Wish You Were Here, y fue tal el efecto de la impresión que me provocó que, a los pocos días de escucharlo, me pasé por Gay&Co. —los barceloneses de mi generación recordarán esa mítica tienda de discos de la calle Hospital, donde despachaba el posteriormente radiofónico Jordi Tardà— y compré toda su discografía. Mi escucha a lo largo de los meses sucesivos confirmó mi primera impresión de que se trataba de la mejor música de ese tipo —psicodelia, rock progresivo, rock sinfónico, llamadla como queráis— que había escuchado nunca; pero, por encima de su calidad general, me dejó sin palabras uno de los que propondría sin dudar para una lista de Los Mejores Discos de Rock de la Historia: The Dark Side of the Moon. Y, concretamente, una canción que quedó ligada para siempre con ciertos hechos acaecidos en mi vida personal —eso también es otra historia—, hasta tal punto que puedo afirmar que Brain Damage y su conclusión lógica, Eclipse, han marcado con tal intensidad mi vida posterior que si no fuera por ellas yo sería otro.

Bueno, tal vez exagero, pero cuando los lunáticos están en el césped, no caben medias tintas, es imprescindible tomar decisiones drásticas.

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