29 de abril de 2019

Los perezosos


Los perezosos. Charles Dickens y Wilkie Collins. Gatopardo Ediciones, 2019
Traducción de Jordi Gubern
Charles Dickens y Wilkie Collins, además de ser contemporáneos, son, con toda seguridad, dos de los mayores novelistas ingleses del siglo XIX, el Gran Siglo de la Novela. A lo largo de su extensa producción, escribieron varios títulos en colaboración: los relatos A House to Let (1858, en colaboración con Elizabeth Gaskell y Adelaide Anne Procter), The Haunted House (1858, en colaboracion con Elizabeth Gaskell, Adelaide Anne Procter, George Sala y Hesba Stretton); el relato No Thoroughfare (1867, adaptado para la escena por los mismos autores); la obra de teatro The Frozen Deep (1857); y la novela The Lazy Tour of Two Idle Apprentices (1857), cuya traducción,bajo el título de Los perezosos, publica la barcelonesa Gatopardo Ediciones.

Los perezosos, una novela cómica al más puro estilo inglés, entronca con la tradición de obras protagonizadas por dos personajes masculinos en la estela dejada, entre otras, por El Quijote, recogida en ese mismo siglo por Bouvard y Pécuchet, y que cuenta, en nuestros días, con ejemplos tan excelentes como Moo Pak o la trilogía de Lars Iyer compuesta por MagmaDogma y Éxodo.

Thomas Idle y Francis Goodchild, pseudónimos tomados de las viñetas de William Hogarth, holgazán pasivo y laborioso perezoso respectivamente, escapan de Londres con la intención de haraganear a lo largo y ancho de la isla.
"No tenían intención de dirigirse a ningún sitio en particular; no querían ver nada, no querían conocer nada, no querían aprender nada, no querían hacer nada. Lo único que querían era permanecer ociosos."
Convencidos de que su actitud ante la vida no es solo la correcta sino la única posible, emprenden ese peregrinaje en busca de las pruebas que corroboren la veracidad de su hipótesis y la universalidad de su aplicación, aparte de adquirir -por ciencia infusa, nada de actividad- los conocimientos y vivir -sin que sea necesaria ninguna labor- las experiencias que harán de ellos unos doctos e intachables holgazanes bajo una única divisa: el esfuerzo no sirve para nada.
"Tendido en el sofá, Thomas no hacía el menor intento para pasar las horas, sino que dejaba pasivamente que las horas pasaran por él. Otros hombres se habrían interrogado ansiosamente sobre sus perspectivas futuras; Thomas soñaba ociosamente con su vida pasada. Lo único que hizo, como la mayoría de las personas hubiera hecho en su lugar, fue proponerse realizar algunos cambios y mejoras en su forma de vivir, tan pronto como los efectos del infortunio quedarán atrás. Recordando que el curso de su vida había fluido hasta entonces en una apacible corriente de ociosidad, alterada ocasionalmente en su superficie por un ligero remolino de ocupaciones, sus actuales ideas sobre la reforma de sí mismo no le inclinaban -como el lector podría imaginarse- a proyectar planes para una nueva existencia de iniciativas y esfuerzos, sino, al contrario, a resolver que, si dependía de él, jamás volvería a trabajar ni a ocuparse en nada durante todo lo que le quedaba de vida."
Esa queste da comienzo con un viaje al norte, un lugar lleno de montañas sin sentido y marjales traicioneros. Empujados por la sinrazón de su hostelero, emprenden la ascensión a un pico local que está a punto de acabar con la vida de Thomas y que les reafirma en su tesis de que del esfuerzo solo pueden derivarse consecuencias nefastas. Aunque no hay mal que por bien no venga: el médico le prescribe al herido un período razonable de descanso y ociosidad.

Pero la ociosidad no viene sola ni es un don del cielo; siendo como son tendencia humana el movimiento y la laboriosidad, la holgazanería no se conquista pasivamente -no es suficiente dejar de hacer algo para no hacer nada- sino que es necesario un verdadero propósito y una decidida intención para su consecución, entendiendo que los trabajos empleados encontrarán su justa recompensa y merecido descanso cuando se alcance el deseado estado. Para formularlo como lema, podría argumentarse que "la ociosidad para quien se la trabaje".

Resueltos a trabajar en esa dirección, Thomas y Francis viajan al que parece ser el paraíso de la holgazanería, una pequeña población costera que aparenta colmar todas sus expectativas:
"El señor Goodchild, después de haber recuperado el temple, informó por iniciativa propia que si uno quería ser primitivo, allí podía ser primitivo, y si quería ser indolente, allí podía ser indolente. En los días sucesivos añadió que en el lugar había tres botes de pesca, pero ningún aparejo, y que igualmente había numerosos pescadores que nunca pescaban, que se ganaban la vida solo contemplando el océano. El tipo de alimento que de esa contemplación obtenían para conservar las fuerzas, él no sabría definirlo, pero deducía que podía tratarse de una especie de iodina [...]. Las casas donde se alojaba la gente no estaban en ninguna parte en concreto y se hallaban en perfecta concordancia con la playa: más o menos agrietadas y deterioradas, como sus conchas, y todas vacías, lo mismo que estas."
Una de las peores consecuencias de la laboriosidad -en otras palabras, de la acción- es la traición con la que te acometan las sorpresas provocando, además de unos indeseables ataques de inquietud, el malestar que supone la obligación de mantenerse siempre alerta, con el consiguiente desgaste psíquico que ello conlleva y que puede acabar con la salud del individuo más vigoroso.

Sin embargo, y a pesar de su intención, Thomas y Francis van a dar con sus huesos a una ciudad en plena semana de carreras hípicas y llena, por simpatía, de activos caballeros aficionados al deporte y a cualquier otra actividad física, gente que, en todo caso, practica el abominable ejercicio con regularidad, en medio de una actividad febril de la que es difícil sustraerse a pesar de su firme resolución de evitar cualquier perturbación que pueda afectar a su holgazanería.

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