26 de diciembre de 2022

La invención del presente

 


Fata Morgana publicó, en 2006, L'invention du présent, un conjunto de ensayos sobre ciertos escritores a los que Bergounioux expresaba su reconocimiento ―del que está extraído el post titulado Pierre Michon, publicado también en este blog―, que incluía también algunas reflexiones sobre la escritura, sobre el arte y el acto de escribir, y sobre la literatura.

Entre estos pequeños ensayos se encuentra L'invention du présent, que da título al volumen, en el que el autor reflexiona sobre la relación entre la literatura y lo que consideramos como la realidad, y especula con la idea de que aquella debe alejarse tanto de esta como debe proponerse crearla de nuevo. Dado que el libro no ha sido publicado en castellano, me he atrevido a traducir este fragmento; como en casos anteriores, imploro la indulgencia de los lectores con respecto a los errores que contenga ese intento de traducción.


L’INVENTION DU PRÉSENT


La literatura extrae su valor fundamental de aquello que no es, de la existencia, de lo real. Cuando estos superan sobradamente la idea que se suele tener de ellos, la literatura les atrapa y se esfuerza por responder a su voraz, a su continua demanda.


La literatura es un lujo tanto en su planteamiento como en sus efectos.


En su planteamiento, requiere un altruismo, una neutralidad afectiva, que presuponen, a su vez, un mínimo de tranquilidad y de tiempo libre de preocupaciones. En este sentido, consistiría un catálogo de todo lo imprescindible que requiere el hecho de pensar si este, siguiendo la definición dada por el fisiólogo Bain en el siglo pasado, debe consistir en la abstención, el gesto moderado, el discurso contenido. Las disposiciones que uno adopta en la vida y en la acción están regidas por la urgencia. A cambio, generan una objetividad práctica, parcial, dinámica, que no agota, ni mucho menos, la realidad. Junto al estrecho y apremiante universo de la necesidad, se despliegan aquellos que, paralelos, pueden dar lugar otras actitudes. Admitiendo que estas actitudes no son libres sino históricamente, socialmente condicionadas, un raro privilegio, a menudo incómodo, cambiante en sus términos  de una época a otra, precario, controvertido. Homero, que sentó las bases de la gran narrativa, es el arquetipo. Escribió tres siglos después del acontecimiento que describe, lejos del teatro de operaciones. Se dice que era ciego y que tal vez ni siquiera existió. La discapacidad que le impide presentarse en el lugar de los hechos, de batirse, que no le permite el acceso al risueño mundo de las apariencias, es la fuente de su canto. Sin su discapacidad, habría trabajado con sus manos, compartido la visión que se tiene de las cosas cuando uno no se preocupa tanto de verlas como de extraer su utilidad. Ajeno a la luz y a las tareas cotidianas, ha podido —el espíritu es libre— adentrarse con el pensamiento en el pasado, aportar a lo decible —dado que su ceguera le impide actuar— una perfección que se burla de la mera descripción, con el aliento entrecortado, en un tiempo irremplazable, en el que construir frases sería un desperdicio sin sentido. Existen la acción y la contemplación. Hace falta elegir. Homero no tenía otra opción. Era el segundo orden de la reflexión, de la expresión, que su discapacidad le asignaba.


Su obra implica, a casi tres mil años de distancia, a las condiciones transhistóricas a cuyo precio escapamos de la visión estrecha, concentrada, que prescriben la necesidad, la urgencia, a las que estamos subordinados. Aparece después de la guerra en Asia Menor. La evoca desde lejos y como a través de la cortina negra que cubre los ojos del autor. Es a este precio exorbitante, si se puede decir así —un ojo de la cara, en este caso ambos— que la narración, que es discrecional, indefinida, libre, relativamente, se duplica al iluminar la marcha ciega de los acontecimientos, el flujo tumultuoso, confuso, de los actos y de los afectos de los que trata la historia, mientras el rapsoda, el escritor, el historiador, no se hayan ocupado, a posteriori, de saber lo que pudo haber sucedido, en el lugar de los hechos, cuando era el momento.


No hay nada paradójico en el hecho de que la gran literatura sea con mucha frecuencia obra de seres disminuidos, ineptos para la acción, al margen de la vida. Por haber perdido un brazo en Lepanto, donde buscaba la gloria de las hazañas militares, Cervantes cambió la espada por la pluma y contó las aventuras de su ingenioso hidalgo. Más cerca de nosotros, Flaubert se refugia en la enfermedad nerviosa para escapar de un destino de procurador o de abogado y para presentar a la compacta, floreciente burguesía de su tiempo bajo una imagen pésima de sí misma en la que se reconocerá como es realmente. El autor de Madame Bovary tendrá que comparecer ante los tribunales y responder por el atentado contra las buenas costumbres y la religión. Proust es homosexual, asmático y judío, judío y tísico; todavía, en el Imperio Austrohúngaro, Kafka; Faulkner alcohólico y melancólico en las profundidades del Sur esclavista y derrotado.


La prodigiosa brillantez de sus libros es consecuencia, en gran medida, de sus reservas, de los estigmas de los que fueron víctimas, de la posición marginal,  resistente, que ocuparon en sus respectivos universos. Ciertos rasgos socialmente marcados asignan a sus portadores una posición que les predispone a la abstención, a la reflexión, a la contestación simbólica, a la representación explícita,  formalmente elaborada, de lo real y lo posible, en definitiva, a la literatura.


La literatura, la verdadera, es desconcertante porque hace emerger a la superficie del papel, negro sobre blanco, las profundidades de la existencia que escapan a la conciencia ordinaria, la contradicen y la desmienten. Vivimos. Creemos. Compartimos cierto número de axiomas que forman la base de la voluntad práctica y delimitan la esfera de lo pensable. Las estructuras materiales del mundo están flanqueadas por representaciones colectivas. Nuestro sentido nos es entregado sin necesidad de haberlo pedido. Un hombre normal, si tal criatura existe, encuentra de inmediato las cosas tangibles de las que se ocupará, con el manual, con las directrices, que le guiarán en el espacio desordenado donde transcurrirán sus días.


Desde el primero de los privilegios, que es el de estar exento del trabajo productivo, la literatura ilumina, en contrapartida, el sentido oculto detrás del sentido común, la riqueza inagotable de un mundo sobre el que el trabajo cotidiano, la costumbre, la preocupación, la pereza, la fatiga, el olvido, han puesto su sello.


Durante mucho tiempo, la literatura sólo afectó a una pequeña parte de la población. Incluso en un país como Francia, cuya historia ha acompañado sin interrupción desde finales de la Edad Media, su difusión se ha visto obstaculizada por el analfabetismo, la persistencia de los dialectos en torno al núcleo geográfico, político y lingüístico de Île-de-France, y, finalmente, por el precio de los libros. Hace apenas cien años, un libro in-octavo encuadernado todavía costaba cuatro francos, es decir, ocho días de trabajo, pagados a cincuenta céntimos cada uno, de un trabajador agrícola. Hace sólo cincuenta años que dejamos de ser una nación rural. Incluso hoy en día, la distribución de la literatura pura, es decir, ajena a cualquier consideración comercial, sigue limitada a unos pocos miles de personas, sobretituladas en la mayoría de los casos y suficientemente acomodadas como para poder permitirse gastar ciento veinte francos en un volumen impreso. Curiosamente, no se observa que el número de lectores crezca paralelamente a la formación secundaria y superior de una parte ya significativa de la población. Las tiradas de Samuel Beckett, que rondaban los doscientos o trescientos ejemplares en los años cincuenta, cuando publicó Molloy o Godot, están fuera de toda proporción en relación a la enormidad universal de su contenido. Existe, lo sé, la formidable competencia de los nuevos medios de comunicación. El hecho es que las capas de significados en las que se hunde y muere la literatura parece mantener a raya a la mayoría de las personas que saben leer y escribir.


Pasemos a la cuestión de cómo la literatura se integra con el mundo contemporáneo.


Lo inmutable es el carácter paradójico que la literatura extrae de nacer en un lugar aparte, en un tiempo estático, apaciguado. Al retirarse de la asociación de acción y de discurso, el escritor adivina lo que la prisa, la excitación, los conflictos, la concentración de las energías y de la visión, han dejado en la sombra, y lo lleva al registro de la expresión. En este sentido, su tarea es la misma que en los tiempos  homéricos.


Lo que ha cambiado es que el ruido del mundo ya no es el sonido monótono del viento, de los ejes de los grandes carros gimientes, de las bestias, aderezado con algunas frases sobrias o enfáticas, que duró hasta el final de la Belle Epoque, hasta Alain-Fournier, quizás. Durante mucho tiempo, la literatura destacó sobre el telón de fondo de las eras de la lentitud, la de los campos, los bosques, y más tarde sobre el estruendo ensordecedor de las ciudades industriales. Nada impedía que el escritor se viera a sí mismo como el depositario de un verbo esparcido con moderación, el confidente de una boca sombría que recorre a su mediación para intentar llegar a un pueblo laborioso, más o menos analfabeto, como si fuera sordo y mudo. Gracq dice en alguna parte que este era todavía su sentimiento, en los años treinta, cuando escribió Au château d'Argol.


Tout a changé en l’espace d’une quarantaine d’années. Ce ne sont pas tant les bouleversements de la civilisation matérielle et morale qui ont affecté la littérature que l’aparition de corps de professionnels dont le travail consiste à produire le sens explicite du monde comme d’autres des marchandises à flux tendu, des services personnalisés, de la plus-value. Au silence champâtre, aux stupeurs de la société agraire traditionnelle ont succédé les communications de masse, l’offre concurrientelle, tapageuse, d’images, de visions qui se donnent pour l’explication de l’aventure que nous vivons, le sens audible, visible de la vie au seuil du nouveau millénaire. Qu’ils soiemnt très largement reçus, cela se vérifie à la modification rapide des façons d’agir, de sentir et de penser. Mais on ne voit pas plus que devant que la conscience enveloppe l’existence, que les hommes se tiennent en claire connaissance de cause à la hauteur des choses qu’ils ont, qu’ils font, de cette énigme entre toutes qu’ils sont.


Todo ha cambiado en el espacio de unos cuarenta años. No son tanto los trastornos de la civilización material y moral los que han afectado a la literatura, como la aparición de organismos de profesionales cuyo trabajo consiste en producir el significado explícito del mundo como otros producen bienes a demanda, servicios personalizados, plusvalía. El silencio rural, el letargo de la sociedad agraria tradicional, han sido sustituidos por las comunicaciones de masas, por una oferta competitiva, ostentosa, de imágenes, de visiones que se dan como explicación de la aventura que estamos viviendo, el sentido perceptible, visible, de la vida en el umbral del nuevo milenio. El hecho de que estos cambios sean ampliamente aceptados se confirma por la rápida modificación de las formas de actuar, de sentir y de pensar. Pero no es más evidente que, antes de que la conciencia envuelva a la existencia, los hombres están en inequívoco conocimiento de causa al mismo nivel de las cosas que ellos mismos tienen, que hacen, de este enigma entre todos lo que existen.


Este es el divorcio sostenido que alimenta y justifica la reflexión solitaria de los escritores. Una brecha de orden ontológico, por emplear una palabra egregia, separa la conciencia fragmentaria, oscura, que acompaña mal que bien al movimiento impetuoso de la vida, de la idea que se tiene de ella cuando uno se aisla para reflexionar sobre ella, para esclarecerla. La literatura se arraiga en esta brecha crucial. Se está gestando cada vez que alguien se retira y delibera, piensa,  detrás de la puerta de una habitación o de un despacho, en el tumulto de afuera.


Este retiro reflexivo es tan antiguo como la literatura. Es su condición necesaria pero no suficiente. La novedad, en cambio, es que se ha hecho accesible a un número relativamente grande de personas. En las sociedades de la copia única, el uso de la pluma estaba reservado a una ínfima minoría. La historia literaria, por supuesto, no es más que un espejismo. No conservamos de los autores del pasado más que aquellos que fueron capaces de dotar a la imagen de su tiempo, en sus libros, de la suficiente claridad, de vigor, para que sobreviviera a la desaparición de todo y pasara a la posteridad, en la que se convierte en la "profundidad presente". Son innumerables las obras que han caído en el olvido porque, desvinculadas de las cosas de que trataban, del momento que en que fueron engendradas, siguieron su destino, la desaparición y el olvido.


Hasta hace poco, la literatura poseía una serie de características permanentes, homogéneas, que se deducían directamente de las estructuras sociales. Era obra de un grupo dominante, masculino, cerrado, de aristócratas torpes en el uso de la espada, introvertidos o meditabundos, de burgueses versados en humanidades. Al principio, estos últimos estaban a sueldo de los primeros. Con el ascenso de su clase, adquirieron una autonomía de acción e inspiración cuya consecuencia fue que una parte, únicamente, de la vida encontró un reflejo en la literatura, la de los círculos acomodados, refinados. No es que los escritores no hubieran dado cabida en sus páginas a las clases trabajadoras. Pero los representaron desde el exterior, sin haber compartido nunca su condición.


El hecho principal de la segunda mitad del siglo XX es la generalización del acceso a la enseñanza secundaria y superior, en las que se aprende el uso predominante de la lengua. El número de escritores virtuales se puede contar a partir de ese momento por decenas, por cientos de miles, hecho que explicaría, en parte, la "inflación" crónica de novelas, con la búsqueda de oportunidades de beneficio  económico que son los premios literarios, en cada rentrée.


Grupos cuya experiencia nunca había cruzado el umbral de la expresión entraron en la literatura —las mujeres, los provincianos, los desertores del proletariado. De ahí la impresión de estallido provocado por el movimiento de vanguardia más o menos homogéneo que tuvo lugar en la década de 1960. El mundo ha entrado en una fase de agitación acelerada que afecta tanto a las líneas principales como a los pequeños detalles que conforman la trama y la textura de cada día. Los libros se hacen eco de ello.


Sin embargo, nunca hemos estado más inclinados ni mejor justificados para dudar de la naturaleza, del significado de lo que ocurre y de cómo se refleja en la página impresa. Todo va muy rápido. Lo que parecía eterno se va, mientras que hechos verdaderamente inimaginables hace unos años se instalan en el paisaje, esbozando la fisonomía de la extraña época en la que hemos entrado. Nunca lo real, el presente, ha sido más desconcertante que hoy. No sabemos en qué obras se están  dibujando sus rasgos. Sólo podemos suponer que están escritas, al margen, de acuerdo con la ley que prescribe para la literatura la sombra y la ausencia, y que el tiempo posterior, que no veremos, las volverá a reunir.

19 de diciembre de 2022

La rastra


La rastra. Joy Willliams. Seix Barral, 2022
Traducción de Javier Calvo

Todo retrato literario de una sociedad ficticia debería contener tantos indicios como fueran  imprescindibles al lector para comprenderla, asumir sus características, situarse en ella y, a través de un fenómeno parecido a la asimilación, que tiene mucho de confrontación, poder anticipar y prever las reacciones de los personajes, sus efectos en la colectividad ficticia y la posibilidad de entresacar aquellas circunstancias que, por un proceso de equiparación, podrían aplicarse a la sociedad del propio lector. Esta condición ha sido válida para toda la literatura, con honrosas y extemporáneas excepciones, desde sus inicios hasta principios del siglo XX; a partir del modernismo, por poner un límite temporal tan impreciso como accesible, esta regla, junto con otras que parecían indiscutibles, dejó de ser válida: el escritor abandonó al lector, cuando no lo maltrató directamente, en manos de una ficción indescifrable según los estándares establecidos; es más, lo dejó de tener en cuenta. ¿Cuál era, entonces, el papel del lector? Supongo que sesudos críticos deben estar ocupados desentrañando la cuestión, buscando paralelismos en la naturaleza o en el mercado, pero, por lo que parece a las mentes iletradas como la de este lector, las respuestas que han formulado tienen una validez demasiado provisional y una vida muy corta.
«¿Crees que la gente escribe libros para sembrar el caos o por alguna otra razón?»
Joy Williams es una autora a la que mis limitados conocimientos no han logrado encasillar; leí con gusto creciente sus novelas traducidas al castellano y, cuando tenía la sensación de que había encontrado a una escritora que sabía conjugar con maestría los logros indiscutibles de la literatura clásica ―entendiendo por clásica la escrita hasta la sacudida mencionada con anterioridad― con los recursos más modernos, me llegó a las manos su volumen antológico de relatos; en él, Williams rompía, o así me lo pareció, con aquella escritora resiliente, complaciente con el lector y compasiva con sus personajes; había que cambiar de receptores para comprender a esa autora de relatos breves y asimilar que se trataba de una misma persona.

Es en ese cambio en el que, probablemente, se sitúa La rastra (Harrow, 2021), la nueva novela de Williams que, a criterio de este lector, aúna, definitiva y afortunadamente, a ambas escritoras; un reto tal vez innecesario para la carrera de una autora con una obra no muy copiosa pero notable, pero que, como lector, puede considerarse una especie de culminación de una trayectoria muy relevante.

La rastra narra la búsqueda, por parte de Khristen, de su madre, después de que esta haya desaparecido de su vida para trasladarse a un complejo turístico que consiste, fundamentalmente, en un nicho de muertos vivientes de los que se ha dado en llamar "retiro espiritual" ―a semejanza de los padres del desierto, que se aislaban allí para luchar contra el diablo; lejos de la civilización, con el fin de salvarla―, tan ansiado tanto por los descastados y anacrónicos hippies de primera generación como por los ofuscados seguidores de las innombrables teorías new age

En este caso, la revelación que parece imponerse en esa tropa de displicentes analfabetos ávidos de conjeturas tan incomprensibles como injustificables es la necesidad de abandonar la naturaleza a su suerte y sustituirla por la tecnología.

«El pasado solo es una construcción gramatical».

De hecho, Khristen es el paradigma de la hija de una desestructurada familia de hippies de esa malograda primera hornada, colgados aún de sus historias, del alcohol y de las drogas, cuyas consecuencias recaen sobre sus hijos. La época, ubicada en un futuro indeterminado pero, por los indicios, alarmantemente próximo, es designada como "el umbral", el momento en el cual la civilización se desentiende de la naturaleza y se vuelva hacia la tecnología, aunque sea a costa de aquella; una corriente de pensamiento y de acción que pretende ignorar la realidad y que se mueve bajo la ficción de que todo irá bien.

«Nuestro desarrollo espiritual se basa en trascender la naturaleza. Es nuestro destino moral dominar tecnológicamente la Tierra. En cuanto dejemos atrás este engorro, el entorno artificial inventado, mejorado y gestionado será encantador».

El mundo conocido, que no se ha extinguido por negligencia de sus habitantes, sino por decisión voluntaria, consciente y explícita, se convierte en un repositorio de historias cada vez más escaso, cada vez más primitivo, a medida que van muriendo los depositarios de un pasado lejano, olvidado; y así hasta llegar a la ficción, cuando no queda nadie que haya vivido las historias que se cuentan, cuando han desaparecido los testigos, aquellas pierden cualquier contacto con la realidad y el mundo olvida su pasado para siempre. 

«Creo que el mundo se está muriendo porque ya apenas podíamos ver sus maravillas. Va a seguir ahí, pero cada vez menguará más y más  hasta que termine concordando con lo que sentimos por él».

Esa inculturación conlleva el surgimiento de ciertos individuos a los que la desesperación convierte en egocéntricos, que cambian la angustia por el individualismo radical, ya que la esperanza lleva tanto tiempo desaparecida que ya no puede considerarse como  recurso.

«Ciertamente nadie esperaba que los viejos plantearan dificultades. Los viejos resultaban tolerables siempre y cuando fueran lo bastante razonables y responsables como para hacer sitio a la primera oportunidad a los que venían después, a los nuevos, a los recién llegados. Ya hacía tiempo que las "comunidades de retiro" y los "centros de residencia asistida" se habían quedado obsoletos, porque ya no generaban beneficios adecuados para sus accionistas. A los ancianos se los animaba a que dejaran atrás la vida y ellos obedecían sin apenas protestas y con una ausencia sorprendente de pesar».

Otros recursos relativos a la autora en este blog:

Notas de Lectura de El hijo cambiado.

Notas de Lectura de Estado de gracia

Fe de Lectura de Los vivos y los muertos

Notas de Lectura de Cuentos escogidos

16 de diciembre de 2022

Pesadillas electromagnéticas


Pesadillas electromagnéticas de la ciencia-ficción japonesa. Juza Unno. Satori Ediciones, 2022
Traducción, notas y apéndices de Daniel Aguilar

Juza Unno fue un escritor japonés especialista en relatos cortos publicados, a menudo por entregas, en revistas de amplia difusión, en el equivalente a las pulp fiction occidentales. Su carácter precursor en la ciencia-ficción japonesa moderna, parece fuera de toda duda, y aunque algunos de los relatos se desarrollan siguiendo los lugares comunes clásicos del género, mezcló elementos policíacos ―un personaje que aparece en varios de sus relatos es Homura, una especie de Sherlock Holmes que resuelve casos de asesinato gracias a su intuición y al recurso a la ciencia―, sobrenaturales ―en la tradición de la literatura fantástica―, científicos ―tomando a la ciencia, en ambientes acientíficos,  como productora de efectos considerados popularmente como mágicos; algunos se ubican en los comienzos de la cibernética, cuando los humanoides y demás mecanismos son solamente instrumentos que obedecen (o no) órdenes― e incluso eróticos.

Algunos de los tremas tratados en los relatos de la antología forman ya parte de la historia del género: el condicionamiento de la población, en este caso mediante la música; el teletransporte; la conquista de la luna; la invasión de la Tierra por parte de las hordas marcianas; y el durmiente criocongelado que despierta mil años después.

12 de diciembre de 2022

Fábulas de robots


Fábulas de robots. Stanislaw Lem. Editorial Impedimenta, 2022
Traducción de Jadwiga Maurizio

La ciencia-ficción es un género literario en el que raramente coinciden la experimentación en la forma narrativa y el sentido del humor. Esta generalización, como todas, tiene tantas excepciones que más que una regla parece una afirmación infundada y gratuita; sin embargo, tal vez como consecuencia de ser un género narrativo relativamente joven, muy pocas de las que se pueden coinsiderar como obras maestras de esa categoría, con todas las excepciones que se quiera, están basadas en la comicidad.

Es cierto, y evidente, que el término ciencia-ficción acoge en su seno a una variedad prácticamente inagotable de narrativa; una de ellas, que viene a cuento en esta ocasión, se basa en la procedencia geográfica y política de los autores: no es lo mismo, más allá de la unificación por género, la SF occidental de la época dorada, a mediados del siglo pasado, que la escrita en Europa oriental bajo el régimen soviético ―por no hablar de la procedente de extremo oriente, prácticamente desconocida―; las condiciones bajo las que se escribía y publicaba en la órbita de la U.R.S.S. provocaron la emergencia de un subgénero, sin parangón en el resto de literaturas, en el que la caricatura, la parodia, en definitiva, el sentido del humor, no solo estaba presente, sino que constituía un enfoque fundamental que, dicho sea de paso, sirvió, en numerosas ocasiones, para burlar la férrea censura de los funcionarios encargados de fiscalizar cualquier atisbo de desviacionismo.

Stranislaw Lem es uno de los escritores del género procedente del otro lado del telón de acero que escribió algunos de los grandes títulos de la SF seria, pero que reservó parte de su producción para la recreación humorística de un poco probable futuro. En Fábulas de robots apuesta por la recreación de algunos relatos de la tradición literaria trasladados al mundo cibernético, un divertimento altamente provocador ―al menos, leído desde la perspectiva humana―; es un Lem lejano del autor de Solaris o El invencible y más próximo al ciclo del piloto Pirx, pero de ninguna manera puede considerarse una producción menor o de peor calidad que sus obras maestras.

La simple enumeración de algunos argumentos debería proporcionar información suficiente para percibir la orientación de los relatos que incluye: la prepotencia de los colonizadores y la ignorancia y el menosprecio hacia las particularidades de los indígenas, lo que les sume en el fracaso de su misión; 
una Bella Durmiente mecánica es salvada de su letargo por un guerrero que ha conseguido vencer, mediante la astucia, la prueba a que fue sometido por el padre de la dormida, consistente en vencer al ser más malvado del universo conocido, Paliducho, un Homo antropos; el origen y la expansión del universo derivan de la pugna entre dos constructores, uno que pretendía contener el todo en un fragmento mínimo de materia y el que quería la materia abarcara el todo: la energía contra la masa; los excesos de la cibernética pueden enfrentar al ser humano a su propia némesis, pero por muy complejo que sea el problema, la solución más efectiva suele ser la más sencilla; un Robinson Crusoe mecánico se salva de un naufragio junto con un peculiar amigo, cuyos consejos, razonables y sensatos, se empeña en rechazar, a pesar de su aplastrante lógica; un aburrido rey mecánico reta a tres sabios para que le cuenten una historia bajo la condición de que si le entretiene, les perdonará la vida, y si se aburre, los sacrificará, y solo se salva el tercero que, más que contarle una historia, lo pone frente a frente a su propia irrelevancia; un rey irrazonablemente aprensivo elimina a toda su familia por temor a ser derrocado, pero no puede acabar con su temor, que será el que provocará su desaparición; una máquiona está a punto de aniquilar el universo por la envidia de un científico que no cree en sus habilidades.

Otros recursos relativos al autor en este blog:
Notas de Lectura de El profesor A. Donda
Notas de Lectura de El invencible

Notas de Lectura de Memorias encontradas en una bañera

Notas de Lectura de Astronautas

Notas de Lectura de La Voz del Amo

Fe de Lectura de Máscara

Notas de Lectura de La fiebre del heno

Notas de Lectura de Summa Technologiae

5 de diciembre de 2022

Les Trois Mousquetaires II



Pierre Bergounioux publicó el año 2001 en Les Flohic Éditeurs en pequeño volumen titulado B-17G, de cuya traducción al castellano, de manos de la tristemente malograda Ediciones Alfabia ―la editorial francesa también cerró en 2006― en  2011, ya se ha hablado en este blog. El texto, que no alcanza las 80 páginas en tipografía generosa, se acompañó de un posfacio de Pierre Michon, titulado Smith, nombre que Bergounioux presta al ametrallador de la aeronave americana ―conocida como Fortaleza Volante― ametrallada por el pequeño  Focke-Wulf alemán.

El texto de ese breve pero iluminador, extraordinario posfacio lo transcribo a continuación; la traducción es mía, así que reitero mi ruego de vuestra indulgencia en todo cuanto afecte al texto en castellano; como ya dije anteriormente, no soy traductor profesional y mi único mérito es un exiguo conocimiento de la lengua francesa.

SMITH

Un avión de caza y un bombardero ―que es la presa favorita del cazador. Un B-17G americano en la mira de un Focke-Wulf alemán. Un relato de caza pues, como Moby Dick y Hunter's Tracks. Pero el Focke-Wulf disfruta sobre su homólogo con arpón de la ventaja particular de que puede filmar el tiro al blanco a la vez que opera. Mata y representa a un mismo tiempo la muerte: sus metralletas están unidas a las cámaras, sus metralletas son cámaras, su armamento es algo parecido a un bolígrafo   que escribe muy rápido, en taquigrafía (una taquigrafía mecánica muy expeditiva, que en breve será  informática) lo que hace, o más bien deshace. El caza es a la vez una mano de asesino y una mano de  escritor. Su cometido es evidente.

El del otro, el bombardero, no lo es menos; va a suceder, sucede, ya ha sucedido. Es la víctima, la masa colosal que se desploma, la ballena jorobada o el elefante. Una vaca en un pasadizo. Si el caza es la mano, el bombardero es el cuerpo, ya que hace falta un cuerpo para que la bala, la pluma, el pensamiento, las semi-abstracciones ofensivas, tengan un propósito y un sentido absoluto. Puede que sea mucho cuerpo, todo lo que se considera cuerpo ante el deseo asesino de un hombre, un cazador, que escribe lo que desea y lo mata. Cuerpos, no existe más que eso finalmente: el cuerpo del adversario, el del rival, el del padre, el cuerpo del cordero todavía en pie (a eso se le llama la presa), el cuerpo de la mujer, el de la madre, las poderosas momias de los ancestros. La mano del que escribe, del escritor, tiene también su propio cuerpo, su masa inerte, su carcasa con sus ángulos muertos, el cuerpo del autor.

En el gran cuerpo de aluminio «de formas perfectas» que va a desplomarse, a explotar, puede que logre alcanzar el lugar brillante donde se hallan el alba y los rayos, se cobijan diez corpúsculos, los cuerpos de hombres muy jóvenes. Entre ellos, Pierre B. no se contuvo a la hora de representarlo como si fuera su propio cuerpo, el cuerpo que tenía a los dieciocho años, cuando estaba bien vivo, cuando muera: se llama Smith, nació en Dakota, se acabó lo que se daba.

El autor envía su cuerpo de dieciocho años a veinte mil pies por encima de Alemania, y lo mata.

Se llama Smith. Es un ametrallador de porta en este caso el de babor, el de la izquierda. Smith es el comodín de los patronímicos anglo-americanos, como Dupont el de los franceses, y podríamos dejarlo así. Pero, ya que es en una obra de Pierre B. donde aparece ese comodín, hay que pensar en el significado original, en el nombre común, the smith, que significa herrero. Es un oficio del que Pierre B. ha hablado mucho aquí y allá. Él ha conocido a los herreros y los ha puesto en sus libros. Seguramente los ha encontrado muchas veces también en sus lecturas eruditas de adolescente en la biblioteca de Brive, en los relatos de viejos antropólogos: estos le han enseñado (lo que adivinó o ya había verificado) que el herrero de las sociedades antiguas tiene un estatus particular, que se lo mantiene al margen como un zíngaro o fervientemente venerado como un chamán, que viene a ser  lo mismo. Y es bastante lógico: del fuego y de un caldero letal, hace salir por arte de magia grandes hojas que cortan. No es, como se pudiera creer, un oficio desaparecido en Europa: Pierre B. lo perpetúa transformándolo, tal y como hace con muchas otras cosas. Él esculpe los metales. Él martillea las hachas de cobre a la manera de los técnicos del Calcolítico. Él suelda al arco figuras afiladas y complejas, cuyos elementos son recuperados de viejas máquinas agrícolas, y que ya han pasado pues una primera vez por las manos del herrero, una primera vez convertidas en láminas por un primer herrero. Forja lo que ya ha forjado el herrero. Pierre B. es un smith, como el herrero de la porta de la izquierda.

Lo nombra en la página 66, entre guiones: «Smith, supongamos». Estamos en un relato de cacería, ya lo he dicho, del que Moby Dick es el paradigma occidental. Tal vez se recuerde que el incisivo íncipit de ese libro, en la traducción de Giono, es decir, en la que seguramente Pierre B. lo leyó por primera vez, es: «Me llamo Ismael, supongamos». Ismael es el narrador, pero es también el mismo Melville, el joven Melville, en la época en la que servía, viviendo en el límite, en los barcos balleneros, antes de hacer chirriar su pluma por los siglos de los siglos en la capitanía del puerto de Nueva York, en el servicio de aduanas.

Ismael es el autor, el superviviente que narra. Es el cazador, el cazador de ballenas, el que sostiene el arpón. Es también la presa, uno de los corpúsculos juveniles que pueblan el Pequod cuando la ballena asesina lo ha enviado al fondo con toda su tripulación y el único que ha podido  milagrosamente abrir su paracaídas, aferrarse a una tabla de salvación que era un ataúd. Y no  importa Ismael.

Lo que pienso, es que el «Smith, supongamos» está escrito con y por encima del «Ismael, supongamos». Está extraído de Melville. O presumiblemente es la vieja voz del fantasma de Melville la que resuena aquí, ya fuera Pierre B. claramente consciente o no ―nadie puede tener conciencia al mismo tiempo de todos los innumerables fantasmas que hablan con su voz. Pierre B. no tiene por qué saber qué fantasma en concreto sujeta en ese momento su pluma, como tampoco de conocer por su nombre al herrero que desmantela y recombina la vieja herramienta la cuchilla afilada de una segadora mecánica, supongamos. En el desguace o en la biblioteca, uno recupera los trozos de la cuchilla segadora que coloca de otro modo. Pierre B. escribe lo que otros escritores escribieron antes que él con precisión, escrito de otra manera, actividad que se practica desde hace tres o cuatro mil años con el nombre de literatura. Brinda una nueva precisión, reafila la cuchilla segadora. Cambia el ángulo de corte.

En La persecución y el arte de escribir, el libro en el que Leo Strauss ofrece algunas herramientas útiles para mantener el aspecto biempensante cuando se piensa en ciertos horrores, este autor observa, y haríamos bien en creerlo: «Un hombre aprende a escribir bien leyendo buenos libros, leyendo con un cuidado extremo los libros que se han escrito con un cuidado extremo». Pierre B. ha leído Moby Dick con un cuidado extremo. Todo aquel que lo ha leído de igual modo puede aventurar que hoy, tras la aparición en 1941 de la novela de Melville traducida por Giono, todo patronímico aventurado, aventurero, seguido y como reforzado de ese aventurero «supongamos», es un cartucho que contiene el nombre del autor, su pseudónimo, una señal de la aparición del autor en su obra. «Fulano, supongamos», quiere decir: soy yo. Soy yo cuando era joven. Era yo.

Smith proviene de las calles apacibles, inocentes, de Saint Paul, en Dakota. Está en pleno Middle West, en el Lemosín pues, de Brive, pensamos inmediatamente y no nos equivocamos. Pero algo nos choca: Pierre B. no precisa si es la Dakota del Norte o la del Sur, y me parece que hay dos estados con este nombre, dos Dakotas, como hay dos Virginias. Me extraña que haya dejado en la indeterminación un punto geográfico, no forma parte de sus costumbres. Voy pues a verificarlo. Abro un atlas por la página de América. Saint Paul no es la capital de una de las dos Dakotas, sino la del estado oriental vecino: Minnesota. La de Dakota septentrional es Bismarck. La mirada desciende  un poco en busca de la capital de Dakota meridional, allí está, despunta ante mis ojos: se llama Pierre.

Pierre B. abre sus mapas y sus atlas. Busca una ciudad del Middle West para sacar a su Smith, alojar a su Smith, grabar este nombre en un monumento a los caídos bajo la bandera estrellada, lamentar no poder enterrarlo, ya que su cuerpo está disperso por el éter. Por un instante piensa complacientamente en algo que se parezca a Brive, igual que hicimos nosotros, cándidos lectores. Busca una ciudad mediana provista de escuelas secundarias. Su mirada se desliza sobre el Middle West, la bocana entre las Rocosas y los lagos. Wichita, Bismarck, Topeca, nada terrible. Jefferson, incongruente, faulkneriano. Saint Louis, demasiado blues. Des Moines, los monjes, demasiado efecto a bajo coste. Pierre, piedra, despunta ante sus ojos. Ríe. Puede ver claramente, en el cementerio de Pierre bajo la bandera estrellada, el nombre de Smith grabado sobre una tumba vacía. Escribe inmediatamente: «las calles inocentes, apacibles, de Pierre (Dakota del Sur)». Ya está bien por hoy. Se levanta, va a pescar truchas.

Al día siguiente, antes de la aurora, se relee. Piensa en el saludable principio del disimulo. Lo reconsidera. Aplica el disimulo al arte de escribir. Coge de nuevo su atlas. Ve, no lejos de Pierre, el nombre de otro apóstol. Tacha, cambia su toponimia ingenua. Escribe en su lugar: «las calles inocentes, apacibles, de Saint Paul (Dakota)» sabiendo no hay ningún Saint Paul en Dakota, y que además no existe un Dakota a secas. Sonríe.

Podríamos detenernos un poco en Dakota del Sur, ya que Pierre B. no tuvo más que abrir su atlas para darse cuenta de que su historia de los bombarderos empezaba allí. Es un rectángulo. Del Sioux River al este hasta las Black Hills al oeste, montañas vitales a su juicio y por las cuales combatieron, el corazón de los antiguos territorios de caza de los Sioux Lakota, o Dakota, como se quiera. Pero los Sioux, a Smith no le importan, en su bombardero. Tiene miedo, tiene frío.

Querríamos hacer algo bueno por Smith. Darle un recuerdo épico, que pueda ayudarlo a pasar al otro lado, alguna cosa que provenga a la vez del niño que fue y de la gran historia heroica. Puede que una de las cosas que ve, en su pensamiento, justo antes de que el Focke-Wulf lo expida hacia la eternidad, sea el Monte Rushmore.

La idea del Monte Rushmore, de la cuádruple efigie monumental de los presidentes americanos esculpidos en la misma montaña, germinó tras la Gran Guerra en la mente de un emperillado local, Doane Robinson, miembro de la Sociedad histórica de Dakota del Sur. Su proyecto inicial, delirante, de colegial lemosín, pretendía incluir al general Custer, a Buffalo Bill, a los exploradores del Missouri Lewis y Clark, al jefe sioux Caballo Loco. Su propuesta hizo reír a las altas instancias a las que la sometió. Pero como era testarudo, lemosín, redujo su idea a los cuatro presidentes más importantes de los Estados Unidos y el proyecto fue aceptado. El lugar escogido estaba en las Black Hills, en Dakota del Sur. El monumento fue inaugurado en 1927 por el presidente en funciones Coolidge ―el 15 de junio de 1927: Coolidge tuvo el tiempo justo para saltar al tren, ya que el día anterior, en Washington, condecoró a Lindgergh por su primera travesía del Atlántico en avión.

Se podría pensar que aquel año y los siguientes, los indígenas afluyeron en familia al lugar, el domingo. Y que entre ellos se encontraba el pequeño Smith, pegado a la falda de su madre. Tiene siete años. Ve, allá arriba, la cuádruple representación irrefutable del poder político, los cuatro gigantes de granito, de izquierda a derecha Washington, Jefferson, el primer Roosevelt, Lincoln. No tiene todavía la edad de poder decirse que eso que ve no tiene equivalente en el mundo salvo, tal vez,  muy al este, el Ramsés de cuatro veces su tamaño sobre el acantilado de Abu Simbel. El pequeño Smith está seguramente un poco asustado, también desconcertado: su padre habla con una voz extraña de ese Lincoln, el que lleva una barba de cuáquero, que nació en una cabaña de troncos en un bosque de Kentucky, que se atrevió a ver en sueños La Casa Blanca, que gracias a los libros cumplió su sueño, y que murió por ello. Se agarra a la falda de su madre. Esos gigantes de ciento cincuenta pies lo aplastan. Ve su padre, que es tendero en Pierre, también aplastado, su renuncia y su pinta de payaso zurrado, sus órdenes verbales, su voz conmovida de hombre aplastado con aspecto de no estarlo. El padre habla valientemente de Lincoln.

Lo que el hijo ve, en ese sitio hecho a medida, lo que puede decirse, es que entre la aterradora, la  apasionante historia universal escrita en granito y su propia historia, es decir, la de sus padres, existe una gran desproporción. Y esa desproporción engendra una frustración. Pero quizá también escuche, en la voz de su padre aplastado: cualquier americano, dice el hombre aplastado, cualquier palurdo de Dakota puede, como ese Lincoln, convertirse en presidente de los Estados Unidos, si se instruye. Por qué no. A los diecisiete años, Smith entra en la Escuela de Minas, lo que le valdrá para ser destinado a la aviación en el momento oportuno. Piensa a veces en el Monte Rushmore, desde  cuyas alturas Lincoln llama.

A los diecinueve años, en la vertical del Rin, temblando de miedo y de frío en la porta de un bombardero, piensa de repente en ello. El caza alemán está ahí, invisible en el ángulo muerto del B-17, ajusta pausadamente su punto de mira. Smith es un cordero que hay que sacrificar, lo sabe. Se sume en el pasado. Está entre las faldas de su madre, la mirada dirigida hacia lo alto. Oye a su padre decir: Casa Blanca. Mira al padre Abraham Lincoln. Es de embriaguez que está temblando. Ríe. El cielo es blanco y azul. Grita: puede ser que me convierta en presidente, si salgo de esta. El Focke-Wulf activa sus metralletas. Lo real es un obús de pequeño calibre. Smith se disemina en lo azul, en la Casa Azul.