30 de marzo de 2020

El suscitador

El suscitador. Apuntes sobre Francis Ponge. Alfonso Barguñó Viana.
Hurtado-Ortega, 2020
«Escribimos para reposar el pensamiento».
Apenas cuatro títulos disponibles en la totalidad del fondo editorial publicado en España; nadie lee a Ponge en castellano. Eso, tratándose de un autor considerado fundamental en la literatura francesa del siglo XX que mereció su publicación en la Bibliothèque de la Pléiade, la confirmación de escritor canónico en el país vecino; sin embargo, su inexplicable ausencia en los listados de influencia y la parquedad de ediciones en Francia hacen levantar la sospecha de que pocos, muy pocos franceses lo leen en original. Los editores de este libro se preguntan el por qué de esa paradoja; este post no va ni siquiera a intentar responder a esta pregunta —entre otras razones por la falta de capacitación de este redactor ante la cuestión; este post no es más que balbuceo entusiasmado y voluntarioso, lean ustedes el libro de Alfonso Barguñó y las hallarán— sino que va a aportar algunas de las razones por las que debería leerse a Francis Ponge.

Inclasificable donde los haya, Ponge era partidario del silencio antes que del balbuceo. Bueno, como se puede comprender, este no es un antecedente muy favorable para conseguir lectores, claro. Afectado en su juventud por una variedad de afasia que se manifestaba en situaciones comprometidas y que le imposibilitaba para la expresión oral, su apuesta, a mediados del siglo XX, en pleno auge de las corrientes literarias dominantes —surrealismo, existencialismo, Nouveau roman, doctrinas con las que tuvo contacto pero a las que no se adscribió— se orientó hacia la generación de un nuevo clasicismo que debía recuperar los parámetros programarios de los clasicismos anteriores, pero bajo el marchamo de la modernidad. El paradigma, consecuente con su preferencia por el silencio ante la palabrería, es el cambio de la retórica por la precisión, convencido de que la lengua francesa histórica posee suficientes recursos para expresar todo lo expresable —o, mejor dicho, todo lo que vale la pena expresar—; el lenguaje, cuanto más rebuscado más superficial: cuando se logra prescindir de la gesticulación, todo el acento se concentra en el mensaje.
«L'espoir est donc dans une poésie par laquelle le monde envahisse à ce point l'esprit de l'homme qu'il en perde à peu près la parole, puis réinvente un jargon. Les poètes son les ambassadeurs du monde muet. Comme tels, ils balbutient, els murmurent, ils s'enfoncent dans la nuit du logos, —jusqu'à ce qu'enfin ils se retrouvent au nivel des RACINES, où se confondent les choses et les formulations». Le monde muet est notre seule patrie.
Si un texto acabado —es decir, considerado acabado por el autor, el único que disfruta de esa potestad parece realmente un esbozo, ¿quién está en posesión de la perspectiva correcta, el autor o el lector? Tal vez algunos de estos últimos no estemos capacitados para deleitarnos con esa clase de literatura; quizás el fondo de la cuestión se halle en la constatación de que el autor no escribió ese libro para nosotros —¡vaya cura de humildad, eh, compañero!—. Tal vez el escritor, como todos los grandes escritores que le han precedido, soslayando la existencia del lector, escribe su libro solo para sí mismo y, de esa manera, legar a la posteridad la huella de su ausencia.

Ya que no puede pretenderse abarcar la totalidad de forma acumulativa, la opción correcta parece ser intentarlo por simplificación, eliminar todo lo accesorio para centrarse en lo elemental y tratarlo desde un punto de vista lo más simplificado posible, justo hasta el límite a partir del cual pierde el significado —con la clara convicción, no obstante, de que cuanto más nos acerquemos a nuestro objetivo más próximos estaremos del fracaso, pero no por ello debemos renunciar. Es una cuestión ética—.

En todo caso, sorprende la actitud bipolar de la mayor parte de la crítica y del establishment cultural franceses: a épocas de completa indiferencia, sobre todo de las autoridades políticas —la de los contrarios a su apuesta estética va de soi—, suceden instantes de reconocimiento, propiciados en general por autores más jóvenes que elogian su legado. El olvido provocado, el efecto descubrimiento, la intencionalidad política... Uno tiene la sensación de que ni los unos ni los  otros tienen en cuenta las cuestiones literarias que son las que deberían regir las consideraciones de la crítica; y de que ese tratamiento propiciado por la ignorancia debe tener mucho que ver con la respuesta a la pregunta de los editores que encabeza este escrito.

A pesar del hálito que expira su obra, parece tarea cuanto menos vana —cuando no malintencionada— intentar encerrarla en la celda del cliché. La literatura francesa, tan revolucionaria como previsible, se vio sacudida en tal medida por la aportación de Francis Ponge que algunos de sus más preclaros representantes —cuyos nombres, sobradamente conocidos y reconocidos me ahorro de citar— han decidido seguir sus huellas con la admiración del devoto. ¿La paradoja —pongiana—? Uno de los autores más refractarios a las escuelas —ninguna pudo con él, aunque más de una fantaseó con haberlo expulsado de su seno por, curiosamente, indisciplina— terminó, involuntariamente, creando escuela.

Historiadores de la literatura, popes de esa nueva ficción denominada literatura comparada y expertos en lenguas tal vez podrían estudiar el pálpito que le sobreviene al lector pongiano ante sus textos: ¿fue imprescindible la existencia de Ponge para, con el cambio que supuso, revivir el francés como lengua literaria? ¿Debe formar parte de la nómina de autores que socavaron el paradigma existente? ¿Qué escritores no hubiesen sido posibles sin el antecedente de Ponge? ¿Se puede asimilar su caso, funcionalmente, al de su admirado François de Malherbe, otro partidario de la sobriedad clásica ante los excesos de la exhuberancia? 

Preguntas que, si nadie lee a Ponge, nadie sabrá responder.

Pour un Malherbe. Francis Ponge. Gallimard, 1965

  • Por más que su formulación debe poseer cierto orden, el pensamiento creador o es anárquico o no es.
  • A pesar de que el razonamiento no puede descomponerse en partes incompletas, el pensamiento creador es fragmentario o no es.
  • Aunque sea imprescindible ahondar en la racionalidad de los argumentos, el pensamiento creador o es paradójico o no es.
  • Por más que sus premisas precisen de toda la consistencia, el pensamiento creador o es frágil o no es.
  • Si bien el lenguaje es limitado para abarcarlo, el pensamiento creador o es expresable mediante la lengua o no es. 
  • Aunque parta de formulaciones metafóricas, el pensamiento creador es material o no es.
  • Pese a que su punto de partida sea fenoménico, el pensamiento creador es nouménico o no es.
  • Por más que no deba demorarse en curvas infructuosas, el pensamiento creador o es oblicuo o no es.
  • Bien que es aconsejable que se direccione hacia un objeto, el pensamiento creador o tiene método o no es.
  • Es posible un pensamiento creador sin conclusiones.
  • El pensamiento creador o es libre o no es. 
Otros recursos relativos al autor en este blog:
Notas de Lectura de El partit pres de les coses
Notas de Lectura de El sabó

28 de marzo de 2020

La Comuna de París

La Comuna de París. Diario del sitio y la Comuna de París 1870-1871
Edmond de Goncourt. Editorial Pepitas de Calabaza, 2020
Edición y traducción de Julio Monteverde  
Los Diarios, la ópera magna de los hermanos Edmond y Jules Goncourt, están compuestos, originalmente, por ocho volúmenes de anotaciones relativas a la escena literaria y también social de Francia, en particular de París, desde 1851 hasta 1895, y fueron escritos en colaboración, aunque Jules fue su principal redactor hasta la fecha de su muerte. El texto original de esta edición corresponde al primer volumen de la segunda serie del Diario titulado 1870-1871, y recoge las entradas desde el 26 de junio de 1870 hasta el 20 de junio de 1871, descartando el resto de entradas, que se prolongan en el tomo original hasta el 26 de diciembre de ese mismo año, para centrarse en las relativas al período de sitio de París por las tropas prusianas y la proclamación y posterior derrota de la Comuna. Es el primer tomo del Diario que Edmond escribe en solitario después de la muerte de Jules el 20 de junio de 1870.

La Comuna de París fue un movimiento insurreccional de corte socialista y autogestionario que tuvo lugar en la capital entre el 18 de marzo y el 28 de mayo de 1871 como consecuencia del vacío de poder provocado por la derrota de las tropas imperiales en su enfrentamiento contra Prusia y aprovechando el descontento de la población por la huida a Versalles del gobierno legítimo


El punto de partida del volumen lo constituye el profundo dolor por la reciente ausencia de su hermano Jules, tristeza a la que va resignándose para sustituirla por la indignación provocada por la situación política que se va desvelando como resultado de la guerra con Prusia, cuyo curso empieza a ser contrario a los intereses de Francia y cuyas consecuencias empiezan a hacerse patentes en la capital. 

La visión aristocrática y desconsiderada del pueblo llano queda patente en su anotación del 21 de septiembre de 1870:
«Miércoles 21 de septiembre (1870). Hoy, aniversario de la proclamación de la República, tiene lugar una manifestación de viejos delincuentes y jóvenes atildados, al frente de la cual va un gran cuadro en el que aparece dibujada la figura de la Libertad, traspasada por la luz de las antorchas elevadas tras el cuadro —un verdadero símbolo de la ambigüedad que me asquea de esta libertad y de este pueblo de fanfarrones—».
Edmond reseña su asistencia a reuniones, salones y cenas con lo más florido del movimiento reaccionario, donde parece haber una competición por exponer diversas y contradictorias soluciones a la situación, ninguna de ellas democrática ni por asomo, desde un punto de vista aristocrático y clasista consistente en tomar el poder, a cualquier precio, responsabilizando de la situación perentoria de la Patria a las derrotas bélicas.
«Sábado 22 de octubre (1870). Esta ciudad, de la que antaño podía señalar el emplazamiento exacto a más de diez leguas por el resplandor que proyectaba en la zona del cielo que le servía de techo, esta ciudad que casi mantenía el día durante la noche con la iluminación de sus comercios, sus cafés, sus cien mil puntos de luz, se ha vuelto oscura. Y este negro, estas tinieblas nuevas cambian París, imprimen a sus barrios más recientes un aspecto envejecido, los hacen retroceder, los sumergen en el pasado. Uno se pasea por piedras oscuras sin reconocerla, sorprendido, incluso un poco inquieto por su rumbo».
De hecho, y debido a lo excepcional de la situación tanto personal como política, el Diario deja de lado la vida literaria de París, el verdadero leit motiv de la obra en su conjunto, para centrarse en la vida particular y en el comentario de los incidentes provocados por la guerra y por la progresiva insurrección del pueblo de París que culminará el 28 de marzo de 1871 con la Proclamación de la Comuna. La situación política después de la capitulación es motivo de grave preocupación para Goncourt: 
«Domingo 26 de febrero (1871). Existe una gran ironía, una ironía divina, que me parece que se complace en echar por tierra los planes humanos. En este tiempo de sufragio universal, de disposición de los asuntos y el gobierno del país por todos los ciudadanos, jamás, jamás, la voluntad de uno solo, ya sea Favre o Thiers, ha dispuesto de manera tan despótica de los destinos de Francia, manteniendo en una ignorancia mayor a todos los ciudadanos acerca de lo que sucede, sobre todo de lo que se hace en su nombre».
La situación provocada por el nuevo entorno social tiene, para Edmond, graves inconvenientes: la falta de pescado en los restaurantes, el cambio de la ternera por la carne de caballo y de la mantequilla por la grasa de animales desconocidos, el ruido constante en las calles, el insomnio provocado por las descargas de los cañones y la invasión del pueblo llano de los barrios exclusivos. Pero Goncourt no es un pesimista patológico, así que también observa algunas ventajas: el componente estético de las barricadas, de la turba en movimiento y de las ruinas después del bombardeo, magníficas composiciones casi pictóricas; y la emoción de pasear bajo el fuego enemigo, del peligro de las ruinas, del roce con el riesgo, la aventura de caminar por el extrarradio, con sus viviendas abandonadas por los propietarios.

A pesar de que la ocupación de París por los alemanes es considerada una tragedia nacional y un inconveniente personal, Goncourt no puede ocultar cierta simpatía por el invasor, no tanto como vencedor de una contienda contra su amada Francia, para la que representa una sonrojante humillación, sino como la única forma disponible de evitar que los elementos izquierdistas y populares logren hacerse con el gobierno de la nación, un antes alemana que republicana que representa a la perfección el carácter contrarrevolucionario y reaccionario del personaje: a pesar de su bestialidad y mala educación, los alemanes son lo más parecido al orden.
«Domingo 19 de marzo (1871). Experimento un sentimiento de cansancio de ser francés, y el vago deseo de salir a buscar una patria donde el artista pueda pensar tranquilo y no sea en todo momento molestado por la estúpida agitación, por las brutales convulsiones de la turba destructiva».
Con estos antecedentes, no es extraño que el día de la Proclamación de la Comuna sea uno de los días más tristes de su existencia: 
«Martes 28 de marzo (1871). Los diarios no ven en lo que está pasando más que una cuestión de descentralización. Lo que viene es simple y llanamente la conquista de Francia por la población obrera, el sometimiento, bajo su despotismo, del noble, del burgués, del campesino. El gobierno abandona a los que poseen para entregarse a los que no poseen, a los que solo tienen un interés material en la conservación de la sociedad, a los que no se preocupan en absoluto por el orden, la estabilidad, la conservación. Después de todo, y como ya dije en nuestro libro Idées et sensations, quizá dentro de la gran ley del cambio de las cosas aquí abajo, para las sociedades modernas los obreros sean lo que los bárbaros fueron para las sociedades antiguas, los convulsos agentes de la destrucción y la disolución».
Si acaso abriga algún motivo de esperanza es porque no considera viable la experiencia comunera y, más por deseo que por convicción, es capaz de advertir que su fin no está lejos: 
«Miércoles 26 de abril (1871; 33 días antes de la disolución efectiva de la Comuna). Sí, sigo creyéndolo: la Comuna morirá por no haber dado satisfacción al sentimiento que hace incontestable su poder. Las franquicias municipales, la autonomía de la Comuna, etc., toda la nube metafísica sobre la cual se mantiene, válida para satisfacer a algunos ideólogos de cabaré, no es lo que le proporciona su capacidad de acción sobre las masas. Su fuerza proviene de la conciencia que tiene el pueblo de haber sido defendido de forma incompleta e incapaz por el Gobierno de Defensa Nacional. Si la Comuna, en lugar de mostrarse más complaciente con las exigencias prusianas que el mismo Versalles, hubiera roto el tratado que le reprochaba a la Asamblea y declarado la guerra a Prusia en un arranque de loco heroísmo, Thiers se habría visto imposibilitado para llevar a cabo su ataque, ya que no podría trabajar en la rendición de París con ayuda del extranjero».
Finalmente, el deseado momento del fin de la Comuna llega, y Edmond no puede camuflar bajo ninguna excusa su alborozo por el cauce de los acontecimientos:
«Lunes 29 de mayo (1871). Leo, en unos carteles pegados a las paredes, la proclamación de MacMahon anunciando que todo acabó ayer a las cuatro. Esta tarde vuelvo a escuchar el movimiento de la vida parisina que renace, y su murmullo parecido a una gran marea lejana. Las horas no caen más en el silencio de un lugar desierto».

Otros recursos relativos al autor en este blog:
Notas de Lectura de Diario. Memorias de la vida literaria (1851-1870)
Notas de Lectura de Diario. Memorias de la vida literaria (1863)

Bajo las llamas. Hervé Le Corre. PRH, 2020
Traducción de Teresa Clavel
Jueves, 18 de mayo de 1871. Exhaustas y diezmadas por la artillería y las fuerzas bajo el mando de Versalles, las milicias que defienden la Comuna saben que su derrota definitiva y la consecuente pérdida de París son cuestión de días. En este entorno bélico del desigual enfrentamiento entre los defensores de la república de los trabajadores y el ejército que, pese a haber perdido la guerra contra Prusia, tiene la intención de recuperar París a cualquier precio, se inserta la trama policíaca de Bajo las llamas (Dans l'ombre du brasier, 2019).
«—Miren a su alrededor. ¿A quién le preocupan tres fiambres desde hace unas semanas? Todo este caos de la Comuna va a acabar en una carnicería descomunal cuando vuelvan los burgueses con su ejército de fusileros, ya lo verán. Yo ya sabía que este asunto acabaría mal. Hay ricos y hay pobres, siempre será así, y los ricos siempre serán más fuertes que los pobres porque saben unir fuerzas para defender su tajada, mientras que la plebe es demasiado idiota para hacer lo mismo. Acabarán por hacerle comer su mierda y no habrá suficiente para todos, y la gente se pelará para conseguir un poco —se calla, se sirve un poco más de licor de ciruela—. ¡Bah!, hablar por hablar —dice para sí mismo—, mierda ya comemos... —Se inclina hacia Loubet y lo señala con un dedo trémulo—. Además, a mí la guillotina me trae sin cuidado. Acuéstate tú con ella si te divierte. Cuando llegue el momento, iré a una barricada de Belleville, allí tengo compadres que creen firmemente en la Comuna, iré para que me agujereen la piel para demostrarles a Thiers y sus perros rastreros con qué desparpajo palmamos por aquí. ¡Pero no antes de haber quitado de en medio a unos cuantos, me cago en Dios! Así que hagan lo que quieran, pero decídanse porque se está echando encima la hora de cerrar. Hoy no veré a nadie más por aquí, me han chafado el día».
La situación excepcional actúa sobre la población aireando lo mejor y lo peor de cada uno, polarizando su conducta; cada habitante de la capital debe decidir el bando con el que alía: humildes artesanos se convierten en soldados temerarios y milicias profesionales desertan de su puesto o se pasan al enemigo; los pocos parisinos acomodados que no han huido se convierten en despiadados usureros y pobres de solemnidad comparten su escaso pan con los que ni siquiera disponen de un pedazo.
«—París está perdido —dijo Roques—. Parece ser que Thiers ha enviado a sesenta mil hombres, y nosotros somos, como mucho, diez mil. Mal organizados y mal dirigidos. Se han levantado barricadas por todas partes sin ningún plan de conjunto; sortearán la mayor parte de ellas. Y aún daremos gracias si algunas no se enfrentan entre sí. Pero detrás de cada empalizada hay hombres y mujeres, aunque no sean más que un puñado, que están convencidos de que podrán resistir y rechazar al enemigo. Todos ellos podrían volver a sus casas y, con los postigos cerrados, oír como desfilan las tropas de Versalles. Probablemente salvarían la vida. Verían crecer a sus hijos, envejecerían en paz, cada uno en su casa, delante de su plato de sopa por la noche. Y sin embargo siguen allí. Esperan el ataque. No sé si son valientes o si están locos. No sé muy bien cuál es la diferencia entre esas dos palabras en las circunstancias actuales. Lo único que sé es que hacen lo que tienen que hacer. Lo que creen, no razonable, sino justo. Saben cuál será el desenlace. Conocen el final. Pero tienen esperanza. De vencer. De salir vivos de esta. Y si no es así, persuadidos de que no morirán por nada. Eso es lo que nos guía a nosotros. Indudablemente, no es algo razonable.» 
Entre los que deciden seguir cumpliendo con su deber, se halla Antoine Roques, un encuadernador nombrado Delegado de Seguridad Pública y en funciones de policía, íntegro y honesto; Nicolas Bellec, sargento de la guardia nacional, fiel y valiente; Caroline, novia de Nicolas y abnegada enfermera. Entre los que se aprovechan del caos para satisfacer sus impulsos inmorales, un fotógrafo de dudosa integridad, un asesino a sueldo de sus instintos y un enigmático cochero al servicio del mejor postor. El azar cruzará sus pasos: Caroline es secuestrada y abandonada en un sótano, aislado por el derrumbe de un edificio; si su reclusión sobrevive a los bombardeos, deberá ser encontrada antes de que las tropas de Versalles entren triunfantes en la capital.
«Roques no sabe qué pensar. No duda de que el alma humana esconde negruras sin fondo, deseos locos de destrucción y muerte, una maldad irreductible, y de que es imposible arrojar un poco de luz sobre ella, ni siquiera considerar conceder el menor perdón. Pero también sabe que hay existencias inhumanas en las que cada día es una tortura, en las que vivir es un castigo permanente que no expía falta alguna, y lo fácil que resulta entonces olvidar que uno mismo pertenece a la especie humana. Con un estremecimiento, recuerda la frialdad implacable con la que esta mañana Clovis ha matado a un hombre y su mutismo durante las horas siguientes. "¿Qué otra cosa cabía hacer? Con nuestra pinta de federados mal disfrazados, era eso o que nos fusilaran." Ni él ni Loubet han podido replicar, pero cada uno ha permanecido encerrado en su silencio, indeciso, incómodo». 
A pesar de que puede ser adscrita al género negro, Bajo las llamas es una narración cuya trama desborda la novela policial para reflejar cómo, en una situación histórica de máxima tensión,  los dramas personales de individuos anónimos se imponen a las estrategias bélicas, a los movimientos de tropas y a los delitos más execrables. Individuos que luchan por mantener el compromiso adquirido con su propia conciencia para cumplir con el deber que esta les dicta, una responsabilidad, sea personal o social, que posee más valor que la vida que arriesgan respondiendo a ella; en definitiva que, en medio de desertores y traidores, de asesinos y desalmados, tratan de mantener la dignidad.
«—Ustedes quizá vean la república universal de los trabajadores. Estábamos muy cerca. No podemos perder siempre, ¿no creen?»

23 de marzo de 2020

Edén, Edén, Edén

Edén, Edén, Edén. Pierre Guyotat. Malastierras, 2020
Prólogos de Michel Leiris, Roland Barthes y Philippe Sollers
Traducción de Rubén Martín Giráldez
Cuando en 1970 la editorial Gallimard publicó por primera vez Éden, Éden, Éden, su contenido levantó tal revuelo que el Ministerio del Interior francés prohibió su exposición,  publicidad y venta a menores de edad mediante la disposición del primero de octubre y basándose en la ley 49-956 del 16 de julio de 1949, concretamente en el epígrafe que habla de la prohibición de "proposer, de donner ou de vendre à des mineurs de dix-huit ans les publications de toute nature présentant un danger pour la jeunesse en raison de leur caractère licencieux ou pornographique, ou de la place faite au crime ou à la violence, à la discrimination ou à la haine raciale, à l'incitation, à l'usage, à la détention ou au trafic de stupéfiants". A pesar del apoyo del por entonces diputado de la Asamblea Nacional François Mitterand y del propio George Pompidou, a la sazón presidente de la República, se mantuvo la prohibición hasta noviembre de 1981. La cuestión que subyace a esa prohibición limitada en una democracia consolidada como la Francia de la V República, totalmente aislada de consideraciones literarias de cualquier tipo, especialmente las cualitativas, es la probable colisión entre el derecho a escribir y el derecho a leer —o, si se quiere, con un acento más enfático, entre la libertad de escribir y la libertad de leer—: la antigua forma de censura consistente en castigar al escritor se transforma en el secuestro del libro, ignorando al autor, y se ejerce sobre el lector; es decir, se traslada la carga de responsabilidad del escritor al lector.

Tal vez en la raíz de esas dificultades de promoción del libro se encuentre el propio título y la divergencia que puede constatarse entre el concepto religioso y el profano del edén: mientras que en uno significa un lugar paradisíaco, aunque bajo unas reglas estrictas de obediencia —de hecho, la expulsión de Adán y Eva se produce por haberlas transgredido—, en otro puede llegar a significar, precisamente, un lugar con ausencia total de prohibiciones. Ambas concepciones son, por supuesto, contradictorias, y el hecho de usar un concepto bíblico —etimológicamente delicia, una palabra de origen hebreo— para denominar una situación de libertinaje absoluto puede parecer, a las mentes biempensantes de la Francia posbélica, un exceso inconcebible. En todo caso, la violación de los códigos morales establecidos puede aislarse de la de los códigos lingüísticos —como sucede, en términos generales, en el marqués de Sade, por ejemplo— o quebrando ambos; no existe una opción válida, ambas son lícitas por la libertad de elección que debe reconocerse a todo creador, pero Guyotat escoge la segunda

Lo peor del apocalipsis no es el desierto que queda tras el suceso sino el propio proceso de destrucción mientras está sucediendo. La acción de Edén, Edén, Edén —un título con una extraña reiteración para la cual cualquier explicación despierta la sospecha de ser demasiado fácil para ser cierta, y más si es racional— se localiza en el sur de Argelia, en los momentos finales de su guerra de la independencia de la metrópoli (1954-1962), en un terreno semidesértico y subdesarrollado en el que conviven el ejército francés, los habitantes originarios del lugar y algunos individuos llegados de otras localizaciones con intenciones poco claras; parece que fue inspirada por un viaje en furgoneta, años después de concluida la guerra, que debía publicarse con el título previsto de Bordels désert o Désert, y que fue calificada como el propio autor como "un Edén de humanidad animal". El ambiente físico es febril, caluroso, polvoriento, saturado; una vez establecido como fondo del relato, Guyotat lo expande mediante una narrativa limitada prácticamente a producir imágenes de una crudeza sobrecogedora por su explicitud y la frialdad con que las exhibe; el catálogo de esas encarnaciones es ilimitado, pero puede dar una idea el fragmento —que no reproduzco porque citado de forma aislada puede ser malinterpretado; pienso que no tiene ningún sentido desconectado del entorno, en decir, de la totalidad de la novela— en que uno de los personajes, un patizambo, está follándose a una perra mientras esta desgarra el corazón de un buitre moribundo.

El lector es mecido por la cadencia enfermiza e infinita de una sola frase —una vuelta de tuerca a la lengua escrita, cuyos parámetros, excepto, quizás, el vocabulario, son tan diferentes de la lengua hablada, que va a intentar romper el sentido establecido con el fin de implantar  nuevas acepciones—; si se deja llevar, si acepta el trato propuesto por el autor, acabará resbalando como el agua en el remolino del sumidero junto con el catálogo de fluidos corporales que rezuman a lo largo del texto: orina, semen, sudor, sangre, saliva, mierda, vómitos, babas, lágrimas, escupitajos, pus, menstruo, leche materna, meconio, mocos, cerumen, gargajos, bilis, linfa. La lectura de Edén, Edén, Edén tiene la intención de  sumergir al lector en busca del límite de la experiencia repulsiva; parece que el autor persigue asquearlo mediante la inmersión en el infierno —en la pausa del otro infierno, la guerra— como si quisiera explorar dónde se encuentra el límite de la humanidad, la frontera, si existe, que separa al hombre de la bestia, de qué manera puede trasladarse esa linde en la conciencia de cada uno y en función de qué puede producirse ese desplazamiento hasta llegar al bloqueo de la lectura por exceso, por saturación, una vez conducido a la degradación máxime e inevitable.

Una mención especial, en justo pago a la valentía, de distinto género pero de parecido arrojo a la de Gallimard hace exactamente cincuenta años, a la joven editorial Malas Tierras por poner al alcance del lector en castellano ese tour de force literario  no apto para estómagos sensibles pero que sale al paso de la comodidad de las lecturas complacientes y pone a prueba la capacidad de resistencia ante algunos de los aspectos más corruptos de la condición humana. Al fin y al cabo, como dijo Jean-Jacques Pauvert, citado por Rubén Martín Giráldez en el epílogo, «el tiempo dedicado a leer frivolidades es tiempo perdido para la revolución».

16 de marzo de 2020

Qualityland

Qualityland. Marc-Uwe Kling. Tusquets, 2020
Traducción de Carles Andreu Saburit
J. G. Ballard, un autor fundamental en la literatura de anticipación del pasado siglo y que escribió algunos de los textos más inspirados de la ciencia-ficción reciente, fue tal vez el que mejor captó, inserto en el nacimiento real de la última —¿y definitiva?— revolución de la ciencia aplicada, la esencia de las distopías generadas a partir del uso indiscriminado de la tecnología. Sus novelas conseguían, a través de una anticipación de baja intensidad pero elevado voltaje, trasladarnos a una sociedad, en sus trazos generales no muy distinta de la nuestra, en la que el ser humano era despojado de parte de su libertad para pasar a formar parte de un engranaje que, a pesar de estar centrado en su existencia, ignoraba su individualidad y le sumía en una comunidad cuyo papel principal era convertir a las personas en consumidores. Él mismo sostenía que el futuro, de ser algo, será aburrido, y es en esa afirmación donde quizás su capacidad visionaria es más cuestionable; o no, claro, depende del sentido que quiera otorgársele al aburrimiento; en todo caso, será función de la naturaleza del acercamiento que se quiera utilizar; Marc-Uwe Kling, el letrista y escritor alemán, ha escogido la aproximación satírica, con lo cual ha conseguido que la especulación acerca de ese futuro inmediato sea realmente divertida, aunque ese desahogo no consiga  camuflar un fondo funesto y desasosegante.

Después de una gran crisis, se asiste al advenimiento de una sociedad hipertecnológica —bautizada como Qualityland después de largos y arduos debates— que es capaz de cubrir las necesidades personales primarias pero, como contraprestación, de exigir de los individuos el tiempo de ocio que esa cobertura provoca; la conexión permanente, que ofrece asistencia cibernética personal y social constante, provoca una estratificación social con constantes cambios de nivel, que llevan aparejadas distintas prestaciones, debidos a los motivos más dispares, aunque nunca propiciados por la profesionalidad o los méritos personales. Los servicios de información están supeditados a la dictadura del clickbait y las RRSS, que venden libertad e independencia, provocan que las relaciones personales queden restringidas a los portales para buscar pareja. La degradación del ser humano coincide con el auge de los androides, de tal forma que los escritores de más éxito son, precisamente, los autómatas, ya que son los que mejor saben conectar con los gustos del público, y que pueda discernirse, mediante una variante jocosa del Test de Turing, si una intervención en las RRSS es de un robot o de un humano a partir de la ausencia o presencia de faltas de ortografía.



Peter Sinempleo —las personas toman como apellido la ocupación de sus padres—, propietario de una chatarrería de tecnología obsoleta, averiada o con transtornos de personalidad, ve con asombro cómo llega a su casa una compra no solicitada, e inicia su particular calvario ante un sistema telemático que no concibe la devolución de lo adquirido. Un androide que, en competencia con un sujeto que podría ser una parodia de Donald Trump, va a ser candidato a la presidencia, contraría constantemente a su jefa de campaña con su insistencia en decir siempre —incluso y en especial en los mítines electorales— la verdad. Un grupo de la resistencia, los rompemáquinas, se debate entre su ideología antitecnológica y su dependencia de los recursos puestos a su disposición por el enemigo. 

Otro gran escritor anglosajón cargaba contra la ironía argumentando que, aplicada sin contención, pasaba de ser liberadora a esclavizante al no contemplar cuál debía ser el paso siguiente a la puesta en evidencia de las contradicciones del objeto de estudio —y citaba cierto ensayo que definía la ironía como "la canción del prisionero que ha acabado por amar su celda"; así, quedaba reducida a un proceso infructuoso que, después de quitar el disfraz con que ese objeto se camuflaba, era incapaz de vestirlo de nuevo con el ropaje adecuado. No parece que sea este el caso de Kling, que más que ironía lo que aplica es un tratamiento satírico que ridiculiza censurando —y no al contrario— y muestra, a la vez, la productividad intelectual de la reducción al absurdo.


En todo caso, y ahí tal vez coincidirían Ballard y Foster Wallace, la distopía más desasosegante no es la más terrible —el fin del mundo provocado por un enfrentamiento MAD, por ejemplo, propio de otras épocas— sino la que se siente más probable e inmediata. Y Kling nos la pone tan cerca y tan a mano que es inevitable que la sonrisa que nos provoca su sátira se nos quede congelada en el rostro.


Disponible edició en català
Qualityland. Marc-Uwe Kling. Edicions del Periscopi, 2020
Traducció de Ramon Farrés

9 de marzo de 2020

Llengua materna

Llengua materna. Suzette Haden Elgin. Editorial Chronos, 2020
Traducció d'Eduard Castanyo. Pròleg de Bel Olid. Postfaci de Susan Squier i Julie Vedder
Llengua materna (Native Tongue, 1984; un títol que, afortunadament, s'aprofita de l'expressió "llengua materna" —en lloc de la traducció més literal, "llengua nativa"— que, en el context de l'obra, és molt més explícit i adequat al contingut i, jo diria, força més d'acord amb la intenció de l'autora) es el títol que obre la Sèrie Native Tongue, sèrie que completen The Judas Rose (1987), i Earthsong (1993).

És molt revelador, abans de llegir el llibre, donar un cop d'ull al curriculum de l'autora —nascuda com Patricia Anne Wilkins—, per adonar-se que es tracta d'una especialista en lingüística experimental, en construcció i evolució de les llengües, a part de escriptora, i fundadora de la Science Fiction Poetry Association. De fet, entre les seves contribucions a la literatura de ciència-ficció, figura la creació d'una llengua artificial, el Láadan, a partir de la Sèrie Native Tongue, normativitzat amb un diccionari i una gramàtica, A First Dictionary and Grammar of Láadan. Madison: Society for the Furtherance and Study of Fantasy and Science Fiction, 1988.

Llengua materna, en realitat un complex artefacte linguístico-ideològic, es un text que adopta la forma d'un joc de matrioskes en el que els personatges, esbossats literàriament però força coherents com a intèrprets i protagonistes d'un canvi radical en la concepció del llenguatge, funcionen com a estereotips a fi de fer explícites i viables les intencions de l'autora i justifiquen una de les tesis principals de la novel·la: la llengua com a creació de la realitat. De fet, la mateixa forma del text, que representa la publicació per part d'una sèrie d'institucions relacionades amb la història de la Terra i d'investigació lingüística comandades per una "editora en cap" anomenada, precisament, Patricia Anne Wilkins, del manuscrit anònim d'una novel·la trobat anys després de la seva redacció, ja dona una idea de l'engranatge que fa moure la trama i dels papers intercanviables entre ficció i realitat que planteja l'autora.
«La primera hipòtesi és que la llengua és la nostra millor font i la més important per provocar el canvi social; la segona és que la ciència-ficció és la nostra millor font i la més poderosa per assajar els canvis socials abans de fer-los, per esbrinar quines en podrien ser les conseqüències».
Literàriament —i, potser, filosòficament—, Llengua materna reprodueix l'existència d'una societat distòpica en la que el classisme i el masclisme —un altre classisme en si mateix— governen la societat humana en un futur no massa llunyà, el primer quart del segle XXIII. A la cúpula, compartida, de la societat, hi figuren els lingüistes, organitzats en dinesties familiars, però qüestionats i menystinguts per les autoritats polítiques —organitzades en una autocràcia d'inspiració bíblica, basada més en l'Antic Testament que en el Nou— com a una circumstància purament instrumental, mirant d'obviar la seva importància com a intèrprets a l'hora de comunicar-se amb éssers alienígenes. Al si de cada dinastía, comandada per un cap que sempre és un home i organitzada amb una estructura que recorda la d'un harem, existeix un grup de dones lingüistes encarregades d'estudiar les llengües extraterrestres però també d'engendrar els infants que, posats en contacte immediat al naixement amb els éssers estrangers, adquiriran la seva llengua com a "llengua materna" —uns infants que han de ser, forçosament, fills d'una de les tretze famílies lingüistes, ja que, en cas contrari, l'experiment no funciona i acaba o amb la mort dels nadons o amb la dels alienígenes—, possibilitant així la comunicació entre ambdues espècies; cada dinastia comprèn també una "Casa Erma" on estan acollides un grup de dones que ja no poden engendrar i que es dediquen a feines secundàries que no destorbin als homes encarregats de la gestió més política. En el si d'aquest grup, ignorat pels homes dirigents que obvien que els coneixements i habilitats de les "ermes" les capacita per generar noves llengües, es on s'engendra la revolució: aquesta habilitat, descoberta en una intèrpret molt jove, les esperona per crear una nova llengua a l'abast exclusiu de les dones que, convenientment comunicada a través de la xarxa de Cases Ermes existents, significaria la clau de volta en la construcció del seu alliberament individual i social.

Si cal assenyalar un moment d'explosió de la literatura de ciència-ficció d'inspiració feminista és probable que la década de 1980 s'endués la palma amb autores com Elgin, Atwood, Butler, Russ o Piercy, algunes d'elles, afortunadament, posades a l'abast del lector peninsular per projectes editorials tan engrescadors com el d'Editorial Chronos. Per cert, i parlant de Margaret Atwood, Llengua materna va ser publicada un any abans que El conte de la serventa; sense desmerèixer la qualitat d'aquesta darrera —però deixant a part la histèria col·lectiva que va provocar la realització d'una sèrie televisiva de gran impacte mediàtic i la sobrera seqüela publicada l'any passat, Los testamentos—, potser narrativament no s'hi poden trobar massa diferències, però literàriament, Llengua materna  es col·loca, per mèrits propis, uns quants esglaons per sobre d'Atwood.

2 de marzo de 2020

El cuerpo. Cegador II

El cuerpo. Cegador II. Mircea Cartarescu. Editorial Impedimenta, 2020
Traducción de Marian Ochoa de Eribe
Hacía tiempo que no esperaba con tanta ansiedad la continuación de una saga literaria; si no recuerdo mal, la última vez que me encontré en esa situación fue durante el tiempo que transcurrió entre Fiebre y lanza y Baile y sueño, la primera y segunda parte de Tu rostro mañana, la extraordinaria trilogía de Javier Marías. Pero en el caso de El cuerpo, esa zozobra es, si cabe, más desasosegante todavía ya que los tres volúmenes ya están escritos, aunque en un idioma con el cual no tengo la menor oportunidad.

Mircea Cartarescu planteó el reto con El ala izquierda. Cegador I (Orbitor, Aripa stângă, 1996), un desafío literario de orden superior y una ardua prueba para el lector amateur, estupefacto ante la propuesta estética del rumano. Es posible —la volubilidad del lector amateur es un territorio en el que los conflictos de larga duración rara vez encuentran resistencia y en el que el endeble equilibrio entre esfuerzo y gratificación suele sucumbir ante la ausencia de recompensa inmediata— que la magnitud de ese reto desanimara a un buen número de lectores y que fueran enarboladas una buena cantidad de banderas blancas al primer asalto; por contra, los hubo que, tras resistir mediante una cerrada defensa las primeras acometidas, supieron encontrar el ritmo de respiración adecuado y hallar en el campo de minas planteado por Cartarescu la satisfacción del veredicto de combate nulo: Cegador no es para lectores valientes, es para lectores a los que no les importa el resultado del combate.


Con toda seguridad, muy pocos de los primeros aceptarán el reto a una segunda refriega que tiene poco de revancha —aunque no es aconsejable esta rendición incondicional por incomparecencia antes de entrar en liza: Cegador no es una novela por entregas—; harán mal, pero esa es una reacción comprensible. Para los demás, los que bajamos del ring sonados y con la ceja abierta, la publicación de El cuerpo. Cegador II (Orbitor, Corpul, 2002) —y a la espera ya de la conclusión, El ala derecha. Cegador III (Orbitor, Aripa dreaptă, 2007)— es una de las mejores noticias literarias del año. De la variedad de epítetos con que puede calificarse la prosa de El cuerpo y, por extensión, de lo publicado hasta hoy de Cegador, me interesa especialmente su carácter adictivo, sobre todo por el efecto nocivo que provoca en el lector, imposibilitado, no obstante su plena conciencia, para sustraerse a su influjo: su naturaleza agonística es imposible de rehuir, igual de imposible que resistirse a su poder de atracción.


Si aceptamos que un instante es más importante que un momento, un momento que una circunstancia, una circunstancia que una situación, una situación que una coyuntura, y así, indefinidamente, hasta concluir que una vida, un sola, es más importante que toda la eternidad; que el universo en toda se extensión puede encontrarse en un solo grano de arena; que la historia de la humanidad también puede hallarse contenida en una única vida, como si el nacimiento, la llegada al mundo real, nuevo y resplandeciente, a partir de cuyo momento todo es palidez y degradación, coincidiera con el big bang —¿no es así, en cierto modo, ya que nada existe antes de que nosotros hayamos nacido?— y nuestra desaparición conllevara el fin de todo, la extinción definitiva, la hecatombe; que lo que no está presente no existe, que lo que no hemos experimentado es una ilusión y que el mundo que solo puede ser conocido mediante la narración es una convención para mantenernos firmes ante el abismo del tiempo, entonces se hace evidente que El cuerpo, a diferencia de las novelas que funcionan como una corriente, actúa por aluvión: El ala izquierda, primer título de la trilogía, pero también el libro en el que se hizo explícito el planteamiento estético del autor, delimitó el terreno sobre el que debía circular el curso, mientras que El cuerpo sienta sobre ese cauce los materiales que la corriente arrastra, creando el verdadero lecho fluvial, el depósito literario fértil y productivo.
«Porque mi manuscrito de membranas vivas, superpuestas, pegadas, mezcladas unas con otras, replica fielmente la estratificación de mi cerebro, es el mapa, en un soporte áspero de celulosa, del trenzado de neuronas que forman bajo mi cráneo el icono del mundo. Y sobre el estrato de mi manuscrito, reflejando fielmente cada bucle, punto y borrón, se extiende el gran manuscrito estelar, el polvo de neuronas gigantescas, interconectadas, bajo el cerebro de la Divinidad. De esa forma los tres textos (neuronas, letras y estrellas) están pegados como el sistema de lentes en el objetivo de un aparato óptico a través del cual, mirando con todo tu cuerpo, podrías ver tu vida. Comprender, por fin, qué te ocurre, por qué has ocurrido. Por qué eres necesariamente tal y como eres. Por qué sería imposible que no hubieras existido nunca».
Al igual que sucede con los críos pequeños, empeñados en oír siempre la misma historia y atentos a la mínima variación, que consideran un error, nuestra experiencia parece sustentarse en la repetición de los hechos y en la huida de todo aquello que posee algún viso de novedad y que, por ello, puede poner en cuestión nuestra capacidad de respuesta. El libro —un libro— y, por extensión, el lenguaje, no es más que el intento, de éxito incierto, de dar consistencia material a la totalidad de procesos internos que tienen lugar en nuestro cuerpo, los que generan resultados intelectuales, pero también otros más prosaicos como la digestión, la circulación sanguínea o la excreción. Pecamos de pretenciosos cuando afirmamos que todo está en el libro, que no es más que la paupérrima representación de lo irrepresentable pero también la única forma de hacerlo comunicable.
«Qué significa ultrapensamiento o infrapensamiento, ultradolor o infradolor... eso solo lo podemos imaginar, a través de una ínfima línea de penumbra (el claroscuro y la ensoñación de nuestro imaginario), antes de pasar a la combustión y a la noche. Ahí, en esa penumbra, en el límite del límite del límite de la noche, en esa zona que vibra aún después de haberlo dicho todo, todo lo que podemos soportar, se amplía mi triste, ilegible libro, un caracol que secreta su caparazón a cada instante y una mariposa que pegaría contenta las alas a la bombilla incandescente en torno a la cual revolotea y en cuyo núcleo, de volframio fundido, se abrasaría con un grito de felicidad final».
Aunque tal vez sea una falacia hablar de un final de todas las cosas porque los apocalipsis importantes son los que suceden paulatinamente, uno tras otro, en una interminable e incontrolable cadencia, cada persona, cada cosa con la que nos relacionamos, cada período de tiempo tienen su destrucción, impresa en su propia existencia, con su ración de ruina y polvo, sus condenados y sus ensalzados, sus juicios y sus sentencias. Aprendemos a convivir con esos cataclismos cotidianos, protegidos ilusoriamente por el orgullo de nuestra condición de supervivientes, sin caer en la cuenta de nuestra provisionalidad, apoyados en un pasado recreado a conveniencia y especulando con un futuro que fantaseamos favorable, atrapados en un eterno presente continuo que pretendemos aislado, fuera de la corriente del tiempo y ciego a sus efectos, mientras ignoramos conscientemente la devastación que se extiende a nuestro alrededor.
«Nada, nada en este mundo o en el polvo de los lejanos mundos habitados está más solo que una casa en ruinas. La desolación, a su lado, es un hijo de la esperanza. La tristeza, a su lado, es felicidad, y el silencio, una fanfarria enloquecida».
Uno podría mirar el pasado como quien mira la realidad a través de un espejo, que ofrece una perspectiva propia, cercana a la verdad, pero con ciertas variaciones: de orientación, de dimensión, con pequeñas alteraciones debidas a las impurezas en su superficie o en las juntas con las que se une al marco, sujeto a unas leyes específicas de movimiento y con una focalización variable del detalle; pero, por encima de todo, porque es una perspectivas que incluye al observador en la imagen, formando parte explícita, imprescindible, inevitable del conjunto reflejado.
«Somos, es verdad, transeúntes, pero no en el mundo, sino a través del mundo, lo atravesamos como si pasáramos por un enorme pórtico junto con todos los objetos que nos rodean».
Incluso cuando los más escépticos limitamos el hecho consciente a un epifenómeno de la actividad cerebral exageramos su importancia. Considerar la conciencia como aquel atributo que unifica nuestra experiencia y adjudica hechos, recuerdos y pensamientos a un solo sujeto que denominamos yo es un alarde injustificado de importancia antropológica: ninguno de esos hechos puede ser recluido entre las bóvedas de un encéfalo, todos tienen existencia con independencia de nuestra percepción;  incluirnos en el conjunto, nosotros, tan pretenciosos y, sin embargo, tan insignificantes, no entraña más que la aportación de un solo grano de arena a un desierto para el que somos absolutamente prescindibles.
«Nuestras vivencias y recuerdos tienen unidad solo desde el punto de vista desde el que los contemplamos, desde la palabra más enigmática del mundo, yo».
Todas las historias, que tienen un solo origen, comparten también un trasfondo legendario, hundido en las sima del tiempo, del que han bebido todos los pueblos de la tierra, los reales y los inventados, escogiendo cada uno aquellas partes que más se adecuan a sus circunstancias, a su pasado o a sus pretensiones; así, se observa una extraña coincidencia entre los orígenes legendarios de pueblos dispares, con enemigos siempre fabulosos e invariablemente derrotados por algún héroe fundacional —antagonistas que aparecen en historias cruzadas, con los papeles cambiados, invictos y soberbios según unos, derrotados y humillados según otros—; con esos aliados favorecidos por la gracia de los dioses más diversos, atentos al heroísmo o a los sacrificios de sus paladines; y casi siempre bajo la expectante y extática mirada de la arrobada doncella de turno. Historias que acaban mezclándose, ramificándose en bucles infinitos, combinándose y, a la vez que se multiplican, soltándose de su origen, alejándose del tronco común, saliendo en busca de la luz y olvidando y renegando de su linaje.
«Porque los principios de la mente son demasiado complicados como para que la mente los pueda comprender. Ella sabe que están ahí, como sabemos que tenemos un esqueleto aunque jamás llegaremos a verlo. Solo que ella quiere ver su esqueleto, que no existe sino para eso, que nuestra vida entera no es sino la aterradora vivisección de la mente sobre sí misma, con la esperanza insensata de comprenderse en su totalidad, y no solo en su totalidad, sino mucho más, porque la revelación del todo no dura un instante, sino toda la eternidad, de tal manera que la comprensión solo puede ser la revelación continua del espacio total durante todo el tiempo. Pues, al contemplarse a sí misma, a la rosa le crecen, precisamente por ello, pétalos nuevos que deben ser contemplados con miradas nuevas, como si la mirífica flor creciera sobre un nervio óptico y con ella pudiéramos ver lo invisible».
Toda narración se enfrenta al dilema que representa observar la realidad a través de una lente u observarla sin intermediarios. No sucede lo mismo con el pasado: recordarlo es observarlo a través de un filtro, una lupa que modifica no solo los hechos sino también al observador como parte implicada. Escribir sobre el recuerdo es siempre reformularlo, recrearlo, poner de nuevo en marcha el mecanismo para observar si, en su reproducción, se generan nuevos circuitos, se disparan nuevas conexiones, se abren nuevas vías que permitan la representación de lo que permanecía como inevitable en un pasado aparentemente inamovible.
«Al entender el dolor, lo entiendes todo».
¿Qué sucedería si pudiéramos recordarlo todo? ¿Si en la misma medida en que el presente se va convirtiendo en pasado, sus huellas, todas sus huellas, quedaran impresas en nuestra mente sin ningún tipo de discriminación, sin espacios en blanco, sin lagunas, sin parcelas yermas, y pudiéramos evocar cada hecho, cada sensación, sin límite alguno, sin ninguna preferencia? ¿Cuántas vidas viviríamos? ¿Dónde quedaría establecida la frontera que delimita al sujeto? ¿Sería este sujeto capaz de mantener su singularidad con respecto a los protagonistas de su omnipresente pasado? ¿Sería evidente la diferencia entre pasado y presente? ¿Cuántas veces debería morir el sujeto para extinguirse definitivamente?
«Tengo diez años, tengo dieciocho, tengo treinta y uno. Ahora soy todos, la serie continua de criaturas con mi nombre y mis órganos internos. Puedo retroceder en mí todo lo que quiera, hasta donde el bloque de enfrente, que volvió todo mi pasado opaco e irrespirable, se disuelve en el agua real de mi nostalgia. Y entonces puedo ver de nuevo Bucarest extendido hasta donde se pierde la vista, una mezcla de casas antiguas y árboles que se doblan con el viento, iluminado por los letreros como en otra época, retorcido como una mirífica caracola bajo la luz estelar. Permanecemos así, gemelos reflejados el uno en el otro, transmigrando en uno al otro, mezclando recuerdos y deseos, órganos y cúpulas, muros y visiones, cables eléctricos y nervios espinales, hasta que volvemos a ser lo que de hecho habíamos sido siempre, lo que no habíamos dejado de ser: uno solo».
Mediante una escritura densa y desatada, Cartarescu no se limita a recrear el pasado —un pasado nebuloso y crepuscular en el que realidad y sueño se mezclan hasta hacerse indistinguibles, pero cuya combinación forma la única argamasa capaz de dar consistencia al de otro modo endeble cimiento que deberá sostener el edificio frágil e imprevisible de la vida del escritor—, sino que lo genera. El Bucarest real de la década de 1960 —una ciudad provinciana de puteros y modistillas cuya cacofonía omnipresente solo queda rota por acontecimientos carnavalescos, desaforados, que actúan como válvula de seguridad ante la presión creciente de la monotonía, heredera de aquella que ofrecía ocasión de distinguirse a las resabiadas comadres de doble papada y a los galanes ajados con sus descoloridos uniformes pertenecientes a un ejército derrotado hace tanto tiempo que ya nadie lo recuerda— no tiene nada que ver con la ciudad en que se desenvuelve ese niño convaleciente: sus calles son orbes inexplorados; sus ruinas, territorios vírgenes en espera de colonización; sus gentes, meros puntos insignificantes insertos en un paisaje grotesco y febril, territorio de gestas heroicas e imperdonables traiciones, de guerras cruentas e indisolubles complicidades; el paisaje, a menudo indistinguible de su propia mente, en el que se forjaron los sueños que habrían de convertirse en pesadillas de las que solo se puede librar mediante la escritura.


«Antes de marcharme, le repetí que podía hojear tranquilamente el manuscrito, que no era literatura, que lo había escrito solo para mí, que a través de él vivía yo mi sueño de siempre, o al menos el de cuando, en la adolescencia, con mi pijama roto y un gorro en la cabeza, sabiendo que en mi vida no habría jamás una criatura femenina ni alegría, imaginaba el futuro como una buhardilla con una mesa, una silla y una cama, en la que yo, el enviudado, el sombrío, el inconsolable, iluminado únicamente por un sol negro, escribiría mi libro infinito, el libro ilegible, demente, cuyos bucles de tinta estarían directamente conectados con mis venas, con mis canales linfáticos, y cuyas páginas eran precisamente mi piel y mi tejido cerebral».
El cuerpo es un panegírico del recuerdo: de la evocación de los hechos reales, de los imaginados, de los soñados y también del recuerdo del recuerdo; de la preponderancia  temporal o definitiva de sus mecanismos, de los sistemas que establecen un orden de preferencia y de las motivaciones, conscientes o inconscientes, de ese predominio; de las pruebas —o de su ausencia— que los corroboren; de su ubicación temporal y de los cambios a los que esa localización está expuesta; de su verdadera e indistinguible autoría; de su persistencia, desde un interminable dolor físico a la instantaneidad de un relámpago; de su enigmática persistencia en algunos casos —recuerdos que no podemos sacarnos de la cabeza— o de su injustificable ausencia —aquellos que no podemos convocar por más que lo intentemos. Un recuerdo que, en su forma material, se va tejiendo del mismo modo que las alfombras que urdía la madre del narrador en el telar doméstico, confeccionando un dibujo que avanza desde la irreconocible, pasando por las diversas hipótesis que se formulan  y se desechan, hasta el momento en que, aún incompleto, el dibujo final se hace ya evidente. O como el medallón de Soile, un camafeo enmarcado por una filigrana, cuyo centro reproduce la imagen de la propia Soile con un medallón que repite la imagen de Soile con un medallón, y así hasta el infinito, en una sucesión en la que es imposible detenerse. 

Cegador se revela, en su vertiente generadora, como un libro demiúrgico que, rebuscando en el recuerdo, concibe un mundo y lo crea con el entendimiento, para después recrearlo, materializarlo y armonizarlo a través de la escritura; y, a continuación, abandonarlo a su suerte —como debería haber hecho cualquier demiurgo que se precie, a diferencia de los dioses oficiales— y olvidarse de él. Mediante la escritura, Cartarescu incrementa en una dimensión el mundo plano de la hoja de papel y abre la prisión bidimensional para que los personajes cobren vida ante los ojos del lector; para que ese narrador se siente a su lado y le cuente, de viva voz, sus cuitas, en busca de una complicidad que la página limitaba al discurso unidireccional; para materializar las brumas de Bucarest, oler el tufo entre agrio y dulzón de los restaurantes orientales y oír la música que activa a los agónicos hombres-estatua junto a los canales de Amsterdam. En este sentido, Cegador evidencia el propósito de constituir un libro infinito cuyas dimensiones interiores se despliegan y se multiplican hasta alcanzar un volumen que pretende sobrepasar con mucho la jaula de 21 x 14,5 x 3 cm en la que se encuentra encerrado, a cada lectura, por cada lector.

«¿Qué era mi libro? ¿Una rosa de cientos —ya— de pétalos? ¿Una perla a la que añadía capa sobre capa de nácar? No leía nunca lo que había escrito, no alteraba nunca el orden de las hojas, irreversiblemente orientadas por la flecha del tiempo. Retirar la última página escrita y leer la penúltima habría sido un sádico desollamiento, le habría causado un sufrimiento insoportable a mi manuscrito. Porque solo la última página era la verdadera epidermis. Las demás, aunque hubieran pasado a su vez por ese estadio, habían degenerado, se habían disuelto en el taco reestructurándolo sin cesar hasta que ese taco dejó de ser —y ya no lo es— un hojaldre, sino un animal compacto de sustancia hialina, con la piel cubierta con dibujos de camuflaje. No escribo un libro sino que engendro un embrión en el útero triste de mi cráneo y de mi habitación y de mi mundo».
Y al igual que crea espacio desdoblando el plano, genera también tiempo desplegando la duración de un momento en una sucesión de escenas que rompen la direccionalidad y transgreden la convención pasado-presente-futuro, convirtiéndolos en simultáneos: el instante que transcurre mientras el Hombre-Serpiente toca con su dedo índice el ceño de Mircea abarca un viaje de años en pos de los rastros del conocimiento, y la excursión de un día de Maarten por el río helado comprende la totalidad de una vida intentando encontrar su lugar en un mundo que no puede asir, en perpetuo cambio; como si los acontecimientos, sujetos a una escala temporal propia, siguieran un ritmo distinto, más acelerado, del que pueden seguir los personajes. Un tiempo que no avanza según lo establecido y que aboca a la desubicación a los protagonistas y también al lector, arrastrado por ese torbellino de sucesos capaces de trasladarle desde la comodidad de su sillón de lectura a compartir los avatares de unos personajes extraídos del discurrir de su época y llevados a través de paisajes fantásticos hasta las capas más íntimas de su cerebro.

Así es como el propio libro, El cuerpo, rebosa, en la mente del lector, su propio contenido compuesto de letras, palabras, líneas, párrafos y páginas, que sigue evolucionando después de que el autor lo considerara terminado y adquiere vida propia, lejos de las reglas de la gramática y la paginación; una vida multiforme e independiente, rica y dispar, tal vez hacia un mundo ficticio, acaso para tomar el lugar de una realidad inasumible.

«Qué erróneamente, qué insensatamente buscamos la certidumbre en nuestras criaturas, escribiendo libros siempre río abajo, de cascada en cascada, cada vez más diluidos y más borrosos, cuando deberíamos luchar como los salmones, hacia arriba en el torrente de tinta que forma los bucles de nuestras vidas, navegar de vuelta hacia las primeras páginas, la primera frase, la primera palabra, la primera letra y subir por fin, a través de la pluma de oro celestial, al reservorio insondable de la gracia, ahí donde se encuentran, dormidas, todas las historias».
Otros recursos relativos al autor en este blog:
Notas de Lectura de El ala izquierda. Cegador I
Notas de Lectura de Solenoide