28 de octubre de 2019

Vivir abajo

Vivir abajo. Gustavo Faverón Patriau. Editorial Candaya, 2019
1992: un innominado narrador registra en una "libreta" su periplo tras los pasos de un americano, cuya identidad real no consigue concretar, en su errático deambular a través de la ciudad de Lima. 2015: los apuntes en un "diario" reflejan otra búsqueda de una pareja, George Bennet y Ariadna, con la sospecha de que debe existir una relación entre las personas que aparecen en ambos documentos. Dos mundos, o tal vez más de dos, que se solapan, que se superponen, forjados en unos pasados ocultos que los mantienen en comunicación pero cuya imbricación hace prácticamente imposible que el sujeto pueda determinar con exactitud su ubicación; ni, tampoco, cuál de ellos se ajusta a lo real —en el caso de que la existencia de ambos implique que uno es real y el otro imaginario pues, según la lógica convencional, no pueden existir de modo simultáneo— y cuál posee una existencia alternativa.

Después de la sangrienta década de 1980, Sendero Luminoso se encuentra dando las últimas bocanadas de su estrategia terrorista, pero en julio de 1992 se produjo un atentado por la explosión de dos camiones llenos de explosivos dando lugar a una cruenta semana de huelga que sitió Lima; meses antes del atentado, Alberto Fujimori llevó a cabo, con el apoyo de las fuerzas armadas, un autogolpe mediante el cual asumió la totalidad de los poderes del Estado; poco después, Abimael Guzmán, el líder del grupo terrorista, fue capturado y encarcelado.

George Bennett, el personaje central de Vivir abajo, cuya personalidad y circunstancias se desvelan a medida que avanza la trama, es un hombre cuyo ignoto pasado ha marcado de forma definitiva pero cuyos pormenores permanecen agazapados tras una enigmática historia familiar. Empeñado en buscar su lugar en un mundo que siente como ajeno, George registra mediante viejas cámaras de cine los instantes de su presente que considera relevantes para su objetivo. Unos documentales que desvelan la primera de las contradicciones con que deberá enfrentarse en su búsqueda del pasado: películas —un marco ficticio de reproducción— sobre el mundo real, una forma de plegar la realidad sobre sí misma mediante el intento de duplicación, de copia, con un doble propósito: el almacenamiento del presente y su imbricación en la vida de los espectadores, haciéndoles partícipes de una realidad no experimentada pero sí observada, y la posibilidad de reproducción infinita.

Pero la "libreta" registra una primera acción cuya motivación permanece oculta: en septiembre de 1992 George asesina a Rainer, el padre de Ariadna, la chica que corteja, en venganza de una tal Laura Trujillo —ambas mujeres tendrán papeles relevantes en la historia de George, pero su naturaleza se irá descubriendo a lo largo de la novela, de forma fragmentaria, tal vez la misma con la que George accede a la historia de su propio pasado familiar—, tras lo cual desaparece, aunque dejando el testimonio de la tortura y la muerte en una película, ahora, en 2015, en manos del narrador.
«El sol se derramaba entre las nubes como a través de vitrales o ventanas entreabiertas y en la bajamar había islotes o bancos de barro y más cerca el esqueleto de un bote viejo que también podía ser un bote en construcción. Es sorprendente, aunque quizá no mucho, que las cosas que están dejando de existir se parezcan tanto a las cosas que están a punto de existir».
Tras un cambio de escenario —solo en la conclusión de la novela entenderemos su carácter fragmentario—, una joven, afectada por extraños lapsus linguae, registra, en lo que parece una narración presencial ante un interlocutor cuya identidad permanece oculta al lector, una serie de envíos conteniendo novelas —nueve en una primera secuencia y hasta treinta y cinco a lo largo de los años— que llegan inesperadamente al domicilio que comparte con su reciente pareja, un ornitólogo obsesivo excombatiente en Yugoslavia en la IIGM. La mujer, de origen latinoamericano, ejerce de profesora de español y tiene como alumno a un niño triste y retraído llamado George Bennett.
«Nunca descubrí por qué, desde esa primera vez, y durante los siguientes diez años, cada vez que vi a George mi primer impulso fue echarme a llorar. Quizás era algo que había adentro de mí y que su presencia (algo en su cara de víctima involuntaria o de víctima que no sabe que lo es; más bien eso: su cara de víctima ignorante) liberaba o multiplicaba o echaba a andar. Porque yo entonces no sabía que George era el niño más triste que iba a conocer en mi vida, aunque a veces tratara de ocultarlo. Esa tarde, por ejemplo, cuando terminó la clase y él salió por una puerta trasera y cruzó el campo de fútbol, el campo de fútbol me pareció el lugar más desolado de la tierra».
Es a través de su voz —Laura Trujillo, señora de Rainer Enzensberger, en la actualidad señora Richardson—, en un discurso que parece destinado a alguien ausente —un alegato que parece emitido en clave para, posteriormente, transformarse en un insulso recuento de sandeces irrelevantes— y que abarca los siete días de la semana, como, entre divagaciones alucinadas y una verborrea inconexa, relata sus intimidades con su marido, con quien mantiene una relación harto peculiar, más cerca del papel de madre que del de esposa, de los avatares de una singular familia del lugar, y de los progresos de la incipiente carrera cinematográfica de George, un muchacho que acentúa su singularidad a medida que se acerca a la edad adulta; un proceso que parece mantener algún tipo de relación, que no llega a formularse de forma explícita nunca, con los manuscritos de las novelas que siguen llegando, irregular pero ininterrumpidamente, a su casa, y que ella lee, incluso algunas malas de solemnidad, con irrazonable fruición; todo ello, junto con el irreversible proceso de la enfermedad que ha contraído su marido.
«¿Qué iba a ser de mí cuando Clay ya no estuviera? ¿Qué pasaría con George cuando su mundo se viniera abajo? ¿Qué pasó conmigo cuando mi mundo se vino abajo, la primera vez? Recordé una cara y el techo de una casa, o más bien el techo de un sótano, es decir, el piso de una casa visto desde abajo, y de inmediato volví a pensar en George, que trataba de espiar a su padre una vez por semana, mientras su padre tenía sexo en el sótano de su casa con un muchachito de la calle y me pregunté cuántas vidas se arruinaban en los sótanos de las casas de todo el planeta. ¿Tú nunca te preguntas eso (¿por qué seguimos construyendo sótanos?)? ¿Por qué no nos damos cuenta, o hacemos como que no nos damos cuenta, de que un sótano es una tumba y que sobre una tumba no debe jamás levantarse una casa? Yo sí me lo pregunto».
La confesión de Mrs Richardson cierra —o más bien abre, pues ocurre en los años 70— el círculo generado con la tortura, el asesinato y el documental sobre Rainer, el verdugo de Laura Trujillo, la madre desconocida de Ariadna, el fruto de las violaciones del alemán, secuestrada justo después de nacer. Aunque esa aseveración, ese proceso secuencial perfectamente lógico, a pesar de basarse en unos hechos ciertos, queda suspendida porque otros hechos pueden sumarse a la sucesión y desbaratar su congruencia: el narrador da palos de ciego y el lector empieza a sospechar de sus aseveraciones...

La venganza, un sentimiento menospreciado, puede, en función de los hechos, llegar a ser justa; no es que pueda suplantar a la justicia —que es un término de alcance colectivo, mientras que aquella, si quiere ser justa, debe circunscribirse al ámbito personal—, sino que debe comenzar a actuar donde esta termina, al otro lado de su frontera. Es precisamente en busca de una justicia que no puede figurar en los códigos reales hacia donde parte George, a principios de la década de 1980, una vez se ha enterado de los diversos trabajos de su padre, bajo seudónimos confusos pero llenos de significado, en algunas dictaduras latinoamericanas favorecidas por la CIA, en un peregrinaje alucinado a través de Paraguay, Argentina y Chile, con el fin de rastrear las huellas —solo tiene que seguir el rastro de la sangre— que dejó aquel, y compaginar la venganza hacia sus cómplices con una suerte de venganza negativa consistente en resarcir, aunque sea moralmente, a sus víctimas.
«George piensa que en la vida de todos hay períodos cuando las cosas parecen suceder con extrema lentitud y otros en que todo ocurre con insólita rapidez. Pero en su caso, piensa, desde el día en que llegó a Paraguay, tiene la imprecisa sensación de que ambos fenómenos se producen a la vez, de la misma forma, piensa, en que el tiempo se desdobla cuando uno tiene un ataque de ansiedad: todo se atropella y se arremolina, todo ocurre de manera instantánea, daría la impresión de que no hay tiempo para detenerse a pensar en nada, todo es un vértigo, y sin embargo todo parece durar para siempre, todo parece interminable».
En esa estancia de George en Asunción se desvela al autor de las "novelas incesantes", pero, debido a una película que ha filmado en la que dos torturadores confiesan sus fechorías, es recluido en prisión —la que construyó su padre por encargo del régimen, consistente en un inmenso sótano escondido debajo de una humilde casucha— durante de ocho años (1981-1989), un período que transcurre en un estado onírico en el que es incapaz de discriminar los ensueños de la realidad, un estado que se prolonga más allá de su reclusión en forma de una profecía que le es anunciada por su antiguo compañero de habitación.
«La tercera cosa que recuerdo, Jaime Saenz —¿dónde está usted?, ¿dónde está Raymunda?— es que una noche usted vino a visitarme a la prisión. No sé si fue una alucinación o un sueño, yo soñaba todo el tiempo, o si fue, acaso, no sé cómo explicarlo, una visita real pero que ocurrió adentro de mi sueño o de mi alucinación, es decir, tal vez yo estaba soñando o delirando y de pronto usted vino a verme a la cárcel y me habló, y yo lo escuché desde adentro de mi sueño aunque usted me estaba hablando en la realidad (como cuan do uno sale de una operación o de un electroshock y el efecto de la anestesia o del electroshock no ha cesado y un médico o una enfermera o un ayudante del manicomio le habla a uno para ver si ya recuperó la conciencia)».
Suguiendo el rastro de Raymunda, una chica aficionada al cine a quien conoce en una velada, George se traslada a Argentina. En Buenos Aires, un guitarrista peruano cuyo pueblo fue masacrado por Sendero Luminoso le pone sobre su pista y de nuevo el periplo de George parece seguir el rastro de la sangre, de esa violencia que recorre los canales institucionales y marginales —una retroalimentación que asegura la supervivencia de ambos— y que desangró América Latina a finales del siglo pasado, una violencia que, a menudo, parece ser el pilar sobre el que se asientan las clases dirigentes, todas de origen criollo, en una trama que las mantiene comunicadas y en mutua dependencia.
«Hay una muchedumbre de hombres y mujeres apurados, perros huesudos, gatos que saltan de ventanas, automóviles que pasan zumbando por la pista entre semáforos rotos y un olor a madreselvas. George tiene la sensación de que la ciudad completa corre en frente de ellos dos, tan rápido que se torna invisible y se imprecisa y deja un rastro como de cabellera estelar ante sus ojos, y siente que, si trata de ponerse en pie, una mano inverosímil lo empujaría más allá de los bordes del planeta, pero que, si intentara correr a la velocidad de la ciudad, entonces Buenos Aires se detendría».
George y el guitarrista se trasladan a Chile, el tercer vértice del macabro triángulo de las dictaduras latinoamericanas, siguiendo el rastro de Raymunda, al tiempo que parecen recorrer el itinerario que les marca un tipo peculiar de memoria que funciona con anticipación, evocando aquello que no ha sucedido todavía y confiriendo el carácter de recuerdo al hecho en sí en el momento en que ocurre en realidad.
«Es que trato de no ver muchas cosas nuevas de golpe, porque después pasan los años y uno tiene la cabeza llena de imágenes que no sabe a qué corresponden, y cuando uno busca en su cabeza las caras y las cosas que de verdad quiere recordar, ya no las encuentra, están sepultadas debajo de las otras».
Pero si hay dos acompañantes que siguen impertérritos a George en su viaje, ya desde su casa, son la locura y la muerte; acaso más que compañeros sean en realidad los inductores de su búsqueda. Ambos han abandonado a su padre, recluido en un manicomio para purgar su culpa por las innumerables muertes que provocó y, en una extraña transferencia, se han apoderado de la voluntad de su hijo y ejercido su incuestionable dominio, extendiéndose como una epidemia a su alrededor, pues su padre también le transfirió la inmunización.
«Todos tenemos el deber de consumar una venganza».
La locura y la muerte —no la locura o la muerte— son a la vez los instrumentos que materializan y el resultado ineludible del motor, la venganza, que lleva a George a recorrer América Latina. La venganza contra la memoria de su padre, que debe ejecutar para librarse de la culpa vicaria heredada por vía genética; pero también la venganza, personal, de todos aquellos a quienes su padre, como encarnación de un sistema totalitario, vejó, torturó y mató, materializada a la vez en el viejo nazi a sueldo de las dictadiras y en el chileno al servicio del régimen de Stroessner como si, ante la imposibilidad de acabar con su padre, acabar con ellos satisfaciera su vendetta.
«La tortura produce sentido, genera historias, ficciones, la mitad de la historia de América Latina, la mitad de la historia de América, no existirían si no existiera la presión de hablar bajo castigo, la mitad de la historia del mundo. Los miles de torturadores del planeta, imagínenlo así, los miles o millones de torturados del planeta inventan miles o millones de historias que se entretejen, forman un haz de historias, un haz tupido de historias vinculadas, que no se refieren a nada real o se refieren a la realidad débilmente, pero que sí se refieren, en cambio, unas a otras, o a un mundo que es producto de ellas. Millones de historias que los interrogadores de todo el mundo deciden aceptar como reales, a pesar de que saben que son ellos quienes han forzado su existencia. Es como si debajo del relato real (la Historia) creciera ese otro relato complejo y soterrado, una historia paralela hecha de mentiras. Es una ficción extraordinaria y lo más extraordinario de ella es que ejerce su fuerza sobre la Historia real, tiene consecuencias de verdad. La ficción de los torturados es el relato más influyente del mundo, transforma el mundo día a día, en ella aparecen personajes, emergen personajes y hechos, que no preexisten al momento en que son enunciados, pero que luego cobran entidad, empiezan a existir, se declaran guerras a partir de historias que han sido forzadas falsamente desde los labios de testigos que nunca las han visto ni vivido. Gobiernos completos se construyen sobre ese cimiento que es una red de ficciones, estados completos... »
¿Cuánto tienen en común la venganza y la justicia? ¿Puede la primera sustituir a la segunda, en caso de incomparecencia? ¿Es lícita la restitución? ¿Puede llegar a ser justa?

¿Se puede alcanzar la reconciliación con los demás y con uno mismo a través de la justicia? ¿Y a través de la venganza, que sería una especie de justicia por propia mano? ¿Por la unión de ambas? ¿O acaso la reconciliación sólo puede lograrse mediante el perdón?

Identidades volátiles que desaparecen y reaparecen bajo distintas formas; relatos entrelazados que descubren facetas distintas de los mismos personajes; recuerdos que se desgajan de los panales de la memoria para instalarse en la realidad alterando su significado; un pasado que regresa, con la insistencia de una mancha indeleble, para imponer su presencia; hechos acaecidos en un bucle del tiempo que pierden su consistencia al ser evocados años después; el tiempo, que se repliega sobre sí mismo y se repite en episodios ucrónicos; visiones dispares de un mismo hecho en función de los testigos; personajes enlazados por extraños nexos, hermanados de por vida y hasta la muerte simultánea; venganzas latentes durante decenios que emergen del olvido para caer, inclementes, sobre seres cuyo pecado parecía haber desaparecido sepultado por numerosas capas de penitencia; pesadillas que toman el lugar de la realidad y emponzoñan el presente de unos cuerpos mutilados por la fiebre asesina de la sinrazón; personalidades divergentes que concurren hacia una sola arrastradas por hechos a los que no pueden hacer frente; sueños premonitorios que desvelan hechos aún por ocurrir —y que puede que, en su momento, no ocurran debido, precisamente, a haber sido soñados en su posibilidad— y sueños con versiones alternativas de hechos del pasado capaces de modificarlo, convirtiendo la corriente onírica en un afluente que mezcla y torna indistinguibles sus aguas en el flujo de lo real; objetos que carecen de nombre que solo pueden ser señalados —o soñados— y palabras en busca de objetos que nombrar, como en una réplica inversa de la creación del mundo.
«Yo hice un esfuerzo por recordar sin dejarme atrapar en los tentáculos de la memoria, porque, para mí, contar esas cosas era regresar al centro del laberinto y contagiarme de un pasado que llevaba mucho tiempo tratando de olvidar, un pasado que era una enfermedad».
Calificación: *****/***** 

21 de octubre de 2019

Lamento lo ocurrido

Lamento lo ocurrido. Richard Ford. Editorial Anagrama, 2019
Traducción de Damià Alou
Sorry for Your Trouble, 2019

Las relaciones personales son, con toda probabilidad, las interacciones más complejas que pueden darse entre dos o más de las entidades individuales existentes en la naturaleza; mucho más, en todo caso, que la simbiosis, el parasitismo o las relacionadas con la cadena trófica. En el fondo, también se basan en el "comer o ser comido", pero la amenaza es más sutil y el resultado más impredecible; el papel de coadyuvante está a cargo de los sobreentendidos —que dan sentido a la relación solo y solo si se tiene en cuenta la buena voluntad de los intervinientes, ya que no tienen la posibilidad de provocar un efecto neutro; de por sí, siempre es negativo—, como consecuencia de lo cual siempre están sujetas a la tergiversación.
«Cuando muere tu padre y solo tienes dieciséis años, cambian muchas cosas. Tu vida escolar cambia. Ahora eres el chico que no tiene padre. La gente siente lástima por ti, pero también te devalúa, incluso les molestas, y no estás seguro de por qué. La aureola que te rodea es diferente. Antaño te contenía a ti plenamente. Pero ahora se ha abierto una grieta, cosa que te da miedo, aunque no tanto. Y también está tu madre, cuya pérdida hay que llenar —o al menos compartir— mientras intentas lidiar con todas esas sensaciones. Miedo. Y otras. Oportunidad. Y luego está tu padre, al que amas o amabas, y cuya vida rápidamente se resume solo en ese final, y gran parte del resto se desvanece deprisa. Bueno. Tu soledad tiene tantas capas que ni siquiera existe una palabra para describirla. Intentas encontrar la palabra te confunde, aunque se trata de una confusión que no rechazas del todo ni te desagrada. Intentas encontrar la palabra.»
La inocencia de la pasada adolescencia no consistía tanto en la poca experiencia —una cuestión de tiempo— como en la dificultad de distinguir el bien del mal. Enfrentado por primera vez a desafíos hechos a medida para la edad adulta, la primera manifestación que provocan las situaciones ambivalentes es la falta de recursos con que se cuenta a esa edad para discernir no solo aquello que es conveniente de lo perjudicial —otra vez la inexperiencia, revelada por la falta de referencias—, sino también aquello que es correcto de lo erróneo.
«No era de los que lloraban; no era un llorica, en el peor de los casos. Tampoco es que llorar fuera una debilidad. En algunas épocas le habría hecho bien...; lo opuesto de una debilidad. Pero derramar una lágrima delante de una entrometida Joliet, que quería invitarlo a unos cócteles, "animarlo" un poco.¿Qué era eso? ¿Qué podías decir? ¿Era algo cierto? ¿Algo real? Improbable, se dijo. En cualquier caso, las lágrimas eran casi siempre teatro. Los actores las derramaban cuando se les indicaba. Lo había visto a menudo. Se dijo que casi siempre —mientas se ponía en pie y echaba a andar hacia el cartel que decía SALIDA—, casi siempre, cuando llorabas, deberías haber llorado antes. Sin embargo, derramar una lágrima, incluso en los momentos más inesperados, fuera cierta o no, real o no, le hacía sentir siempre mejor de lo que habría esperado, teniendo en cuenta los días que había dejado atrás y los que lo esperaban».
Incluso la relación más esporádica, más liviana, puede dejar una huella indeleble en la memoria de los protagonistas; no se puede especular acerca de la poca importancia de esa huella cuando la impresión está próxima en el tiempo porque puede permanecer agazapada, en estado de latencia, hasta que un hecho determinado, relacionado o no con aquella, actúe sobre la espoleta de la memoria y el recuerdo se haga presente.
«La noche interior se había ido a dormir pensando en el viaje que estaba haciendo ahora, y había tenido la ridícula sensación —no exactamente un sueño— de que toda la experiencia de la vida, años y años, solo se revivía en realidad en los últimos segundos antes de que la muerte diera el último portazo. Toda la experiencia de la vida no es más que una percepción incorrecta. Una mentira, si quieres. Nada real. Al final, sin embargo, pensar eso resultaba liberador. Tenía la costumbre de pensar que muchas cosas eran liberadoras».
No es la mala intención ni siquiera los propósitos inconfesables la razón principal de la poca sociabilidad y de las mentiras con las que los personajes de Ford se obsequian unos a otros, como tampoco aprovecharse de una situación favorable; tiene que ver más con la salvaguarda de una intimidad que presumen bajo amenaza y con el mantenimiento de una situación que no quieren —a menudo, que no pueden— cambiar sin sufrir una transformación que les dejaría indefensos ante cualquier nuevo desafío.
«Habían llegado al gran río, donde el aire de repente se expandía y desaparecía, se alejaba flotando en un instante antes de regresar a esa corriente inmensa, en curva, mítica, de piel bronceada. Los tumultuosos puentes río arriba y a la derecha. El ferry, como una nota diminuta, a medio camino hacia el otro lado. A Algiers. Como el Argel de verdad. Un persistente aroma de pan recién horneado se arremolinaba hacia la orilla. Y un sonido. No un sonido que pudieras oír. Más bien una fuerza como el tiempo, o algo perpetuo.»
Una de las virtudes de Richard Ford es, a pesar de la frialdad —en términos literario-norteamericanos, su falta de compasión— con la que trata a sus personajes, es saber acercarlos, emocionalmente, al lector, al enfrentarles a un desafío episódico pero fundamental en el momento de la vida en que se encuentran, y para cuya resolución es necesario que pongan en liza unos recursos cuyo funcionamiento no conocen por entero; pero su respuesta al proceso al que los confronta o bien los saca del entuerto, a menudo gracias a las necesarias dosis de ignorancia de sus protagonistas, o bien les impide darse cuenta de la importancia del desafío y les hace superarlo casi inconscientemente. Pero lo que hace a Ford un escritor de su talla no es tanto lo que cuenta como cómo lo cuenta y, sobre todo, la cuestión que deja al lector: "¿y qué fue de ellos?". Precisión, precisión y precisión, sin ornamentos, con pura información, sin literatura.

Esos personajes deambulan sin otro objetivo que encontrar un propósito para los próximos cinco minutos, inconscientes de sus deberes, igual de amnésicos de su pasado que desinteresados por un futuro que parece que experimentan otros en su lugar; expuestos a sucesos tan anodinos como inofensivos, puro fruto del azar, en los que se ven implicados de manera involuntaria, pero cuyas consecuencias completamente neutrales acaban convirtiéndose en insuperables ritos de paso que dejarán una profunda huella en su recuerdo y cuya inhabilitante presencia jamás podrán evitar.
«Se puso los zapatos y salió de casa. Unas nubes de un azul transparente se habían posado después de medianoche, y la medialuna avanzaba lentamente hacia el horizonte. La lluvia de meteoritos había terminado. La temperatura había subido un poco. Al principio, cuando alquiló la casita, pensó que cada día se levantaría para saludar al sol, que haría hogueras con los pecios de la playa, que se llevaría una manta y dormiría allí. Pero se quedaba tumbado en la cama, escuchando, escuchando: los perros, la maleza que crujía, los camiones que transportaban troncos en la carretera, gemidos, voces, las vigas de los barcos langosteros en las aguas oscuras. ¿Esa era la persona que era cuando estaba solo? ¿Alguien que escuchaba? Un hombre que aparentaba tener intenciones, pero que carecía de ellas».
Calificación: *****/*****

14 de octubre de 2019

Revolucionarios

Revolucionarios. Joshua Furst. Editorial Impedimenta, 2019
Traducción de Alba Montes Sánchez
Dicen los norteamericanos que si te acuerdas de Woodstock —un acontecimiento del que se celebra este año el cincuenta aniversario— es que no estuviste; claro que esto lo dicen los que seguro que no acudieron allí. Nací en 1959, así que la década prodigiosa de los años 60 me pilló en pañales —literalmente—, en la guardería —entonces nos llamaban párvulos; eran otros tiempos, quien cursaba bachillerato estudiaba latín— y en las "Escuelas Nacionales" de un pueblo de menos de 10.000 habitantes. Es decir, me enteré de más bien poco y recuerdo aún menos, pero puedo afirmar que yo sí estuve; porque al menos las dos décadas siguientes no hubiesen transcurrido del mismo modo si yo no hubiese estado en la de los 60.

Una productora audiovisual, poco después del triunfo de Donald Trump en las elecciones presidenciales de 2016 y ante el surgimiento de lo que parecía un movimiento organizado de resistencia de las corrientes progresistas, encarga a C. C. Clayton, periodista, una serie de documentales sobre las protestas contra el gobierno de los EE. UU. en la década de 1960. Tras una enconada resistencia, Freedom Snyder, hijo de un líder del activismo de aquella época, accede a ser entrevistado para hablar de sus recuerdos relativos a ese decenio; las  entrevistas, revisadas y editadas por Clayton, componen Revolucionarios (Revolutionaries, 2019).

«Pero esto es lo que pienso ahora. No sé lo que pensaba entonces».
La visión de Fred —«Llámame Fred. No soporto que me llamen Freedom. Eso de ponerme "Libertad" de nombre es una gilipollez que se le ocurrió a Lenny para conseguir que la gente como tú no pare de hablar de él»— tiene de su padre está contaminada por la pésima relación que mantuvieron mientras vivió, pero también se vio afectada por el magnetismo y la fortísima personalidad de Lenny, cuya influencia sobre miles de personas y capacidad de convocatoria, por no hablar de la fama que consiguió entre la juventud de la época, llegando incluso a "reinar después de morir", fue proverbial. Ese influjo pesa, literalmente, como una losa sobre la cabeza de un hijo gris y mediocre, aunque no pueda evitar, por más que se lo proponga, que por debajo de sus exabruptos y del odio indisimulado de sus manifestaciones, emerja una inevitable admiración por el Gran Hombre.

Salido de la nada pero con un poder de convicción brutal, Lenny reunió a un nutrido grupo de jóvenes —su ejército particular, en una de las épocas más antibélicas de la historia y con la guerra de Vietnam devorando, insaciable, las vidas de los jóvenes norteamericanos—, discípulos fieles dispuestos a seguirle hasta donde quisiera conducirles con tal de que mantuviera esa nueva dimensión social llamada colectividad: denuncias, boicots, sabotajes, manifestaciones, cortes de tráfico y toda clase de performances destinadas a despertar a todo un país anestesiado por el olor de Mr Dollar.
«Había dejado de ser un "él". Ahora era un "ellos". Un "nosotros". Una tribu. Todos aquellos chavales que habían inundado el Lower East Side se engalanaban ahora con plumas y tocados. Sin jefes, solo guerreros. Sin poder central. Un "nosotros" contra el "ellos" que empleaba su dinero y su fuerza institucional, su policía de élite, sus fundaciones educativas, sus estructuras mediáticas y corporativas y sus ministerios para mandarnos al matadero de Vietnam, para meternos en chirona por dos porros de mierda, para fabricar bombas y compuestos químicos plasmáticos capaces de acabar con la mitad del Tercer Mundo, al tiempo que esclavizaban a nuestros propios hermanos y hermanas aquí mismo, y especialmente —¡qué casualidad!— a los negros, a quienes metían en guetos, para luego dar un paso atrás y quedarse de brazos cruzados contemplando cómo esos mismos guetos se consumían entre las llamas».
Pero, en realidad, la versión de su hijo es bastante contradictoria; para Fred, Lenny fue un tipo manipulador y poco recomendable que jamás actuó de forma desinteresada; cuando no recogía beneficios palpables, contantes y sonantes, el propósito real de su actuación era  acrecentar su propia leyenda. Su egoísmo no tenía límites, y su capacidad de seducción era ineluctable. A pesar de que su memoria contiene también momentos de ternura, principalmente cuando Fred no era más que un mocoso que no se había sacudido aún el sentimiento de fascinación  por una figura paterna —admiración que compartía con toda la corte de fieles seguidores fumados o colocados; "vivían de sus eluvios". Para ellos, era una especie de rey. Y, como él era importante, yo también lo era"— absorbente y mangoneadora, el rasgo de Lenny que mejor recuerda su hijo es el cinismo; Fred no es, por supuesto, un narrador ni siquiera mínimamente fiable —Clayton se apercibe de ello en la primera entrevista, como cuenta en el prólogo—, pero la impresión que deja en el lector es que, por más que exagerados, sus reproches no deben alejarse demasiado de la realidad.
«—Oye, chaval, ¿quieres que te diga cómo conseguir que tu papá se sienta orgulloso de ti? Aprende a disparar un arma. Vive la revolución. Te voy a decir a quién asesinar primero: a Ronald Reagan. ¿Lo pillas? Va a hundir el país en cuanto tenga la ocasión. Ya lo está haciendo en California. Alguien tiene que parar a ese hijo de puta. ¿Por qué no tú?»
Aún sin edad para ir a la guardería, Fred fue testigo involuntario del trágico final de la fiesta que se suponía inacabable —o que nadie, jamás, pensó que podía terminar—: los sesenta se despidieron a lo bestia con el asesinato perpetrado por la Familia Manson, y a mediados de los setenta los ecos del Flower power se habían extinguido; la sociedad, al ver que la revolución anunciada ni llegaba ni llegaría, convirtió su idealismo en puro cinismo; Lenny había perdido su poder de seducción —de hecho, lo que había perdido era a su audiencia— y entró en una espiral depresiva de la que solo se sale, accidentalmente, cuando alguien —cada vez en menor número— le reconocía, como un homenaje piadoso a su personaje; todo ello en presencia de su familia: la indiferencia de su pareja y la intuida decepción de su hijo; la caída de un ídolo nunca es incruenta; además, el deterioro de la utopía se manifiesta mediante la aparición de un nuevo sujeto: el yonqui, que personifica el residuo, el sobrante, lo desechable, la brutal resaca de la Gran Fiesta.
«Tipos que se exponían al frío helador con una camiseta mugrienta. Inmunes a los elementos. Que caminaban puestos de algo a varios centímetros del suelo, pasados de rosca, y acababan estrellados y quemados. Botas militares dando bandazos, arriba y abajo, por los bordillos. Brazos y piernas y hombros volando en todas direcciones como porras. Bocas abiertas y húmedas como heridas recientes».
El adalid de la libertad, el obrero contra el sistema, el personaje a quien parece que todo el mundo le deba algo, sufre el peor de los reveses: se ha convertido en irrelevante; el héroe se ha derrumbado víctima de su ambición y arrastrado por su leyenda. Su pareja parece haber confirmado la totalidad de sus intuiciones, y su hijo de seis años es incapaz de comprender la magnitud de la tragedia. Pero para Fred, años más tarde, significa el conflicto desatado —el mismo conflicto que le ha martilleado el cerebro durante toda su vida— entre la admiración incondicional y el rosario de reproches que ha acumulado desde aquel día; entre el reconocimiento que no pudo expresar en su niñez y el resentimiento de lo que ahora ya no puede echarle en cara. La autodestrucción puede que salvara a Lenny, pero fue letal para su hijo.
«Al contrario que los hechos, la verdad era mutable, dependía de los rumores y del boca a boca, de la disposición de cada oyente particular a dar crédito a la forma en que cada bando coloreaba los hechos. Todas las partes implicadas estaban interesadas en convencer al mundo de que su versión de la historia era la verdadera. Los polis tenían que proteger sus egos mezquinos. Sus perspectivas de obtener distinciones, aumentos de sueldo y palmaditas en la espalda. Sus rondas gratis en el bar. Las expresiones de deseo en el rostro de sus esposas. Todo ello por haber pescado a un pez gordo, por haber representado el papel de los héroes que protegían nuestra forma de vida, la fe, la familia y todas esas gilipolleces, la esencia misma de los Estados Unidos, de la amenaza existencial que suponía Lenny Snyder. Y fue el agotamiento del populacho lo que les sirvió de ayuda, el deseo de las masas de una explicación sencilla y exculpatoria de todo lo que había salido mal desde que los psicodélicos años sesenta resbalaron en el charco anodino y grasiento de los setenta. La gente quería orden. Querían sensatez. Lo que fuera, menos la ruina y el caos que los rodeaban. Qué oportuno pues, si Lenny —el caos reencarnado— resultaba no haber sido nunca más que un cochino judío, un ladronzuelo charlatán que, como por fin se había demostrado, había construido toda su carrera explotando los dulces y esperanzados sueños de la juventud estadounidense. ¿Lo veis? ¡Este hombre no es un ángel de luz! ¡Nunca pretendió llevaros de vuelta al paraíso! Así es el verdadero Lenny, así ha sido siempre. Una criatura encorvada y nariguda en busca de socios para sus negocios de drogas».
Cuando Lenny es encarcelado bajo la acusación de tráfico de drogas tras una encerrona preparada por el FBI, Fred no tiene claro —ni ahora ni cuando sucedió, tenía solo seis años— el grado de participación de su padre en la conspiración que terminó con su detención. Pero la revelación de mayor calado es darse cuenta de que Lenny agrupaba dos personalidades: la del hombre y la del mito; el Fred hasta los seis años solo era consciente de la segunda —y, con toda probabilidad, su padre también—, pero su encarcelamiento le acaba revelando al ser inseguro, irascible, maleducado y, sobre todo, vencido y humillado. En en ese momento, cuando Fred despierta de su ensueño, cuando empieza a gestarse en él ese presentimiento que se acrecentará a lo largo de su vida, no tanto porque el mito lo haya decepcionado sino porque su padre le hurtó su faceta más humana, esa que en realidad le era imprescindible, como suele suceder con todos los críos.
«¿Qué vas a hacer con el tiempo que te queda cuando sabes que tu vida ha terminado, pero tienes que seguir viviendo?»
Y luego está la música, claro. Grupos con un prolongado historial a sus espaldas y otros recién nacidos que compartían tugurios y conformaban la banda sonora de toda una generación de americanos —y, por ósmosis, de todo occidente—. Y el basquet. Y el béisbol. Aficiones todas —siempre en público— que Lenny jugaba a compartir con su hijo y con los restos de su pasada audiencia de incondicionales. Fred asiste atónito a la atención, inesperada, que le dedica su padre, dudando de su veracidad, pero disfruta de esa nueva intimidad con la sospecha de que no será permanente, de que un giro en la actitud de su padre o la condena que le amenaza terminará devorándola: cuanta más dulzura, cuanta más atención, cuanto más amor —a su manera— le dedica su padre, más rápido parece acercarse el final, como esas ensordecedoras tracas que preceden a la conclusión de los fuegos artificiales.
«Yo era su colega, su socio. Me llevó a todos y cada uno de aquellos conciertos. No solo a mí, sino también a mi madre. Éramos una familia molona saliendo de marcha por la ciudad. Fueron tiempos felices. Vibrábamos de camino a casa, con la corriente eléctrica de la música recorriéndonos aún los músculos, con los oídos pitándonos de tal manera que parecía que alguien nos hubiera colocado una campana encima de la cabeza y no dejara de tocarla, encerrándonos en su interior, separándonos del resto del mundo. Nos temblaban las piernas».
El Fred adulto, sin embargo, lucha —uno sospecha que está manteniendo ese combate desde aquella época que recuerda— por librarse de la cadena que significa ser hijo de quien es al tiempo que es consciente de que esa dependencia es imprescindible porque es lo único que le permite, también a él, ser quien es.

«¿Cuándo llega el momento de decir "¡ya está bien!"? ¿En qué momento sucumbe nuestro derecho sagrado a la libertad ante la riada que lo rodea? ¿De qué sirve la libertad cuando tu vida es un fraude?»
Cuanta más falta le hace su padre, más huidizo se muestra este; cuanto más lo persigue, más lejos se escapa de él. Ambos parecen envueltos en una especie de entretenimiento infernal en el que Fred, en busca desesperada de un reconocimiento, el único importante, que nunca le llegaba, aspira a alcanzar la independencia librándose de la influencia —y menuda influencia— de su padre cuando, en realidad, su presencia le resulta imprescindible, mientras que Lenny apuesta por mostrar su desdén por el convencionalismo de la vida de familia cuando, en realidad, prescindir de ella significa perder el nivel más próximo, el más incondicional, de la corte de sus admiradores.
«El problema de las causas es que derivan su significado de sus logros. Los soldados rasos, las personas cuyas pasiones agregadas alimentan el cambio, pueden encontrar más adelante motivos de satisfacción —o arrepentimiento— en el papel que desempeñaron a la hora de provocarlo, pero más les vale andarse con ojo y no construir sus identidades en torno al espíritu comunal que promueve la causa. Corren el riesgo de acabar atrapados, solos, en un movimiento que se ha desvanecido, preguntándose adónde se ha ido todo el mundo. Algunos reconocen este peligro desde el principio. Se apuntan al espíritu de los tiempos mientras les sirve de algo, sacándole todo el partido que pueden, para su propio beneficio. Y, para cuando el resto de la gente se da cuenta de que se ha acabado la fiesta, ellos ya hace tiempo que se han marchado».
El paso del tiempo, la edad, pero también las sucesivas decepciones que sufre Fred —que va perdiendo la fe a costa de sus desengaños—, provocan el menoscabo de la divinidad de Lenny, tras cuya perdida omnipotencia ha emergido un humilde humano con una dotación de defectos más que notable. Añadida a esa caída del ídolo, la propia decepción al darse cuenta de la debilidad del ser adorado y de la poca consideración que merecía mientras él mismo se sometía a los designios paternos.
«Estudié las fotos que me había enseñado tan orgulloso. Toda aquella gente importante. Todo su fulgor en decadencia. El tiempo atrapado en una escala de grises, despojado ya de su bullicio y su animación. Ahí colgado, inerte. Recuerdos de luchas de poder que no ejercían ya ninguna influencia urgente sobre el presente».
 Calificación: ****/*****

7 de octubre de 2019

Máquinas como yo

Máquinas como yo. Ian McEwan. Editorial Anagrama, 2019
Traducción de Jesús Zulaika Goicoechea
A finales del siglo XX, justo después de que Gran Bretaña pierda definitivamente las Malvinas, como consecuencia de una funesta planificación estratégica del gobierno de Margaret Thatcher, y que se haya producido la esperada reunión de los Beatles, doce años después de su separación, la cibernética, dirigida por el genio de Alan Turing, ha conseguido replicar a los seres humanos y poner a disposición del público unos androides, técnicamente impecables, programables a discreción del propietario, es decir, del usuario.

Ian McEwan ubica la acción de Máquinas como yo (Machines Like Me, 2019) en un Londres ucrónico a mediados de la década de los años 80 del siglo pasado, en el que la revolución tecnológica ha llegado veinte años antes que en nuestra línea temporal, pero en el que también han aparecido por anticipado el hartazgo y el cinismo de una parte de la población, afortunada e intelectualmente preparada, que se aferra a los avances técnicos como alternativa al ocio pero también con la idea de mantener, mediante la actualización tecnológica constante, su endeble situación de privilegio.

Charlie, un joven ocioso que sobrevive gracias a sus apuestas en la bolsa, adquiere uno de esos androides —Adán, de sexo masculino; los ejemplares femeninos de llaman Eva y sus existencias han sido colapsadas por los pedidos de jeques árabes— por varias razones: como símbolo de estatus, pero también para ponerse a prueba —es decir, para verificar su superioridad sobre las máquinas— intelectual, afectiva y adaptativamente.

El primer conflicto, más epistemológico que lingüístico, surge al intentar definir la relación entre Charlie y Adán: no es de poseedorpropiedad, que parece referirse a la tenencia de algo con lo que no es posible interactuar; pero tampoco de usuario a bien, ya que el término implica la utilidad del objeto; tal vez lo más parecido sería de protector a protegido, en función del contexto, como la relación entre un ser humano y un animal doméstico, de dependencia mutua pero de aportación desigual.

Esa relación se hace aún más conflictiva en cuanto que es el propietario —usaré esta palabra en aras de la comprensión— quien puede programar los parámetros de la personalidad del androide: si lo hace parecido a sí mismo no obtendrá más que una réplica inútil, mientras que cuanto más distinto, más difícil será la interacción. Aunque queda una alternativa: programarlo para que sea como le gustaría haber sido él mismo —aunque, como indeseable contrapartida, se ponga en constante evidencia el propio fracaso—.

Esa dificultad en la definición de la relación entre Charlie y Adán tiene su réplica en la que mantiene con Miranda —un nombre premonitorio—, su joven vecina, hija de un escritor enfermo «de la vieja escuela»: en el caso del androide, por defecto, en busca de signos que desmientan su carácter de replicante; en el caso de Miranda, por exceso, abrumado por la constatación del ínfimo poder decisorio que tiene en sus manos en cuanto al futuro. 
«Tenía a Miranda en el pensamiento. Estaba convencido de que había llegado a uno de esos momentos críticos en los que el sendero del futuro se bifurca. En uno de los caminos la vida seguía como antes, y en el otro se transformaba en otra cosa. Amor, aventuras, grandes emociones, pero también orden en mi nueva madurez, y no más planes locos. Miranda era de un natural de lo más dulce: amable, guapa, divertida, enormemente inteligente....»
El Síndrome de Pigmalión se pone de manifiesto ante ambas situaciones: con Miranda, debido a su corta edad y supuesta nula experiencia; con Adán, porque su mente es una tabula rasa que tiene que configurar. La decisión que toma con respecto al androide es sorprendente pero en modo alguno descabellada: compartirá su formación con Miranda y emulará, de este modo, lo más parecido a una familia convencional: padre, madre e hijo, con el propósito implícito de que la formación de esa familia redundará en su propia refundación.
«Ahora podía admitírmelo: le tenía miedo, y me sentía reacio a acercarme más a él. Por otra parte, estaba tomando conciencia de las implicaciones de su última palabra. Adán solo tendría que actuar como si sintiera dolor, y yo me vería obligado a creerle, reaccionar como si de verdad le doliera. Demasiado difícil no hacerlo. Diametralmente en contra de la deriva general de la compasión humana. Al mismo tiempo, no podía creer que fuera capaz de sentir dolor, o de tener sentimientos, o de cualquier percepción sensitiva. Y sin embargo le había preguntado cómo se sentía. Su respuesta había sido pertinente, y también mi ofrecimiento de traerle alguna ropa. Y no me creía nada de todo aquello. Estaba jugando a un videojuego. Pero era un videojuego real, tan real como la vida social; prueba de ello era la negativa de mi corazón a calmarse y la sequedad de boca».
McEwan es especialista en plantear al lector dilemas morales de enrevesada resolución, pero también cuestiones en las que se guarda bien de proponer una solución; debajo de la controversia más evidente acerca de qué es lo que hace humano a un androide emerge, después de un incidente con una familia en un parque y de las propias reacciones de Charlie, perfectamente asumidas, en el idilio que mantiene con Miranda, la pregunta fundamental: ¿qué hace humanos a los humanos? Y no de menor importancia: ¿cuál es el sendero a seguir para alcanzar la humanidad? ¿Existe un punto de partida único, dado que parecen encontrarse multitud de procesos válidos? Si una máquina puede replicar ese proceso, ¿su madurez puede considerarse humanidad?

Sin embargo, el acuerdo establecido entre los tres —relativamente desconocidos, Miranda en su humanidad, Adán en su transhumanidad— no está libre de la traición, que puede tomar formas muy diversas, incluso alguna inconcebible e imprevisible, dada la naturaleza de uno de los acordantes.

La preocupación por la moral robótica es un tema que se remonta al inicio de la existencia de máquinas que podían tomar decisiones; las literarias "tres leyes de la robótica" de Isaac Asimov fueron, a la vez, una aproximación y una muestra de hacia dónde se encaminaba el debate; incluso se negó la existencia de una ética robótica, pero no se trataba de un dilema nuevo porque, en el fonfo, el propio ser humano se enfrentaba al mismo constantemente desde el principio de los tiempos; solo su teorización era nueva, y esa novedad era lo que hacía que se planteara un dilema que, en el fondo, no era procedente porque las exigencias con respecto a la conducta de las máquinas inteligentes nunca se había planteado a nivel humano.
 «Pero aquí surgía una cuestión que ella y yo aún no habíamos tratado. Los ingenieros informáticos de la industria automovilística tal vez habían ayudado en el diseño de los mapas morales de Adán. Pero Miranda y yo habíamos contribuido a perfilar su personalidad. Yo desconocía hasta qué punto esta personalidad interfería o prevalecía sobre su ética. ¿A qué profundidades se abismaba la personalidad? Un sistema moral perfectamente formado debería mantenerse libre de cualquier condicionamiento concreto. Pero ¿era esto posible? Confinado en un disco duro, el software moral no era sino el equivalente en seco del experimento mental del "cerebro metido en la cubeta" que un día invadió los libros de texto de filosofía. Mientras que un humano artificial tenía que moverse entre nosotros —seres imperfectos, caídos— y llevarse bien. Las manos ensambladas en una fábrica completamente esterilizada debían mancharse. Existir en la dimensión moral humana era poseer un cuerpo, una voz, un patrón de conducta, memoria y deseo, experimentar cosas palpables y sentir dolor. Un ser absolutamente honrado y comprometido de tal forma con el mundo que podía encontrar a Miranda casi irresistible».
Esa moral robótica, o su ausencia, es cuestionada por el primer acto libre de Adán: tener una aventura con Miranda —es curioso que, en cambio, la conducta de esta no le provoque a Charlie ni las mismas dudas acerca de sus coordenadas éticas ni la misma sensación de traición—. Sin embargo, exigirle a Adán una conducta éticamente irreprochable, ¿no coartaría su libertad, tal vez el signo más inseparable de su humanidad?
«Discutir con la persona que amas es un tormento peculiar. El yo se divide y se vuelve en contra de sí mismo. El amor pelea con su opuesto freudiano. Y si la muerte gana y el amor muere, ¿a quién le importa? A ti, que te enfureces y te vuelves aún más temerario. Hay también una extenuación intrínseca. Los dos amantes saben, o creen saber, que puede darse una reconciliación, si bien puede tardar días, incluso semanas. El momento, cuando llega, será dulce, y promete grandes ternuras y éxtasis. Así que ¿por qué no arreglarse ya, tomar un atajo, ahorrarse una rabia agotadora? Ninguno de los dos puede hacerlo. Estáis en un tobogán, habéis perdido el control de vuestros sentimientos y de vuestro futuro. El esfuerzo se irá acumulando de forma que, al final, cada palabra desagradable habrá de desdecirse con un coste de cinco veces su precio. Recíprocamente, el perdón duradero requerirá una auténtica proeza de concentración generosa».
El asunto de Adán y Miranda se complica cuando este manifiesta estar enamorado de ella, y la mala disposición de Charlie ante esa confesión implica que la actitud del androide se vuelva agresiva y su conducta tome como prioridad absoluta la autoconservación.... de nuevo como haría un humano.

Hasta ese momento —aproximadamente a la mitad de la extensión del libro—, McEwan ha planteado una trama que, aunque no sea del todo original, contiene suficientes elementos narrativos como para armar una novela completa. Pero el británico no es un escritor corriente —quiero decir: previsible—, y a partir del pequeño detalle de su biografía que Miranda había ocultado —aunque Adán apercibió a Charley de que ella guardaba un secreto que podía comprometerla—, edifica la réplica a la cuestión ética planteada a partir del libre albedrío del androide, esta vez a escala humana y con un grado de complejidad y concreción bastante más insólito. Esa multiplicidad de escenarios, que en manos de un escritor menos hábil diluiría la trama, es manejada con la habitual maestría para añadir otros dilemas éticos que, entre otros efectos narrativos, obligan al lector a posicionarse, a menudo en opciones dispares o que pueden entrar en contradicción con sus propios principios; igual que en el caso de La ley del menor, no existe una sola opción válida e incuestionable.
«Las maravillas tecnológicas como Adán, igual que la primera máquina de vapor se convertían en lugares comunes. Sucede lo mismo con las maravillas biológicas entre las que crecimos y no entendemos del todo, como el cerebro de una criatura cualquiera, o la humilde ortiga cuya fotosíntesis solo fue posible describir a escala cuántica. No existe nada hasta tal punto asombroso que no podamos llegar a acostumbrarnos a ello. Al tiempo que Adán prosperaba y me hacía rico, yo dejaba de pensar en él».
De este modo, cada componente del trío de personajes principales en enfrentado a dilemas éticos de distinto signo y de resolución contradictoria y ante los que su posicionamiento moral se verá indefectiblemente cuestionado desde sus cimientos ideológicos.

McEwan ha escrito una novela enorme.

Calificación: *****/*****

6 de octubre de 2019

Te veo en la cara oculta de la Luna

Te veo en la cara oculta de la Luna

No puedo precisar con exactitud el comienzo de mi relación con la música, aunque su origen, pues en mi casa no disponíamos de tocadiscos, no puede distar mucho de los disco-forum que organizaba mi profesor de Historia del Arte de los Salesianos, como actividad complementaria, en los recreos de después de comer; hablamos de 1974, a mis quince años. Fue en esas sesiones, llevadas a cabo en un aula libre con un soberbio equipo de música propiedad de la escuela, siempre en un silencio sepulcral y cuyo recogimiento se veía acentuado por la penumbra en la que se oficiaban, donde escuché conscientemente por primera vez a Bach, Beethoven, Mozart, Stravinsky, Dvórak y algunos compositores más de "música culta", y en las que las explicaciones del padre Juli Bort lograron despertarme, por primera vez, la curiosidad por esa manifestación artística. 

La rebeldía posterior dejó un poco de lado la música clásica, que podía escuchar —de hecho, seguí escuchándola— pero no podía ejecutar porque no tuve, ni en la niñez ni en la juventud, ninguna clase de formación musical, para dedicarme al instrumento estrella de la época, la guitarra, y a formar grupos en una sucesión conocida y lógica: dúo de folk, grupo de folk, grupo de rock. Una guitarra española de tienda de souvenirs dio paso a una acústica, después a una acústica de doce cuerdas y, pasando por un breve banjo y un clon —barato, muy barato: el mástil estaba levemente torcido— de Stratocaster, a la estrella de los aspirantes a guitarrista de la época: una preciosa Gibson Les Paul —negra brillante, por supuesto— a la que ni por asomo acabé de sacarle todos sus recursos y que, naturalmente, conservo y saco de la caja de vez en cuando para quitarle el polvo y darme cuenta de cuánto duelen las yemas de los dedos no ejercitados.

Paralelamente a mi formación como guitarrista eléctrico —con algo de instrucción musical y mucho de intuición y obsesivo ensayo—, mis gustos como oyente, que habían seguido una línea temporal desde la Edad Media, el barroco, el clasicismo y el romanticismo, se encontraron con el muro que significó para mi oído la llamada música contemporánea; ese encontronazo me hizo retroceder en el tiempo y estacionarme en el barroco, que empecé a escuchar con dedicación y que acabó siendo la época musical en la que me he quedado, de tal forma que muy raramente escucho música de la denominada culta compuesta con posterioridad a 1750, con la justificada excepción de Mozart. Ese extraño apego provocó un renacimiento en mi faceta de ejecutante y, con penas y trabajos, empecé a formarme en un instrumento cuya aparente simplicidad esconde un carácter diabólico: el traverso o flauta travesera barroca; estuve más de cinco años tomando clases y tocando de forma esporádica con mi profesor o con un paisano lo suficientemente loco para soplar ese castigo, siempre ante reducidas audiencias. La renuncia de mi instructor y algunos avatares vitales provocaron el abandono del estudio; ahora, como con la Les Paul, saco las flautas de vez en cuando de sus sacos, las froto con aceite de almendra para proteger la madera y las vuelvo a guardar; si alguna vez me atrevo a llevármelas a los labios, ni siquiera soy capaz de hacerlas sonar con una mínima corrección. Pero eso es otra historia.

A mediados de los años setenta yo ya era casi tan sectario como ahora —bien, me parece que lo era menos, pero seguro que esa percepción tiene que ver con la autoindulgencia con que cada uno miramos nuestro propio pasado—, y mis amistades, en cuestiones musicales, no me iban a la zaga. Se ha hablado mucho de la hostilidad entre los fans de Los Beatles y los de los Stones pero yo, que tenía muy clara mi posición en ese debate —siempre he sido irrenunciablemente de los segundos; los primeros me parecían, y me siguen pareciendo, unos pachangueros insufribles—, estaba entrometido en otra dicotomía mucho menos cruenta pero igual de fanática: Pink Floyd —el Pink Floyd original, con Roger Waters y Syd Barrett, y también, aunque con reparos, el posterior, el de Gilmour como guitarrista contratado— contra Genesis —también el Genesis original de Peter Gabriel, no la caricatura en la que se convirtió con la llegada de otro insufrible, Phil Collins—. Conocí al grupo allá por 1975 con Wish You Were Here, y fue tal el efecto de la impresión que me provocó que, a los pocos días de escucharlo, me pasé por Gay&Co. —los barceloneses de mi generación recordarán esa mítica tienda de discos de la calle Hospital, donde despachaba el posteriormente radiofónico Jordi Tardà— y compré toda su discografía. Mi escucha a lo largo de los meses sucesivos confirmó mi primera impresión de que se trataba de la mejor música de ese tipo —psicodelia, rock progresivo, rock sinfónico, llamadla como queráis— que había escuchado nunca; pero, por encima de su calidad general, me dejó sin palabras uno de los que propondría sin dudar para una lista de Los Mejores Discos de Rock de la Historia: The Dark Side of the Moon. Y, concretamente, una canción que quedó ligada para siempre con ciertos hechos acaecidos en mi vida personal —eso también es otra historia—, hasta tal punto que puedo afirmar que Brain Damage y su conclusión lógica, Eclipse, han marcado con tal intensidad mi vida posterior que si no fuera por ellas yo sería otro.

Bueno, tal vez exagero, pero cuando los lunáticos están en el césped, no caben medias tintas, es imprescindible tomar decisiones drásticas.