14 de julio de 2025

La Cosa en sí misma. Jean-Paul Michel sobre Pierre Bergounioux

 


La Cosa en sí misma


Jean-Paul Michel



Pierre Bergounioux irrumpió como un grácil atleta en la prosa francesa: la lengua gana en serenidad. El Héroe resuelto que aparece por sorpresa, a comienzos de los años 80 del siglo pasado, se distingue por un rasgo singular: nada, en él, ha sido malogrado por los habituales encantamientos del «gusto de la época». Maneja una prosa clara con la virtuosidad de quien está familiarizado con los viejos maestros. Sus páginas exhiben la ductilidad de sus palabras, que corresponden a una lengua escrita, homogénea. La inflexión delicada, el corte preciso, la ofensiva directa: todo le favorece. Vence con facilidad y, aunque no pueda sospecharse ni por un momento al leerlo, lo logra gracias a un trabajo meticuloso; su religión del mot juste hace palidecer de inmediato las débiles luces de la competencia. Pierre Bergounioux formula esta hipótesis: un autor surge cuando, por una vez, devuelve a la lengua la fuerza que esta, también por una sola vez, le ha concedido.


En cuanto a las tribulaciones intelectuales de aquella época, es como si no hubiera sabido nada, o casi nada. Él atraviesa las intrigantes intenciones de numerosas escuelas ya extintas –es propio de las «modas» pasar rápido– con la ternura de corazón de un cordero. ¿El secreto de esta bella inocencia? El recién llegado procede de una provincia lejana. Al no haber podido concebir el proyecto de sobrevivir allí, habrá debido soltarse del abrazo del «cretinismo rural». La complejidad recalentadas de las ciudades (que ya entonces son vistas como hostiles, ajenas) le partacerán lujos de ricos. Por muchos estudios que emprenda, ninguno podrá arrojar sospecha alguna sobre las dos iluminaciones que habrá recibido de los libros, desde el principio: el noble ardor del jinete Descartes, modelo definitivo de las potencias de claridad y distinción que seguirán siendo, para él, la tangible matriz de lo verdadero; y el ímpetu de conocer según las propias reglas del método cartesiano, que le imponía dividir cada dificultad en tantas partes como fuera necesario para poder resolverlas, una a una. Luego, en la línea recta de ese descubrimiento de lo que era posible conocer (o al menos concebir el proyecto de conocerlo), las luces de las dos fuentes del saber y de la acción encontrarán, a su juicio, su unidad —pero esto es un rasgo de la época al que sigue aferrado— en la emocionante cabalgata hegeliana de La razón en la historia. Finalmente, Marx, que pareció la última palabra dialéctica, teórica y práctica, del recorrido cultural de aquellos años de posguerra, que fueron nuestra juventud, y que la vida en marcha habrá prescrito tan dramáticamente.


Nuestro caballero, habiendo tomado su librea, recibido las armas de la edad adulta, nunca dejará de mostrar qué usos puede hacer de ellas, qué haza-ñas podrán esperarse de sus empresas: «Mostraremos al tiempo, a las décadas, de qué somos capaces, por más frágiles, oscuros y efímeros que seamos».


Conocemos la brillante serie de éxitos que encadenó entonces al ritmo de un profesional. Un rayo potente dirigido a la brutalidad de campos amargas, aunque preservando, con tanta delicada delicadeza como era necesaria, aquello que, para no ser traicionado, requería una expresa atención y un meticuloso cuidado.


El amor de la madre, ante todo, del que me atreveré a decir aquí que, en el universo de Pierre Bergounioux, lo es todo. Mucho por delante de  Descartes, Hegel y Marx. Desde los primeros desciframientos, los deberes de la infancia, la presencia tierna, detrás del hombro, que lo puede todo, a quien se lo deberá todo, Descartes, Hegel y Marx, quizá, incluidos. Y con Ella, incluso antes de Ella, el mundo perfecto de las luces de La Maison rose, el proyecto de las luces avanzando, en los libros.


El drama de ese padre huérfano, taciturno, tierno, herido, frente al cual había que estar a la altura, erguido y firme, enseguida. El Azar, la mano misma de la generosidad del ser, habrá querido que yo lo haya conocido, a ese padre. Dirigía una tienda de ropa de trabajo, de caza y de pesca, en la calle Gambetta, en Brive, cerca de la esquina de la plaza donde están la catedral y el ayuntamiento. Era un humanista socialista de mirada dulce y bondadosa, perdido, quizás, algunas veces, en ensoñaciones vagas relacionadas con el asombro de existir, y amigo de nuestro común profesor de literatura, en el último curso del liceo Cabanis, en 1965-1966. Me gustaría mencionar aquí el nombre de André Champagnac, llamado por algunos «el chiflado». El mismo cuya gacela, a través de la verja del jardín, pastó memorablemente un poco de tabaco de la mano de un poeta de catorce años. El señor Bergounioux padre se entregaba con gracia, benevolencia y discreción a numerosas asociaciones progresistas locales, desde la «Asociación Nacional de los Antiguos Combatientes Republicanos» hasta los Exploradores de Francia (que fue la segunda escuela de Pierre; en ella destacó), pasando por la orquesta del lugar.


Conocí a Pierre en 1965, al comienzo del último curso. Lo recuerdo perfectamente, en la segunda fila, lado izquierdo, detrás de Jean-Pierre Carrier, durante las clases de Guy Madelpuech. No conocía, por entonces, a ese vecino de mesa, otra pasión que la pesca a pie, afición que ha conservado: en ella sobresale tanto como en la prosa francesa. Esa infancia como corredor de los bosques ha dejado huella en sus libros: les confiere esa frescura única, como el rocío de primera hora.


El destino habrá querido que nunca hayamos perdido el contacto y que, más de una vez, en ese capítulo de las amistades en las que uno imagina que nada podría interponerse jamás, nos hayamos mirado como hermanos. En cada uno de nuestros encuentros, siempre fue como si nos hubiéramos visto el día anterior. Algo que no ha podido romperse. Nunca me ha sido dado a conocer, en Pierre, otra cosa que dulzura y afecto.


Tal vez hay algo de ironía, además, en la historia de esta experiencia en común de los mismos datos históricos, en la que pasamos por los mismos puntos con distintas aceleraciones, de modo que es como si se nos hubiera concedido vivir esta historia dos veces. En el capítulo de los optimismos históricos, yo fui el primero en desengañarme, con mucha diferencia. Pierre, que había partido menos deprisa, (¿quizás de forma menos extrema? Aunque hoy ya no estoy tan seguro de eso), intentará sostener por más tiempo la confianza depositada en la redención de la Historia. Me resulta conmovedor ver hoy su desconcierto ante la evidencia de que las todas las revoluciones emprendidas han acabado mal, sin que, sin embargo, nos haya sido posible pasar el duelo de las expectativas frustradas. Aquel que un día concibió una esperanza, esta lo hará sufrir toda su vida. Aunque lograra renunciar a ella, su recuerdo seguiría siendo una fuente de sufrimiento.


Un hecho nuevo acaba de suceder, que bien podría servir como punto de apoyo para que la obra cambie de rumbo, se transforme de nuevo: B-17 G. «Es a través de un invierno inaudito, tecnológico, de altas velocidades y grandes altitudes, que unos adolescentes venidos de los cuatro rincones de América vuelan juntos hacia Alemania, un lugar del que ignoraban, dos años antes, dónde diablos estaba. Sin el buzo, sin los guantes, su piel quedaría pegada al acero negro de las ametralladoras, al cobre de los cartuchos, a las paredes del universo metálico, violentamente inhumano, que deriva en el vacío polar donde surgen de golpe, y ya se marchitan, los árboles venenosos, compactos, de la artillería antiaérea». Miro la perfección de una hazaña tan improbable como un indicio muy contundente de la todopoderosa pureza. Nuestras manos se aferran al acero helado de la fortaleza volante mientras oímos el ritual infantil del artillero.


«La curvatura del plexiglás descompone la luz. Poliedros de colores aparecen en la cúpula dorsal, en la burbuja vertiginosa de la torreta Sperry, en la cúpula del navewgante. Sobre el fondo incierto, de un marrón que tira a verde, de la tierra, los pólderes, los ríos, parecen, según el ángulo que cambia lentamente, charcos de plomo congelado, de acero en fusión, de hojas de papel azul esparcidas sobre una alfombra». Al adoptar el punto de vista más alejado posible —las cosas vistas desde 24 000 pies de altura—, gra-cias a la fuerza de contagio de la juvenil combatividad de esos adolescentes (nosotros fuimos eso, en otro lugar, de otra forma, pero eso exactamente), unida a la precisión mecánica y a la fría racionalidad militar que se requería, el escritor cruza de golpe al otro lado del texto, perfora el relato, dejando aparecer la cosa en sí misma en su fulgor imposible.


«Todos los hombres deberían ponerse algún día un buzo y pasar diez minutos a veinticuatro mil pies de altura. Verían con otros ojos la tierra, la microscópica agitación de la que es teatro. De su estancia en altitud traerían ese ligero desajuste, esa reticencia que constituye, en esencia, la sabiduría». Hasta B-17 G, Pierre Bergounioux había sido el escritor minucioso de una pérdida, la mano, el corazón y el alma de una nostalgia, la última oportunidad concedida a las viejas formas de sentir, de durar un poco más. Con B-17 G, se vuelve «absolutamente moderno». Escribe sobre el hierro con las palabras del ingeniero, sobre la guerra con las del soldado. Aquí solo la cosa en sí misma tiene cabida.


«Los gnomos industriosos, agazapados en el fondo del abismo, calcularon la orientación adecuada, apuntaron el largo tubo de su pieza hacia el brillante diadema que peina, allá arriba, la resplandeciente cabellera, pisaron el pedal, contaron. Hace falta una decena de segundos para que los cuatro proyectiles lleguen a las altas llanuras donde se despliega la guerra moderna. La tripulación no vio el destello del disparo. Este no aparece en la extensión simplificada, casi indiferente, al distante punto de vista con el que unos jóvenes miran la tierra, sus trabajos de esclavo, sus afanes nocturnos, sus miserables esperanzas. Shoo Shoo Baby sigue, imperturbable, su ruta de seda blanca, mientras los cuatro brutos ciegos se deslizan a su encuentro siguiendo sus trayectorias invisibles». Antes de B-17 G, Pierre Bergounioux era un escritor extremadamente conmovedor y sensible. Con B-17 G, es grande.


27 VII 2002

Jean-Paul Michel



Texto extraído de Compagnies de Pierre Bergounioux. Théodore Balmoral, Revue de Littérature. Hiver 2003-2004. Théodore Balmoral, 2004

Foto del encabezamiento: Jean-Paul Michel, Brive, 1966. Impression de «Le Roi» de Mohammed Khaïr-Eddine. Cl. Michel Peyramaure / Archives William Blake & Co

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7 de julio de 2025

Claude Simon 2025

Claude Simon: Le tricheur et La corde raide. Premières œuvres 1945-1947

Présentation de Mireille Calle-Gruber. Minuit, 2025.


Claude Simon: Mon travail d’écrivain n’autorise à mes yeux aucune concession». Lettre à Federico Mayor.  Édition établie par Mireille Calle-Gruber. Les éditions du Chemin de fer, 2025


En mayo de este 2025 han coincidido en las librerías la reedición de las dos primeras novelas de Claude Simon —que el autor, en cierto modo, repudió, negándose a su reedición desde la primera, en 1957— y la publicación de la carta que dirigió a Federico Mayor Zaragoza, subdirector de la Unesco —en 1986; el año siguiente sería nombrado director general— con motivo de la declaración final del Foro de Issyk-Kul, que puede considerarse el colofón del discurso de aceptación del premio Nobel, en la que sigue reivindicando a la literatura como herramienta que, desde la más absoluta libertad, debe hacer frente a toda forma de poder.

Con motivo de esta doble publicación, Maurice Mourier publicó en la revista En attendant Nadeau (número 222, 27 de mayo de 2025) el texto Claude Simon. Éléments d’un puzzle, cuya traducción al castellano figura a continuación

Claude Simon. Elementos de un puzzle


Claude Simon renegó a menudo de sus dos primeras novelas, Le tricheur y La corde raide, publicadas por las antiguas ediciones de Le Sagittaire en 1945 y 1947. Veinte años después de la muerte del escritor, Premio Nobel de Literatura en 1985, la reunión de estos dos textos en un solo volumen permite ver con claridad todo lo que anuncian y ya formalizan de la obra que escribirá a partir de Le Vent, diez años más tarde.


En el principio está la muerte. La del padre, oficial del ejército, muerto durante la Gran Guerra, cuyo cuerpo no se llegó a encontrar. La de la madre, viuda inconsolable, entregada a un duelo mortal, presa de una enfermedad provocada por su negativa a rehacer su vida. Nacido en 1913, el niño podría haber olvidado a ese padre al que no conoció, en un contexto menos mortífero, pero la madre, incansable antes de que el deterioro físico la dejara postrada, arrastró a su hijo único de un campo de batalla a otro para tratar de encontrar los restos de su marido, errancia morbosa que marcará para siempre al pequeño niño solitario.


Ya adulto, se imagina un porvenir como pintor, y debe renunciar a él al tomar conciencia de su fracaso: un nuevo duelo. Lo supera intentando vivir plenamente su juventud, luego comprometiéndose con los republicanos españoles en Cataluña (primera experiencia directa del riesgo vital) y, finalmente, empezando a escribir en 1938, a los veinticinco años, un libro que en un principio se tituló Messe des morts, cuya publicación se retrasará hasta 1945 debido a las circunstancias. Mireille Calle-Gruber, en la breve y magistral presentación de la reedición de esta novela, que su autor, perfeccionista, no quiso reeditar en vida aunque tampoco prohibió hacerlo algún día, recuerda que el primer artículo crítico publicado sobre Le tricheur (título definitivo), en Combat el 6 de febrero de 1946, fue de Maurice Nadeau quien, sin sorpresa, consagró a Simon como «gran escritor», subrayando en particular la calidad pictórica de las cincuenta primeras páginas. Desde el punto de vista de la novedad literaria, son efectivamente estas páginas las que más impresionan al lector, ochenta años después.


Ni el tema, ni la historia, ni la anécdota son la base de la admiración de Nadeau ni de la nuestra. La fuga de dos enamorados —él ha arrastrado, si no secuestrado, a una menor—, las tretas utilizadas para eludir a los perseguidores, la incertidumbre sentimental que complica su deambular: todo esto podría encontrarse en una novela policíaca un tanto disparatada, o incluso en un estudio sociológico novelado sobre las derivas adolescentes, pan de cada día en las narrativas de moda actuales.


Pero he aquí que, tras un inicio mínimo dentro de lo reconocible, el texto se bifurca hacia una larga secuencia desprovista de diálogos y, a decir verdad, de conflicto narrativo identificable. La pareja se escabulle de escondite en escondite entre los repliegues de un paisaje francés aún muy rural; la chica, que se llama Isabelle y no sabemos más que su nombre, se duerme sobre la hierba como la niña que es, y Louis aprovecha ese sueño para localizar una pequeña estación desde donde tomarán el tren hacia otros destinos; recorre solo, absorto en sus pensamientos, ese paraje con múltiples perspectivas, y el lector lo sigue en su búsqueda, fascinado de inmediato por una sucesión de descripciones de objetos y siluetas entrevistos increíblemente precisas, minuciosas, incisivas, que sin embargo no dejan de ser modificadas, perturbadas, transformadas por la música interior de la reminiscencia, de las intenciones útiles, de la imaginación del porvenir. La impresión es a la vez la de un realismo poderoso y la de una invención estética (formas, colores) que convierte lo visto en cuadros. Es ya el gran Claude Simon, aquel cuyo maestro en pintura es Cézanne, a la vez exacto, escrupulosamente fiel a lo dado inmediato de la experiencia, y creador de una belleza alucinada, que florecerá, por ejemplo, en Leçon de choses (1975).


En la secuencia trágica del relato, que elige, como ya se intuía desde el inicio, la pendiente de un cierto realismo poético del crimen al modo de las películas de Prévert y Carné, con Jean Gabin como héroe (aunque aquí la oscuridad es más siniestra, por no deberse únicamente al desorden social), reaparecen con frecuencia esas grandes extensiones de escritura carente de la intriga que, a medida que el tramposo, por desesperación nihilista, rechaza cualquier desenlace para su historia de amor que no sea la muerte, instituyen la búsqueda del esplendor formal como el fin supremo de la literatura. Páginas que son las más originales de un libro donde, además, quedan ya fijados algunos de los temas (en particular el rechazo de todo misticismo) que, más tarde,  se desplegarán plenamente.


El abismo de la muerte, inaceptable y esencial, separa este primer libro de La corde raide, mucho más breve, escrita entre 1938 y 1941 en alianza y complicidad con «Renée», a quien está dedicada. Renée se suicida el 7 de octubre de 1944. El año 1945, año de un duelo que Claude Simon nunca evocará, es el año en que se escribe La corde raide, especie de autobiografía eruptiva, violenta, escrita como reacción contra el horror absoluto de la pérdida. Esta obra-manifiesto, de lo más extraña, tiene una clara intención inmediata de terapia personal. Será seguida por un silencio de diez años, al término del cual aparece Le Vent, que el autor siempre consideró su verdadera entrada en la literatura.


Lo que conmueve en La corde raide, que comienza con una aventura amorosa sin futuro e incluye a la vez recuerdos familiares, un conjunto de reflexiones agridulces sobre la pintura y una profesión de fe anticlerical (sobre las mismas bases de apología de la libertad individual), es que se encuentran en ella prácticamente todos los temas que luego se desarrollarán en el cuerpo de la obra de Simon: el rechazo del catolicismo falsamente consolador y realmente alienante, el esbozo de una justificación y una crítica del compromiso barcelonés contra el fascismo, el testimonio de un loco por la pintura. Ahí están los elementos dispersos de un conjunto que se irá construyendo pieza a pieza.


Pero el recuerdo de la guerra reciente, cuya puesta en escena magistral será el único tema de La Route des Flandres, texto fundacional de 1960, ocupa más de la mitad del libro, ya se trate de la derrota de 1940 o del campo de prisioneros que le siguió hasta la evasión: es decir, de la experiencia múltiple de la muerte, que será, bajo distintos enfoques, el material central, perfectamente concreto e incluso realista —contrariamente a las interpretaciones de exegetas limitados como Jean Ricardou— de una empresa literaria audaz que se apoya en la autenticidad factual para llevar su evocación hasta la pura poesía.


La trampa es, por esencia, el mal que la probidad artesanal de Claude Simon aborrece. Se esfuerza ante todo en rechazarla para la salvación, no de su alma, en la que no cree, sino de su trabajo, que pretende ejercer sin ninguna forma de componenda. Lo atestigua suficientemente su horror por los adoctrinados, que no escasearon en el largo periodo de posguerra, sobre todo entre los escritores que vendieron su talento al camarada Stalin. Cortejado tras el Nobel de 1985, invitado a Moscú y luego a Frunze, en Kirguistán, en 1986, pudo constatar allí su propia oposición frontal a las «transigencias» que los herederos de Stalin proponían a los participantes en ese tipo de farsas internacionales. De ahí surgirá el formidable y vengativo relato de L’invitation (1988), libro de una exactitud clínica y una ironía fulminante.


Mireille Calle-Gruber nos permite completar ese delicioso panfleto al publicar y prologar la breve carta que Claude Simon envió el 27 de noviembre de 1986 al español Federico Mayor, futuro director general de la Unesco, quien le había hecho llegar para su firma la declaración final colectiva de clausura del foro (enmendada, pues Simon había rehusado firmar la primera versión, edulcorada). Carta o, más bien, profesión de fe celebrando la autonomía incondicional del escritor, que dice un no firme y definitivo a cualquier concesión diplomática que limite su «libertad de expresión y de acción frente a cualquier tipo de poder».


¡Mierda al poder, a todos los poderes (social, político, ideológico, religioso)! Jamás, desde 1945, esta proclama dirigida a todos los reyezuelos del planeta había estado más vigente.

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Procedencia del texto: En attendant Nadeau, número 222, 27 de mayo de 2025

https://www.en-attendant-nadeau.fr/2025/05/27/elements-dun-puzzle-claude-simon/

Fotografía del encabezamiento: https://www.leseditionsdeminuit.fr/auteur-Simon_Claude-1454-1-1-0-1.html.


Otros recursos relativos al autor en este blog: 

30 de junio de 2025

Vies antérieures: la postura del escriba

 

Vies antérieures, suivi de Les trois coffrets. Gérard Macé. Gallimard, 2022

Esta no es la primera vez que Gérard Macé aparece en esa bitácora; con anterioridad, he publicado un artículo en el que aparece como sujeto de estudio por su condición de huérfano —Encres orphelines—, un recordatorio sobre su faceta de autor —Gérard Macé—, y dos resultantes de su relación con Pierre Michon —«Dime con quién andas... » y «Una ilustración de almanaque»—. En esta ocasión, el motivo es la traducción del prólogo de Vies antérieures, una versión muy personal de las Vidas minúsculas de su amigo Michon, el texto que transcribo a continuación.

He probado a escondidas la postura del escriba


He probado a escondidas la postura del escriba, pero el escriba sentado es un atleta de la escritura, un campeón bien entrenado, ni demasiado delgado ni demasiado grueso.

Para empezar, él caminaba por las orillas del Nilo armado con un cuchillo para cortar papiros en medio de un heervidero de patos y abubillas, pero nadie se acuerda; y desde que cruzó las piernas para sentarse a la turca, ha envejecido sin cambiar de rostro: sus rasgos regulares son los de un hombre hecho y derecho, pero las proporciones de su cuerpo son las de un niño, como si hubiera pasado del juego a la escritura, de las tabas a los jeroglíficos, sin haber sido tocado por la ansiedad que hace temblar nuestra mano.

Sin esfuerzo, y con mano segura, atrae hacia sí el alma etérea de las cosas, pues la escritura, que quisiera mágica, es ante todo una profesión: la primera de todas, la que se aprende con los hijos de los príncipes y que te concede en la corte un nombre que no se olvida; que conserva las manos blancas y alimenta a su artífice en todas las estaciones, hasta el punto de que, en Egipto, a un letrado se le puede llamar «saciado de saber». El escriba manda a todos los demás, a los mozos de carga que doblan la espalda, a los esclavos que empuñan el pico y el remo, y a los que una orden escrita hace correr más deprisa, en mayor número que un gesto del faraón.

Más que la inspiración, son las enseñanzas de los maestros las que dan confianza al escriba y guían su mano cuando escribe al dictado las frases y los contratos, cuando copia pasajes del Libro de los Muertos que se sabe de memoria, con sus fórmulas para tener varias apariencias y renacer en el más allá; cuando alinea en columnas regulares las cifras y los días del calendario, o los signos en los que las mentes rudimentarias ven el diseño de un gorrión, una casa, una liebre, un tablero de ajedrez, simples consonantes que son la voz de las cosas, así como los nombres de los reyes.


Si se mantiene tan erguido, en una postura de gimnasta perdida para siempre para los hombres del libro, esos jorobados que desgastan los ojos leyendo bajo la lámpara manteniendo la cabeza inclinada, es porque la luz radiante de Egipto asusta a las inclinadas figuras de la melancolía. Su musa no es, como la nuestra, una visita apresurada, que llega con un batir de alas para marcharse de inmediato, y el escriba no es todavía el «como bloque intacto de un cataclismo oscuro» del que habla Mallarmé en uno de sus versos jeroglíficos.

Es un bloque de piedra caliza, un ídolo pintado de rojo al que su larga estancia en la tumba ha vuelto intocable, y que ha sido enjaulado junto con el mono que lo custodiaba, el babuino peludo que no necesitaba imitar al hombre para ser venerado. Arrodillado como un sabio, inmóvil como los fetiches, los dioses de bolsillo, los objetos sin alma que abarrotan nuestras mesas sin traernos la buena fortuna, concedió el don de la escritura al hombre para verle arrugar, por su parte, la frente.

Pero el escriba sentado no tiene ni una arruga: es un ladrón, un falsificador al que me avergüenza un poco traicionar, porque que él veneraba los signos a su manera. La verdad es que tiene los rasgos de un dignatario, celoso de los que saben escribir y de sus manos blancas, de las reverencias de los cortesanos a su paso, e incluso de su privilegio en la tumba junto al faraón. O los rasgos de un mercader que quisiera engañar a la muerte, para viajar de puerta en puerta pesando sus acciones en balanzas invisibles, y para ser acompañado por el ibis con su grito bajo y ronco, cuyo regreso cada año anuncia inundaciones fértiles y podría hacernos creer en la inmortalidad de la escritura.


Sin edad y sin nombre, este desconocido con ojos de cristal, que se creía el escribano de los dioses mientras posaba, se nos parece a pesar de todo, y tal vez más que su modelo: porque nosotros escribimos para alojarnos en el cuerpo de otro y para vivir como parásitos en uno de los agujeros cavados por la memoria.




23 de junio de 2025

Con la vida por detrás

 

Con la vida por detrás. Fines de la literatura. Antoine Compagnon. Acantilado, 2025
Traducción de Manuel Arranz
La vie derrière soi. Fins de la littérature.Gallimard, 2023

Acantilado recoge en el volumen Con la vida por detrás. Fines de la literatura las lecciones dictadas por Antoine Compagnon en el Collège de France para el curso 2020-21. El título, aunque sea más evidente en francés, es un guiño a La Vie devant soi, el libro que escribió Romain Gary —nom de plume de Roman Kacew, su verdadero nombre—, bajo el pseudónimo de Émile Ajar, en 1975, que le valió en premio Goncourt. A vueltas con el juego que propone Compagnon, hay que hacer constar que ese mismo año Gary publicó otro libro con el sugestivo título —que parece una respuesta a este de Compagnon—  de Au-delà de cette limite, votre ticket n'est plus valable.

Compagnon emprende su ensayo haciendo notar la polisemia, tanto en francés como en castellano,  de la palabra fin, ya que denomina a la vez la conclusión, el término, y la finalidad, el propósito; de igual forma, cabría distinguir entre el escritor, el individuo cuyo oficio es escribir —Vladímir Nabókov, un escritortraductorentomólogo y profesor de origen ruso nacionalizado norteamericano—, y el autor, el personaje al que se debe un libro determinado —Vladímir Nabókov, autor de Lolita—. Teniendo en cuenta ambas distinciones y exponiendo la paradoja de la «teoría del texto», que proclama la muerte del autor pero lamenta la muerte del escritor, el fin del autor puede coincidir con el fin del escritor —Proust, por ejemplo, que escribió, reescribió y corrigió hasta el momento de su muerte—; pero en el caso contrario, el autor puede dimitir en vida del escritor, dedicándose este a otra cosa —paragrafía: Rimbaud, que dejó de escribir y se dedicó al contrabando de armas—, o disfrutando de una vida literariamente ociosa —agrafía: Philip Roth publicó su última novela en 2010 y vivió hasta 2018—. En todo caso, Compagnon se pregunta si es posible dejar de escribir para siempre; una cuestión que suscita otra: cuando, voluntariamente, desaparece el autor, ¿en qué se convierte el escritor? Tal vez la respuesta la dio Roland Barthes cuando nombró las cuatro posibiliades del no escribir: el otium studiosum, lectura, estudio y meditación; el bricolage, seguir el capricho del instate —Rousseau—; el komboloï, vaciar la mente —la aspiración del Chateaubriand—; y el wou-wei, el vacío absoluto, la jubilación definitiva, la pura inercia.

«Un artista experimental puede envejecer bien, no exactamente satisfecho de sí mismo, puesto que no lo estará nunca, pero, a la manera de Cézanne, puede morir trabajando. Esto es más difícil en el caso del artista conceptual. La edad y la experiencia obstaculizan la creatividad de los genios conceptuales, pero no la de los maestros experimentales. La distinción recuerda la que proponía Isaiah Berlin en 1953, en un famoso ensayo titulado El erizo y la zorra en el que distinguía dos tipos de personalidad: los erizos, que reducen el mundo a una idea directriz, y las zorras, que multiplican las experiencias. Por un lado, Pascal, y por el otro, Montaigne, opuestos y a la vez complementarios. Pascal fue un genio precoz que avanzaba a golpes, mientras que Montagne se retiró a su torre, se convirtió en un sabio anciano, y no dejó nunca de añadir observaciones en los márgenes de sus Ensayos. Los descubrimientos tardíos de los innovadores conceptuales son raros, ya que la acumulación de la experiencia es un obstáculo para las rupturas radicales». 

Cronológicamente, Compagnon distingue dos períodos en los que la consideración de la última obra varía completamente: hasta el Romanticismo, la última obra trasciende la carrera del artista y adquiere un alcance profético que anuncia el arte futuro; una afirmación que parece conllevar la conclusión de que esta última obra debería ser considerada de forma distinta del resto por ser la última. Después del Romanticismo, se genera una nueva hipótesis: en las últimas etapas de la vida del artista es cuando su obra se convierte en sublime; la dependencia física provoca la soberanía estética: Leonardo da Vinci, Rembrandt, Tiziano y «los genios de la tercera edad»: Goethe, Rembrandt, Beethoven. Una hipótesis que no escapa de cierta paradoja: La muerte de Virgilio es una obra sobre un escritor en sus últimas horas, desengañado de la literatura, escrita por un escritor desengañado de la literatura. 

En cuanto a las últimas palabras, André Gide anota en su Diario  el 13 de febrero de 1951, seis días antes de morir: «¡No! No puedo afafirmar que con el hinal de este cuaderno, del cuaderno, se habrá acabado todo; que habré puesto punto final. Quizá me venga el deseo de añadir toda todavia alguna cosa más. De añañadir qué se yo. De añadir. Quién sabe. En el último momento añadir todavía algo... Tengo la impresión de que aún podría estar más cansado. No sé qué hora es de la noche o de la mañana. ¿Me queda todavía algo que decir? ¿Decir una vez más qué sé yo qué? Mi lugar en el cielo, en relación al sol, no debe hacer que encuentre la aurora menos bella». (Souvenirs et voyages: Ainsi soit-il ou Les jeux sont faits). El día 15 escribe: «Vaya, todavía estoy aquí»; y el 17, dos días antes de morir: «es difícil irse» y «dejadme en paz».

La idea filosófica, el propósito y la materialización de esas últimas palabras los encarna Chateaubriand en Vie de Rancé, tomando distancia de la confesión estrictamente personal que representan sus Memorias de ultratumba. Es precisamente en aquella donde el autor escribe las que, poéticamente —aunque no de manera estricta, cronológicamente hablando— representan sus últimas palabras: «¡Represalias de la eterna justicia! Y bien, pueblo real de fantasmas—me cito a mí mismo (ya no soy más que el tiempo)—,¿querríais resucitar al precio de una corona? ¿Os sigue tentando el trono?... Movéis vuestras cabezas y volvéis a tenderos lentamente en vuestros ataúdes».

Otro grafómano, Henry James, pone en boca de Dencombe, en The Middle Years: «Una segunda oportunidad: esa es la vana ilusión. Jamás ha habido más que una. Trabajamos a ciegas; hacemos lo que podemos; damos lo que tenemos. Nuestra duda es nuestra pasión y nuestra pasión es nuestra misión. El resto es la locura del arte». Descombe, como Aschenbach, en Muerte en Venecia, y como Bergotte, en A la busca del tiempor perdido, muere sin haber logrado ejecutar su obra maestra.

«[...] todos los poetas, toda la poesía se mezclan en un único canto inmortal; todas las literaturas no son más que una; no hay más que un solo escritor que se reencarna bajo sucesivas apariencias durante el transcurso de los siglos, indefinidamente. Esta leyenda palingenésica, introducida en su variante proustiana, se remonta muy atrás. Al final, no hay más que un único escritor continuamente renaciendo y deambulando por la literatura».

Si los escritores mueren, lo que permanece es la literatura: Shelley, Emerson y Valéry abogaron por esa permanencia, la de una sola literatura cuyas manifestaciones temporales son solo fragmentos que contribuyen a su grandeza.

«Nunca se han separado del todo los eslabones sagrados de la cadena que, descendiendo a través de las almas de muchos hombres, une a los grandes espíritus y, como un imán, transmite el fluido invisible que a un tiempo une, anima y sustenta la vida de todos ellos. Es la facultad que contiene en su seno las semillas de su propia renovación y de la renovación social». P. B. Shelley, A Defence of Poetry.

17 de junio de 2025

Funámbulo mayúsculo. Otras lecturas

 

Guy Boley y el abismo necesario: ‘Funámbulo mayúsculo’ o el arte de caminar sin red

El escritor francés Guy Boley es el autor de 'Funámbulo mayúsculo' (Shangrila).
El escritor francés Guy Boley es el autor de 'Funámbulo mayúsculo' (Shangrila). / MEDITERRÁNEO

Shangrila publica esta carta que el autor francés le dedica a Pierre Michon, seguido por la respuesta del propio Michon a la misiva, con traducción de Joan Flores Constans.

Hay libros que no se escriben para ser leídos, sino para ser ofrecidos, como quien extiende una mano temblorosa sobre el alambre flojo que separa el vivir del decir. Tal es el caso de Funámbulo mayúsculo (Shangrila), esa breve y desbordante carta que Guy Boley le dirige a su amigo Pierre Michon (y que ha sido traducida por ese entusiasta de las letras francesas como es Joan Flores Constans). Una carta que no solo es un homenaje, sino una confesión sin escudo. Un equilibrista, como bien nos recuerda el título, no actúa: se expone.

Confidencias que son memorias

Desde las primeras líneas, Boley nos sumerge en esa zona de peligro que Maurice Blanchot nombró como el umbral —ese lugar en que el escritor, al escribir, se da de nuevo la vuelta, como si intuyera que más allá del texto está el desastre. Pero Boley no se detiene. Al contrario: lo abraza. Nos dice —sin decirlo del todo— que escribir es también una forma de fracasar con dignidad. Que en cada palabra hay vértigo. Que el oficio de escribir, si es que tal cosa existe, no es un oficio sino una caída prolongada.

La escritura, para este escritor francés, es un acto incesante de equilibrio precario. Y es aquí donde la metáfora del funambulista (profesión que el mismo Boley ejerció) adquiere toda su potencia: porque no hay literatura sin riesgo, sin esa cuerda que vibra bajo los pies, sin esa conciencia de que cualquier frase mal dada puede hacernos caer en la nada.

Lo dice con la ternura y la crudeza de quien sabe que ha sobrevivido a sí mismo, que ha escrito para no ahogarse, aunque sin esperar la salvación. «Escribir toda la vida enseña a escribir. No salva de nada», recuerda, citando a Duras. 

Este breve texto no se lee, se escucha. Tiene el tono de las confidencias que uno se permite solo de noche, cuando ya no hay que fingir firmeza.La figura de Michon, el «funámbulo mayor», sirve de eje pero también de espejo: Boley no solo lo admira, se mide con él. Como esos adolescentes que desafían al ídolo no para derribarlo, sino para que los mire. Y, sin embargo, hay algo que los une por debajo de las palabras: la conciencia de que escribir es una forma de caminar en el aire. En esa cuerda tendida entre los tejados de su infancia, donde ningún libro tenía derecho de entrada, Boley habla también de su genealogía: de ese primer ejemplar de Las Contemplaciones, adquirido con la ingenuidad del autodidacta y la rabia de quien intuye que la belleza puede doler. Y es que en Funámbulo mayúsculo no hay impostura: hay cuerpo. Hay memoria. Hay una honestidad que desarma. Escribir, aquí, no es una pose, sino una manera de estar suspendido en el mundo.

Boley se pregunta —como Montaigne— por qué escribir y no simplemente vivir. Pero no hay respuesta. Porque esa es precisamente la tragedia del escritor verdadero: el que no elige la escritura, sino que es elegido por ella. Y es esa especie de maldición o de destino lo que convierte esta carta en un acto de amor y de entrega. Amor a la literatura, sí, pero también al fracaso necesario que implica buscar la palabra justa y saber, al mismo tiempo, que esa palabra no existe. Y así, en su oscilación entre la nostalgia y el vértigo, nos deja suspendidos, como él, sobre el hilo invisible de lo que no se puede decir del todo. Funámbulo mayúsculo es una invitación a mirar hacia abajo, a entender que cada escritor auténtico es alguien que arriesga el alma en cada frase. Que camina, sin red, hacia un lugar del que tal vez no regrese. 

Guy Boley lo sabe. Y aún así, escribe.

Eric Gras Eric Gras 17 MAY 2025 7:00