25 de diciembre de 2008

Desafortunado

“El peor infortunio para un gran hombre es la admiración de los imbéciles”.
Léon Bloy.

18 de diciembre de 2008

Árbol de humo

Árbol de humo. Denis Johnson

"Esto no es una guerra, es una enfermedad".

Heredero de una antigua tradición de literatura bélica que podría remontarse a los griegos clásicos, Johnson sitúa la acción de Árbol de humo en el entorno de la guerra del Vietnam, aunque no se trata en este caso de una crónica bélica al uso, no hay descripciones de grandes batallas ni de grandes movimientos de ejércitos, nada que ver con los dioramas literarios ni con las sutilidades de la estrategia: el campo de juego es el ser humano, y la novela se limita a explorar la condición humana del soldado: mediante el seguimiento de unos pocos protagonistas a través del tiempo, desde los primeros 60 hasta finales de los 70, con una coda en los prolegómenos del cambio de siglo; y del espacio, desde los desolados paisajes de la rural América profunda hasta los cuarteles generales del ejército de ocupación, desde la playa recién conquistada hasta el campamento infiltrado en territorio del Vietcong; en definitiva, un tratado acerca de cómo la guerra transforma al hombre en depredador. Si, como dice el narrador, "la victoria final se compondrá de muchas derrotas", Árbol de humo es el relato frío, detallado y radical de cada una de esas derrotas; no en el plano bélico, sino en el humano.

Las guerras estimulan extrañas camaraderías... Es curioso que los hombres, puestos en una situación límite en la que está en juego su propia supervivencia, bajo unas relaciones reglamentadas hasta la saciedad, y en la que a menudo la separación entre la vida y la muerte es un segundo o un milímetro, lleguen a obviar los grados y la jerarquía. Tal vez ello sea debido a que esa camaradería no es provocada ni tan solo por una supuesta comunión de objetivos, sino que se trate más bien de una especie de camaradería de la desolación, que se alcanza cuando se comprende que la guerra no hace mejores a los hombres que participan en ella, por muy legítimo que se considere el objetivo -tal como suponíamos, expresiones como "guerra humanitaria" no agotan su carácter oximorónico en el terreno lingüístico, se trata de inmensos oxímoron conceptuales-; al contrario, saca a relucir sus peores instintos: la supervivencia no es un juego, en la guerre comme en la guerre.

La figura del perdedor es, en definitiva, la que adquiere el único protagonismo, y no precisamente porque su papel sea más literario: las guerras las ganan, si es que cabe hablar de vencedores en una competición que se basa en qué bando tiene menos bajas, las naciones, pero las pierden los hombres: uno de los bandos resulta vencedor y acaba subyugando al otro pero, individualmente, todos los soldados –esos hombres que “siempre que miran atrás ven a alguien llorar”- resultan perdedores

El vencedor no es, pues, el que derrota al supuesto enemigo, sino el que consigue derrotar al miedo. La verdadera conquista no consiste en expandirse en el territorio ni en eliminar al otro, sino que es el resultado de la cantidad de miedo que un bando es capaz de infundir en el otro. Y de la cantidad de humanidad que uno es capaz de mantener; no se trata tanto de sobrevivir a los ataques del enemigo como de mantener la sanidad mental. Como dice un soldado: "Yo empecé con un deseo ardiente de freírles la mente. Y ahora me paso el día intentando evitar que me explote la mente a mí."


5 de diciembre de 2008

L'étranger

-Qui aimes-tu le mieux, homme enigmatique, dis? Ton père, ta mère, ta soeur ou ton frère?
-Je n'ai ni père, ni mère, ni soeur, ni frère.
-Tes amis?
-Vous vous servez là d'une parole dont le sens m'est resté jusqu'à ce jour inconnu.
-Ta patrie?
-J'ignore sous quelle latitude elle est située.
-La beauté?
-Je l'aimerais volontiers, déesse et immortelle.
-L'or?
-Je le hais comme vous haïssez Dieu.
-Eh! Qu'aimes-tu donc, extraordinaire étranger?
-J'aime les nuages... les nuages qui passent... là-bas... là-bas... les merveilleux nuages!

Charles Baudelaire, Petits poèmes en prose, I (1869)

30 de noviembre de 2008

El sentido de la vida

"Out, out, brief candle!
Life's but a walking shadow, a poor player,
That struts and frets his hour upon theistage,
And then is heard no more. It is a tale
Told by an idiot, full of sound and fury,
Signifying nothing."

William Shakespeare.
Macbeth en Macbeth, Acto V, Escena V

21 de noviembre de 2008

Contrapunto XXVII

A menudo me pregunto cuál es el desequilibrio mental que hace que un ser humano libre sacrifique su vida, sus valores y su consciencia a manos de cualquier impostor, sea el profeta de una misión universal o el gurú maloliente que vende experiencias espirituales de orden superior -signifique esto lo que signifique-. Tal vez Goebbles dio con la explicación, y para esas personas no sea tan importante en qué creen como creer en algo.

20 de noviembre de 2008

Contrapunto XXVI

A menudo mi postura intelectual ha sido calificada de nihilista... Lo más curioso es que todas las personas que han emitido este juicio son, invariablemente, creyentes de algún tipo de religión.

17 de noviembre de 2008

Ágape se paga

Ágape se paga. William Gaddis. Editorial Sexto Piso

-Su libro, ¿de qué trata, señor Joyce?
-No es que trate de algo, señora, es que es algo
”.

Allá por la segunda mitad del siglo pasado, William Gaddis empieza a recoger información para escribir una historia de la pianola y de la reproducción mecánica de la música y de las demás artes, en general, en Estados Unidos. Después de haber acopiado cantidades ingentes de documentación, desiste de su proyecto originario, y recicla parte de esa información dando forma a un libro de clasificación difícil: Ágape se paga, citado en una obra anterior del propio Gaddis (JR) como “un libro acerca del orden y del desorden, algo así como una especie de historia social de la mecanización y las artes, del elemento destructivo”.

Mecanización como elemento destructivo, pues. Es decir: popularización -¿quién es “el público”? ¿No será acaso “la chusma estupefacta que ahí fuera espera que se le dé entretenimiento”?-, reproducción mecánica –ya sabes, uno, cero, todo o nada; sin espacio para el matiz, azar igual a cero, todo el conocimiento en una tarjeta perforada-, democratización –“tiene que ser la música para deleite de los mejor educados, o bien uno terminará por ver a sus poetas componiendo cualquier filfa para complacer el mal gusto de sus jueces y por último el público se instruye entre sí y es que en eso consiste esta gloriosa democracia”-, acceso universal -son infinitas las formas con que la demagogia puede ideologizar un discurso-, museos como carpas de circo –y artistas como payasos- y obras de arte en manos de “inversores privados e institucionales” –el “mercado del arte” depende de la cotización del artista y del carácter de valor-refugio de la obra artística-, todos ellos elementos que llevarán a la destrucción de las artes, a la aniquilación, qué paradoja, de la relación entre el artista y el observador por la vía de la vulgarización. ¿Elitismo? ¿Eliteratura en lugar de literatura? Sí, sospechamos que no se sonroja el narrador al reivindicar ese estatuto tanto para el artista como para el público -¡dios, esa palabra otra vez!-. ¿Es algo perverso que el arte no sea para todos? Tal vez, pero ¿acaso está escrito en alguna parte que deba serlo?

No es lectura fácil, y la falta de una puntuación gramaticalmente normativa es solamente la punta del iceberg de esa dificultad: lo malo del entretenimiento es que entretiene –“y es que no se puede explicar nada a nadie que espere entretenimiento”-. Ágape se paga es un reto en el que el lector, una vez aceptado el desafío, jamás puede salir ganador -¿acaso no puede haber gloria en la derrota, hermano Héctor?-. No se olvide que de “lectura” a “locura” sólo van dos letras. El sistema es muy sencillo pero para nada simple: se trata de acumular datos y de depurarlos hasta convertirlos en un discurso elemental, primigenio, pero de modo que sea imposible la vuelta atrás: la forma extendida ha quedado sepultada y es irrecuperable. Desde Pitágoras llevamos soportando ese discurso idiota de la música de las esferas (música mecánica, por cierto…), necesaria para la conformación del mundo (¿”mundo”? ¿qué “mundo”?), toda equilibrio y perfección, campanillas celestiales de la armonía universal… Ante tanta dulzura empalagosa, ¿quién no necesita salir a respirar un poco de aire viciado, tirar los cubiertos y aprestarse a comer con las manos, soltar una sonora e irreverente carcajada, y substituir los etéreos cascabeles por rotundos cencerros ester/coléricos? Jack Gibbs, un narrador a medio camino entre el Innombrable de Samuel Beckett y el Rudolf de Thomas Bernhard (y, tal vez, aquejado por igual de la enfermedad mortal del primero y del morbus boeck del segundo), es un excelente compañero para ese placentero viaje a la complejidad del planeta Entropía.

Aunque pueda ser cuestionable el criterio de publicar en primer lugar este Ágape se paga, Agapé agape en su título original, que adquiere más sentido como epílogo y colofón –incluso resumen imprescindible pero no suficiente- de la reducida obra del autor norteamericano, bienvenido sea el anuncio de la próxima y paulatina edición de toda la obra de Gaddis; en este caso, podemos estar seguros de que la mecanización de la edición no conducirá al tedio de la vulgarización… Por cierto, un último consejo: imprescindibles tanto el prólogo de Rodrigo Fresán como el postfacio de Joseph Tabbi. Ah, y como todo libro importante, es mucho mejor leerlo en voz alta.

14 de noviembre de 2008

La flor de la paranoia

El espectáculo de las Torres Gemelas derrumbándose ante el mundo entero envueltas en llamas se ha incorporado a la sustancia visual de nuestra era. Forma parte ya del catálogo de las hogueras más famosas de la historia junto con la quema del templo de Artemisa, del incendio de la biblioteca de Alejandría, de las cenizas de Constantinopla, del fuego del Reichstag, de las calabazas de Hiroshima y de Nagasaki y del napalm de Vietnam.
Como el virus crea el antivirus, un arma genera también la contraria. En el inicio de la historia el garrote del primate engendró la pedrada; la pedrada engendró el parapeto; el parapeto engendró la flecha incendiaria; la flecha engendró el escudo; el escudo engendró la lanza; la lanza engendró la muralla; la muralla engendró la catapulta, y así, sucesivamente, llegó el arcabuz, el fusil, la ametralladora, la trinchera, el mortero, el carro de combate, el bazuca, el cañón, el bombardero, el misil antiaéreo, el búnker y la bomba atómica. Más allá de la bomba atómica ha surgido ahora una nueva arma espontánea, imaginativa, adaptable a cada circunstancia, absolutamente diabólica y sin defensa posible. El ataque a las Torres Gemelas de Nueva York, el 11 de septiembre de 2001, fue la presentación ante el mundo de esta última creación de la dialéctica bélica: el suicida humano, cebado con dinamita, dispuesto a inmolarse por un ideal.
El Pentágono derruido y las Torres Gemelas ardiendo fueron visiones escatológicas que durante mucho tiempo habían alimentado la imaginación de novelistas y cineastas, pero también el corazón de miles de terroristas. Norteamérica, que no concibe la vida sin espectáculo, aquel 11 de septiembre pudo comprobar hasta qué punto eran ridículas las películas de hecatombes. Hollywood había sido humillado. La ficción atrajo a la realidad y a partir de ese momento se produjo en el mundo una síntesis nueva de la maldad humana. Al parecer la alta tecnología había acudido por fin en ayuda de los desesperados.
El Pentágono es el lugar emblemático donde el Gran Gallo de Occidente asoma la cresta de acero y las Torres Gemelas eran los dos ventrículos del capitalismo que desde una esquina de Manhattan bombeaban dinero a todo el planeta. Los símbolos de Norteamérica habían saltado por los aires y, con ellos, el orgullo de una nación y la alta seguridad que lo amparaba. Además de la catástrofe física, la herida había sido profundamente espiritual. Una parte del alma de nuestra civilización quedó también bajo los cascotes y en la zona cero comenzó a crecer una enredadera que ha terminado por cubrir todo el planeta. La flor que echa esa planta es muy venenosa. Se llama paranoia.
Según la biología, un organismo es más vulnerable a medida que se hace más complejo. Esta regla es aplicable a la sociedad contemporánea cuya fragilidad va a la misma velocidad que su desarrollo, de modo que está a punto de llegar el día en que el mundo occidental dependa de un solo fusible a merced de la mano de un fundamentalista que apague la luz y nos mande a la Edad Media a comer higos chumbos. Cada vez va a ser más difícil llevar una vida dulce cerca de la gente humillada y mucho más ahora en que han hecho síntesis el odio y la química, la miseria y la electrónica, la pobreza y la crueldad, el fanatismo y la informática, la injusticia y la dinamita. En el subconsciente colectivo comienza a germinar como una pesadilla la cabeza nuclear de fabricación casera o el barril repleto de virus terroríficos que pueden ser arrojados sobre cualquier ciudad por un iluminado al que han prometido el reino de los cielos.
Ahora en los aeropuertos ordenan que te quites el calzado como si fueras a entrar en una mezquita. Te pasan el escáner por los genitales. Cualquier agente armado tiene poder para ponerte desnudo boca abajo sin que se atreva nadie a rechistar. En cualquier aduana o puesto fronterizo uno es juzgado de forma perentoria y sumarísima sólo por el rostro. Bastará con que seas moreno, con bigotón y de pelo rizado, o desafíes con la mirada al guardia o sonrías irónicamente al ser palpado para que te veas sentenciado. Pero no sólo se erigen en jueces los guardias jurados. También los propios vecinos de escalera o de barrio analizan a simple vista tu calaña envenenados por la paranoia que siguió a la hecatombe de las Torres Gemelas y desde el 11 de septiembre de 2001 existe además la obligación de mirarse en el espejo cada mañana en el cuarto de baño y juzgarse uno también a sí mismo antes de salir a la calle.
Mientras tanto, la dialéctica bélica continúa su marcha. Frente al suicida concreto, adornado con un cinturón de dinamita, se ha creado la figura del terrorismo abstracto, universal, que está en todas partes y en ninguna. Sobre ese fantasma caen ahora a ciegas las bombas de racimo.
Manuel Vicent. Diario El País.

10 de noviembre de 2008

Contrapunto XXV

No estoy seguro de si es la esperanza o la desesperación el motivo por el cual un individuo renuncia a su singularidad y, diluyéndose en la masa informe, acaba convertido en un fanático sectario.

30 de octubre de 2008

Contrapunto XXIV

Mi escepticismo me ha llevado siempre a desconfiar más del altruista que del egoista. Las motivaciones de este último son siempre tan transparentes...

Lo infraordinario


Lo infraordinario. Georges Perec. Editorial Impedimenta

El mismo autor de la espectacular La vida: instrucciones de uso, inagotable novela de novelas, y de la grandilocuente El secuestro, uno de los mayores tour de force de la historia de la literatura, escribió también una serie de obras que, lejos de constituir una serie de ejercicios de estilo, son seguramente el taller de escritura donde refleja sus manías y que, aunque difícilmente comprensibles algunas de ellas aisladamente, configuran un conjunto tremendamente coherente en su diversidad.

Lo infraordinario es un ejemplo de esas “apologías de la nimiedad” tan perecquianas, sin que esa nimiedad signifique, por supuesto, pobreza. Estamos ante un libro-iceberg, que muestra más de lo que posee, que esconde su verdadera magnitud, pero que la necesita para mantenerse a flote; es en este punto donde se exige del lector no tanto la lectura entre líneas sino entre conceptos, como si se le enfrentara a un puzzle: no solo deben juntarse todas las piezas y colocarlas en el lugar adecuado, sino que se hace imprescindible interpretar cada una por separado para saber qué lugar ocupa. Y todo ello, como es de suponer, sin tener a la vista el modelo acabado. Más todo que la suma de sus partes, como esa roca que, de apariencia tan sólida, contiene mucho más espacio vacío que el ocupado por las partículas que la constituyen, de modo que su substancia se diferencia de otra no por su aspecto exterior sino por la forma en que se combinan esos espacios vacíos –espacios, siempre espacios: Perec- con los ocupados.

La constricción, en este caso, no es de carácter formal, sino conceptual; y de doble enfoque. Espacialmente, se tiene a considerar una narración como el camino recorrido desde una situación punto-de-partida hasta otra situación punto-de-llegada; comúnmente, estas instancias, que podrían tenerse como estáticas, figuran en la narración en forma elidida; pero se puede construir un texto prescindiendo de la narración y considerando únicamente esas dos situaciones-ancla. Y también temporalmente, pues no se hace énfasis en mostrar cómo transcurre el tiempo sino en certificar que ha transcurrido, y en cómo este hecho ha afectado a determinadas realidades. En cualquier caso, una brillante exploración en los límites de la narratividad cuando a ésta se la limita con una constricción consistente en comunicar lo que ha pasado sin explicar lo que ha pasado.

Más que lectura, lecturas –múltiples, multiformes, multicéfalas: Perec- no dirigidas al lector-consumidor pasivo sino al lector-redactor activo.



22 de octubre de 2008

20 de octubre de 2008

Adiós, hasta mañana


Adiós, hasta mañana. William Maxwell. Libros del Asteroide

Un remoto pueblo del Medio Oeste norteamericano ve alterada su crónica tranquilidad por el asesinato de un ciudadano, al que el asesino, además, corta la oreja.

Este hecho, en apariencia intranscendente, es tomado por el narrador de Adiós, hasta mañana como el punto de partida de un ajuste de cuentas con su propio pasado, ese lugar que el tiempo fija con carácter de permanencia pero al que, súbita e inesperadamente, el recuerdo, en lo que tiene de reformulación, modifica de forma incontrolada al evocarlo. Más cuando este ajuste de cuentas no se limita a esa instancia que consideramos inamovible, sino que alcanza también al pasado propio, a ese niño que era el narrador en aquel entonces. Así, conoceremos la muerte de su madre, el advenimiento de una indeseada madrastra, la crisis en la relación con su padre, y una casa en construcción que deviene un inesperado locus amoens de la amistad entre el narrador y su mejor amigo, hijo del sospechoso de asesinato.

Recordamos hechos, por supuesto, pero es una ilusión pensar que los recordamos tal como sucedieron: los recordamos tal como los recordamos, y cada evocación se transforma en una nueva mentira. Consciente de esa contaminación que hace que aquello que recordamos sea a medias los hechos y a medias la realidad creada por la mente del sujeto, el narrador decide viajar a ese pasado donde cargó con un lastre del que no ha podido librarse para hacer las paces con un comportamiento que le ha perseguido desde ese día en que ignoró a Cletus Smith, su amigo, por una razón que no podía aducir y que, en su momento, ni siquiera comprendió.

Podría parecer, tras una lectura superficial –que no recomiendo-, que este ajuste de cuentas con el pasado constituyera una justificación por parte del narrador de aquellos hechos de los que se siente avergonzado; o, peor aún, que el mismo hecho de la narración adquieriera el carácter de catarsis: nada de eso, para frustración de freudianos trasnochados o de sus epígonos. El narrador no busca justificación: cuenta, y mediante este ejercicio de ensamblaje de episodios fija el pasado –los hechos acaecidos en ese pasado; el “pasado”, tomado en su acepción genérica, no deja de ser pura entelequia- mediante el establecimiento de un sistema de huellas que le confieren ilusión de unidad, y que facilitan, mediante ese eje de coordenadas fijas, su formulación humana, eso que llamamos recuerdo.

Los incondicionales de Maxwell no podemos más que alegrarnos de la recuperación para los lectores de la obra narrativa de un escritor fundamental en la literatura norteamericana del siglo pasado. Lean a Maxwell, lean, disfruten de la intensidad que esconde su aparente sencillez. Y hagan votos para que este Asteroide nos siga proveyendo de alimento espiritual ya que, por lo que parece, ha pasado décadas ignorado por los cuerpos estelares que más relucen en el firmamento editorial. Pero esa, me temo que es otra historia…


El trasfondo


15 de octubre de 2008

En el café de la juventud perdida


En el café de la juventud perdida. Patrick Modiano. Anagrama
En el cafè de la joventut perduda. Patrick Modiano. Proa

Cuando afirmamos conocer a alguien, o cuando actuamos como si este conocimiento fuera cierto, ¿acaso nos basamos en algo con más pretensión de solidez que un conjunto de fragmentos inconexos? ¿Depende nuestro conocimiento de la intensidad de la relación, o de su calidad? ¿Con qué armamos nuestro juicio? ¿Con la deducción o con la intuición? ¿En qué grado podemos asegurar que una es más fiable que la otra?

En el café de la juventud perdida es un recorrido por el París de los primeros 60, del Bois de Boulogne a Montmartre y de Montparnasse al Odeon, agotando la cartografía de la ciudad canalla y, bajo la inspiración de Lautréamont y Rimbaud, detenernos en la efervescencia de la Rive Gauche para salir disparados hacia el Marais, virgen todavía de segundas residencias de brokers norteamericanos en busca de la “autenticidad” que no desembarcó del Mayflower; el Boulevard Sant-Germain sólo de paso, y el barrio de l’Étoile reservado para las noches de locura en que se ha vendido un artículo a uno de los innumerables números 0 de cualquier revista condenada a muerte por inanición. Siempre siguiendo los pasos de la enigmática Louki, esa chica de la que todos nos podíamos haber enamorado porque en aquel medio de poetas con vocación de malditos y profetas de la absenta, el objeto del deseo no podía ser otro que la mujer independiente, autosuficiente, liberada y, ai-làs, inconquistable.

Una Louki que solamente llegamos a conocer fragmentariamente en las voces de los hombres que se cruzan en su vida en diferentes momentos y situaciones: un presunto estudiante adolescente fascinado por el descubrimiento de la vida bohemia; el “capitán” Bowling, permanentemente atareado con su registro de entradas y salidas del Condé, el café-refugio (¿y hogar?); Caisley, un adulto de oscuro pasado y memoria fotográfica empeñado en seguirle el rastro; y Roland, amante ocasional con vocación de permanencia y obsesionado por el Eterno Retorno de Nietzsche. Todos ellos persiguiendo su inalcanzable fantasma y, como el propio lector, rendidos entre las ineluctables redes de la fascinación.

El empeño de permanecer al margen, de nadar a contracorriente, personalizado en unos outsiders que sembraron la disidencia para dejar de ser perdedores y que reclamaron su papel en una sociedad que no era la suya, en esos mismos boulevares de París, en unos esperanzadores días de Mayo de unos pocos años después.

Doisneau y Cartier-Bresson cartografiaron aquel París efervescente mediante imágenes inolvidables. Modiano complementa el mapa con un conjunto de personajes desarraigados cuyo destino es vagar en busca de una identidad perdida por las esquinas del Barrio Latino.

4 de octubre de 2008

Contrapunto XXI

Tal vez el sentido del que estoy más orgulloso sea el del olfato. Me pesaría horrores perder la capacidad para oler la mierda desde lejos.

3 de octubre de 2008

Los espectros



Los espectros. Leonid Andreyev. Cuadernos del Acantilado.

La vida en un manicomio es un microcosmos, un nicho ecológico, un ecosistema en equilibrio que se limita a ser una imagen del mundo exterior, pero que se sitúa en el lado desconocido del espejo.

De la mano de Yegor Pomerantsev, un burócrata que ha perdido irremediablemente la razón y que, por suscripción popular, ha sido recluido, nos internamos en la vida cotidiana de una clínica psiquiátrica privada -y ésta es una distinción cargada de sentido y de objetivos, teniendo en cuenta dónde y en qué momento se desarrolla la acción- en la que los elementos excedentes de una sociedad que, ella misma, no superaría un test de sanidad mental, arrastran sus alienadas vidas aislados como las manzanas podridas. Vidas que, no obstante, siguen llenas de contenido y que, a veces, son indistinguibles de las de aquellos que, en principio, deberían cuidarles: el doctor Shevirov, que escapa cada noche al Babilonia a beberse sus frustraciones, y la enfermera Astafievna, enamorada silenciosa y desesperada del doctor, atareada en la ingente ocupación de conseguir hacerse visible.

Allí conoceremos a Petrov, siempre alerta y armado permanentemente con una piedra en el bolsillo para defenderse de sus perseguidores; a Anfisa Andreyevna, el ama de llaves cuarentona que sufre por la longitud de sus piernas y se preocupa porque, una vez muerta, no la depositen en un ataúd tan corto que tengan que cortárselas para que quepa; al innominado paciente que llama incesantemente y a todas horas a cualquier puerta que esté cerrada... Todos ellos acompañados por las apariciones súbitas de San Nicolás, el interlocutor privado de Pomerantsev y su único contacto con el exterior, con quien el subjefe de la administración parte en vuelos nocturnos para examinar el estado del mundo. Una vez más, la eterna pregunta acerca de dónde está el manicomio, si dentro o fuera, queda respondida; sin embargo, lo que sigue sin estar nada claro es dónde están los locos...

Andreyev, mediante un estilo que bordea el expresionismo, nos guía a través del transcurrir de una de las vidas posibles, precisamente aquella en la que la tragedia puede tener su trasfondo irónico, la tristeza puede redimir, y la locura corre pareja con la ternura.

Una pequeña joya; un tratado de moral; una crítica mordaz al tratamiento de la diferencia; un espejo, otra vez un espejo, en el que no se sabe si la deformación es debida a la forma de éste o es la imagen original la que está ya deformada. Todo ello condensado en apenas 70 páginas de un estilo preciso y brillante. Y es que la economía expresiva no tiene por qué ser sinónimo de ligereza; y el pesimismo, como ya habíamos sospechado, es, de todos los estados posibles del espíritu, el más creativo.

1 de octubre de 2008

El parecido

"Un hombre sin doctrina se parece más a un hombre".
Gao Xingjian, Ganzhou (China), 4-1-1940.
Premio Nobel de Literatura 2000

25 de septiembre de 2008

Contrapunto XX

Mis actos y mis razonamientos me incumben únicamente a mí. Jamás haría nada con el objeto de provocar la admiración de mis amigos, aunque a menudo me siento tentado a que mis enemigos conserven viva su animadversión. En cuanto a los aplausos, me son indiferentes, pues generalmente constituyen la forma externa con que se muestra la falta de inteligencia de los imbéciles, de aquellos que, sin haber comprendido nada, se limitan a hacer ruido.

15 de septiembre de 2008

13 de septiembre de 2008

El Credo de James Graham Ballard

Creo en el poder de la imaginación para rehacer el mundo, para soltar las riendas de la verdad dentro de nosotros, para demorar la noche, para trascender la muerte, para congraciarnos con los pájaros, para ganarnos la confianza de los locos.Creo en mis propias obsesiones, en la belleza de los choques de autos, en la paz de los bosques sumergidos, en la excitación de las playas de vacaciones cuando están desiertas, en la elegancia de los cementerios de automóviles, en el misterio de los estacionamientos de muchos pisos, en la poesía de los hoteles abandonados.Creo en las pistas de aterrizaje olvidadas de Wake Island, señalando a los Pacíficos de nuestras imaginaciones.
Creo en la belleza misteriosa de Margaret Thatcher en el arco de sus fosas nasales y el borde de su labio inferior; en la melancolía de los conscriptos argentinos heridos; en las sonrisas perturbadas de los empleados de estaciones de servicio; en mi sueño sobre Margaret Thatcher acariciada por ese joven soldado argentino en un motel olvidado, observados por un empleado de estación de servicio tuberculoso.
Creo en la belleza de todas las mujeres, en la perfidia de sus fantasías, tan cerca de mi corazón; en la unión de sus cuerpos desencantados con los rieles de cromo de las góndolas de supermercado; en su cálida tolerancia de mis propias perversiones.
Creo en la muerte del mañana, en la fatiga del tiempo, en nuestra búsqueda de un tiempo nuevo dentro de la sonrisa de las azafatas en los ómnibus de larga distancia y dentro de los ojos cansados de los hombres que controlan el tránsito en los aeropuertos fuera de temporada.
Creo en los órganos genitales de los grandes hombres y mujeres, en las posturas corporales de Ronald Reagan, Margaret Thatcher y la Princesa Diana, en el suave olor que emana de sus labios cuando miran a las cámaras del mundo entero.
Creo en la locura, en la verdad de lo inexplicable, en el sentido común de las piedras, en la demencia de las flores, en la enfermedad reservada para la raza humana por los astronautas del Apolo.
No creo en nada.
Creo en Max Ernst, Delvaux, Dalí, Tiziano, Goya, Leonardo, Vermeer, de Chirico, Magritte, Redon, Durero, Tanguy, el Facteur Cheval, las torres Watts, Bocklin, Francis Bacon, y en todos los artistas invisibles dentro de las instituciones psiquiátricas del mundo.
Creo en la imposibilidad de la existencia, en el humor de las montañas, en el absurdo del electromagnetismo, en la farsa de la geometría, en la crueldad de la aritmética, en el propósito asesino de la lógica.Creo en las adolescentes, en cómo se corrompen a sí mismas por la posición que adoptan sus largas piernas, en la pureza de sus cuerpos desarreglados, en los vellos púbicos que dejan en los baños de los moteles más infames.
Creo en el vuelo, en la belleza de las alas y en la belleza de todo lo que ha volado siempre, en la piedra arrojada por un chico con la misma sabiduría de los estadistas y de las parteras.
Creo en la delicadeza de los bisturíes quirúrgicos, en la ilimitada geometría de la pantalla de cine, en el universo oculto dentro de los supermercados, en la soledad del sol, en la charlatanería de los planetas, en la repetitividad de nosotros mismos, en la inexistencia del universo y en el aburrimiento del átomo.Creo en la luz que arrojan las videograbadoras en las vidrieras de las grandes tiendas, en la agudeza de las parrillas de los radiadores en los salones de venta de automóviles, en la elegancia de las manchas de aceite sobre las barquillas de los motores de los 747 estacionados en las pistas de los aeropuertos.
Creo en la inexistencia del pasado, en la muerte del futuro y en las infinitas posibilidades del presente.
Creo en el desarreglo de los sentidos: en Rimbaud, William Burroughs, Huysmans, Genet, Celine, Swift, Defoe, Carroll, Coleridge, Kafka.
Creo en los diseñadores de las Pirámides, el Empire State, el bunker del Fuhrer en Berlín, las pistas de aterrizaje de Wake Island.
Creo en la fragancia del cuerpo de la Princesa Diana.
Creo en los próximos cinco minutos.Creo en la historia de mis pies.Creo en los dolores de cabeza, en el aburrimiento de los atardeceres, en el miedo de los calendarios, en la traición de los relojes.Creo en la ansiedad, la psicosis y la desesperanza.
Creo en las perversiones, en el amor obsesivo por los árboles, las princesas, los primeros ministros, las estaciones de servicio abandonadas (más bellas que el Taj Mahal), las nubes y los pájaros.
Creo en la muerte de las emociones y en el triunfo de la imaginación. Creo en Tokio, Benidorm, La Grande Motte, Wake Island, Eniwetok, Dealey Plaza.
Creo en el alcoholismo, las enfermedades venéreas, la fiebre y el agotamiento. Creo en el dolor. Creo en la desesperanza.
Creo en todos los niños.
Creo en mapas, diagramas, códigos, juegos de ajedrez, rompecabezas, tableros de horarios de vuelos, carteles indicadores de los aeropuertos.
Creo en todas las excusas. Creo en todas las razones. Creo en todas las alucinaciones. Creo en toda la rabia. Creo en todas las mitologías, recuerdos, mentiras, fantasías, evasiones.Creo en el misterio y en la melancolía de una mano, en la amabilidad de los árboles, en la sabiduría de la luz.
James G. Ballard
(Extraido del blog de Enrique Ortiz, http://elblogdeenriqueortiz.blogspot.com)

11 de septiembre de 2008

Contrapunto XXV

Quiero tener la suficiente fortaleza de corazón para no seguir nunca a ningún guía. Y la suficiente fortaleza de espíritu para no seguir nunca ninguna doctrina.

5 de septiembre de 2008

Contrapunto XVIII

La concupiscencia no tiene ningún sentido si no lleva adosado el irremediable sello de la perdición.

4 de septiembre de 2008

Maestros del Infinito

ENRIQUE VILA-MATAS
Maestros del infinito

1. Qué raro. Un año y medio sin que nadie me pregunte qué libros llevaría a una isla desierta. Y cinco desde que quisieron saber qué opinaba sobre la manía de preguntar por los libros que me llevaría a la isla desierta. ¿Qué opinaba? Dudé entre contestar con un aforismo de Lichtenberg ("he notado claramente que tengo una opinión acostado y otra de pie") o recurrir al emperador Marco Aurelio: "Hoy he dejado de tener cualquier tipo de opinión sobre lo que sea".
Me he pasado meses creyendo que tarde o temprano tendría que contestar a la pregunta inevitable. Cuando ésta llegara, pensaba responder que a una isla desierta iría con una antología de aforismos que me construiría yo mismo. En la isla leería un aforismo al día y, cuando fuera rescatado, echaría mano del libro para saber cuántos días pasé en la isla desierta. Por si tardaban en rescatarme, la antología tendría un número muy elevado de aforismos. Nada más terrible que se me acabara el libro y aún no hubieran venido a rescatarme, porque entendería que ya no vendrían nunca, y lo viviría lógicamente como una tragedia, escribiría yo mismo el último aforismo: "Se vive con la esperanza de llegar a ser un recuerdo". Aunque tal vez me lo tomara todo con gran risa, que es una buena solución para estos casos. Entonces, el aforismo sería de Novalis: "A la humanidad le toca desempeñar un papel humorístico".
2. Por mucho que se discuta qué es un aforismo, éste siempre será un intento de comprimir en unas cuantas palabras el infinito, aquello que sólo puede ser evocado, pero jamás explicado. El colombiano Nicolás Gómez Dávila lo expresó con acierto: "Escribir corto, para concluir antes de hastiar". Eso explicaría este aforismo de Vilém Vok: "El que escribió el mejor aforismo del mundo vivió como una tragedia ser articulista". De hecho, Nietzsche siempre ambicionó "decir en diez frases lo que otro dice en un libro".
La tarea de comprimir el infinito comporta el éxito de lograrlo -para ello son necesarias algunas palabras-, pero también el triunfo del silencio. Porque el aforismo no deja de ser un eco del silencio. Es gestado calladamente. Y luego trasladado al papel en unos instantes fugaces que el aforista Antonio Porchia percibe faltos de identidad, del mismo modo que también está ausente la identidad en lo más efímero que habita el universo, que es el hombre: "Uno no está hecho de sí mismo, pero no podría señalar de quién estoy hecho. Nadie está hecho de sí mismo".
Para que un aforismo sea auténtico y profundo tiene que ser superficial, pues no hay que olvidar que sólo lo trivial nos ampara del tedio. André Derain lo decía de otro modo: "Lo hondo, visto con hondura, es superficie". Mi lista de autores de la antología de aforismos no diferiría mucho de la selección de la revista mexicana del Fondo de Cultura Económica, La Gaceta, en su número 450. Están ahí, en mayor o menor medida, muchos de los grandes maestros de lo breve: Lichtenberg, Novalis, Kafka, Jünger... Y faltan algunos obvios, como Flaubert, Canetti, Wittgenstein, Gracián... Todos esos maestros de lo breve también lo son de lo infinito. "La tendencia humana de interesarse en minucias ha conducido a grandes cosas", decía Lichtenberg, el rey de las distancias cortas.
3. "Si los que hablan mal de mí supieran lo que yo pienso de ellos, hablarían de mí quinientas veces peor" (Sacha Guitry).
4. Comenta Juan Villoro en su ya legendario prólogo a los Aforismos de Lichtenberg que la verdadera enseñanza de éste siempre radicó en haber escrito una obra que exige una lectura especial: "La buena literatura no es una calle de un solo sentido; el lector regresa al texto con algo que ya no pertenece al autor. Una página no está ahí para ser aprobada o rechazada. Es buena en la medida en que estimula al lector a pensar por cuenta propia". Ésta fue también la lección profunda que halló Schopenhauer en Lichtenberg, en quien vio a esa clase de escritores que piensan primero para sí mismos, a diferencia de los que de inmediato piensan para los demás.
He aquí, en tiempos de confusión en el mundo de las letras, una buena clasificación entre dos tipos de autores. Los que piensan para sí mismos, decía Schopenhauer, son los pensadores individuales, los verdaderos filósofos, mientras que los otros son los sofistas que pretenden impresionar y piensan en función de los demás.
5. "De mi novela siempre dicen que es literaria, y yo me pregunto qué es una novela no literaria" (Eduardo Lago en una reciente entrevista).
6. De ahí que en la isla desierta baste con un aforismo por día, y aún, porque no es mucho disponer sólo de una jornada para pensarlo. Autor y lector se complementan en la verdadera literatura. Wittgenstein: "Con mi escrito no pretendo ahorrarle a otro la tarea de pensar, sino, en la medida de lo posible, estimularle a tener pensamientos propios".
En mi antología, los aforismos que cayeran en múltiplos de siete contarían como si fueran domingos y cargarían las tintas en la ironía más festiva. No faltaría éste de Lichtenberg: "Es difícil que en el mundo haya mercancía más singular que los libros. Son impresos, vendidos, encuadernados, reseñados y a veces hasta escritos por gente que no los entiende".
Para los días laborables contaría con Ernst Jünger: "Del gran camino no llegan noticias". Y con el argentino Antonio Porchia: "Cuando tengo algún momento de sensatez lo pierdo todo". No puede ser más evidente: un aforismo es perderlo todo.
ENRIQUE VILA-MATAS 20/07/2008

31 de agosto de 2008

Contrapunto XXII

No pienso sentirme obligado a que me interesen los demás por el puro hecho de que sean los demás, no me mueve ningún afán altruista que me obligue a obviar las diferencias y a dimitir de mis principios. Si en algún momento el otro quiere un acercamiento, que formule su petición con claridad, y mi propio interés y sólo mi propio interés dictará mi resolución.

20 de agosto de 2008

Contrapunto XVII

Es mi orgullo, el mismo que no me permite sentirme agradecido por haber sido beneficiado por nadie, el que me impide sentirme bienhechor de nadie. Nunca.

10 de agosto de 2008

Contrapunto XVI

Una de las estupideces que me resultan más difíciles de soportar es aquella de quien es incapaz de decir lo que desea decir.

30 de julio de 2008

Contrapunto XV

Mi escepticismo me hace desconfiar, por sistema y en principio, de cualquier idea nueva; y mi individualismo, de las aglomeraciones. Se entenderá fácilmente, pues, que el peor escenario que se puede presentar a mi capacidad de confianza sea el de las nuevas ideas que son suscritas por muchedumbres.

11 de julio de 2008

Contrapunto XIII

Espero no tener resueltas nunca todas mis dudas. No entiendo la vida sino como una exploración perpetua en la que cada pregunta se ramifica indefinidamente en otras preguntas, y éstas en otras, hasta formar un entramado impenetrable que, no obstante, otorga existencia al árbol.

3 de julio de 2008

Contrapunto XI

La capacidad humana de autoengaño es infinita; a menudo actúa incluso a nivel lingüístico, confundiendo términos para adecuarlos a los significados que estamos dispuestos a asumir para cada concepto. "Felicidad" sería un ejemplo paradigmático de polisemia dirigida, e "ilusión" de polisemia intencional; el hecho que "estupidez" y "alienación", respectivamente, puedan llegar a confundirse con los ejemplos mencionados no preocupa al automentiroso ni al personaje instalado en el mundo autorreferencial de las apariencias.

25 de junio de 2008

Contrapunto X

El ser incapaz de razonar sólo puede hablar de lo que sabe. El que puede razonar, además, puede hablar de lo que piensa.

30 de mayo de 2008

17 de mayo de 2008

La revelación

Crecí en la cultura de las verdades reveladas (yo soy el que soy y todo eso), por lo que me he pasado la vida esperando una carta, un telegrama, una llamada de teléfono. No se trataba de una espera consciente, desde luego. Me he dado cuenta ahora, de mayor, al reflexionar sobre mi existencia y advertir que siempre he atendido de forma un poco ansiosa el teléfono, que nunca he dejado de revisar la correspondencia (aunque fuera del banco), que he abierto la puerta de mi casa a todos, fueran testigos de Jehová o vendedores de aspiradoras. Incluso he invitado a los segundos a merendar, por si fueran portadores de un mensaje. He sufrido también la variante más cruel de esa espera: la de creer que podría serme revelada una novela genial, un poema único, una teoría científica definitiva. Pero jamás he tenido la suerte de escribir al dictado. Todo ha salido de mi pluma, a veces de manera harto dolorosa. Ocasionalmente, he sufrido destellos significativos, pero de apenas dos o tres segundos, y me cogían siempre fuera de la mesa de trabajo. Nada comparable a la alucinación continuada que permitió a Dante escribir La Divina Comedia o El Quijote a Cervantes. No he escuchado voces ni he visto apariciones. No he intuido nada que haya ocurrido días o semanas después. Ese silencio cósmico me ha hecho sentirme como una persona poco querida por los dioses. Visto, sin embargo, con la perspectiva que dan los años, casi es una bendición. No debe de ser fácil estar a la altura de la Teoría de la relatividad, de la Odisea, de la Interpretación de los sueños. Es un alivio saber que puedes dejar de atender el teléfono, de leer la correspondencia del banco o de abrir la puerta a los vendedores ambulantes sin que se pierda nada trascendental para la humanidad. Quizá he recibido la revelación de que no hay revelación, de la que tomo nota.
Juan José Millás, Tomo nota.

7 de mayo de 2008

Contrapunto V

He tenido varias mujeres en mi vida. Desde la perspectiva que me dan los años tengo, excepto en un solo caso, muy pocos reproches que hacerles. Tampoco tengo, excepto en un solo caso, muchos recuerdos que valga la pena conservar.

28 de abril de 2008

27 de abril de 2008

Contrapunto III

Graffiti en una calle del barrio histórico de Lérida: “¡No más utopías, por compasión!”

8 de abril de 2008

Contrapunto I

Soy egoísta, pero no en el sentido de sobrevalorar lo propio sino en el de despreciar lo de los demás.