29 de mayo de 2020

Las aventuras de Telémaco


Las aventuras de Telémaco, hijo de Ulises. François Fénelon
A pesar de ser conocido como el relato del periplo de Ulises desde que salió de Troya camino de su Ítaca, los primeros cuatro cantos de los veinticuatro de que consta la Odisea están protagonizados por su hijo, Telémaco, que es exhortado por Atenea para ir en busca de su padre (canto I), organiza una asamblea en Ítaca para librarse de los pretendientes de Penélope (canto II), viaja a Pilos (canto III) y luego a Esparta (canto IV); a partir del V, el verdadero protagonista es ya Ulises. François de Salignac de La Mothe-Fénelon, el sacerdote, teólogo y escritor francés a caballo de los siglos XVII y XVIII, retomó la búsqueda de Ulises por parte de su hijo donde la dejó Homero en Las aventuras de Telémaco (Les Aventures de Télémaque, 1699), una novela alegórica, mezcla de epopeya y de tratado de moral y de política, cuyos paralelismos con la Odisea son constantes —veinticuatro Libros, lenguaje imitativo (en francés, claro; es decir, de las traducciones de Homero de la época), asistencias y resistencias de los dioses, personajes principales... — y que, en su tiempo, fue considerada una sátira de la corte y de la política absolutista de Luis XIV; una obra que provocó la caída en desgracia de Fénelon —en aquel entonces, a finales del XVII, era preceptor del hijo del Delfín— pero que ha sido reconocida por la posteridad como una de las obras fundamentales de la literatura francesa.

Esa correspondencia con la Odisea se manifiesta ya desde el inicio: Telémaco, acompañado por Minerva, transformada en Méntor, naufraga en la isla de Calipso; allí, retenido por la hija de Atlas, le refiere los incidentes ocurridos desde su salida de Ítaca: su estancia en Sicilia en la corte de Acestes y el auxilio prestado a este con ocasión de una invasión bárbara; su cautiverio en el opulento Egipto del sabio Sesostris y los reveses padecidos por voluntad de su intrigante ministro y por el pérfido príncipe heredero; su huida de allí en un navío fenicio para caer en manos del tirano Pigmalión, rey de Tiro, donde es instruido en la buena gobernanza por el capitán del barco; el traslado a Chipre, con sus habitantes sometidos al vicio y al desorden, donde libera a Méntor de su exclavitud y se embarca con destino a Creta, un modelo de sociedad regida por leyes igualitarias —a las que están sujetos incluso los reyes—,  venturosa y feliz, y donde participa en una especie de torneo en el que Fénelon pone en su boca algunas teorías del buen gobierno; finalmente, su marcha de Creta después de rechazar el trono y, rumbo a Ítaca, el naufragio que sufre su embarcación por la cólera de Neptuno, hasta su llegada a la isla de Calipso.

Después de relatar sus aventuras, es acosado por la ninfa, como lo fue su padre, que cuenta con la ayuda de Venus, pero consigue escapar de la isla a nado en busca de un barco que aparece en el horizonte. El buque es un navío fenicio, y su capitán informa a Telémaco de los sucesos acaecidos en Tiro, el asesinato de Pigmalión, el breve reinado de otro tirano y la elección, finalmente, de un nuevo rey justo y magnánimo.

Pertrechado con todo lo necesario, Telémaco y Mentor ponen, de nuevo, rumbo a Ítaca, pero Neptuno los desvía de su camino —siguen los paralelismos con la Odisea—, arguyendo como razón el papel de Ulises en la guerra de Troya. Perdidos, recalan en una isla donde se ha expatriado Idomeneo, el rey de Creta, a quien, alertados por el oráculo, se prestan a ayudar en la contienda que sostiene contra sus enemigos, un enfrentamiento que Méntor consigue interrumpir con un discurso pacificador, al mismo tiempo que dicta al rey destituido y a su discípulo un manual de buen gobierno para conservar el poder sin sobresaltos y procurar la felicidad de los súbditos y la prosperidad de la sociedad.

Mientras Telémaco auxilia a los griegos —y se entera de diversos sucesos de la guerra de Troya, no todos de carácter heroico, por cierto, en los que estuvo involucrado su padre— y ejerce de mediador en algunas de las desavenencias entre los aliados, que cuentan también con la participación de Néstor, en su enfrentamiento contra los invasores bárbaros, Méntor asiste al reinado de Idomeneo, que le hace partícipe de sus cuitas para aprovechar sus buenos consejos.

Advertido por algunos sueños de la posibilidad de que Ulises haya muerto, Telémaco visita los infiernos —nuevo paralelismo con la Odisea— en su busca. Allí visita el Tártaro de los condenados, donde encuentra buenos reyes que actuaron con maldad debido a sus consejeros y aduladores; y los Campos Elíseos de los bienaventurados, en los que descansan los soberanos que reinaron en beneficio de sus súbditos, y donde es informado por su bisabuelo de que Ulises sigue vivo.

Finalizado el enfrentamiento y pacificada la región, Telémaco reanuda su aplazado regreso a Ítaca, retrasado en esta ocasión por su enamoramiento de Antíope, hija de Idomeneo; un viaje que aprovecha Méntor para seguir instruyéndole en las tareas del buen gobierno hasta arribar finalmente a su isla justo después de la llegada de su padre —enlazando con los Cantos XV y XVI de la Odisea—.

25 de mayo de 2020

Albucius

Albucius. Pascal Quignard. El Cuenco de Plata, 2014
Traducción de Betina Keizman
Caius Albucius Silus fue un retórico romano, contemporáneo de César y de Augusto, nacido en Novara alrededor del año 55 aEC y que murió hacia el año 10. Se conoce poco de su vida:  parece que ejerció la abogacía, empleo que tuvo que dejar por un supuesto incidente profesional, para posteriormente dedicarse a la retórica —se conjetura con que fue autor de un tratado sobre esta disciplina, citado por Quintiliano, que ha desaparecido—, que también abandonó, para convertirse en escritor. Poco se sabe de su obra, excepto por citas de algunos de sus contemporáneos como Séneca el Viejo, pero todo parece indicar que fue autor de una serie de relatos populares, algunos de ellos relacionados con su antigua profesión, redactados en un latín nada erudito y centrados en cosas comunes e, incluso, en temas que en la época podían considerarse políticamente incorrectos, los sordidissima. Las lagunas existentes con respecto a su vida y, a modo de peculiar antología, la recreación de algunos de sus textos, son el objeto de Albucius (Albucius, 1990), otra de las maravillas inclasificables debidas a Pascal Quignard.

La lengua, uno de los pilares fundamentales sobre los que se asienta la obra de Quignard, es el verdadero protagonista de esta fábula en cincuenta y tres episodios que re-crea —crea y vuelve a crear— la obra —y, por tanto, la vida: una vez desaparecido, lo que queda de uno es lo que hizo y no tanto lo que (dicen que) dijo— de Cayo Albucius. Esos cincuenta y tres escritos son fragmentos, retales, borradores, intenciones, resúmenes que algunos de sus contemporáneos conservan —no se sabe con qué razón, si no es que el mero hecho de conservarlos es ya una razón suficiente—. El tributo que paga Quignard es su restitución.


El francés no descarta llenar los espacios en blanco de la biografía de Albucius con materiales de su mano —recuerden: recrear, como el músico que juega (jouer,en francés, jugar, pero también tocar un instrumento) por el camino que acota la partitura pero improvisando los pasos—, sin embargo se centra en lo conocido, el Albucius real, intentando fijar la realidad en los fragmentos, en su evocación. 


Albucius no solo escribe para ensalzar la belleza, exaltar al héroe u homenajear al muerto; Albucius escribe para inquietar al lector, para zaherir a la autoridad, para explorar lo que se encuentra más allá del límite de la corrección, el lugar que alberga la blasfemia y la transgresión, pero que sigue perteneciendo al territorio de lo real —existe una realidad que no por inconcebible pierde su carácter de autenticidad—, y en ese rastro Quignard descubre —especula, adivina, recrea, imagina... —un Albucius ex machina más escéptico que estoico, más cínico que escéptico que, a pesar de aprenderse de memoria sus improvisaciones, no sigue el esquema clásico de la declamación sino que deja espacios en blanco, paréntesis vacíos, conclusiones suspendidas; partes que no pertenecen a un todo pero son un todo en sí mismas; un discurso incompleto según las reglas de la retórica pero saturado en cuanto a narración: lo que se dice es lo que es aunque no puede decirse todo lo que es. Es en este contenido difuso, contaminado, tangencial, donde tiene lugar el milagro de la transubstanciación cuando, en medio de la monotonía declamatoria y de los enredos de la retórica resplandece, de pronto y de forma imprevista, la verdad.

«Albucius Silus "inquietó" el relato romano. Amaba las palabras comunes, las cosas viles, los detalles realistas o sorprendentes. Un día en que preguntaron a Albucius qué había que entender por "sermo cotidianus" (el habla de todos los días), él respondió: "Nada hay más bello que ubicar en una declamación una frase que incomoda a quien la dice". Tal es el citerio de lo sórdido: un sentimiento de molestia nos advierte de su presencia. Lo que queda es aproximársele, atraparlo y entrelazarlo con la obra de arte. Lo más vulgar se convierte en lo más conmovedor».
La huida al pasado puede ayudar como remedio de la inanidad del presente; lo no vivido  como antídoto de la tediosa repetición; lo experimentado por los otros como sustitutivo de lo conocido; lo nunca observado como añadido a la propia experiencia: la sustitución de una vida por otra; la búsqueda de verdades en aquellos principios que han superado la prueba de su demostración —y que no son ya  endebles hipótesis cuyo contraste escapa al tiempo que hemos conocido—. Amigo no es el que recuerda sino el que habla de ti con admiración cuando ya has desaparecido. Séneca el Viejo fue amigo de Albucius y su deber de amistad es mantener vivo el fuego de su recuerdo.
«Usaba imágenes. Describía los lugares. Albucius llevó el discurso de los latinos a un nivel más rico y variado. Cuando se atormentaba demasiado, cuando aturdía a sus conocidos con las dudas que lo embargaban al escribir, nunca era para saber cómo debía decir las cosas sino qué cosas debía decir. Estaba acostumbrado a decir de sí mismo: "Cuando mi espíritu está ocupado en lo suyo, es sitiado por las palabras"».
Albucius, aparentemente preocupado por las formas de su discurso, prescinde, sin embargo, de las normas de la retórica cuando aquel excede del simple relato de los hechos para centrarse en el contenido de lo dicho, un argumento que surge al tiempo que se declaman sus circunstancias y para las que no existe fórmula. Esta preocupación por el contenido le lleva a afirmar que, con independencia de las normas, todo puede ser objeto de relato —una afirmación que necesita de dos mil años para ser retomada y aplicada—.
«A sus ojos, el relato consistía en una cesta de junco donde sería recogida toda cosa abandonada o más bien muda. Un lugar en el mundo donde todo podía ser nombrado. Un relato es el único espejo posible del interior de una cabeza humana. En este sentido, son mediocres la poesía, el teatro, la música, la pintura».
Es ese contenido del relato, esa verdad huidiza que es preciso alcanzar, lo que condiciona la forma del discurso: las palabras vanas solo conllevan el vacío, la inutilidad, solo conducen a la indeterminación; solo las palabras precisas pueden acercarnos, poner cerco a la verdad. La extensión y profusión del discurso esconden al argumento bajo capas de ornamentación, diluyen el contenido, dispersan la atención, entretienen al intelecto con juegos vanos e impiden la recepción: el contenedor acaba por hacer desaparecer al contenido.
«"Genus est rogandi rogare non posse" (no poder pedir es una manera de pedir). Me parece que así están construidas nuestras vidas [...] Todo lo que está en nosotros, todo lo que en nuestro comportamiento identificamos profundamente con nosotros mismos, es poco nosotros mismos en nosotros. Nuestra verdadera identidad es sospechosa, suponiendo que no sea una novela que nos narramos en la torpeza de las noches y en la precipitación de las crisis de angustia. Nuestro comportamiento es una escudilla que un mudo tiende por unas monedas».
El valor de la ficción no estriba en la originalidad de la que puede hacerse muestra bajo su dominio, de su mayor o menor verosimilitud o de la libertad con que se puede recrear, sino de la facultad de habilitar un espacio donde todo es posible: es el campo de juego en el que un niño puede recrear un universo entero —en el que él no figura— en una caja de cerillas o un hombre adulto reproducir siglos de historia humana —en la que no se incluye la propia— entre las páginas de un libro; un campo en el que el demiurgo  no puede participar porque su presencia limita o invalida el conjunto de posibilidades de invención. La literatura de ficción es una guía de viaje de un lugar que no existe, cuyo tiempo no transcurre y cuya verdad se halla ubicada en parámetros paralelos a los habituales delimitados únicamente por el lenguaje.

Albucius inventó una quinta estación, un lapso indeterminado no ubicable en el tiempo y de cuya existencia solo puede tenerse razón por sus efectos, como si fuera un trozo de cinta flexible que solo podemos percibir por la huella que deja en la piel pero cuya secuela no depende ni de la duración ni de la intensidad sino de en qué momento concreto se hace presente. Todo lo producido bajo su influjo se rige por las reglas de la ficción y esas marcas que deja constituyen su único contacto con la realidad.

«En francés, la expresión être de saison [en sazón, en castellano] significa ser oportuno. Lo que no es de estación no es ni oportuno en cuanto al tiempo ni agradable para los otros. Estación que nunca es oportuna y que visita a los hombres. Estación parásita que forma bolsas y agujeros en el universo del tiempo. Esos agujeros se llaman lectura, música, "otium", amor. Otra duración muy anacrónica los gobierna y suscita alrededor espacios más o menos reales y desreales, campos de descanso, "amnion" lingüísticos, nidos o islas o refugios que son a la vez ficticios y persistentes. Esos espacios desreales se llaman "templum", teatros, salas de concierto, galerías de amateurs, camas, el extraño "territorium" de la página de los libros, el sexo que el deseo desarrolla o el extremo del vientre, tan dulce, de la persona amada».
Escribir es explotar en beneficio propio el poder de la lengua, dirigir su capacidad de seducción, dominar la disposición a la posesión, disfrutar del placer de decir, de crear belleza —o fealdad—, de canalizar la pasión, de generar el escenario —como quien elige arma en un duelo— en el que se entablará el combate entre realidad y verdad, entre ser y tiempo. Y la forma suprema de la escritura no es la poesía, que crea una realidad privada para especular con la verdad, ni la historia, que recrea una realidad ajena para manipular la verdad, ni la retórica, que es forma pura, simple envoltorio vacío de contenido, sino el relato, la opción más fiel para generar una realidad que se puede compartir. De todos los escritores que le precedieron, Albucius no admira a ningún poeta, a ningún historiador ni a ningún retórico; Albucius admira a Homero.
«La pajarera estaba en el ángulo sur de la residencia. Se sabe que en una de sus crisis de melancolía, Albucius pronunció estas palabras: "Me mortifica engendrar tantas sospechas sobre los designios que me guían y tantas preocupaciones sobre las declamaciones que compongo. Solo descansaré cuando haya descendido al Erebo, cuando abrace las rodillas del autor de la Odisea. Creo que los Padres habrían demostrado su inspiración si me destinaran a la pasión que habito, la de ser Homero". Le gustaba vagar por el parque. Al envejecer, su gusto por los pájaros declinó. En las mañanas, vagaba por la gran arboleda de plátanos húmedos».
Albucius, que no juzgaba la forma ni se apoyaba en las trampas que podía tender, sostenía que era el contenido lo que dejaba huella en el lector: el sustantivo —el nombre, pero también aquello que tiene existencia realindependienteindividual (DLE)— y el verbo. Para Horacio, que sostenía que la forma lo era todo, en una anticipación del macluhaniano "el medio es el mensaje", en cambio, lo que quedaba impreso en el lector eran los signos proposicionales y sintácticos. En su concepción de la escritura, uno era narrador y el otro poeta, con independencia de cómo se pueden categorizar, según los cánones actuales, sus obras.
«La habían reprochado su homosexualidad. Dijo: "Ecquid mihi licet seniles annos meliore vita reficere? (¿No me está permitido refrescar mi vejez en una vida más agradable?). El bien supremo no es para mí el placer, ni la ebriedad, ni la carrera de mayo: es la lectura muda y sentada, los placeres dulces, los pasos en el jardín. Todo pasa por mi cuerpo. Es el único verdadero espacio que ocupo. Desde muy temprano decidí que solo me precipitaría en los placeres durante una o dos horas cada día, en el momento en que el sol pierde su fuerza».
A medida que se va haciendo mayor, Albucius va renegando de la vida: se retira a su villa, adopta una conducta severa —aunque, despreciando el sexo compartido, compra ropa embebida de sus vecinos y deja en manos de algún joven la masturbación— y estoica. Su fama se mantiene en el vacío porque todos los que le han escuchado ya han muerto. "Solus, orbus, senex, odi meos" (solo, sin hijos, viejo, odio a mi familia), su inveterado temor por los hombres se acentúa y va perdiendo capacidad de concentración. Frente al éxito popular del orador, al que hay que escuchar de pie, aunque su aspiración sea que el público caiga de rodillas, intuye la superioridad del libro, que requiere silencio y concentración y que debe recibirse sentado y avizor.
«El libro del escritor exponía una espera más silenciosa, y que podía ser tanta larga que a uno se le ocurría la buena idea de sentarse. Ese servicio se llamaba la "lectio" (la cosecha, la lectura). Las redes propias a ese oficio se estrechaban cada vez más sin que las víctimas, que se rendían a la veneración de un dios cada vez más lejano, murmuraran siquiera. Una cama o un taburete, un rollo, una lámpara: tales eran los instrumentos de ese sacrificio muy poco charlatán. Un cuerpo a medias enrollado sobre sí mismo, que sueña sin dormir, que vela sin alzarse: ese era el sacerdote. Existían seres que recorrían el mundo sin estirar las piernas. Tal era el templo y tal el cautiverio bajo una voz silenciosa».
Lastimado por una enfermedad dolorosa, va perdiendo el gusto por todo aquello que había admirado y limita su relación placentera con el mundo a aquello que puede ser expresado mediante el lenguaje, una opción que amplía un mundo, el suyo, en progresiva regresión, aunque es consciente de la limitación que esa reducción supone. Ni siquiera el recuerdo —que podría formar parte de esa quinta estación con la que fantaseó durante toda su vida— es un puerto seguro en el que ponerse a salvo de los embates de la imprecisión; tal vez, incluso, es la trampa en la que las narraciones, pensando en su redención, acaban naufragando.
«Albucius decía: "los hombres son las abejas. Regurgitan su vida bajo la forma de relato para no permanecer boquiabiertos en el silencio como los locos o los desdichados. Con el regreso de cada noche, restituyen, amontonan, comparten y devoran las esencias que han recolectado y la narración de su búsqueda. Son las vigilias, y son los sueños". Decía: "No estoy seguro de que los relatos de los hombres sean tan poco voluntarios como sus sueños. Quisiera que de ser relatos (declamaciones) fueran igual de imperiosos. Los relatos son a los días lo que los sueños a las noches».
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22 de mayo de 2020

Un hombre de talento

Un hombre de talento. Emmanuel Bove. Editorial Pasos Perdidos, 2018
Traducción de Mercedes Noriega Bosch
Emmanuel Bove es un escritor que eleva la peculiaridad al nivel de categoría; para comprobarlo, más que disquisiciones críticas o sesudos estudios exegéticos, solo hay que coger un libro —estoy tentado a decir cualquiera— y leerlo; para muestra, uno de sus títulos más programáticos, este Un hombre de talento (Un homme qui savait, 1942, aunque no fue publicado, póstumamente, hasta 1985), la última de sus novelas escrita en Francia antes de abandonar el continente, ese mismo año, escapando de la Ocupación.

Maurice Lesca, el protagonista de Un hombre de talento, representa la imagen arquetípica del perdedor irredento maltratado por la vida y con un oscuro porvenir, pero a quien su situación le preocupa solo de tarde en tarde; de hecho, nunca prestó atención a todo aquello que podía haber mejorado estado porque nunca le pareció lo suficientemente importante.
«Los hombres de talento, los hombres inteligentes y, en especial, los hombres de carácter, todos tenían éxito en la vida. Si de joven hubiese seguido el camino que se abría ante él, si hubiese sido más paciente, si se hubiese contentado con ser un poco más rico cada año, un poco más respetable que el año anterior, hoy sería tan feliz como el profesor. Viviría en una buena casa. Tendría una criada. Tendría una esposa elegante que hablaría de él en los círculos sociales. Pero, por desgracia, todas esas cosas siempre la habían parecido ridículas».
Lesca, hijo de un suicida y huérfano a los doce años, vive en un piso minúsculo del centro de París con su hermana, Emily, con la que mantiene una extraña relación fraternal que oscila entre la indiferencia y la dependencia, un amor debido y un odio injustificado sobre los que se asienta un vínculo de mutua subordinación que ambos necesitan y rechazan a la vez; hubo un tiempo en que estuvo casado, pero su mujer se divorció de él de mala manera. A menudo, se consuela convencido de ser objeto de una conspiración universal, pero acepta indolentemente que nunca ha hecho nada para evitarla. A veces adopta el papel de personaje grotesco, ganándose la displicencia de la gente; otras, el de una persona que no ha podido imponerse a las circunstancias adversas, en cuyo caso acostumbra a despertar la simpatía de sus semejantes. Pero, en el fondo, parece ser una buena persona que si, en algún momento, actúa incorrectamente, es debido a la fatalidad. La parte negativa es que la actitud con que se toma la vida suele atraer a personas cuya situación es peor que la suya, y en esas circunstancias no hay modo de progresar porque jamás va a rehuir echar una mano a alguien que esté más necesitado que él. Pero una cosa es el deseo o la intención y otra bien distinta es llevarlo a la práctica, y Lesca siempre se siente impedido a actuar, como si hacerlo desbaratara el frágil equilibrio del mundo. Permanentemente decepcionado consigo mismo, es incapaz de poner remedio a su frustración y su arrepentimiento posterior, siempre presente, y no consigue hacer cambiar su comportamiento futuro más allá de inculparse por nuevos arrepentimientos y nuevas decepciones.
«Todo aquello en lo que se embarcaba Lesca, incluso cuando su objetivo era absolutamente desinteresado, se acababa volviendo contra él».
Pero si Lesca es presentado como un tipo extraño, sus pocos contactos no lo son menos: su hermana Emily, en primer lugar; la señora Gabrielle Maze, librera, con la que sostiene extensas y equívocas conversaciones; una familia de sastres, los Olivetti, con una relación que parece trascender lo comercial; y su familia política, su exsuegro y el nuevo marido de su exmujer. Su más explícita extrañeza es una aparente volubilidad de carácter que hace dudar de si habla en serio o está tomando el pelo o burlándose de sus interlocutores; una actitud que, no obstante, no puede permitirse con su hermana que, a pesar de desconocer la mayor parte de sus actos, no pierde ocasión de censurarle por su comportamiento y sus intenciones y  que descubre a las primeras de cambio su mala disposición. El tratamiento que le otorga el narrador —un narrador que hace dudar de su veracidad, más que desentrañar esa duda, ahonda en la indefinición y provoca en el lector la sensación de que le oculta algo trascendente que, incluso, podría cambiar la idea que se hace este de Lesca y de las circunstancias que le acompañan.
 «—No me ha dejado terminar, querida [señora Maze]. Estoy loco. Iba a decirle que estoy loco, Jamás, jamás, jamás habría ido a ver a ese hombre. ¿Cómo ha podido creer que lo haría? Usted me conoce. Yo hablaba..., hablaba como un hombre razonable. Nunca lo he sido. Lo sabe de sobra. Hay que dejar las cosas como están. Hay que vivir. Hay que amar. No debemos pensar en todos los errores lamentables que hemos cometido, ¿no es así, Gabrielle? Pero qué le voy a hacer, a veces pienso que soy una especie de Don Quijote. No puedo soportar que se atente contra las personas que me son queridas. Lo malo es que paso la mayor parte de mis días solo. Mi hermana, mi hermana... es como si no estuviera. Por eso no paro de pensar, y llego a la conclusión de que siempre me han engañado, que siempre se ha puesto en solfa el bien que he querido hacer y que, al final, he llegado donde he llegado».
Ante la corazonada de que la gente se burla o se aprovecha —a menudo, ambas cosas— de él o de sus cómplices implicaciones, que a menudo toman la forma de sesudas propuestas de solución siempre en beneficio de los demás, formula continuos propósitos de enmienda, negándose a seguir con sus desinteresados consejos, renegando de sus amistades y reflexionando acerca de métodos que le permitan aprovecharse de los demás. Pero, cada vez que le asaltan pensamientos de esa índole, acaba descartándolos porque su inclinación en ayudar al prójimo siempre pesa más en su ánimo que la indiferencia hacia sus problemas o el sentimiento de venganza.
«Al dia siguiente, por la tarde, salió con la intención de ir a ver al profesor Peix [su exsuegro]. "Es una visita de lo más indicada en estas circunstancias. Le pediré doscientos francos. No he podido elegir mejor momento". Pero de camino cambió de opinión. La perspectiva de mantener una conversación con alguien que no fuera Emily le causaba una terrible ansiedad. Al salir de su casa había visto al portero bajo el techo abovedado del portal. Solo por no saludarle se había quedado unos minitos en la escalera, fingiendo buscar algo en su cartera. "Debería haber imaginado que al final no iría a ver al profesor. Así me habría ahorrado todo este viaje", dijo al llegar al boulevard Raspail [su casa]. Se fue a pasear a los jardines de Luxemburgo».
La tristeza de Lesca tiene raíces profundas: la carencia de vida familiar en la niñez, un matrimonio fracasado, una carrera profesional malograda, unas relaciones sociales superficiales, una fraternidad conflictiva con su hermana, una desasosegante decepción con respecto a sus aspiraciones; en definitiva, una sensación general de frustración personal. Todo este conjunto de reproches lo llevaron a abandonar el ejercicio de la medicina y a dedicarse a los más variados menesteres, algunos relacionados tangencialmente con su profesión, otros de dudosa legalidad, que conllevaron una renuncia expresa a sus capacidades intelectuales, dejándose llevar por la paranoia y el desequilibrio psíquico, cada día más imprevisible y susceptible, además de afectado por extrañas dolencias físicas. Después de recuperarse, pero habiendo renunciado definitivamente a la medicina, se instaló en su piso minúsculo en el que, poco tiempo después acogió a su hermana.

Pero ni siquiera Emily es capaz de desentrañar la compleja personalidad de Lesca, de discernir cuándo está hablando en serio o cuándo está mofándose de ella, o de disociar al Lesca sincero del Lesca hipócrita.
«—[...] Hay momentos, Gabrielle, en que tengo la impresión de que voy a perderlo todo. En este estado de enajenación soy completamente incapaz de conservar a las pocas personas que me tienen afecto. Quiero hacerlo todo y no sé qué hacer. Eso es lo que me pasa con usted ahora. Siento que tengo razón y enseguida me digo que estoy equivocado. En este momento ya no sé qué decirle, Gabrielle. No puedo darle ningún consejo. Y me he obcecado de tal manera que, haga usted lo que haga, tendré la impresión de haber actuado mal. Es incréble, pero es así».
Inmovilizado por su eterna indecisión, Lesca parece incapaz de tomar ninguna resolución: no consigue salir del círculo vicioso de la valoración de ventajas e inconvenientes; cuando se inclina por algo, siempre encuentra dificultades para llevarlo a cabo, pero la naturaleza de esos impedimentos, que tampoco valora acertadamente, no es suficiente para convencerle de que se abstenga. En el caso de que en este proceso de valoración intervenga alguien externo —la señora Maze o su propia hermana—, el proceso de decisión es aún más difícil porque desconfía de la ecuanimidad de los consejos ajenos y tiende a ver motivaciones ocultas o intenciones perniciosas. Es más, convencido siempre de la bondad de sus propósitos —que no siempre son desinteresados; de hecho, casi nunca lo son—, atribuye siempre a la mala fe de los demás los descalabros cuya responsabilidad es suya y solo suya. En definitiva, el tiempo que no emplea en dudar acerca de lo que debe hacer se le va arrepintiéndose de lo que hizo —o de lo que no hizo—.
 «Miraba todos los relojes. El tiempo no avanzaba. A veces incluso retrocedía, cuando, habiendo visto la hora hacía poco, sus ojos tropezaban con un reloj que atrasaba. "Tengo que esperar a que den las diez", decía de vez en cuando. "Eso de no poder hacer inmediatamente lo que uno ha decidido después de mucho dudar es una especie de suplicio. Habría sido preferible seguir dudando un poco más, esperar al menos poder actuar antes de tomar una decisión».
Hipocondríaco en grado superlativo, una extraña enfermedad, al parecer crónica y de origen desconocido, es el instrumento del que se sirve para manipular a su hermana, salirse siempre con la suya y, en definitiva, burlarse de ella; aunque esta parece haberle tomado la medida y, la mayor parte de las veces, no responde a las provocaciones. Cuando sucede así, se desatan agrias escenas de violencia verbal que siempre terminan con ella marchándose y encerrándose en su habitación, una huida que provoca una respuesta aún más airada de Lesca, que simula ser víctima de un ataque paralizante, un arrebatamiento que agoniza por falta de contrincante.
«Siguió acostado un día entero. "Cuando te has recuperado ya nadie se ocupa de ti". Pero era natural, pues siempre bajaba los ojos cuando Emily pasaba a su lado, o, internamente, le decía groserías cuando se acercaba. "A medida que los hombres envejecen se van pareciendo más. La gente no ve grandes diferencias a menos que te haya conocido antes de hacerte viejo. Uno puede ser rico o no serlo, en el fondo es lo mismo. Hay que tomárselo con resignación. No hay que sentirse ofendido, ni ser demasiado exigente. ¡Y menos cuando estás enfermo! Entonces es cuando uno recoge lo que ha sembrado, como suele decirse. Lo ideal habría sido hacer amistades en los años mozos, hacerse querer. Después, la gente recuerda que no te has ocupado de ella y hace lo mismo contigo. Era un error creerse tan fuerte. ¡Qué tragedia"»
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18 de mayo de 2020

Los Rougon-Macquart (III)

Bajo la consideración de Nueva Comedia humana, Émile Zola escribió a lo largo de más de veinte años un ciclo de veinte novelas. A diferencia de su admirado Balzac, ese ciclo, denominado por el propio autor como "Historia natural y social de una familia bajo el Segundo Imperio", fue planificado al detalle y su ejecución completamente programada.
"Quiero explicar cómo una familia, un pequeño grupo de seres, se comporta en una sociedad, desarrollándose para engendrar diez, veinte individuos que parecen, a un primer vistazo, profundamente disímiles, pero que el análisis muestra íntimamente ligados unos con otros. La herencia tiene sus leyes, como la gravedad."
La familia protagonista es la de los Rougon-Macquart, y la época representada la del Segundo Imperio, desde el 2 de diciembre de 1851, fecha en que el presidente de la República, Luis Napoleón Bonaparte, disuelve el Parlamento y se proclama Príncipe Presidente —aunque la proclamación oficial como Emperador tuvo lugar el 2 de diciembre de 1852, aniversario de la coronación de Napoleón I, acto en el que Luis Napoleón pasó a denominarse como Napoleón III—, y el 4 de septiembre de 1870, fecha de proclamación de la III República.

Los títulos que componen el ciclo son los siguientes (fuente: Wikipédia):

La Fortune des Rougon, A. Lacroix, Verboeckhoven et Cie, Paris, 1871
La Curée, A. Lacroix, Verboeckhoven et Cie, Paris, 1872
Le Ventre de Paris, Charpentier, Paris, 1873
La Conquête de Plassans, Charpentier, Paris, 1874
La Faute de l'abbé Mouret, Charpentier, Paris, 1875
Son Excellence Eugène Rougon, Charpentier, Paris, 1876
L'Assommoir, Charpentier, Paris, 1878
Une page d'amour, Charpentier, Paris, 1878
Nana, Charpentier, Paris, 1880
Pot-Bouille, Charpentier, Paris, 1882
Au Bonheur des Dames, Charpentier, Paris, 1883
La Joie de vivre, Charpentier, Paris, 1883
Germinal, Charpentier, Paris, 1885
L'Œuvre, Charpentier, Paris, 1886
La Terre, Charpentier, Paris, 1887
Le Rêve, Charpentier, Paris, 1888
La Bête humaine, Charpentier, Paris, 1890
L'Argent, Charpentier, Paris, 1891
La Débâcle, Charpentier et Fasquelle, Paris, 1892
Le Docteur Pascal, Charpentier et Fasquelle, Paris, 1893

Estas Notas de Lectura comprenden cinco novelas del ciclo.


La culpa del abate Mouret. Los Rougon-Macquart V

(La faute de l'abbé Mouret, 1875)
La culpa del abate MouretÉmile Zola. Ediciones Cátedra, 2015
Edición de Javier del Prado y Susana Cantero. Traducción de Susana Cantero
La culpa del abate Mouret, la cuarta novela en el organigrama narrativo de la serie de Los Rougon-Macquart, puede ser considerada como la obra emblemática del Naturalismo, la corriente literaria teorizada e impulsada por Zola que, en su apuesta por lo verdadero en literatura, rompe definitivamente con el Realismo, centrado en lo real, y con cualquier huella del ya agostado Romanticismo. La denuncia de las fuerzas antinaturales, la explotación por el trabajo, el dominio del comercio (que hoy llamaríamos mercado) y la imposición de una moral contraria al principio de libertad, algunos de los temas que forman el armazón de la obra de Zola, alcanzan, en esta novela, a una de las más poderosas: el estamento eclesiástico.

La culpa del abate Mouret consta de tres partes cuya conexión principal no es tanto cronológica como el hecho de representar tres estados de la vida de Serge Mouret, el protagonista, en cada uno de los cuales existen elementos interrelacionados que actúan por comparación, como si fueran distintas caras de un mismo objeto o distintas versiones; el peso narrativo se reparte entre las tres, pero tanto la primera como la tercera no son comprensibles sino en relación con la segunda, que actúa como nexo desde un cierto exterior de la acción.


Serge Mouret —hijo de François y Marthe Mouret (La conquista de Plassans), descendientes de la rama Macquart, hermano de Octave (Pot-bouille y El Paraíso de las Damas) y de Désirée— que ha sido nombrado sacerdote en un pequeño enclave rural, es un católico con una fe tosca y elemental; ávido de experiencias místicas, lleva una vida reposada, piadosa y casta en compañía de su hermana, deficiente mental, y una gruñona gobernanta; su vínculo con la religión es canalizado a través de una devoción enfermiza, no exenta de contenido sexual, por la Virgen María.

«Llueve sobre vuestros blancos pies lo blanco que existe, las auroras, la nieve de las cimas inaccesibles, las azucenas apenas abiertas, el agua de las fuentes ignoradas, la leche de las plantas respetadas por el sol, las sonrisas de las vírgenes, las almas de los niños muertos en la cuna. Entonces, subiré a vuestros labios, como una llama sutil; entraré en vos, por vuestra boca entreabierta, y se consumarán las bodas, mientras que los arcángeles se estremecerán de nuestro júbilo. ¡Ser virgen, amarse virgen, conservar en medio de los besos más dulces la blancura virgen! ¡Poseer todo el amor tendido en alas de cisne, en una nube de pureza, en los brazos de una amante de luz cuyas caricias son goces del alma! ¡Perfección, sueño sobrehumano, deseo por el que me crujen los huesos, delicias que me llevan al cielo! ¡Oh, María, Vaso de elección, castrad en mí la humanidad, hacedme eunuco entre los hombres con el fin de entregarme sin miedo al tesoro de vuestra virginidad!»
Perturbado por imaginarias crisis de fe, deposita su esperanza en la Inmaculada Concepción, la versión más pura de María, a la espera de que su intercesión le libre de sus malos pensamientos y de la tentación, una petición que experimenta de forma tan intensa que se desvanece ante su imagen.

Por indicación médica y con el fin de recuperarse de su desfallecimiento, Serge es trasladado al Paradou, un tránsito que representa su renacimiento en una nueva realidad absolutamente desconocida para él, donde es cuidado por Albine, una muchacha rústica y sin prejuicios cuya conducta, libre e inocente, hace zozobrar su firmeza y le plantea dudas acerca de su fe y de su celibato.

El Paradou (el Paraíso) representa la explosión de la naturaleza libre, sin domesticar, idílica y voraz, fecunda y lujuriosa. Deslumbrado por su exuberancia y por la sensación de libertad que brinda el lugar, se siente renacer y transfiere a Albine su antigua veneración por la Virgen, pero esta vez sin descartar el aspecto carnal: una devoción completa, aunque sustitutiva, en un entorno voluptuoso y tentador, ubicada, en primer lugar, en una habitación que relaciona con su celda en el monasterio; bajo la influencia del jardín, su enamoramiento encuentra la culminación como quien se pliega a los designios de un destino irremediable —en una formulación que podría ser tanto una declaración de amor terrenal como una oración a la Virgen María—.
«Si te tomo es para darme yo— prosiguió él—. Quiero darme a ti por entero, para siempre; porque, en este momento lo sé con certeza, eres mi dueña, mi soberana, aquella a la que debo adorar de rodillas. No estoy aquí más que para obedecerte, para permanecer a tus pies, acechando tus voluntades, protegiéndote con mis brazos extendidos, apartando con mi aliento las hojas volanderas que perturbarían tu paz... ¡Oh! Dígnate permitir que desaparezca, que me suma en tu ser, que sea el agua que bebes, el pan que comes. Tú eres mi fin. Desde que me desperté en medio de este jardín, he caminado siendo tuyo, he crecido para ti. Siempre, como meta, como recompensa, he visto tu gracia. Tú pasabas bañada de luz, con tu melena de oro; eras una promesa que me anunciaba que me darías a conocer, algún día, la necesidad de esta creación, de esta tierra, de estos árboles, de estas aguas, de este cielo, cuya palabra suprema aún se me escapa... Te pertenezco, soy tu esclavo, te escucharé, con los labios sobre tus pies».
Pero el pasado persigue de forma insistente a la voluntad de Serge, que abandona a su amor terrenal para regresar a su vida anterior, y retoma su ministerio desplazando su avidez mística de María, de cuya dulzura pretende hacer derivar su caída, al Dios omnipotente del Antiguo Testamento, riguroso  y exigente, arrepentido por su falta, con un fervor enfermizo y una penitencia transformada en odio implacable y feroz; su aventura con Albine es descartada y denegada su petición de regreso al jardín; ella, despechada, muere envenenada por el hálito de las flores recogidas del lugar donde fue feliz.
«—Tenías razón, es la muerte lo que está aquí, es la muerte lo que quiero, la muerte que libera, que salva de todas las podredumbres... ¿Oyes? Niego la vida, la rechazo, le escupo encima. Tus flores apestan, tu sonido ciega, tu hierba le da la lepra a quien su tumba en ella, tu jardín es un pudridero en el que se descomponen los cadáveres de las cosas. La tierra rezuma la abominación. Mientes cuando hablas de amor, de luz, de vida bienaventurada en el fonde de tu palacio de verdor. En donde tú vives no hay más que tinieblas. Tus árboles destilan una ponzoña que transforma a los hombres en animales; tus bosquecillos están negros del veneno de las víboras; tus ríos arrastran la peste bajo sus aguas azules. Si le arrancase a tu naturaleza su falda de sol, su cinturón de follaje, la verías horripilante como una arpía, con costillas de esqueleto, toda roída de vicios... E incluso aunque estuvieras diciendo la verdad, aunque tuvieras las manos llenas de placeres, aunque me llevaras a un lecho de rosas para darme en él el sueño del paraíso, me defendería aún más desesperadamente contra tu abrazo. Es la guerra entre nosotros, secular, implacable».
Naná. Los Rougon-Macquart IX
(Nana, 1880)
Naná. Émile Zola. Ediciones Cátedra, 2015
Edición de Francisco Caudet. Traducción de Florentino Trapero
Naná es la novena novela, por orden de publicación, del ciclo de Los Rougon-Macquart, escrita entre finales de 1879 y principios de 1880. La novela encuentra su ubicación en la división temática que trazó en su plan de la obra, compuesta por "cinco mundos" —el pueblo (el obrero, el militar), los comerciantes (los especuladores del suelo e industriales), la burguesía (los hijos de nuevos ricos), la alta sociedad (los funcionarios del mundo de la política) y "un mundo aparte", dividido a su vez en cuatro tipos sociales: la puta, el asesino, el sacerdote y el artista—, en el primer tipo social del quinto mundo al igual que La bestia humana representaría al asesino, La culpa del abate Mouret al sacerdote y La obra al artista.

Naná, la protagonista de la novela, es un carácter prototípico de cierto tipo de puta, la hija de una familia obrera que escala el camino hacia la alta sociedad al precio de poner a disposición de esta su propia dignidad; un, por decirlo en una expresión actual, ascensor social que, dada su ideología y su pensamiento político, repugna al autor. En su plan de la obra, Zola proyecta así a su personaje:

«Una novela que tiene por cuadro el mundo galante y por heroína a Anna Coupeau, la hija del matrimonio obrero [hija de Gervaise Macquart y Coupeau, introducidos en La taberna]. Como producto de los Rougon, gentes enfangadas en el placer, es un aborto social; como producto de los Macquart, gentes engangrenadas por los vicios de la miseria, es una criatura podrida y perniciosa. A un lado los efectos hereditarios, hay en ambos casos una influencia fatal del medio contemporáneo. Naná es lo que se llama "una pájara de alto copete". Pintura del mundo en el que viven las putillas. Drama punzante de una existencia femenina desperdiciada por el lujo y los placeres fáciles».
Zola pone en práctica, pues, su hipótesis de los tres condicionantes característica de su tesis naturalista: la herencia genética, de carácter personal, biológico, padres borrachos, cuyo hogar abandona; el medio en que se desenvuelve el personaje, de naturaleza social, un trabajo pésimamente considerado; y el momento en que se ubica el personaje, la condición histórica, el II Imperio, justo hasta el momento en que se desata el enfrentamiento con Prusia.
«Entonces Naná conversó con los cuatro hombres, como encantadora ama de casa. Había estado leyendo, durante el día, una novela de gran éxito, en la que se contaba la vida de una chica de vida alegre; y se encolerizaba, diciendo que todo aquello era falso, manifestando, además, viva repugnancia, indignada contra esa literatura inmunda, cuya pretensión era pintar la naturaleza. ¡Como si se pudiese mostrar todo! ¡Como si una novela no hubiese de estar escrita para pasar un rato agradable! En materia de libros y de dramas, Naná profesaba opiniones muy concretas: exigía obras tiernas y nobles, asuntos que la hicieran soñar y que engrandeciesen su alma».
Naná es una artista del teatro de variedades con grandes ambiciones sociales que sobrevive, mal que bien, mantenida por varios caballeros de no muy aseada economía pero con baja exigencia en cuanto a fidelidad. El éxito alcanzado en una representación teatral le permite ampliar la nómina de admiradores entre los que piensa escoger alguno que resuelva definitivamente su frágil situación económica, pueda prescindir de sus visitas a una casa de citas para resolver carencias puntuales de tesorería y le facilite la entrada, con todos los honores, en el grand monde.

Zola aprovecha el retrato para mostrar a esa sociedad parisina de jóvenes petimetres, respetables y cornudos señores de media edad y repulsivos viejos verdes, cada uno con las armas de que dispone, a la caza de la última jovencita de firmes carnes y voluble moralidad que, bajo cualquier precio, pueda dar lustre a su virilidad.
«Y bebió de un trago. El conde Muffat y el marqués de Chauard le habían imitado. No se bromeaba ya: se estaba en la corte. Aquel mundo del teatro prolongaba el mundo real, en una farsa grave, bajo el ardiente vaho del gas. Naná, obviando que estaba en pantalones, y que se le salía una punta de la camisa, hacía de gran señora, de reina Venus, recibiendo en sus estancias reservadas [su camerino en el teatro] a los personajes de Estado. A cada frase soltaba las palabras "Alteza Real", hacía saludos convencidos y trataba a esos comparsas de Bosc y Prullière como una soberana acompañada por su ministro. Y nadie se reía de tan extraña mescolanza, de ese verdadero príncipe, heredero de un trono, que bebía el champaña de un comiquillo, muy a sus anchas en ese carnaval de los dioses, esa mascarada de la dignidad real, en medio de un pueblo de camareras y de muchachas perdidas, de actores hartos de tablas de exhibidores de mujeres. Bordenave, entusiasmado con este espectáculo, pensaba en la taquilla que haría si su Alteza se dignara presentarse de aquel modo en el segundo acto de La rubia Venus».
Ese decidido movimiento de ascenso en la escala social revela la veleidad del carácter de Naná, avezada a satisfacer su ambición a cualquier precio por aquello que desea pero incapaz, una vez conseguido, de conservarlo, bien por el cansancio —el ennui— de una vida sin objetivos, bien por  el afán de plantearse nuevas metas que exciten su ambición. En este aspecto, una de las escenas más determinantes de la novela es la visita al castillo de la antigua cocotte que ha sabido mantener un estatus principesco y a la que la edad —se especula con que ha alcanzado los noventa años— ha revestido de renombre y dignidad.

Incapaz de valorar el dinero, cuando sus fuentes de financiación se secan por exceso de confianza en su valor y en sus posibilidades, sigue llevando el mismo ritmo de vida a costa de unos acreedores cuya paciencia, sobre todo cuando saben que el respaldo financiero ha desaparecido, da signos de agotamiento. El descenso, de nuevo, a los infiernos es mucho más rápido que el ascenso a los cielos; además, es inevitable. Asistimos a la caída del ídolo.

«Pero aquella noche estaba demasiado preocupada, y miraba sin ver. Al fin y al cabo, la fastidiaba eso de no ser libre, y en su sorda rebelión hervía el furioso deseo de hacer una barbaridad. ¡Vaya una ganga, tener por queridos a hombres de buena posición! Acababa de arruinar al príncipe y a Steiner con caprichos de niña, sin que supiese dónde había ido a parar el dinero. Su piso del bulevar Haussmann, ni siquiera estaba amueblado del todo; solamente el salón, tapizado de raso rojo, desentonaba por lo muy adornado y lleno que estaba. Ahora mismo, los acreedores la atormentaban más que antes, cuando no tenía un céntimo; lo cual le causaba una continua sorpresa, porque se citaba a sí misma como modelo de economía. Desde hacía un mes, ese ladrón de Steiner le daba a duras penas mil francos, los días en que lo amenazaba con echarle si no los traía. En cuanto a Muffat, este era idiota y, como ignoraba lo que se solía dar, no podía tacharlo de avaro. ¡Con cuánto gusto hubiera mandado a paseo a toda aquella gente, si no fuera por las máximas de buena conducta que se imponía!»
A pesar de todos los reveses y de partir, de nuevo, desde una situación económica y socialmente muy comprometida, las habilidades de Naná siguen intactas, y el hecho de que la rotura de relaciones con el conde fuera por su propia voluntad dejó un resquicio suficientemente ancho para recuperar, o al menos intentarlo, la situación anterior. Como si de un nuevo comienzo de tratara, el teatro vuelve a ser el escenario, ahora de su resurrección —esa repetición de escenarios, literal o figuradamente, en capítulos de los cuatro momentos de la vida de Naná es una de las constantes de la novela, y un método mediante el cual Zola consigue cartografiar de forma exhaustiva el mundo de las cocottes de lujo—.

Es este un regreso que conlleva un aumento considerable del número de enemigos a los que acepta hacer frente desde su firme y bien ganada posición, tal vez mejor que la anterior porque a la disponibilidad casi ilimitada de dinero podrá sumar —y utilizar— el poder que le confiere la absoluta sumisión del conde.

«Y Naná —tampoco lo ignoraba nadie — era la devoradora de hombres, que había acabado con este, cayendo la última sobre aquella fortuna quebrantada, y arramblando con lo que quedaba. Se referían caprichos locos: oro arrojado al viento; una excursión a Baden, en la que no le habría dejado ni con qué pagar el hotel; un puñado de diamantes tirado al fuego, en una noche de embriaguez, para ver si ardían como el carbón. Paulatinamente, con los encantos de su cuerpo  y sus risas chabacanas de arrabalera, había logrado imponerse a ese vástago, tan empobrecido y tan fino, de un antiguo linaje. En aquel momento, él lo arriesgaba todo, tan dominado por su gusto por lo idiota y lo sucio, que hasta había perdido la fuerza de su escepticismo. Ocho días antes, la joven se había hecho prometer un castillo en la costa de Normandía, entre Le Havre y Trouville; y él cifraba el resto de su honor en cumplir su palabra. Solo que, al verla tan estúpida, le irritaba tanto que hasta la hubiera zurrado».
Por más que las señales externas reflejen una posición desahogada, la fragilidad del vínculo y la capacidad de Naná para arruinar a su benefactor, inmerso, además, en una grave crisis familiar y afectado por algunos reveses económicos, constituyen una amenaza que acaba transformándose en tragedia. A partir de ese momento —y como si, en realidad, lo estuviera esperando, o eso parece en razón de la desidia que envuelve todo cuanto hace —, Nanà se sumerge en una irremediable espiral de desenfreno y degradación que arrastra también a todo aquello en lo que pone su mirada o su deseo. Asistimos a la caída definitiva de una vida poco ejemplar —que tiene lugar, de forma terminante, justo en el día de la declaración de guerra a Prusia —.
«Ahora, la rajadura aumentaba, agrietaba la casa y anunciaba el hundimiento próximo. Entre los borrachos de los arrabales, las familias corrompidas se extinguen por la miseria negra, el aparador sin pan, la locura del alcohol que vacía los colchones. Aquí, sobre el desmororamiento de tantas riquezas, amontonadas e incendiadas de golpe, el vals tocaba la agonía de un antiguo linaje, mientras que Naná, invisible, cerniéndose por encima del baile con sus flexibles miembros, descomponía ese mundo, saturándolo con el fermento de su olor flotando en el aire cálido, al truhanesco ritmo de la música».
El Paraíso de las Damas. Los Rougon-Macquart XI
(Au Bonheur des Dames, 1883)


El Paraíso de las Damas. Alba Editorial, 2015
Traducción de María Teresa Gallego y Amaya García
Onceava novela del ciclo de Los Rougon-Macquart, El Paraíso de las Damas, ubica su acción entre los años 1864 y 1869, ocupa un lugar central en la serie y, de forma excepcional, posee, a pesar de alguno de sus personajes principales, un marcado carácter optimista.
«Iban a dar las seis. La luz del día, que ya empezaba a desvanecerse en la calle, se estaba retirando de las galerías cubiertas, sumiéndolas en la oscuridad, y palidecía en lo hondo de los patios, por los que avanzaban, despacio, las tinieblas. Y, entre toda aquella claridad que aún no había desaparecido del todo, se encendían, una a una, las bombillas eléctricas, cuyos globos, de opaca blancura, constelaban de intensas lunas la remota lejanía de los departamentos. Era una claridad blanca, de cegadora fijeza, que se expandía como la reverberación de un astro descolorido y mataba el crepúsculo. Cuando estuvieron ya todas encendidas, la muchedumbre dejó escapar un arrobado murmullo. La gran venta blanca cobraba un mágico esplendor de apoteosis bajo aquella nueva iluminación. Era como si la colosal orgía de blanco ardiese también y se transformase en luz. La canción blanca se alzaba entre una inflamada blancura de aurora. Un blanco resplandor brotaba del hilo y el calicó, en la galería Monsigny, semejante a la luminosa franja que comienza a blanquear el cielo por Oriente; y, mientras, a lo largo de la galería Michodière, la mercería y la pasamanería, el bazar y las cintas, lanzaban reflejos de colinas lejanas, el blanco relámpago de los botones de nácar, de los plateados bronces y de las perlas. Pero era sobre todo en la nave central donde alzaban su cántico unas blancuras templadas a fuego: los bullones de muselina blanca que rodeaban las columnas; los bombasíes y los piqués blancos que envolvían en drapeados las escaleras; las colchas blancas, que colgaban como banderas; los guipures y los encajes blancos, que surcaban los aires, franqueaban un firmamento de ensueño, una brecha que se abría a la deslumbrante blancura de un paraíso en el que se celebraban las bodas de la desconocida reina. La tienda del patio de las sedas era su gigantesca alcoba, con aquellos visillos blancos, aquellas gasas blancas, aquellos tules blancos cuyo resplandor defendía de las miradas la blanca desnudez de la desposada. Ya todo era deslumbramiento, una blancura luminosa en la que se fundían todos los blancos, un polvillo de estrellas que nevaba en la blanca claridad».
Entre las décadas de 1869 y 1870, Georges-Eugène Haussmann llevó a cabo la  transformación urbanística más relevante de las acometidas en París consistente en la demolición de grandes superficies del centro de la ciudad, compuestas por callejones,  pasajes caóticos y construcciones anárquicas, y la obertura de los grandes bulevares; entre otras consecuencias, esa nueva distribución facilitó la instalación de los primeros "grandes almacenes", algunos de los cuales siguen en funcionamiento en la actualidad. El Paraíso de las Damas, que es el nombre de uno de esos centros industriales, toma esas nuevas edificaciones, con lo que supusieron urbanísticamente pero sobre todo como centros del nuevo comercio, como escenario principal de la novela.

A diferencia de cualquiera de sus otras obras, Zola utiliza una trama principal de raíz sentimental que recuerda, tanto en su desarrollo como en su desenlace, a las novelas de Charles Dickens —y que pudo estar inspirada en un hecho real, como vehículo para evidenciar el comportamiento social y, desde la atalaya de la narración novelesca, en principio objetiva y, como consecuencia, desde un punto de vista neutral, para poner en evidencia las lacras de un sistema basado en la autoridad del capital y en la explotación de las clases menos favorecidas; un componente social que hace especial énfasis en los cambios de las rutinas compradoras de las clientes de los grandes almacenes, expuestas a un sistema basado en el hiperconsumo y favorecedor de sus perversiones asociadas, pero también el efecto de esos centros comerciales sobre el pequeño comercio y las penosas condiciones laborales de los vendedores, reclutados de entre la población más humilde.


Denise Baudu y sus hermanos se trasladan a París desde su pueblo, después de quedar huérfanos, a buscar fortuna y se instalan en casa de su tío Baudu, propietario de un comercio de tejidos en horas bajas debido a la apertura, al otro lado de la calle, del Paraíso de las Damas. Octave Mouret —hijo de François et Marthe Mouret, protagonistas de La conquista de Plassans, y hermano de Serge Mouret, el sacerdote de La culpa del abate  Mouret— es el propietario, por herencia de matrimonio, del comercio de novedades; ambicioso, algo manipulador y experto en los negocios, amplió el almacén primitivo hasta convertirlo en un desmesurado centro comercial de gran éxito entre el público femenino de la burguesía parisiense.

«La mujer acudía a su establecimiento a pasar las horas ociosas, las horas estremecidas e inquietas que antes vivía en lo hondo de las capillas: necesario desgaste de pasión nerviosa; renacida lucha de un dios que oponer al marido; incesante renovación del culto al cuerpo con un más allá divino de la belleza. Si él hubiera cerrado las puertas de sus almacenes, habría habido motines en las calles, un desesperado vocear de beatas privadas del confesionario y el altar».
La imponente estructura es analizada mediante un minucioso detalle de las relaciones entre los empleados del almacén en función de las diferentes categorías profesionales, de las rivalidades entre distintos departamentos —Zola efectúa un cinematográfico travelling acompañando a Mouret en su recorrido por las instalaciones antes de la apertura—, de las dispares personalidades de los empleados y del incansable movimiento de las mercancías. Después de esa incursión en las entrañas de la bestia, Zola cambia de localización y, con el efecto de mostrar el contraste, acompaña a Octave a una cita con lo más florido de la sociedad burguesa; como vínculo de conexión entre ambos mundos, el anhelo comprador de novedades de las señoras; en el fondo, empiezan a vislumbrarse las disparidades entre la burguesía ociosa, de cuyos defectos Mouret sabe sacar buen partido, y la ambición de los jóvenes emprendedores.
«Retumbaba en sus palabras [de Mouret] toda la dicha de actuar, toda la alegría de vivir. Recalcó que era un hombre de su tiempo. Solo los contrahechos, solo los inválidos de cuerpo o de pensamiento se hurtaban al trabajo en una época en la que había tanto por hacer, mientras el siglo entero se abalanzaba hacia el futuro. Y se mofaba de los desesperados, de los asqueados, de los pesimistas, de todos los inválidos de aquel alborear de las ciencias, de su plañidero llanto de poetas o de su altanería de escépticos, en medio del gigantesco tajo de la era contemporánea. ¡Qué actitud tan noble, tan acertada, tan inteligente, esa de bostezar de hastío mientras los demás se esfuerzan!»
Denise, en su papel de heroína dickensiana, empieza a trabajar de auxiliar en El Paraíso de las Damas el mismo día en que se abre la temporada; un nuevo itinerario a través de las instalaciones nos informa de la disposición de los mostradores y de las secciones, pasando de la tranquilidad del momento de la apertura, una paz celestial, al caos gradual de la llegada de las clientes, que toman posesión de las mejores ubicaciones y comienzan a escoger sus compras; pero también asistimos a la rivalidad encarnizada entre las diferentes secciones y a la presión sobre las nuevas dependientes por parte de las más antiguas, implacables; a la competencia propiciada por los mandos intermedios —a menudo, pero no siempre, con el conocimiento de Mouret—; y al trato, ocasionalmente vejatorio, hacia los subordinados, aprovechando y explotando las posiciones de dominio. El contrapunto, el primer encuentro a solas entre Denise y Octave, y el efecto que causa en este, un viudo conquistador acostumbrado a relaciones o utilitarias o livianas en cuanto a compromiso:
«Mouret entonces calló. Seguía mirándola, con su vestidito negro y aquel sombrero sin más adorno que una cinta azul. ¿Acabaría aquella fierecilla por convertirse en una muchacha bonita? Olía bien tras haber pasado el día al aire libre, y estaba encantadora con aquel pelo tan hermoso revuelto sobre la frente. Y él, que llevaba seis meses tratándola como a una niña; que le daba, incluso, a veces, consejos, dejándose llevar por su experiencia y por el deseo enfermizo de enterarse de cómo nace una mujer y de cómo París acaba por perderla, ya no la tomaba a broma, sino que notaba un indescriptible sentimiento de sorpresa y temor, al que se sumaba la ternura. Lo más probable era que estuviera tan guapa porque venía de ver a su amante. Aquel pensamiento le dolió, como si el pájaro predilecto con el que solía jugar lo hubiese picado hasta hacerle sangre».
Mouret, en su afán por ampliar El Paraíso de las Damas, adquiere, a precios desorbitados, con ayuda financiera y aprovechando la apertura de una gran avenida, la práctica totalidad de los edificios de su manzana; el capital avanza como una apisonadora destruyendo todo lo que encuentra a su paso; los comercios que se hallaban dentro de los límites cerraban con una buena bonificación; los limítrofes  quedaban condenados a la muerte por irrelevancia.
«Pero lo que tenía aún más soliviantado al barrio eran las obras de El Paraíso de las Damas. Se hablaba de considerables ampliaciones, de unos almacenes enormes, con sendas fachadas a las calles [...]. A lo que decían, Mouret había llegado a un acuerdo con el barón Hartmann, presidente del Banco de Crédito Inmobiliario, para ocupar la manzana entera, con la única excepción de la futura fachada de la calle Le Dix-Décembre, de la que quería disponer el barón para hacerle la competencia al Gran Hotel. El Paraíso compraba todos los traspasos y, por doquier, cerraban los comercios y los inquilinos se trasladaban. En cuanto los edificios quedaban vacíos, un ejército de obreros comenzaba a acondicionarlos, entre nubes de yeso».
Después de una mala experiencia en El Paraíso, Denise es despedida para ser readmitida poco tiempo después por deseo del propio Mouret, que persigue hacerla su amante; pero ni el soborno de procurarle un cargo de responsabilidad ni su solicitud explícita consiguen vencer la resistencia de la joven que, en realidad, está perdidamente enamorada de él. Es precisamente esa resistencia lo que hace que Mouret acabe también seducido y que tenga que sacar a escena toda su capacidad de convicción —porque la seducción, que tan exitosa se había mostrado con sus anteriores amantes, no le era útil en este caso— para convencer a Denise de la pureza de sus sentimientos.

Germinal. Los Rougon-Macquart XIII
(Germinal, 1885)


Germinal. Alianza Editorial, 2019
Traducción de 
Germinal es la treceava novela, por orden de publicación, del ciclo de Los Rougon-Macquart, escrita entre 1884 y 1885. Obra emblemática de la producción de Zola y de la literatura sobre la explotación de los obreros, discurre en el año 1866 en la cuenca minera del norte de Francia, en tiempos de conflictos mineros y de las huelgas acontecidas en varias cuencas de explotación al inicio de la década de 1980 debido al régimen de explotación inhumana al que habían llegado los contratos establecidos entre estos y las compañías adjudicatarias de la explotaciones, que obligaban a familias enteras a un trabajo cruel para ganar salarios de supervivencia: abuelos afectados de pulmón negro empleados en tareas auxiliares, padres picapedreros e hijos, a partir de ocho años, en busca de vetas en pozos estrechos e impracticables, alojados en viviendas precarias propiedad de la compañía; unos poblados que reproducían con fidelidad cualquier pequeña aldea, con su capilla, su tienda, su taberna, pero en el que el barro sustituía al pavimento, las chabolas a las construcciones en piedra, la carbonilla invadía rincones inverosímiles, las irrelevantes conversaciones de las comadres tomaban la forma de agonísticas solicitudes de crédito al dueño de la tienda o de préstamos de café a la vecina y la envarada formalidad de los jóvenes se convertía en una irrefrenable promiscuidad compuesta de inocencia y de lujuria a partes iguales.
«Maheu era quien más sufría. Arriba, la temperatura alcanzaba hasta los treinta y cinco grados, no circulaba el aire y a la larga el ahogo resultaba mortal. Para ver con claridad había tenido que fijar la lámpara en un clavo, junto a su cabeza; y esa lámpara que calentaba su cráneo terminaba quemándole la sangre. Pero su suplicio se agravaba más todavía con la humedad. Por encima de él, a unos centímetros de su cara, la roca rezumaba agua, gruesas gotas continuas y rápidas que caían con una especie de ritmo obcecado, siempre en el mismo lugar. Daba lo mismo que torciera el cuello o volviera la nuca: le golpeaban entonces la cara, estallaban y reventaban sin tregua. Al cabo de un cuarto de hora, estaba completamente mojado, cubierto por su propio sudor, soltando el humo de un caliente vaho de lejía. Aquella mañana una gota que se había empeñado en caer sobre su ojo le hacía soltar juramentos. No quería abandonar su zona de corte, propinaba grandes golpes que le sacudían violentamente entre las dos rocas, lo mismo que un pulgón cogido entre dos hojas de un libro, bajo la amenaza de un total aplastamiento».
Étienne Lantier —hijo de Gervaise Macquart y de su amante Auguste Lantier (La Taberna), hermano de Claude Lantier (La Obra) y hermanastro de Anna Coupeau (Naná)— llega al poblado minero después de haber perdido su trabajo anterior cuando, tras una borrachera, abofeteó a su jefe. Una cuadrilla de mineros —los Maheu, una numerosa familia con todos sus miembros útiles empleados en la mina— le contrata para que les ayude en tareas no especializadas.

Las condiciones del trabajo en la mina son terribles: la seguridad, reducida a la mínima expresión y sacrificada a la productividad; el trato de los capataces, atroz, rayando en la esclavitud; la paga, calculada en función del producto extraído y rebajada por sanciones injustificadas y discrecionales; las indemnizacions por accidentes, más frecuentes de lo habitual por la nula prevención, apenas una limosna que no revertía la situación de miseris.

En el otro extremo del eje social están los directores de la explotación, rentistas, pequeños propietarios y buenos cristianos; comprensivos con los más desfavorecidos, cumplen regularmente sus obras de caridad —ropa usada, zapatos viejos; jamás dinero en metálico— pero desvían compasivamente la mirada de la miseria que los rodea preocupados por las cuentas que deben saldar con La Compañía, una entidad espectral que reside en París y a quien nadie conoce.
«Étienne, a su vez, fue a sentarse sobre el tronco. Su tristeza aumentaba sin que supiera por qué. El viejo, cuya espalda veía desaparecer, le recordaba su llegada de la mañana y la oleada de palabras que el enervamiento del viento había arrancado a aquel silencio. ¡Cuánta miseria! Y todas aquellas chicas, derrengadas de fatiga, que todavía eran lo bastante idiotas para fabricar por la noche criaturas, carne para el trabajo y el sufrimiento. Nunca acabaría aquello, se seguían engendrando muertos de hambre. ¿No les convendría más taponarse el vientre y cerrarse de piernas como si se acercase una desgracia? Pero tal vez se le ocurrían confusamente esas ideas sombrías porque estaba solo, mientras en ese momento los demás iban por parejas en busca de placer. El tiempo húmedo lo ahogaba un poco, y sobre sus manos febriles caían, todavía raras, las gotas de lluvia. Sí, todas pasaban por aquello, era más fuerte que la razón».
Los ecos de la fundación de la Asociación Internacional de Trabajadores —Londres, 1864, con manifiesto redactado por Karl Marx— llegan a la cuenca, y sus objetivos y reivindicaciones, aunque dividen a los mineros, son fuente de intensos debates; pero también contribuyen al restablecimiento de cierta conciencia de clase y brindan la posibilidad de la conjunción de intereses entre los mineros profesionales, herederos de una larga tradición que se medía en generaciones y que no tenía posibilidad de enmienda, y el inestable grupo de mineros ocasionales, como Étienne, que lleganron a ese trabajo escapando de la miseria de la desocupación.
«Fue la época en que Étienne entendió las ideas que zumbaban en su cráneo. Hasta entonces no había tenido más que la revuelta del instinto en medio de la sorda fermentación de los compañeros. Ante él se planteaban toda suerte de cuestiones confusas: ¿por qué la miseria de unos? ¿Por qué la riqueza de otros? ¿Por qué aquellos bajo el talón de estos, sin la esperanza de ocupar alguna vez su sitio? Y su primera etapa consistió en comprender su ignorancia. Una vergüenza secreta, un pesar oculto lo royeron desde entonces: no sabía nada, no se atrevía a hablar de aquellas cosas que le apasionaban, la igualdad de todos los hombres, la equidad que exigía un reparto entre ellos de los bienes de la tierra. Por eso se entregó al estudio con el afán sin método de los ignorantes locos por la ciencia».
El empeoramiento de las condiciones de seguridad, un desafortunado accidente con un fallecido y un herido grave y la disminución de los sueldos por la última arbitrariedad de la dirección acaban por desencadenar el conflicto y el inicio de una huelga en varios pozos de la compañía, planteada como el enésimo enfrentamiento entre el trabajo y el dinero, bajo el liderazgo de Étienne. Pero la compañía se niega a aceptar ninguno de los requerimientos de los huelguistas y se entabla un combate basado en la capacidad de resistencia: los mineros, para ver hasta cuándo aguantan sin dinero y, progresivamente, sin víveres; la compañía, por mantener las minas improductivas.
«El sábado muchas familias se habían acostado sin cenar. Y frente a los días terribles que empezaban, no se dejaba oír ni una queja, todos obedecían la consigna con tranquilo coraje. Era una confianza absoluta, una fe religiosa, el don ciego de una población de creyentes. Dado que les habían prometido la era de la justicia, estaban dispuestos a sufrir por la conquista de la felicidad universal. El hambre exaltaba las cabezas, y nunca el horizonte cerrado había abierto un más allá más vasto a aquellos alucinados de la miseria. Cuando sus ojos se turbaban de debilidad, volvían a ver allá abajo la ciudad ideal de su sueño, pero ya cercana y como real, con su pueblo de hermanos, su edad de oro de trabajo y comidas en común. Nada quebrantaba la convicción que tenían que terminar entrando el ella».
El enquistamiento de la situación provoca una revuelta de los mineros que alcanza a toda la región; organizados en un multitudinario piquete, inician una peregrinación por las diversas explotaciones, obligando a los esquiroles a sumarse a la huelga, destrozando la maquinaria y tomando represalias contra los colaboracionistas, hasta que la llegada de los gendarmes disuelve la turba. Las instalaciones quedan protegidas pero la huelga se extiende por la región como una mancha de aceite.
«El placer de vivir desaparece cuando muere la esperanza».
La escalada de la violencia es imparable cuando ambos bandos se alimentan del odio mutuo y cuando la victoria solo se contempla a través de la aniquilación del enemigo; mientras tanto, los representantes de la compañía, refugiados en su bienestar y esperando el discurrir de los acontecimientos, planean un nuevo orden en el que la miseria de los mineros no será uns cuestión a considerar. ¿Cómo? Como siempre, dejando que la inundación se consuma a sí misma; y cuando todo vuelva a su cauce, tomar de nuevo las riendas de la situación desde una posición, si cabe, más firme todavía.
«Detrás, Étienne estaba a punto de desfallecer con el corazón inundado de amargura. Se acordaba de la predicción de Rasseneur, en el bosque, cuando este lo había amenazado con la ingratitud de las muchedumbres. ¡Qué brutalidad imbécil! ¡Qué abominable olvido de los servicios prestados! Era una fuerza ciega que se devoraba constantemente a sí misma. Y bajo la cólera con que veía a aquellos bárbaros echar a perder su causa, sentía la desesperación de su propio hundimiento, del final trágico de su ambición. ¿Cómo? ¿Todo estaba acabado? Recordaba haber oído, bajo las hayas, a tres mil pechos latir con el eco del suyo. Aquel día había tenido la popularidad entre sus manos, aquel pueblo le pertenecía, se había sentido su amo. Entonces se emborrachaba con unos sueños locos: Montsou a sus pies, París al fondo, tal vez diputado, fulminando a los burgueses con un discurso, el primer discurso pronunciado por un obrero en la tribuna del Parlamento. ¡Y todo se había acabado! Se despertaba miserable y detestado, su pueblo acababa de ponerle en su sitio a ladrillazos».
Por supuesto, siempre ganan los mismos.

La bèstia humana. Los Rougon-Macquart XVII
(La Bête humaine, 1890)


La bèstia humana. Editorial L'Avenç, 2014
Traducció de Josep M. Muñoz Lloret
La bèstia humana és el dissetè volum de la sèrie i va ser afegit al conjunt amb posterioritat al plantejament inicial que va realitzar Zola. El protagonisme principal és suportat per Jacques Lantier —fill d'Auguste Lantier i Gervaise Macquart (La taverna), germà d'Étienne (Germinal) i de Claude (L'obra), i germanastre d'Anna Coupeau (Nanà)— maquinista de ferrocarril, i per Lison, la seva locomotora; la història se centra en la vida entorn del tren que fa el trajecte entre París i Le Havre i en les relacions entre els empleats de la companyia ferroviària: maquinistes, guardes, canviadors d'agulles, factors, caps d'estació i directius de les línies fèrries.
«En aquell moment, el tren passava, amb tota la violència tempestuosa, com si ho escombrés tot davat seu. La casa va tremolar, envoltada per una ventada. Aquell tren, que anava cap a Le Havre, era ben ple, perquè hi havia una festa l'endemà diumenge, l'avarada d'un vaixell. Malgrat la velocitat, pels vidres il·luminats de les portelles havien tingut la visió dels compartiments plens, les files de caps arrenglerats, compactes, cadascun amb el seu perfil. Se succeïen, desapareixien. Quina gentada! Una altra vegada la gernació, la gernació sense fi, enmig del brunzit dels vagons, del xiulet de les máquines, del dring del telègraf, del repic de les campanetes! Era com un gran cos, un ésser gegantí ajagut de través a terra, el cap a París, les vèrtebres tot al llarg de la línia, els membres que s'eixamplaven amb els entroncaments, els peus i les mans a Le Havre i a les altres ciutat d'arribada. I passava, passava, mecànic, triomfal, anant cap al futur amb una rectitud mecànica, en la ignorància voluntària d'allò que restava de l'home, a totes dues vores, ocult i sempre tenaç, l'eterna passió i l'etern crim».
La bèstia humana afegeix un nou registre a la sèrie emprant les claus de la novel·la negra, sense oblidar la qüestió social present a tot el cicle, i amb una forta vinculació a l'element mediambiental —el món del ferrocarril— que, juntament amb el genètic —els condicionants familiars de Jacques— i el situacional —darrers dies de l'imperi, just abans de la declaració de guerra a Prússia—, completen la tríada naturalista de Zola i mostren en la práctica que també pot expressar-se en una novel·la de gènere.

Jacques pateix d'una estranya alteració del caràcter, amb tota seguretat fruit d'un desequilibri genètic heretat de la seva mare i compartit per alguns dels seus germans, conseqüència d'una addicció ancestral a l'alcohol: la possessió d'una dona va lligada al seu assassinat; com qui venja una antiga injúria, Jacques es veu conduït per un irrefrenable desig de mort, la possessió suprema, l'única manera d'aconseguir-la per sempre i d'evitar que sigui posseïda per ningú més. Només la feina de maquinista, que exigeix tota la seva atenció, el permet deslliurar-se de la maledicció però provocant una nova dependència, l'estranya relació que manté amb la seva locomotora, alhora remei i succedani de la inviable relació amb les dones.


Un dia de descans, Jacques és testimoni d'un assassinat: el president del ferrocarril es degollat de resultes d'un atac de gelosia del marit de la seva fillola, de qui havia abusat quan era una nena, i llençat a les vies des d'un tren en marxa. S'inicia una investigació que sembla descobrir a l'assassí, però la implicació del mort en afers d'abús de menors i una vida moralment qüestionable, a part de que podria considerar-se representat d'un estrat social que podria sortir tocat pel procés si es feien públiques algunes de les seves conductes, fan desviar la inculpació cap a un sospitós que, de fet, podria haver tingut el mateix mòbil que l'assassí real però al que podria afegir-se el robatori. Finalment, sembla que fer justícia pot resultar nefast i la companyia, amb la connivència del fiscal, opta per deixar-ho córrer i arxivar el cas.
«El judici Granmorin amoïnava molt la Companyia. Hi havia d'entrada les queixes dels diaris, respecte de la poca seguretat dels viatgers en el cotxes de primera classe. Després, tot el personal podia estar-hi implicat, diversos empleats estaven sota sospita, sense comptar aquest Roubaud, el més compromès, que podia ser detingut d'un moment a l'altre. Finalment, els rumors sobre costums lletjos que corrien sobre el president, membre del consell d'administració, semblaven recaure sobre el consell sencer. I era així com el presumpte crim d'un petit sotscap d'estació, una història tèrbola, baixa i bruta, pujava a través d'engranatges complicats, feia tronrollar l'enorme maquinària d'una explotació de ferrocarril, i feia mal a l'administració superior. La sotragada arribava fins i tot més amunt, atenyia al ministeri, amenaçava l'Estat, dins el malestar polític del moment: hora crítica, gran cos social del qual la més petita agitació accelerava la descomposició».
La investigació posa en contacte Jacques amb el matrimoni Roubaud, l'assassí, i es produeix un acostament casual entre els tres que comporta una estranya complicitat entre el maquinista i Séverine i que acaba en una relació d'amants: ella ha perdut la vergonya i, esperonada pel mal tracte que l'infligeix el seu marit, ha deixat de banda qualsevol remordiment; ell, al seu torn, sembla haver aïllat aquella ànsia assassina amb que sentia lligats sexe i mort, però amb la sensació, per a ambós, de que sobre la seva relació hi penja una amenaça, difícil de concretar, que pot no tan sols malmetre-la sino fins i tot acabar amb les seves vides, la venjança de Roubaud si s'assabenta del seu affaire; però el perill real i ineluctable té un origen molt més profund i ignot, i contra aquest no existeix ni remei ni escapatòria: és la bèstia humana.
«Sentia un renill de bèstia, un grunyit de senglar, un rugit de lleó, i es va tranquil·litzar, era ell que esbofegava. Per fi, per fi s'havia satisfet, havia matat! Sí, ho havia fet. Una alegria desenfrenada, una fruïció enorme l'alçava, en la plena satisfacció de l'etern desig. N'experimentava una sorpresa orgullosa, un engrandiment de la seva sobirania de mascle. Havia mort la dona, la posseïs com la desitjava posseir des de feia tant de temps, tota sencera, fins a anorrear-la. Ja no era, ja no seria mai més de ningú [...] Ah, no ser covard, satisfer-se, clavar el ganivet! [...] Aquest home que d'uns mesos ençà, respectaven els escrúpols de la seva educació, les idees d'humanitat lentament adquirides i transmeses, no l'havia pogut esperar; i, sense fer cas del seu interès, acabava de ser endut per l'herència de la violència, per aquest desig d'homicidi que, dins els boscos primers, llençava la bèstia sobre la bèstia. Que potser es mata per raonament? Només es mata sota l'impuls de la sang i dels nervis, una resta de les antigues lluites, la necessitat de viure i la joia de ser fort».
Otros recursos relativos al autor en este blog:
Notas de Lectura de La fortuna de los Rougon
Notas de Lectura de La Jauría
Notas de Lectura de El vientre de París
Notas de Lectura de La obra

Complemento a la lectura: artículo sobre Los Rougon-Macquart con los personajes principales y cuadro genealógico de las cuatro generaciones de la familia.