24 de agosto de 2016

Boxeo

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Mi padre era aficionado al boxeo, y yo también lo fui durante mi adolescencia y juventud, cuando en la localidad vecina a la que residía, en Pineda de Mar, hubo un cierto florecimiento de este deporte: se instaló una escuela, se contrataron exboxeadores como profesores y se organizaron diversas veladas en el recién estrenado pabellón cubierto; era una época pre-Rocky y pre-Hurricane, pero no era raro que se retransmitieran combates en la única televisión de que se disponía -la estupidez de la corrección política aún no había llegado y los fundamentalistas se recogían bajo las carpas de la política y del catolicismo, que es de donde nunca debieran de haber salido-, y, además,  estaban a disposición del público los grandes clásicos en blanco y negro del género, que pasaban por televisión con cierta regularidad, y una película excepcional, "La gran esperanza blanca", que junto con la afición de mi padre contribuyó a mi inclinación por ese deporte.


Un día, después de acabar el trabajo en la empresa de transportes de mi padre y mi tío, a la que yo acudía, con catorce o quince años, tal vez menos, para echar una mano -era a la vez una manera en que se me tenía recogido y controlado y de empezar a acostumbrarme al mundo del trabajo- en verano, apareció por allí uno de los profesores de la escuela, Modesto Benjumea, viejo amigo de mi padre y hermano de un vecino del almacén de Transportes Flores-Flores, que venía del gimnasio de dar sus clases a los aspirantes a boxeadores, con tres pares de guantes de entrenamiento; medio en serio medio en broma, se puso unos, y uno de los trabajadores de la empresa, Joaquim Febrer, exbaloncestista profesional, metro noventa, cien kilos, en una forma increíble aunque ya retirado –era la época en la que la UDR Pineda jugó en la División de Honor de Baloncesto-, otro par, e improvisaron unas fintas. Estuvimos charlando un poco, y Modesto se comprometió a venir una vez a la semana para “darnos unas nociones”; aparte de mi padre y Quim Febrer, participamos también Pep “Barris”, jardinero, el hombre más fuerte que he conocido; Joan Gabaldón, conductor de furgoneta, un tipo alto como una torre y bastante fuertote, aunque no demasiado ágil; un par de trabajadores, creo recordar que soldadores, de Tallers Comas, una empresa que había al lado de Transportes Flores-Flores, uno de los cuales ya se entrenaba “oficialmente” con Modesto; y yo, claro. 


Así que una vez a la semana, después de llenar los camiones y liberado de cajas, el muelle de carga del almacén se convertía en un improvisado cuadrilátero; Modesto nos daba primero una charla teórica, explicando cómo utilizar un jab para preparar el ataque, la manera más efectiva del directo de izquierda y, particularmente a mí, debido a mi baja estatura en aquellos años, cuál era la mejor preparación para un “definitivo” uppercut; nos enseñaba a “bailar” y a coordinar manos y piernas, según él, la principal virtud del boxeador de peso medio para abajo, y toda la variedad de defensas. Después de la charla teórica había “combate”: Quim contra Joan, mi padre contra Pep “Barris” –mi tío Martí nunca quiso participar, igual porque llevaba gafas-, y cualquier otra combinación siempre que coincidieran los pesos de los luchadores; los asaltos duraban un minuto, bajo la atenta mirada de Modesto, que iba corrigiendo lo que hacíamos mal y espoleándonos a variar nuestros golpes y a defendernos con destreza. Yo también participaba, bajo la promesa exigida por mi padre de no decírselo jamás a mi madre –promesa que cumplí, ni aún a día de hoy mi madre sabe nada de esas veladas-, generalmente boxeando contra alguno de los semi-profesionales, que eran los que podían boxear conmigo sin dañarme precisamente porque dominaban la técnica básica; los demás eran unos bestias de mucho cuidado. Nunca hubo ningún K.O., por supuesto, porque lo que es pegar, casi no nos pegábamos, de hecho, estaba prohibido; Modesto hacía de árbitro, los asaltos se resolvían a los puntos, y el acuerdo era que llegar a tocar la cara –al hígado no apuntábamos y el diafragma creo que no se había descubierto aún- del adversario era ya un golpe computable; solamente una vez hubo sangre, fue un día en que estaba yo especialmente inspirado y, aprovechando la cancha que me daba uno de los profesionales –lo cierto es que eran muy considerados conmigo-, que me chuleó en plan Cassius Clay bailoteando con la defensa baja, le metí un crochet tan desconsiderado en todos los morros que le hice sangrar la nariz; el combate se interrumpió inmediatamente y fui descalificado por dar golpes ilegales –es decir, por golpear-. 


Seguimos con nuestros entrenamientos semanales, con las clases teóricas, con los comentarios post-combate durante todo el verano; cuando empecé el curso académico, dejé de ir por la empresa, y no recuerdo cómo acabó el plan de preparación aunque sí que el boxeador al que hice sangrar la nariz, tiempo después, ganó el campeonato de Cataluña de su peso; quiero pensar que se defendió de manera ortodoxa, como debe ser –en esas categorías y en esa época, acostumbraban a ganar los combates los boxeadores que se defendían mejor-, dejando el revoloteo de mariposa –las picaduras de avispa tampoco estaban a su alcance- para Cassius Clay, posteriormente Muhammad Alí, El Más Grande.

22 de agosto de 2016

Rugby




Hace unos días TV3 retransmitió en directo la final de la Liga Francesa 2015-2016 de Rugby, un partido que se celebró, por la coincidencia con la Eurocopa de Fútbol, el gran torneo veraniego para los adictos al balón pateado, en el Camp Nou de Barcelona entre los equipos de Toulon y Racing de París; fue uno de los mejores partidos entre equipos europeos que he visto últimamente, y el tanteo, 29 a 21 a favor de los lutecios, un fiel reflejo de la calidad de ambas escuadras y de lo disputado de la final. Justo en el descanso del partido, llegaron a casa mi hermana y mi sobrino de doce años, éste armado con el omnipresente teléfono móvil y enfrascado en su juego online -de cuya estrategia quiso hacerme, infructuosamente, partícipe, pero el comienzo de la retransmisión del segundo tiempo llamó su atención hasta tal punto que dejó el móvil y se puso a mirar el partido. Estuvimos viéndolo hasta el final; me tocó explicarle los rudimentos del reglamento, las jugadas, y otros aspectos relevantes del juego. Cuando le comenté que los jugadores ni fingen faltas hi provocan al contrario, la antigua regla cuando era deporte amateur de que los cambios por lesión debían ser pactados por ambos entrenadores, que no protestan al árbitro, agachando sus cabezas en signo de aprobación de sus decisiones que, además, se oyen por la megafonía del estadio, y lo del tercer tiempo, él, acérrimo aficionado al fútbol, se mostró tan sorprendido como maravillado. Es posible que ese día el deporte de villanos jugado por caballeros ganara un nuevo aficionado.
Mi abuelo es, con toda seguridad, la persona más antifutbolera que he conocido; y cuando digo antifutbolera extiendo la calificación a cualquier deporte que se juegue con una pelota. Mi padre seguía la mayoría de partidos que retransmitía Televisión Española, tiempos de blanco y negro y solamente dos cadenas, particularmente los del R.C.D. Español, el club de sus amores y de toda su familia, y alguno de los que jugaban el Barça o el Real Madrid, para verlos perder; yo, seguidor en aquellos tiempos del Athletic de Bilbao, compartía algunas de esas sesiones futboleras de sábado por la tarde. El aparato de televisión estaba en el comedor, en un lugar de paso entre el corredor y lo que llamábamos la galería, que era la habitual sala de estar en una casa con una distribución si más no curiosa y, en todo caso, distinta de las últimas tendencias arquitectónicas; mi abuelo acostumbraba a llegar a casa a medio partido; cuando pasaba por el comedor murmuraba: “Què fan? Un altre cop la pilota dels collons?”, y soltaba una interminable rastra de palabrotas; “no entenc com us pot agradar això”, concluía, y sin esperar respuesta pasaba ostensiblemente por delante de la pantalla y seguía hacia la cocina y la galería farfullando incomprensibles maldiciones. Pero el día en el que daba rienda suelta a su futbolofobia era cuando, debido a algún ajuste del campeonato de liga o porque retransmitían algún encuentro de competición europea, la hora del partido coincidía con el Telediario, el único programa televisivo capaz de sentarlo delante del aparato -las personas mayores, mi abuelo debía pasar de los ochenta años, acostumbran a ser muy metódicas: la sucesión habitual era llegar a casa, cenar -horario europeo pero no dieta europea- y ver el Telediario; en estas ocasiones, el vocabulario blasfemo alcanzaba unas cotas de originalidad y versatilidad increíbles; le oíamos desde la galería maldiciendo en voz alta, siguiendo ordenadamente la totalidad del árbol genealógico de Jesús de Nazareth, incluyendo familia política, colateral y apostolar, y no paraba hasta que no se daba cuenta de que aquel día no habría Telediario. Regresaba refunfuñando a la galería, repetía algunas de las maldiciones para hacernos partícipes de la injusticia a que había sido sometido y, sin dirigirnos la palabra directamente ni a mí ni a mi madre ni a mi hermana, cuyos ojos infantiles lo contemplaban desde el fondo del parque con una sorpresa indescriptible, se iba a la cama sin más comentario ni más dilación.
Un sábado a primera hora de la tarde yo estaba mirando un partido del torneo Cinco Naciones de Rugby, en las míticas, al menos para mí, retransmisiones de Celso Vázquez para TVE, que nunca me perdía -de hecho, esas emisiones fueron el germen de mi afición posterior al rugby-, y mi abuelo, a pesar de que era una hora en que acostumbraba a estar fuera, jugando a cartas en “La Barraca” del parque o discutiendo de política con otros jubilados, ese día estaba en casa; cuando pasó por delante del aparato de televisión, soltó su “Més pilota, mecagondéu?” -la palabra "pilota" siempre iba acompañada de algún exabrupto como si fuera una expresión completa-, pero yo, en lugar de callarme, que era lo más aconsejable para mantener cerrada la Caja de Pandora de las maldiciones, le dije que no era fútbol sino rugby. “Rugby?”, exclamó con desprecio, pero echó una mirada a la pantalla; quiso la casualidad que, en aquel momento, se iniciara una jugada de ataque desde campo propio que acabó con ensayo. “Però toquen la pilota amb la mà!”, se extrañó. Le expliqué por qué tocaban la pelota con la mano, y no sé qué fue lo que le llamó la atención, pero cogió una silla y se sentó; entre mis explicaciones y las de Celso Vázquez, lo entretuvimos hasta el final del partido y, aunque dejó patente su desagrado, no sólo no abrió la caja de los truenos sino que vi en su mirada un disimulado atisbo de interés. Al finalizar el partido, soltó un “Quina collonada!” y se fue sin más a sus quehaceres cotidianos de sábado por la tarde.
A partir del sábado siguiente, a la hora del partido, las cuatro en punto de la tarde, y hasta el final del torneo, me tocó explicar las jugadas, interpretar el reglamento y corregir algunos tópicos, pero ya no vi más rugby solo. Jamás lo reconoció, pero el balón ovalado había ganado un aficionado.

19 de agosto de 2016

La isla de los condenados

La isla de los condenados. Stig Dagerman. Sexto Piso, 2016
Traducción de Carmen Montes Cano
Una isla desierta -declaraciones de algunos de los testigos parecen aseverar que es de gran extensión y de que está habitada, en unas zonas alejadas de donde se desarrolla la acción, pero no existe comprobación de este hecho- es el escenario donde recalan, después un naufragio, siete personajes de distinta procedencia y condición; la isla está rodeada de arrecifes, y el sonido del mar rompiendo contra las rocas inunda el espacio insular con un ruido ensordecedor, constante, pulsátil. Su vida cotidiana y las relaciones entre ellos, pero también puntuales episodios de su vida anterior, son el tema de La isla de los condenados (De dömdas ö, 1946), tal vez la novela más conocida del prometeder escritor sueco Stig Dagerman, autor de varios ensayos, artículos, cuentos y textos para teatro, una obra relativamente extensa teniendo en cuenta que falleció a los 31 años, suicidándose en su propia casa.

La culpa
"Sed, todo es sed. Culpa, temor, todo tipo de remordimientos de conciencia, la crueldad y la mentira, todo es sed; la huida y la humillación, las proezas y el deseo de compañía: todo es sed y sólo sed."
Uno de los náufragos está cumpliendo una pena, acerca de cuyo origen solamente puede especular; viene de una infancia conflictiva con un padre rudo que le propinaba castigos físicos. La muerte accidental de un caballo desata las iras de su progenitor, que le reconviene por su piedad, advirtiéndole de lo desaconsejable de pensar y de sentirse culpable. En un ambiente onírico en el que el pasado llama constantemente a su puerta e invade un presente en recesión, escapa de ese ayer pero también de un hoy que no augura porvenir alguno.
"Qué mundo más condenado aquel en el que alguien recibe una patada cada vez que otro levanta el pie, y donde cada vez que otro pone el pie en el suelo aplasta a alguien."
La conversión de la culpa en venganza libera el espíritu de ese roedor insaciable, pero instaura un nuevo cepo en el que, preso en él, cada intento de escapar profundiza más en la herida.

La huida
"¿Dónde estaríamos sin nuestros muertos, que sería nuestra salud sin los enfermos, nuestra felicidad sin los fracasados, nuestro valor sin los cobardes?"
La incapacidad para huir bloquea la comprensión de cualquier conflicto y condena al inmovilizado a sufrir una piedad que no está dispuesto a soportar porque le hace consciente de su limitación: para el orgulloso, ningún sentimiento afecta más negativamente que la piedad ajena; más todavía cuando siempre se ha sido al que se reclamaba esa piedad y tenía en sus manos la decisión de otorgarla o denegarla.
"Para el que huye, es tan inútil morir como vivir."
La huía más difícil es la de sí mismo; otro nombre, otro lugar, otras relaciones, pero la imposibilidad de ignorar esa voz interior que no cesa de dirigirse a uno mismo recordando quién es.
"Di, después de todo, ¿era posible convertirse en un ser totalmente nuevo, despojarse de esa persona odiosa que ya no tienes fuerza para sobrellevar?"
Lo malo de la memoria es que lleva siempre al pasado, a ese lugar del que se intenta, inútilmente, huir.

La duda
"¿Quién soy yo?, pensaba entonces, ¿quién soy yo? ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Por qué iba a sacrificarme por todos estos, ninguno de los cuales está dispuesto a sacrificarse por mí? ¿Acaso no somos todos náufragos?"
La apariencia de fuerza presupone más capacidades para reaccionar ante la adversidad aunque, a menudo, solamente son figuradas. Del mismo modo en que los otros pueden sentirse protegidos por quien aparenta poseer todos los recursos, la capacitación y la disposición para responder a los retos supuestamente inasumibles, el gusano de la duda puede, primero imperceptiblemente, pero de forma continua, empezar a corroer la confianza, a cuestionar las capacidades, a asaltar la muralla del convencimiento, a asediar al sentido de responsabilidad con una pregunta terminal: "¿Seré capaz?", y paralizar la posibilidad de respuesta. El organismo se bloquea, se angustia, entra en estado de ansiedad, y se ve imposibilitado para hacer frente al reto. La capacidad invasiva de esta situación queda asociada el hecho y ante desafíos futuros no es la peligrosidad lo que bloquea la respuesta sino la duda.

A partir de ese momento, sólo cabe dimitir de las responsabilidades y refugiarse en la comodidad de la niebla de la obediencia.

La tristeza
"La sitió la tristeza, esa tristeza deliciosa en la que uno puede dejar que se disipe todo; la que, con la misma ansia voraz, devora anhelos perversos y deseos desvergonzados, odio y amor, tan placentera para sumergirse en ella con la esperanza de salir sano y salvo cuando todo haya culminado, cuando el arrepentimiento esté satisfecho, cuando la ansiedad haya cedido."
La tristeza es el preludio de la desesperación. Nuestras interacciones con los demás están dominadas por el tedio y, al no ser capaces de actuar con el nivel de decisión que requiere cada situación, tendemos a la desconfianza, a la sospecha infundada, a la imposibilidad de reconocer los códigos del trato interpersonal, y de ahí a ver en cada sujeto una amenaza, en cada situación un peligro, en cada decisión que debamos tomar un dilema irresoluble.

Cuando la lógica del amor es reemplazada por la lógica de la crueldad, cuando un monstruo toma el mando de nuestro sistema de decisiones, especulamos con la ilusión de no ser responsables de nuestros actos obviando que ha sido nuestra renuncia lo que le ha permitido asaltar nuestra voluntad. Entonces, si sus actos contradicen nuestro sistema de valores, si en un instante de lucidez alcanzamos a medir el verdadero valor de nuestras acciones, desaparecen las excusas prefabricadas; si durante un solo momento somos capaces de valorar los hechos, la locura deja de ser un castigo para convertirse en el único consuelo.

La obediencia
"-Son mis heridas, ¡déjeme tranquilo, déjeme en paz! Ah, yo conozco bien a los de su clase. Yo sé bien lo que pasó en cierta biblioteca de la guarnición Brosto, poco antes de medianoche, cuando se había apagado el fuego en la chimenea y juntaron los sillones por parejas y se oían los susurros y los jadeos detrás de la puerta cerrada. A cuenta de qué le interesan a usted mis heridas; ay, se lo puedo asegurar, aquí no hay nada que ver, no son más que dos heridas normales, para qué quiere usted verlas, deje que sufra con ellas yo solo, son mías, mías, no suyas; acaricie sus heridas, deje las mías."
La obediencia es la excusa de los cobardes, la forma de adjudicar a otros los errores propios, es decir, de no cometer equivocaciones. De disolver las responsabilidades en el mar de las órdenes, de cubrirse siempre las espaldas. De pasar por persona disciplinada cuando en realidad se es indecisa. La obediencia es la aceptación de la servidumbre voluntaria, la renuncia a la capacidad de decisión, el escamoteo de la libertad: nadie en su sano juicio, excepción hecha del pusilánime, puede estar orgulloso de ser obediente. Al final, las consecuencias psíquicas de la renuncia se convierten en remordimientos que toman el lugar de los recuerdos y cuya presencia constante contamina la relación con la realidad.

El miedo
"Ay, cuántos ratos pasé sola debajo de la cama a lo largo de los años hasta que venían a sacarme de allí y me dejaban otra vez con gesto huraño, como si hubiera sido un bicho asqueroso que mancha las manos de quien lo sostiene. Es díscola la niña, decía la gente que pasaba por las habitaciones, es díscola de verdad. Y era verdad: yo era díscola, me había construido un cuento en el que me deslizaba todas las noches y desde el que podía desafiar al mundo entero. Era el cuento del anhelo del anochecer, que era un gran cuento rebelde. Me acurrucaba en él como si fuera una gigantesca caracola azul, y allá arriba, en el cenit, había una cálida estrella grande y roja. Y cada noche que papá aparecía en el umbral de cuarto de Nicky y mío y decía con esa voz metálica: Es hora de dormir, niñas, ya ha caído la noche, yo me ponía encima de la caracola nocturna y allí ocurrían cosas prodigiosas."
El silencio es el enemigo de todos aquellos que no desean oír la voz de su interior, de los que desean acallar las manifestaciones de su conciencia. El silencio es la plasmación de la soledad, la constatación del aislamiento, la confirmación de nuestros peores miedos.

La inseguridad acerca de las consecuencias de nuestras decisiones, incluso de aquéllas cuyo último recurso no está en nuestras manos, puede llevarnos a la paralización de nuestras acciones; si, además, una figura representante de la autoridad censura indiscriminadamente cualquiera de nuestros actos, incluso los claramente inocentes, en etapas aún carentes de madurez, el miedo a la inconveniencia arrastra a la parálisis total y a que este pánico afecte a los órdenes más diversos de la vida.

La soledad
"Añoras los momentos de autoanulación absoluta, de la soledad más brutal y sublime con toda la intensidad de la esperanza que abrigas, con todo el fuego de los sueños que alimentas; te has hecho partícipe de un secreto peligroso, te has iniciado en el uso de un veneno peligroso que se llama soledad y, como un morfinómano, ahora divides la vida en dos períodos: el delirio y la recuperación."
Nacimos y morimos solos, pero también vivimos solos, recluidos en la campana de cristal de nuestros prejuicios, incapaces de renunciar a nuestros errores, voluntariamente aislados de cualquier contaminación que pudiera mostrar algún atisbo de nuestra debilidad.

La sociedad, como no podría ser de otro modo, aborrece de los solitarios por lo que tienen de indomables; ninguna justificación altruista moverá jamás a un solitario, más bien al contrario: éste cuestionará a la autoridad siempre su decisión, su orden, tanto si interfiere en el aislamiento como si significa compartir; el solitario marchará a la muerte con la alegría del inadaptado porque verá en ella, en lugar de un sacrificio, una forma de suicidio.

Que asuma cada uno sus responsabilidades, sin excusas altruistas, pero tampoco escudándose en los demás ni en el bien común, la mentira suprema, la manipulación voluntaria: si todo el mundo se cuidara de sus propios intereses la civilización sería más justa e igualitaria.

El Señor de las Moscas
"Dios nos proteja de los falsos enemigos, en cuya enemistad uno no puede confiar."
Los pecados cometidos en la vida de todos y cada uno de los náufragos acaban aflorando en la isla; es una mentira, ni siquiera eso, un burdo intento de engaño suponer que se puede renacer limpio de las culpas del pasado, con el alma impoluta como un recién alumbrado. Al contrario, sólo es necesaria una señal de conflicto para que la personalidad aflore y quede desvelado lo peor de cada uno. En todo caso, una vez resueltas las primeras necesidades, que tampoco han estado libres de provocar diferencias, aparece un enemigo inesperado e insoslayable: la isla.

El odio se manifiesta en la búsqueda de una víctima propiciatoria para aplacar la ira de la isla; una vez señalada -la procedencia o improcedencia de esta designación no es relevante pero sí imprescindible para descargar responsabilidades-, la frontera entre sueño y vigilia se difumina, llevándose consigo la distinción entre pesadilla y realidad y legitimando para la vida real, librada ya de reglas, los instintos más primarios.

Recluidos en un entorno hostil y con graves problemas de subsistencia, trabajar colaborativamente brinda más posibilidades de éxito frente a los desafíos que presenta la adversidad y lo desconocido. Sin embargo, el individualismo acostumbra a vencer en el caso del ser humano -al contrario que en la mayoría de organismos-,  y a menudo la rivalidad llega, con su efecto destructor, donde la hostilidad del entorno no podría alcanzar.

¿A dónde huir cuando la fuga es imposible? Al interior de uno mismo, es el único camino. Sustituir el miedo al exterior, cuando la reclusión es el estado más tranquilizador, el único en el que se tienen controladas todas las amenazas -¿para qué están los guardias de las prisiones, si no es para mantener el control de las amenazas?-, por el miedo a los peligros que se agazapan en nuestro interior, ante los cuales estamos absolutamente indefensos y contra los que no podemos sumar aliados, la única manera de soportar todo aquello de lo que se huye, y explotar un único mecanismo de defensa para no perecer en el combate: la locura.
"No hay nada que sea tan terrible que no pueda ocurrir."
Ante la imposibilidad de la convivencia, la muerte es la única salida viable: el valiente, atentará contra la vida de los otros, lo que no es más que aplazar su propio final; el cobarde, incapaz de este gesto supremo, se quitará la vida.
"De repente veía con claridad meridiana la inmoralidad infinita de la existencia. Vivir era como corretear por un laberinto enorme, uno de esos que hay para los niños en ciertos parques de atracciones cultos, y en el centro, sobre una piedra, brillaba aquella perla tentadora; y sonrojado y con una fe inquebrantable en la honradez del laberinto, te adentrabas en él corriendo cuando eras joven y cubrías la primera vuelta con la certeza jubilosa de que pronto llegarías a la salida. Y así transcurría la vida entera, mientras corrías sin cesar, aún convencido de la buena voluntad del mundo para con todos aquellos que corrían ansiosos y únicamente cuando ya era tarde sin remedio te dabas cuenta de que el camino que estabas recorriendo conducía al centro del laberinto sólo en apariencia; el constructor ha trabajado con varios caminos de los cuales tan sólo uno desemboca en el lugar donde se encuentra la perla, de modo que es la ciega casualidad y no la justicia que todo lo ve quien guía los destinos de los corredores, y sólo cuando ya es demasiado tarde para darse la vuelta, en el mejor de los casos, te enteras de que aquello a lo que has dedicado todas tus fuerzas únicamente tenía cierto valor en términos de esfuerzo, pero que nunca habría podido conducir a un resultado concreto."
La isla de los condenados es un libro irregular: tras una primera parte excelentemente planteada pero que adolece de un tratamiento narrativo más concreto y se resiente de un lenguaje excesivamente hiperbólico, aparece una segunda en que la acción, soberbiamente contenida en los primeros capítulos, se desata con la potencia de una explosión, el conflicto toma el mando con la fuerza de las grandes tragedias y avanza, lenta pero inexorablemente, hacia el único final posible. En todo caso, una lectura sobrecogedora.

Calificación: ***/*****

15 de agosto de 2016

Las sirenas de Titán

Las sirenas de Titán. Kurt Vonnegut. Minotauro, 1987
Traducción de Aurora Bernárdez
"Winston Niles Rumfoord había conducido su nave espacial privada hasta el corazón de un infundibulum crono-sinclástico inexplorado, situado dos días más allá de Marte. Sólo un perro lo había acompañado. Ahora Rumfoord y el perro Kazak existían como fenómeno ondulatorio, al parecer vibrando en una espiral torcida que empezaba en el sol y concluía en Betelgeuse."
Este es el punto de partida de Las sirenas de Titán (The Sirens of Titan, 1959), la segunda novela de Kurt Vonnegut, el periplo de un viajero en el tiempo que, en sus estancias periódicas en la Tierra, exactamente cada 59 días, interviene  con la ventaja de conocer el pasado y el futuro, un porvenir que no incluye augurios demasiado favorables para ciertas personas con las que le une una estrecha relación. 

Segunda novela, decía, pero enteramente Vonnegut. En sus personajes como Malachi Constant, un multimillonario descendiente de un especulador bursátil que realiza sus inversiones guiándose por la Biblia. En los giros de la trama -que, como siempre y con posterioridad, se escurre por momentos simulando una digresión para no volver sino para encontrársela con posterioridad-, increíbles, que retuercen la acción abriendo las puertas a reorientaciones de la trama; la inventiva de KV Junior parece no tener límites, como ese caso de la Iglesia del Dios Absolutamente Indiferente, cuyo atributo mejor valorado es la Apatía. La irrevocabilidad del destino, guiado por el azar e indiferente a los deseos humanos, a sus aspiraciones o a sus reparos, enfilado por una mano invisible que ordena el despliegue del futuro. Referencias concretas a su propia experiencia: tal vez el episodio con el ejército de Marte, tremendamente anti-militarista, tenga algo que ver con la época que él mismo pasó en la milicia, y la referencia al control mental de los soldados, aquí mediante un dispositivo y unas antenas instaladas en el cráneo.
"El gran lío con los estúpidos de mierda es que son demasiado estúpidos para creer que se puede ser inteligente."
La originalidad de la trama no se encuentra tanto, que también, en el planteamiento inicial como en los constantes giros que tienen lugar y que ,disimulada bajo la forma de novela de ciencia ficción, se encuentra una profunda y certera reflexión acerca de la Humanidad, de su futuro y de la absurdidad de gran parte de sus preocupaciones. 
"Lo único que he aprendido es que algunos tienen suerte y otros no."
Cuando se tiende a considerar un mérito el hecho de que un novelista sea capaz de "crear mundos" con y en los que se desenvuelven sus novelas, KV Jr. debería ser considerado un modelo de la máxima expresión de esa capacidad. Vonnegut no es solamente un optimista enfermizo, es también un escritor inteligente que hace más inteligentes a sus lectores. 
"No hay razón para que el bien no pueda triunfar con tanta frecuencia como el mal. El triunfo de algo es cuestión de organización. Si existen lo que se llama ángeles, espero que estén organizados siguiendo los métodos de la Mafia."

Calificación: *****/*****

Otros recursos relativos a Kurt Vonnegut en este blog:
Je dis ce que j'en sens: Lecturas de septiembre: Que levante mi mano quien crea en la telequinesis
30 Sep 2014 ... Kurt Vonnegut, Malpaso Ediciones, 2014 ... En el caso de Vonnegut, un escritor cuya vida fue tanto o más apasionante que su obra, tiene todo ...
20 May 2014 ... Kurt Vonnegut luchó como soldado en el ejército norteamericano en la II Guerra Mundial, fue capturado por los alemanes y fue testigo, como ...
2 Mar 2016 ... La intoxicación por plomo vuelve a la gente estúpida y perezosa. ¿Cuál es tu excusa?" Cronomoto. Kurt Vonnegut. Malpaso Ediciones, 2015
6 Oct. 2014 ... Kurt Vonnegut, Males Herbes, 2014 ... Jr., anomenades "Les confessions 'en Howard W. Campbell, Jr.", editades per un tal Kurt Vonnegut, Jr., ..
30 Nov 2013 ... Kurt Vonnegut · Malpaso Ediciones, 2013. Traducción de: Ramón de España Los relatos de Vonnegut son inquietantes como la espera en un ...
30 May 2013 ... Kurt Vonnegut Traducción de Rubén Masera y F. Abelenda Editorial Minotauro, 2009. La mirada de Vonnegut hacia la especie humana, ...
31 Ago 2015 ... Kurt Vonnegut. ... Como siempre en los protagonistas de Vonnegut, Walter es un obstinado optimista incapaz de concebir el mal, a pesar de su ...

12 de agosto de 2016

Autobiografía de un búfalo pardo

Autobiografía de un búfalo pardo. Óscar Zeta Acosta. Dirty Works, 2016
Introducción: Hunter S. Thompson. Prólogo: Carlos Velázquez. Traducción: Javier Lucini
"Un hombre debe exponerse por completo, airear todas sus vergüenzas, si pretende acceder a la verdadera gloria."
Óscar Zeta Acosta, el Búfalo Pardo, es tal vez uno de los personajes más insólitos y fascinantes de la historia de los chicanos, titular de una vida alucinante de drogas -anfetaminas y LSD-, sexo -mucho en potencia y poco en acto, si hacemos caso a sus propias declaraciones; las relaciones frustradas en su mayor parte con las mujeres son una constante, incluso con la variedad de especímenes (otro Amante de las cicatrices, vamos) con los que se encuentra:
 "La besé en la boca y recorrí sus brackets con mi lengua. Hasta el día de hoy nada hay que me la ponga más dura que una lisiada. Cualquiera con unos brackets, una escayola o un vendaje me tendrá bajo su hechizo. Cada vez que veo una chica con brackets, no importa lo gorda o fea que sea, se me derriten las entrañas"-
y alcohol -cualquier bebedizo que superara los 40º servía-, referenciado por algunos de los gurús más santificados de la contracultura norteamericana, aunque ignorado como consecuencia de su origen; en la contracultura oficial también había clases; claro que también Acosta tenía su opinión acerca de los beats:
"Hablo como historiador, como cronista aquejado de ardor de estómago. No siento el menor aprecio por el pasado. Ginsberg y aquellas cafeterías rebosantes de guitarristas muertos de hambre siempre me la sudaron bastante. Nunca se tomaron en serio lo de beber. Y lo cierto es que se agarraron a lo que les cayó encima. Era su mala suerte lo que les llevaba a salir corriendo para toparse en la carretera con zánganos del calibre de Kerouac, para regresar años después con el pelo más largo y puestos de puta marihuana hasta el culo al grito de Paz, Amor y Mota. Igual de arruinados que siempre."
Siendo abogado del Programa Contra la Pobreza del Centro de Servicios Sociales de Oakland y Los Ángeles, en una de sus muchas "ausencias", decidió abandonar el trabajo y sus círculos de amistades y de cómplices, es decir, el sistema y se echó a la carretera con unos pocos dólares y su Plymouth verde del 65; el fruto de este viaje, con esporádicos flashbacks a un pasado en el que incluso de convirtió en misionero baptista en la selva centroafricana durante dos años -y, lo peor, sin blasfemar, sin fumar, sin beber y sin follar- es su Autobiografía de un Búfalo Pardo (Autobiography of a Brown Buffalo, 1972); justo antes de su primera publicación, realizó un viaje de placer con Hunter S. Thompson a Las Vegas, que éste inmortalizó en Miedo y asco en Las Vegas (Fear and Loathing in Las Vegas, 1971), uno de cuyos protagonistas, el Doctor Gonzo, es precisamente Acosta. Posteriormente, en 1973, Acosta publicó La rebelión del Pueblo Cucaracha (The Revolt of the Cockroach People), para desaparecer sin dejar más rastro que una llamada a su hijo, un año después, en México, cuando "estaba a punto de subir a un barco lleno de nieve blanca".

Desmadre absoluto, ésa es la palabra clave de la Autobiografía, unas pocas y excepcionales ocasiones de lucidez -quiero decir de sobriedad, no necesariamente de lucidez- entre nebulosas de alcohol de diversas concentraciones, desde Budweiser en tandas de 12 latas hasta whisky home-made
 "Sí, señor, nos habíamos ventilado una caja enterita de Budweiser. He aquí a uno de los míos. En los tiempos que corren es difícil dar con un buen bebedor, todo el mundo anda con lo de las putas flores y el fumeteo",  
de LSD-25 camuflados como aspirinas, anfetaminas y todo un catálogo de estupefacientes -ahí sí está la lucidez, deslumbrante-. Todos estos EAC -Estados Alterados de Conciencia para los académicos- le proporcionan una rica y variada vida interior: la presencia continua del comecocos judío, que acostumbra a aparecer cuando menos se lo espera, comúnmente en el lavabo y en el asiento del copiloto del Plymouth, y sin tener que hacer frente a insaldables minutas de honorarios; la posibilidad de consultar con el viejo Bogey, con su sonrisa aviesa, algunas dudas puntuales; o incluso concertar húmedos encuentros en la ducha con la vecina.
"¿Otro accidente? ¿Qué coño estoy haciendo con los dedos metidos en la boca? ¿Y por qué Edward G. Robinson me está mirando de este modo? ¿La que desciende desde el techo es de verdad Shirley Temple? ¿Y quién le está clavando agujas a Nixon en los ojos? ¿Por qué va a tener los ojos llenos de sangre si no es a causa de unos cuchillos hirvientes? Escucho rumores extraños en lo alto. El ajetreo de las garras de un monstruo sobre una superficie de madera dura. ¿Será una catarata?"
Calificación: ***/****

8 de agosto de 2016

La Comedia humana III

La Comedia humana. Escenas de la vida privada. Volumen III. Honoré del Balzac. Hermida Editores, 2015. Traducción y notas de Aurelio Garzón del Camino 

Hermida Editores sigue firme en su propósito de publicar en castellano el ciclo balzaquiano en su totalidad, una decisión que quedará registrada en los anales de la edición y con respecto de la cual el agradecimiento lector, presente y futuro, habrá contraído una deuda difícil de saldar. Este tercer volumen supone la continuación de los Études de moeurs, Scènes de la vie privée con que se abrió la edición en su volumen I, siguiendo el orden temático del catálogo y la organización que ha dado en considerarse canónica.
"¡Dios mío, cuánto daño nos hacen las novelas!"
La mujer abandonada 
"En sus costumbres, casi todos los pueblos se parecen."
Es indudable, y constituye uno de sus méritos y razón para la admiración a la que se ha hecho acreedor, que ese afán Balzaquiano que el definió como aspiración de "sustitución del Registro Civil" alcanza elevadas cotas de perfección a lo largo de su obra. En esta nouvelle, La mujer abandonada (La Femme abandonnée, 1833), muestra un catálogo no tan extenso como razonado de la naturaleza de las fuerzas vivas de una ciudad de provincias, extendible a cualquier asentamiento de las mismas características.

En el vértice de la pirámide se halla la nobleza de provincias, que cree estar a la moda por pura desconexión de la capital, y que como principal fuerza viva, cree reproducir los modos y maneras de una nobleza que sólo conoce de oídas o a través de unos vínculos familiares tan alejados en el tiempo que las conexiones reales se han perdido desde hace generaciones.
"Son los hidalgos de otros tiempos, sin los laudemios y ventas, y la jauría y los vestidos galoneados; todos colmándose de honores entre sí, y todos fieles a príncipes que no ven sino a distancia."
Frente a ésta, se halla la nobleza más reciente pero más rica, conectada con la capital por razones sobre todo económicas, participante en el poder político, con residencia en París, a la moda en usos y costumbres, conocedora de su clase y siempre dispuesta a dejar en ridículo a su oponente.
"Se burla de la ignorancia de que presumen sus vecinos; sus objetos de plata son modernos y tienen grooms, negros y un ayuda de cámara."
Como complemento a esta estratificación, aceptados en su seno por diversas y a menudo contrapuestas razones, están los hidalgos con rentas que les permiten vivir sin excesos pero también sin estrecheces, con sus orgullosas esposas que no distinguen la frontera entre adoptar las actitudes de la Corte y hacer el ridículo. Inmediatamente debajo de la escala, por orden de importancia, se hallan unas cuantas "solteronas de calidad", titulares de las esencias y de los modales de cien años atrás. Y, finalmente, algunos ricos burgueses que han sabido escoger la sombra del árbol adecuado y que son aceptados en los círculos exclusivos como quien adopta una mascota. Justo en el límite de la buena sociedad, e incluidos atendiendo a la tradición, para guardar las formas y tener de su parte a las instancias celestiales, unos cuantos eclesiásticos.

Gastón de Neuil, un joven convaleciente, se ha trasladado por una temporada a la Baja Normandía, lugar en que conoce a Madame de Béauseant, refugiada en la misma región por un escándalo amoroso.
"Cuando llegamos a tener la suficiente astucia para ser hábiles, políticos, somos ya demasiado viejos para aprovechar nuestra experiencia."
Después de un duro cortejo que se asemeja más al asedio de una ciudadela enemiga que a un galanteo  amoroso, narrado con un ritmo y un detalle perfectos y destilando un agudo sentido del humor -y una parodia insuperable de los excesos del Romanticismo-, Gastón y la Béauseant inician un idilio en el extranjero y regresan a Francia a los tres años, donde continúan con su convivencia. Después de nueve años, y a instancias de su madre, Gastón abandona a su amante y se casa con "una joven bastante insignificante, tiesa como un álamo, blanca y sonrosada, medio muda, según el programa que se les prescribe a todas las muchachas casaderas." Pero un matrimonio infeliz y el arrepentimiento de Gastón conducirán la historia hacia un desenlace inesperado.

El contrato de matrimonio

Seguramente, la pequeña nobleza de provincias, como cualquier sub-clase social alejada de los centros del poder, pretenciosa por encima de sus cualidades y endogámica por naturaleza y necesidad, posee características que, desde la emergente burguesía, pueden ser puestas en la picota, caricaturizadas e incluso ridiculizadas; pero pocas burlas alcanzan el nivel de crueldad de la visión que sobre esa nobleza brinda Balzac. Es cierto que la literatura satírica ha dado a luz despiadados textos sobre el mundo de las apariencias y los anacronismos de esa clase social, pero es precisamente ese enfoque humorístico el que consigue su efecto a la perfección, aunque, a menudo, a costa de la verosimilitud. Balzac, en cambio, jamás cae en el trazo grueso: relata, con elegancia y detalle, los hechos que vienen al caso, dejando caer de forma medida algunas generalizaciones que restallan como sentencias, y deja que sean las acciones de los personajes las que provoquen, por su propia naturaleza, el juicio del lector. Para ejemplo de este proceder, El contrato de matrimonio (Le Contrat de mariage, 1835).


Pablo de Mannerville, un acomodado heredero de bienes raíces, decide volver a provincias después de dilapidar parte de su fortuna en la capital, establecerse en su lugar de origen, poner en orden sus bienes y conseguir un buen matrimonio, esto último en contra de la opinión mayoritaria de sus amigos.
"¿Quién se casa hoy? Los comerciantes en interés de su capital, o para ser dos los que tiren del arado; los campesinos que, produciendo muchos hijos, quieren procurarse obreros; los agentes de cambio o los notarios obligados a pagar sus cargos, y los desgraciados reyes que tienen que asegurar la continuación de dinastías desgraciadas [...]. El matrimonio, mi buen Pablo, es la más tonta de las inmolaciones sociales; los únicos que se aprovechan de ella son nuestros hijos, y no llegan a conocer su valor hasta el momento en que sus caballos pacen las flores nacidas sobre nuestras tumbas."
La elección, más fruto de la casualidad que del amor, y regida por razones insondables, recae en la hija de una buena familia venida a menos pero acostumbrada a los fastos que sólo pueden conseguirse gracias a una notable fortuna. Sordo a las advertencias y satisfecho posteriormente por la muda aceptación de los más críticos, más animados por ver cumplidas sus sombrías profecías que convencidos por los razonamientos de Pablo, se lanza a cortejar a Natalia, ignorante de que no es ni el único pretendiente ni el que aspira con más ardor a ese matrimonio; pero su futura suegra, esposa de un coronel de infantería curtido en mil batallas y especialista en estrategia, se postula como inesperada -y enmascarada- aliada.
"La señora Evangelista tenía, por otra parte, más de un interés para apoderarse del marido de su hija. Pablo no pudo menos de dejarse cautivar por aquella mujer, que le sugestionó tanto más fácilmente cuanto que no pareció querer ejercer la menor influencia sobre él. Usó, pues, todo su ascendiente para elevarse, y para elevar a su hija y darle precio a todo lo suyo, con el fin de dominar de antemano al hombre en quien vio el medio de continuar su vida aristocrática."
Pero no se trata de una alianza desinteresada: ella le ayudará a convencer a su hija -de la que Balzac redacta un estudio fisonómico-psicológico cuyas conclusiones auguran graves dificultades futuras- pero cobrará su servicio en el documento que regirá la vida en común de los aspirantes a esposos: el Contrato Matrimonial, el más cruento campo de batalla en tiempo de paz. 
"Aquel día sostuvo Pabo la primera escaramuza de esa larga y fatigosa guerra llamada matrimonio. Es, pues, necesario ordenar las fuerzas de cada parte, elegir las posiciones de los beligerantes y el terreno en el que deben maniobrar. Para sostener una lucha cuya importancia no llegaba a comprender en absoluto, Pablo no contaba con otro defensor que su viejo notario Mathias. Uno y otro iban a ser sorprendidos, sin defensa, por un suceso inesperado, hostigados por un enemigo cuyo plan estaba trazado, y obligados a adoptar una resolución sin contar con el tiempo necesario para reflexionar."
Después de una dura negociación entre los notarios de ambas partes se llega por fin a un acuerdo con respecto del cual la suegra de Pablo se siente menospreciada; sin embargo, acepta las cláusula, pero se reserva  las acciones que considere adecuadas en beneficio de su hija y del suyo propio, una venganza que será el hilo conductor de la historia, y cuyo primer capítulo es la excelente charla entre las dos mujeres en la que la madre instruye a la hija en los diversos modos de manipulación de un marido.
"No puedo es el argumento irresistible de la debilidad que se arrastra, que llora y que seduce. No quiero es el último argumento. La fuerza femenina se muestra entonces por entero; ésta es la razón de que no deba emplearse más que en las ocasiones graves. El éxito reside por completo en el modo con que una mujer se sirve de estas dos frases, las comenta y las varía. Pero hay un medio de dominio aún mejor que éstos, que siempre suponen discusiones: yo, hija mía, imperé por la fe. Si tu marido cree en ti, lo podrás todo."

La Grenadière

La Restauración Borbónica con Luis XVIII (1814-1824) y Carlos X (1824-1830) restituyó el flujo de viajeros con destino a Francia del que siempre había disfrutado antes de la Revolución y de los tiempos convulsos que la siguieron, con la época de Napoleón I incluida, particularmente de procedencia británica; algunos de estos viajeros, exiliados voluntaria o forzadamente de las islas, fijaron su residencia en el tercio norte del hexágono, en pleno campo, pero cerca de alguna ciudad importante. La Grenadière (La Grenadière, 1833) relata uno de estos casos, el de Augusta Willemsens, que apareció por la Turena y se instaló en una casa de campo con sus dos hijos de trece y ocho años; sin esposo ni noticias de él, dedica por entero su vida a los niños, con discreción y recogimiento, sabiendo que más pronto que tarde los abandonará a su suerte.
"El niño se quedó en silencio durante un momento, lanzando a hurtadillas miradas a su madre, la cual, con los ojos levantados hacia el cielo, contemplaba las nubes. ¡Momento de dulce melancolía! Luis no creía en la muerte cercana de su madre, pero sentía pesares sin adivinarlo. Respetó aquel largo ensueño. De haber sido menos joven, hubiera podido leer en aquel semblante sublime algunas ideas de arrepentimiento mezcladas a recuerdos felices, toda una vida de mujer: una infancia descuidada, un matrimonio frío, una pasión terrible, flores nacidas en una tempestad, destruidas por el rayo y arrastradas a una sima de la que nada volverá jamás."
Balzac concentra toda la tensión en la enfermedad de Augusta y en su remoridimiento por dejar huérfanos a sus hijos; en las pocas páginas del relato, guardando los antecedentes, de los que solamente llegamos a saber lo que ella le comunica a su hijo, la narración acelera con la enfermedad hasta llegar a la declaración final, cuya conclusión queda abierta -tal vez con la intención de retomar a los protagonistas en otra novela; ésta es una constante, implícita o explícita, en numerosas obras pertenecientes al ciclo-, con un futuro incierto para los protagonistas pero con los buenos augurios que sirven de contrapeso a la muerte de la madre: un Balzac concentrado que no por menos usual se mueve con peor soltura.

Gobseck

En Gobseck (Gobseck, 1830), Balzac abandona al narrador omniscente y se acoge a la tradición del relato contado en primera persona por uno de los presentes en una reunión a requerimiento de otro de los participantes. En este caso, el narrador es un procurador -este hecho añade al relato de los hechos un plus de veracidad que compensaría la parcialidad esperable en un narrador implicado en la trama-, y el marco un encuentro informal en casa de una familia cuya joven hija pretende al primogénito de otra familia cuya ascendencia será la protagonista de el relato. Esa historia se centra en el prestamista judío Gobseck, a quien el narrador cede la palabra en algunas ocasiones, interviniendo, pues, otra voz, al más puro estilo jamesiano medio siglo antes de James, cuya implicación en la acción favorecería la exactitud de las descripciones pero comprometería gravemente la fidelidad e imparcialidad de las opiniones y juicios.
"Soy lo bastante rico para comprar las conciencias de quienes hacen moverse a los ministros, desde sus ordenanzas hasta sus queridas; ¿no es esto el poder? Puedo tener las mujeres más hermosas y hacer mías sus más tiernas caricias; ¿no es esto el placer? Y el poder y el placer, ¿no son la cifra de todo vuestro orden social?"
La personalidad de Gobseck, a grandes trazos, y su papel en el relato, vienen definidos por su relación con Derville, el narrador, pero lo que da realmente la medida de su intervención es su relación con Anastasia de Restaud, personaje que ya conocemos, pues se trata de una de las hijas de Papá Goriot, ocasional e indirectamente con su marido, y con Maxime de Trailles, un joven pisaverde del que ella se ha encaprichado y en el que gastado toda su fortuna, bancarrota que la ha llevado a acudir al usurero.
"-Papá Gobseck -dije yo- está íntimamente convencido de un principio que domina su conducta. Según él, el dinero es una mercancía que se puede, con toda tranquilidad de conciencia, vender cara o barata, según los casos. Un capitalista  es a sus ojos un hombre que entra, por el gran provecho que reclama de su dinero, como asociado por anticipado en las empresas y las especulaciones lucrativas. Aparte de sus principios financieros y sus observaciones filosóficas sobre la naturaleza humana, que le permiten conducirse en apariencia como un usurero, estoy íntimamente persuadido de que, fuera de sus negocios, es el hombre más delicado y más probo que hay en París. Existen dos hombres en él: es avaro y filósofo. Pequeño y grande. Si yo muriese dejando hijos, él sería su tutor."
 Si bien el relato no evita alguna mención satírica -bajo la mirada actual, la novela no superaría el test de detección de antisemitismo- a la procedencia del usurero, la opinión que transmite el narrador podría considerarse bastante mesurada, achacando a su profesión más que a su genealogía las censuras que se reserva. Han pasado muchos años desde Shylock, y el Canal de la Mancha está de por medio, pero en época de Balzac ni Francia ni el resto de Europa estaban libres de la semilla antisemita, que germinó, finalmente, al acabar el siglo, en el nada ejemplar affaire Dreyfuss.

Modesta Mignon
"Cuando un padre de familia tiene hijas, no debe permitir la entrada en su casa a un joven que no conoce, ni dejar en ella libros o periódicos que no haya leído. La inocencia de las jóvenes es como la leche, que se agria con una tronada, con un perfume venenoso, con el calor, con una cosa insignificante, hasta con un soplo."
Una joven burguesa, hija de una familia arruinada, que vive en una especie de pabellón con su madre ciega -su padre marchó a las colonias en busca de recuperar su fortuna, pero hace tiempo que ha dejado de mandar noticias-, es el objeto de protección de ésta y de una familia amiga que la trata como si fuera hija suya. Modesta, este es su nombre, la protagonista que da nombre al relato (Modeste Mignon, 1844), tiene edad de ser pretendida, pero una aparente poca disposición y la muralla que ha construido la familia amiga a su alrededor parecen imposibilitar cualquier posibilidad de cortejo.

Sin embargo, y en contra de lo esperable, es ella quien cae rendida, oh, inexperiencia, ay, inocencia, ante un retrato de un poetastro -la descripción del personaje, de su obra y de los poetas en general que hace el narrador es de antología-, con el que inicia un intercambio epistolar secreto mediante persona interpuesta: el secretario del poeta.
"Canalis [el poeta en cuestión] hubiera querido componer una gran obra política; pero temió adentrarse en el campo de la prosa francesa, cuyas exigencias son crueles para los que han contraído el hábito de expresar una idea en cuatro alejandrinos."
A medio camino entre el romanticismo más ñoño -las citas de los canónicos son frecuentes- y la épica medieval, siempre mediante una afilada parodia, ambos personajes prosiguen durante tres meses su intercambio epistolar que el narrador no duda en calificar de "novelesco". Pero no es la única vuelta de tuerca con que Balzac retuerce la trama: después de años de desaparición, el padre de Modesta da señales de vida, vuelve a Le Havre desde el extremo oriente con una opulenta fortuna pero ignorando todo lo que ha sucedido a su familia durante su ausencia. Modesta se debate entre la alegría por este regreso y la desazón por su romance epistolar.
"Las casas pueden arder, las fortunas zozobrar, los padres volver de viaje, hundirse los imperios, el cólera solar la ciudad; pero el amor de una muchacha prosigue su vuelo, como la naturaleza su marcha y como ese ácido espantoso, que ha descubierto la química, puede horadar el globo si no hay en su centro nada que lo absorba."
 Naturalmente -es cuestión de género-, el conflicto asoma: desenmascarado el corresponsal impostor -que está verdaderamente enamorado de Modesta- y enterado el poeta -a quien la renta de Modesta dejaría en muy buen lugar-, a los que se añade un duque de la zona, deslumbrado por la dote y aburrido de buscar esposa, se abre la competencia por merecer la elección de la chica. 
"Es posible que las emociones suaves sean poco literarias; [sin embargo, si son fuertes] la literatura no ha tenido jamás la necesidad de describirla[s], pues las más hermosas palabras, y aun la poesía, están por debajo de estas emociones."
Ya que se trata de que Modesta escoja entre los tres pretendientes, se organizan una serie de presentaciones en su casa a las que asisten, además de los cuatro, cuantos familiares y demás personas figuran implicadas, directa o indirectamente, en el asunto. Es en la descripción de esas reuniones  y en la caracterización de los asistentes cuando Balzac roza la perfección, tanto en las descripciones físicas como, sobre todo, en la profundización psicológica de las posturas y las motivaciones, explícitas y ocultas, de todos los implicados, y en las que quedan evidentes las simpatías del narrador, encarnadas en un personaje contrahecho que es, tal vez, el único que no tiene ningún interés personal en el cortejo, y que actúa como la voz de la conciencia de Modesta.

Después de la conclusión, uno juraría que es Balzac, y no su narrador, quien aprovecha para cargar contra la relajación de las costumbres, la pérdida de identidad y de las formas, la inevitable involución de la sociedad, volando hacia la insustancialidad y la degradación:
"Modesta pudo comparar entonces la juventud de hoy con la vejez de antaño, pues el viejo príncipe de Cadignan le había dicho ya dos o tres frases encantadoras, probándole así que rendía tantos homenajes a la mujer como a la realeza. El duque de Rétoré, hijo mayor de la señora de Chaulieu, que se distinguía por ese tono en el que se une la impertinencia al desenfado, había saludado a Modesta, como el príncipe de Loudon, casi familiarmente y con poco respeto. La razón de este contraste entre los hijos y los padres proviene quizá de que los herederos consideran que no pueden aspirar a la grandeza de sus antepasados y prescinden de las obligaciones del poder al ver que no son sino su sombra. Los padres conservan aún la cortesía inherente a su desavenido esplendor, como esas cimas doradas todavía por el sol cuando todo son tinieblas a su alrededor."
Calificación: Hors catégorie 

Otros recursos relativos a la obra en este blog:
27 Ene 2016 ... La Comedia humana abarca narraciones, algunas de ellas interconectadas, ubicadas temporalmente entre la Restauración borbónica...

16 May 2016 ... La Comedia humana. Escenas de la vida privada. Volumen II. Honoré de Balzac. Hermida Editores, 2015. Traducción de Aurelio Garzón del ...

3 de agosto de 2016

Los apaches de París

Los apaches de París. Memorias de Casque d'Or. Amélie Élie. Trama Editorial, 2016
Traducción de Paula Izquierdo
Apaches es el apelativo con el que se conocieron unas bandas de delincuentes que operaron en París a principios del siglo pasado y hasta el comienzo de las movilizaciones de la I Guerra Mundial. Aunque es cierto que tanto el seudónimo -que los propios delincuentes hacían derivar de las tribus indias norteamericanas; la sublevación de Gerónimo contra el ejército norteamericano, en los años 1880, estaba fresca en la memoria subversiva- como la adscripción a un supuesto grupo con cierto grado de homogeneidad tuvieron su origen en los periódicos de la época, publicidad que los delincuentes explotaron en su propio beneficio, también lo es que adquirieron una relevancia notable y obtuvieron las simpatías de parte de la población, particularmente en los distritos del norte de París, Ménilmontant y Belleville, de donde eran originarios en gran parte, y que contribuyeron a la sensación de inseguridad que se extendió desde los arrabales hasta el mismo centro de la capital.

Teniendo en cuenta los condicionantes históricos de la época, y consideradas aparte de la simple actividad delictiva, el fenómeno apache poseyó al menos dos características que le dieron cierta singularidad. En primer lugar, la extensión a ciertos campos de la cultura popular: mientras se puso de moda cierto "estilo apache" -chaqueta gris o negra por encima de camisa o jersey a rayas, pantalón pata de elefante y cinturón rojo-, el mundo del music hall y de la cultura alternativa recogió la novedad inventando un baile apache y canciones y espectáculos enteros dedicados al fenómeno. Pero la característica tal vez más relevante fue la participación femenina, no tanto derivada del hecho de que el proxenetismo fuera una de las actividades principales de los malhechores como del papel activo en muchos de los delitos por parte de mujeres y su papel como abanderadas de un liberalismo en las costumbres que colisionó con la mentalidad de la época. Amélie Élie, una prostituta apodada Casque d'Or debido al color de su pelo y elevada al trono de los apaches, fue seguramente la mejor representante de esta facción femenina del fenómeno; sus Memorias, Mémoires de Casque d'Or, un documento de espeluznante realismo recogido por el periodista Henri Frémont, fueron publicadas  por entregas en el periódico Fin de Siècle a partir del 5 de de junio de 1902 y reeditadas en el volumen Chroniques du Paris apache (1902-1905) en 2008.

"¿Prostituta? ¡A fe mía que sí! Me he prostituido, a menudo, y ni siquiera me atrevo a prometer que no volveré a hacerlo. Es una cuestión de hábito, de entrenamiento. Dar el primer paso apenas cuesta, y los siguientes cuestan todavía menos."
Nacida en Orléans veintitrés años antes de la redacción de sus Memorias, con pocos años su familia se traslada a París. Víctima de abusos desde los nueve, pierde "el pequeño capital de una mujer" a los trece con un compañero tan fogoso como inexperto. Amélie parece refugiarse en la inocencia correspondiente a su edad, pero el hecho de la convivencia plena con su novio y la "desaparición" del relato de su familia parecen indicar poca disposición a la castidad.
"¿Es que acaso tiene una que esperar a que se le caigan todos los dientes para conocer el amor y pillar cacho?"
 Pero sus padres reaparecen, Amélie y su compañero son descubiertos, y ella recluida en un correccional. Pero el virus de la subversión ha enraizado en su organismo.
"Sin duda, yo no estaba bien de la cabeza: quemaba todas las etapas. No aconsejaría a ninguna chica que avanzase a una velocidad semejante: una sólo se lleva malestar en el vientre y dolor de cabeza."
Con este punto de partida, sucede lo que tenía que suceder, un descenso continuo a los infiernos arquetípico: sexo, alcohol, sordidez, malas compañías... Portadores del estigma del delito, de la marca de la transgresión, individuos a los que parece atraer cualquier forma de quebrantamiento, con una predisposición especial hacia la delincuencia y la criminalidad.

En este ambiente, Amélie entra en contacto con los apaches:

"Érase una vez en París, los apaches a gogó. Nunca se habían visto tantos. Por muy lejos que alcanzase la vista, uno no veía más que apaches. Las nubes de langostas que todos ustedes conocen no son nada a su lado. Los microbios del agua del Sena, aunque numerosos, no son nada a su lado. En fin, ¿cómo decirlo? Había montones, ¡montones de apaches!"
"Casada" con un cabecilla del hampa, un hombre de oscuras ocupaciones, Amélie se establece como "profesional", con un horario fijo y un lugar de trabajo establecido, chuleada por su marido. Según este acuerdo, cada uno se dedica a su trabajo, y el dinero es para él. No es más que una forma de pagar su "protección"; abreviando, proxenetismo puro y duro. Pero  una vez se ha entrado en este círculo vicioso es difícil salir: cuando el chulo se pone pesado y violento, exigiendo una recaudación mínima por día, por ejemplo, se impone buscar otro que proteja del protector. Y vuelta a empezar, y así indefinidamente hasta que algún accidente se lleve consigo a la organización. La vida de los bajos fondos para una prostituta de apenas veinte años, y con los apaches campando libremente, no es nada fácil.
"Bouchon se había marchado y Ballet había recibido su merecido, así que la vida volvía a sonreírme. Sí, señor, qué bien sienta volver a la vida cuando se viene de tan lejos... Sin duda, una puede sufrir los peores tormentos, ver esfumarse cualquier esperanza, pero he aquí que, un día, un coche nupcial se para delante de la puerta de tu casa para recogerte. Entonces, todo lo demás queda olvidado; una hace un hatillo con los malos días y los sufrimientos pasados, y lo envía todo a tomar viento. Entonces vuelven las risas, le entran a una las ganas de cantar, de ponerse a caminar a la pata coja y de dar besos a diestro y siniestro."
Posteriormente, Amélie es motivo de la disputa entre dos caciques de los apaches, altercado del que uno sale herido; aunque no se trataba únicamente de la posesión de una chica más o menos popular, con el añadido de prestigio que ello pudiera suponer, sino también de la pugna por el control de algunos distritos. El poder organizado en cascada, sistema por el que se regían los delincuentes, no permitía flaquezas en ninguno de los escalones, pues eso hubiese significado que el escalón inmediatamente inferior tomaría el control y el antiguo  titular perdería sus opciones, e incluso la vida. 

Memorias de Casque d'Or es el relato de "un cuerpo a cuerpo con el destino", de sus amores verdaderos y de sus decepciones más exasperantes, pero contado desde una primera persona sincera y espontánea: la falta de preparación académica para escribir, a pesar de contar con un asistente para la redacción, dota al relato de una proximidad y de una naturalidad que lo convierten en una verdadera y literal confesión. Amélie escribe sin artificio y su lenguaje directo y desprejuiciado sacrifica el estilo y la corrección a la veracidad: la fórmula estilística no existe; la contención en el lenguaje, tampoco. Las cosas son como son y con la crudeza de la realidad es como son escritas.


Por cierto, Amélie Élie se casó, esta vez oficialmente, en 1917 con un zapatero y regentó junto a él un negocio de mercería; murió a los 55 años.


Calificación: ***/*****