26 de febrero de 2024

Cada frase debe ser un auténtico relámpago

 


«Cada frase debe ser un auténtico relámpago»

Entrevista con Pierre Michon. Nicolas Dutent 

Nicolas Dutent ha encontrado a Pierre Michon en un sanatorio situado en un paraíso de verdor en la región francesa de la Creuse. Aún era primavera, pero el verano abría sus brazos de par en par. La ventana de Pierre Michon da a este lugar delicioso, si se olvidan los tormentos de la enfermedad. El fervor del escritor sigue tan intacto a los 80 como a los 20 años. Para la revista Esprit, habló largo y tendido de literatura, por un lado, y de su propia literatura, por otro. Una ofrenda en un momento en que se publica su último texto, Les Deux Beune1, una unificación, o quizás incluso una reconciliación. 

En lugar de empezar por el final, con el último libro recién publicado, comencemos por el principio. ¿Qué le atrajo de la literatura? ¿Qué le impulsó a escribir? ¿Quién le abrió la puerta? 

Fue mi gusto infantil por los poemas aprendidos de memoria en la escuela. De ahí viene. Me dije que nunca podría dedicarme a eso. Estudié literatura y renuncié a cualquier otra vocación, sabiendo que era lo único que podía y sabría hacer: escribir. Durante casi quince años, no tuve el valor de hacerlo. Y un día, por primera vez, con Vidas minúsculas (Gallimard, 1984), sucedió. 

¿Ve hoy, con más claridad, las razones que le impidieron escribir durante tanto tiempo, y por qué un día el obstáculo se convirtió en trampolín? Esta resistencia o dificultad me trae a la memoria un pensamiento de Philippe Jaccottet: «Hablar, pues, es difícil, si significa buscar... ¿Buscar qué? / Una fidelidad a los únicos momentos, a las únicas cosas / que descienden hasta nosotros lo bastante bajo, que se nos escapan, / si significa tejer un vago refugio para una presa esquiva…». (Chant d'en bas, 1984) 

No me veo capaz de hablar de lo que escribo, en profundidad, como hace aquí Jaccottet. Puedo hablar de lo que escribo o de lo que he escrito con sentido, con afecto... pero no puedo hablar de mi escritura conceptualmente. Tengo muchos problemas con la teoría. No sé lo que hago. Personalmente, no sé si estoy profundizando en mí mismo o si, por el contrario, me estoy liberando para conectar con el lenguaje universal, con el mundo. 

¿Se atrevería a decir que la literatura le salvó? 

Sí, pero la literatura nunca me ha curado del todo. Cuando escribo, estoy curado, estoy encantado... pero entre escritura y escritura, vuelvo a ser el hombre que era a los 20 años, diciendo: nunca podré escribir. Si me hubiera psicoanalizado, quizá sabría un poco más...

Georges Steiner señala que «a medida que la civilización urbana e industrial ha ido imponiéndose, el nivel de contaminación sonora ha aumentado exponencialmente, hasta llegar a la locura. Para unos pocos privilegiados, en la era clásica de la lectura, el silencio, sigue siendo un bien asequible, pero su precio no deja de aumentar2». Los libros alternan silencio y ruido, paz y guerra. ¿Es para usted la lectura una violenta tormenta o una tierna calma? ¿Qué busca en los libros y qué cree encontrar? 

Depende del libro del que estemos hablando. Si estoy en un periodo de escritura, es una tormenta. Si estoy en un período en el que no escribo, suele tratarse de una indeferencia. Leo con interés, con placer... Tomo nota de algunas cosas que podría poner en un lugar diferente, pero a los 80 rara vez me disgusto. Cuando tenía 20, 40 o incluso 60, estaba más abierto a la alteración. Cuando esté mejor, volveré a ello. Me conmueven muy fácilmente los grandes textos. Pero los grandes textos, ya sabe, los conozco. Empecé con la gran poesía del siglo XIX, después Maldoror, después la prosa, después  Balzac, después Flaubert, después Proust, como todo el mundo. ¿Dónde se pueden encontrar hoy esos grandes textos? Para conmocionarme con un texto, cada frase tiene que ser un auténtico relámpago. Cuando escribo, no puedo escribir una frase que no parezca un relámpago. Tanto si ese relámpago es descriptivo como si es otra cosa. «El hermano de la sanguijuela caminaba lentamente por el bosque» en Los cantos de Maldoror: ¡eso sí que es una deflagración! 

En su último libro, vuelve a expresar su sensibilidad ante las apariciones, su disposición a dejarse deslumbrar... 

Más que una aparición, diría que este tipo de relámpagos me provocan una especie de trance. Un trance tranquilo, pero una embriaguez perpetua. Si la embriaguez me abandona, ya no puedo escribir. No podría, por ejemplo, escribir a la manera de Nulla dies sine linea, «Ni un día sin una línea», eso me es totalmente ajeno. En los tres meses que llevo en el hospital, no he escrito ni una línea. Ni una sola. Pero cuando me haya recuperado un poco, quizá siga una idea que me conecte con las frases... Antes de Vidas minúsculas, andaba a la búsqueda de un lugar en el panorama literario y me preguntaba: ¿dónde voy a encajar? ¿Qué voy a hacer? De repente, eso se acabó. Ese cuestionamiento desapareció. Me dije: no me importa. Voy a hacerlo. Voy a escribir este recuerdo de mi infancia, de mi juventud, y todo se aclaró. Escribir es una totalidad: el corazón, la inteligencia, la disponibilidad de todas las palabras que existen, la sensación de participar uno mismo en el pulso del mundo... No es mi hondura intelectual lo que estoy esperando, estoy al acecho de ese momento en el que mi ritmo vuelva al ritmo que nos ha estado impulsando desde el «big bang». Este ritmo, cuando nos ajustamos a él, nos conduce a la belleza. 

Incluso después de Vidas minúsculas, nunca ha vivido su vida de autor como algo distinto a un corredor de fondo. Pero cuando está ahí, cuando llega, ¿se siente como un velocista de la frase, dispuesto a correr por ella, a devorarla tal vez? 

Por supuesto que sí. La frase simplemente viene. Eso es lo maravilloso. La rítmica de las frases, lo que esa rítmica implica para el significado de lo que estoy escribiendo, todo viene en un bloque, en sintonía. No soy un velocista, no corro a toda velocidad con la frase, pero sí, voy bastante rápido cuando está ahí. Si siento que voy por el buen camino, voy rápido. De repente, aparece. Escribo, digamos, en la continuación del texto. Si tres páginas de escritura van mal, si van en la dirección equivocada, se acabó. La primera continuación de La Grande Beune (Verdier, 1997) había tomado ese rumbo, ese camino equivocado, y la abandoné. Era como si la escritura se hubiera equivocado y confundido. 

Usted admite en Le roi vient quand il veut (Albin Michel, 2007) que la poesía podría haber captado quién es usted. ¿Por qué no lo hizo? ¿Qué decide la forma que creemos haber elegido, el género en el que nuestras frases fluyen mejor, lo que se convierte en nuestra manera definitiva de decir y de dudar? 

La poesía que me inspiró fue la poesía métrica. Sigo amando la poesía, sigo leyéndola, incluida la poesía menos rígida formalmente, pero la poesía que más me influye, la que está regulada, persigue a mi escritura. Tengo la impresión, en mi cabeza, de que escribo mis frases en alejandrinos. Después borro todo eso. Mi ideal habría sido vivir a finales del siglo XIX, en la época de Mallarmé, que me parece, por lo demás, demasiado intelectual, sin aliento, aunque era capaz de maravillas. Los grandes románticos son modelos, como Rimbaud. Rimbaud es un milagro. A nadie se le ocurriría decir: no me gusta Rimbaud. 

¿Su delicioso texto sobre Rimbaud3 es fruto de esta obsesión? 

No es una elección. Jean-Bertrand Pontalis me pidió que hiciera un Rimbaud para su colección. Al principio, quería escribir sobre hermano de Rimbaud. Lo que escribí era sólo el comienzo del todo. A menudo, no sé cómo terminar. 

¿Quizás el hecho de que no sepa o no pueda terminar dice algo sobre su relación con la vida? 

Acabar es morir. Mis Deux Beune son más felices que la muerte. Es otro final. En Les Onze (Verdier, 2009), hay una tercera parte, que debería escribir algún día, que termina con la muerte del pintor Corentin. Me he pasado la vida, y lo que me queda de ella, terminando cosas. 

Usted concibe cada libro como «un saludo» y «un insulto» a los padres. ¿Quiénes son esos padres a los que saluda e insulta de un libro a otro? ¿Han cambiado con el tiempo? 

Siempre son los mismos, y diría que son todos los que he leído y que me han conmocionado, y hay una lista bastante larga. Faulkner, por ejemplo, y no por casualidad: es quizás el último verdadero novelista. Es un capítulo final. Maurice Nadeau me pidió que escribiera un artículo sobre qué autor me había influido más. Acababa de leer Absalon, Absalon, que me dejó boquiabierto, y le tocó a él. Desde entonces, me invitan a todas los coloquios sobre Faulkner, en Oxford, en Mississippi. Hay algo muy fuerte cuando escribo, a medida que pasa una frase, me digo: «Ah, fue fulano quien escribió eso, no fui yo». Es Flaubert, es Rimbaud, pero si es bueno, lo dejo. 

Usted ha afirmado que no sabe hacia dónde se inclina literariamente. ¿Aceptaría el calificativo de lirismo crítico? 

Lirismo irónico Mis despegues me estimulan y me hacen reírme de mí mismo. Se tiene que notar. 

¿Doblar el talento con un poco de autoburla, aumentar la brillantez con un poco de mordacidad? 

Burla es demasiado fuerte. Yo diría que es más bien una forma de risa irónica. No me siento burlón cuando escribo, al contrario. Esa risa irónica es también, en cierto modo, una risa de triunfo. ¡Cómo me gusta conseguir una frase! Con respecto a mi manera de escribir, alguien comentó hace poco que escribir es como empalmarse. Algo hay de ello. 

«No soy un estilista», dijo hace algún tiempo: ¿está tan seguro? ¿Un casamentero de estilos? ¿No es un estilista alguien cuyo estilo es reconocible al instante, alguien cuya voz es absolutamente única? Si es así, según esa definición, sin duda usted lo es. 

Claro que sí. Sabe, a medida que envejeces, te vuelves menos coqueta. Y ha habido mucha coquetería en el pasado. No soy estilista en el sentido peyorativo. Cuando digo que una frase debería provocar una erección, eso es elm propósito de un estilista. Pero la frase no debe pretenderlo, debe hacerlo a través del significado, a través del afecto que la hace escrita, a través de lo que siento. La frase es sensación y sonido, no un decreto. 

La caducidad del estilo: ¿culpa de las vanguardias? 

Esto no es cierto para todas las vanguardias. Philippe Sollers tenía una frase con estilo. Algunos surrealistas tenían estilo, Aragon, Breton... El problema del que hablamos es más reciente que eso. Defender el estilo es tomar partido por la defensa de la belleza de las palabras juntas, simplemente. Una de las finalidades de la escritura, recordémoslo, es producir belleza. 

Le gustan mucho las obras en las que sobrevive todavía ese fantasma llamado hombre. ¿Tiene la impresión de que el hombre está desapareciendo de la literatura contemporánea al mismo tiempo que retrocede el estilo? ¿Cómo explica esta relativa ausencia? 

En cierto sentido, Foucault tenía razón: el hombre está desapareciendo. En beneficio, para la literatura, de lo social. Eso es todo lo que hay ahora, lo social. Es decir, historias sobre familias, sobre divorcios, sobre jóvenes turbulentos que se enfrentan con la generación anterior, etcétera. Yo leo todo eso. No me disgusta necesariamente. Pero enseguida me digo: ¿cómo podía imaginar hace cuarenta años que la literatura se convertiría en esto? También es una cuestión de números, pero corresponde a una demanda de los lectores. Eso es lo que quieren los lectores, y eso es lo que les lanzamos... Me sorprendió la acogida unánime de mi último libro. Una unanimidad que podía asustar. No había escrito nada desde hacía casi diez años, y creía que podía ser, para los lectores, como si hubiera muerto. Yo no hago sombra a nadie. El que escribe todos los años hace sombra a muchos competidores. Yo no tengo sombra. Escribo una vez cada... ni siquiera lo sé. Mi último libro es diferente a todo lo que hay por ahí. Hay otros así, como yo, fuera de lo común, Pascal Quignard, Jean-Claude Bailly, Pierre Bergounioux... pero lo hacen todos los años, así que ellos sí que me hacen sombra [risas]. 

Es el momento de hablar de un gran tema, la historia, que es lo que llena sus frases. Los hombres, en sus libros, no sólo se enfrentan a sus afectos, sino que están en contacto con lo que les ha precedido. Están llenos de emoción y repletos del ayer. ¿Compartiría usted, como Pasolini, el descaro de defender esta culpabilidad, de considerar como una virtud el hecho de ser un hombre antiguo, «que ha leído a los clásicos, que ha recogido las uvas en la viña, que ha contemplado la salida o la puesta del sol sobre los campos»? ¿Es la literatura uno de los lugares que pueden salvar el pasado? 

Naturalmente. ¿Pero puede conseguirlo? Puede intentarlo. Y es cierto que en todo lo que he escrito la historia está presente, incluso en el último libro, a través de la prehistoria. La historia literaria está presente en todo momento, desde el principio, con esa historia del barco y la travesía... Tenía en mente el viaje en Los tres mosqueteros... Este tipo de collages literarios se me ocurren y encajan. En la página. 

Sus libros también rebosan geografía. ¿De dónde le viene esta sensibilidad por la tierra? Resurge la poesía. Como Virgilio, el poeta latino nacido en los albores de la era cristiana, usted comparte la preocupación por la tierra. ¿Cómo trabaja con esta materia que se vuelve carnal bajo su pluma, los lugares? Al mismo tiempo, sentimos que los caracteres, los personajes, las tipologías... son como los lugares principales de sus libros. 

Es difícil de decir... En cualquier caso, ha mencionado a Virgilio, las Geórgicas es uno de mis textos favoritos, eso seguro, y hay una traducción reciente muy buena de Frédéric Boyer4. No me dedico a estudiar los lugares con objetividad y paciencia. En cualquier caso, para este libro, es puramente una metáfora sexual. Es, como dice la portada que tanto me gusta, un órgano sexual femenino que el mundo entero disfraza. Riéndome, podría decir que el mundo son las braguitas de Yvonne. Ya ve, todo es una metáfora, geográfica, prehistórica, sexual…, los ríos caudalosos, la gruta blanca, no blanca, todo esto es una metáfora del placer femenino, es un texto bastante fetichista al fin y al cabo... Al mismo tiempo, señalemos que si se lee bien este libro, está conducido de principio a fin por el deseo femenino y no por el masculino. Es Yvonne quien lo decide todo. Volvamos a la geografía. En otros libros, Vidas minúsculas, por ejemplo, la tierra no está muy presente, es un libro sobre los campesinos... Creo que la tierra está más presente a través de la pintura, en mi libro sobre Van Gogh5. Pero no me apasiona describir cosas. Es necesario que cuando aparezcan en el texto tengan algún significado. Por ejemplo, cuando la niebla se levanta en La Petite Beune, envuelve los abetos como gasa, y entonces es cuando digo: el mundo es una mujer. Había cierta urgencia en decir eso, en escribir el final y la continuación de este texto, estaba enfermo cuando lo escribí y sigo estándolo. 

Hay un sabor espiritual en sus frases, un aire de espiritualidad que las impregna regularmente. Tanto, que cabe preguntarse si se siente guiado por sus creencias. ¿Cuál es su relación con la trascendencia y lo que la gente hace con ella hoy en día? Usted entrelaza los destinos de la literatura y de lo divino, argumentando que «la literatura es una forma declinante de oración, la oración de un mundo sin Dios». El Antiguo y el Nuevo Testamento son compañeros. La Biblia es su patria. 

El ateísmo total es imposible en mi caso... Intentaré reproducir un historial de texto en texto. Las Vidas minúsculas se colocan bajo el signo de la Trinidad católica. Esta metáfora ha calado. En aquella época, cuando escribía Vidas minúsculas, yo era católico. Lo era. Eso hacía avanzar mucho el texto, me hacía llorar mucho, como cuando rezas. No sé por qué, pero es un libro que me hizo llorar mucho porque trataba sobre todo de cosas intensas, internas... Después escribí La vida de Joseph Roulin, que era un contraveneno porque el Dios era el Grand Soir, el Dios era Lenin. No había sólo ese Dios, estaba el Dios de Van Gogh, que era la energía creadora, pero en fin... Si pienso en otros textos, Rimbaud vuelve a la Trinidad, y el texto sobre Rimbaud vuelve al catolicismo. Los Once es, evidentemente, diferente. En mi mente, es un texto freudiano, es Tótem y Tabú, son los hermanos matándose...

En cuanto a La Grande Beune, es un texto sobre Afrodita. No Eros, sino Afrodita. ¿Cuántas veces he tachado la palabra Afrodita y su referencia en mi texto? Creo que no aparece en el texto porque tampoco quería exagerar. Fueron los griegos, claro, pero ¿y antes de los griegos? ¿Quid de la gente del Paleolítico y su incomprensible religión, que siempre será incomprensible? ¿Existía entonces algo más que el cuerpo social? ¿Existía algo llamado religión? El origen, la idea del hombre, del lenguaje, del arte, es una de las cuestiones que más me fascinan. Podría haber pisado un poco más a fondo ese pedal en mi último texto. En un lugar, digo que el arte, todo el arte figurativo, las pinturas, todo lo que se ha hecho desde el principio... sólo está ahí para dar a las mujeres el rostro que tenía Ava Gardner. El lector se ríe... 

La pintura aparece como una luz oblicua en sus libros. Si la literatura es un don, ¿qué deuda tiene con los,lienzos y la pintura? Lo que técnicamente le acerca a la pintura es el arte del retrato. Es casi puntillismo. Recompone una unidad a partir de una yuxtaposición de trazos minuciosos. 

Sí, tengo una gran deuda con la pintura porque este simbolismo del mundo del que hablaba, es decir, el hecho de presentar un árbol porque tiene un significado, por ejemplo, la pintura lo hace directamente. Así que si me refiero a la pintura, es aún más visible, un roble pintado es aún más visible que un roble. En literatura, lo que está escrito y lo que existe se entrelazan en el texto sin un pasaje declarativo, sin que yo lo diga. Ahora los libros están hechos para idiotas. Un novelista que va a hablar de Van Eyck tiene que decir: «Van Eyck este pintor holandés que esto que lo otro... ». La literatura no es para eso. La literatura es algo elitista. La literatura es una disciplina extremadamente elitista.

«Sólo me importan las apariciones», escribe en La Grande Beune. Colette decía que vivía de deslumbramiento en deslumbramiento. ¿Ha tenido la impresión de vivir así, suspendido en lo inesperado milagroso, sujeto a lo maravilloso? Cabe señalar que el deslumbramiento es a menudo óptico, en su caso. El surgimiento de la belleza: ¿punto de partida de la creación, destino, meta?

Paso por periodos depresivos, así que cuando no estoy deprimido, todo es para mí un deslumbramiento. La depresión lleva mucho tiempo... Los periodos de abatimiento, o más bien de desidia, se deben a veces a lo que pienso de mi trabajo, es decir, a veces me digo: qué diablos, he puesto tanto empeño en esto, he trabajado tanto para tan poca notoriedad. A veces me digo que me he desfondado tanto para nada y a veces me digo que no todo es alcohol, no es nada. Es curioso, la gente siempre habla de los mismos libros, pero yo he escrito otros de los que no se habla, como Abbés (Verdier, 2002), por ejemplo, que me gusta mucho. La depresión en sí se puede superar, volviendo al punto de su pregunta. Faulkner dice que cuando escribes, a veces te pones al borde del agua, al borde del río, hay troncos de árboles que pasan por en medio, no puedes cogerlos, pero si te pones en medio del río todo lo que tienes que hacer es estirar la mano y sentarte. 

¿Qué diría de la expectación, la religiosa expectación de la frase, la expectación, a cambio, de sus frases por parte de los lectores, una expectación ferviente si nos atenemos a la resonancia de su último texto? Esta expectativa tiene sin duda algo que ver con el contrato amoroso entre autor y lector. ¿Cómo vive usted esta expectativa? ¿Es apacible o, por el contrario, inquieta? 

La expectación puede ser algo maravilloso. En todos los casos, la expectación  está marcada por la imprevisibilidad, la llegada de la cosa es imprevisible. En cuanto a la cuestión del lector, sí, siempre me dirijo a un lector y a veces, en Los Once, también me dirijo directamente a él. Como si lo estuviera apostrofando. Pero es un lector, y es como una entidad sagrada, es el gran lector, el gran lector con sus gafas, el gran lector... Así que cuando los lectores me escriben, qué vergüenza, desde hace unos cuarenta años, no contesto. No sé qué o cómo responder. Entre el lector y el escritor hay una beune, un abismo, a través de la cual nos saludamos. El hecho es que siempre, casi siempre, me aburro mucho durante las firmas de libros.

¿Tenemos derecho a preguntarle quién es la sombra de Yvonne, igual que Denise Lévy inspiró a la Bérenice de Aragon en Aurélien? Este fantasma puede tener varias caras... 

Esta sombra no es la misma al principio que al final. Es decir, la del principio era, principalmente, una mujer a la que había deseado apasionadamente cuando yo tenía diecisiete años y ella cuarenta, sin ningún acto al respecto, sin ninguna confesión... pero apasionadamente. Nunca había deseado a nadie tanto como a esta mujer. En cuanto a la segunda parte... no hace mucho conocí a alguien que dio la vuelta a esta representación de Yvonne, pero se parecen físicamente, así que... La primera parte es un cuento de hadas, la segunda es una historia de la vida real. ¿Es eso bueno, deseable? ¿No debería haber continuado con el cuento de hadas? A pesar de las apariencias, tengo una especie de sentido de la realidad y sé cómo preservarme y no destruirme por completo, excepto con el tabaco. 

Cada uno elige a sus guías. ¿Es su guía el deseo? ¿Quién preside sus acciones, quién ordena sus elecciones? ¿Por qué compara aquí el significado con una «doble cara»? 

Se me ocurrió así, es una doble cara porque tiene dos lados, el deseo femenino, el deseo masculino, también es una cosa de dos caras porque... según una palabrería pesimista, el otro lado es lo contrario de una salamandra en el fondo de un pozo, es decir, algo que desborda completamente. El narrador pasa a la acción. Este bifaz es también un arma paleolítica, la utilizada para matar al rival de mi novela. Cabe señalar que nunca he representado el apareamiento en mis libros. A menudo hay metáforas sexuales, pero nunca se aborda directamente la cuestión de la unión del hombre y la mujer. Es la primera vez que lo hago, y en mi primer texto se evitaba cuidadosamente. Eran los padres, los abuelos, los antepasados míticos, etc. 

Una vez más, el contraste es poderoso en su último libro. La cultura popular, el paquete de Marlboro, por ejemplo, se mezcla con las cuevas de Lascaux. La prosa se mezcla con lo prosaico. La hipermodernidad dialoga con lo más profundo de la humanidad. El ayer y el hoy están en constante conversación. Este contraste se refleja naturalmente en el lenguaje. ¿Este efecto de contraste es deliberado o natural? 

Me gusta menos lo común que lo ordinario, pero el contraste resulta natural, porque enriquece la prosa con todo el peso de lo visible, de lo inmediato, de todas las referencias que encajan por detrás. Hay frases en las que hay cincuenta referencias entrelazadas. 

Usted dice que «escribir es hacer arte con la muerte». ¿Es la muerte una ficción que le interesa?

Hay que aplazarla todo lo posible, incluso cuando se está aparejado como un RoboCop, como es mi caso en este momento. Hay que aplazar la muerte muy, muy lejos, como en la famosa frase de Lacan, que también convendría a mi Jean-Jean, según la cual vivir significa «aplazar la muerte y dominar al rival6».

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Notas 

  1. Pierre Michon, Les Deux Beune, Lagrasse, Verdier, coll. «Jaune», 2023. 
  2. George Steiner, Le Silence des livres [2006], suivi de Ce vice encore impuni de Michel Crépu, Paris, Arléa, 2017, 
  3. P. Michon, Rimbaud le fils, Paris, Gallimard, coll. «L’un et l’autre», 1991. 
  4. Virgile, Le Souci de la terre, nouvelle traduction des Géorgiques par Frédéric Boyer, Paris, Gallimard, coll. «Blanche», 2019. 
  5. P. Michon, Vie de Joseph Roulin, Lagrasse, Verdier, coll. «Jaune», 1988. 
  6. Jacques Lacan, Encore. Le séminaire, livre XX (1972-1973), éd. Jacques-Alain Miller, Paris, Seuil, coll. «Points»


Este artículo es la traducción al castellano de la entrevista «Il faut que chaque phrase soit un véritable éclair», publicada en el número de agosto de la revista Esprit: https://esprit.presse.fr/article/pierre-michon/il-faut-que-chaque-phrase-soit-un-veritable-eclair-entretien-avec-pierre-michon-44736


La imagen de la cabecera procede de: Portrait de Pierre Michon, le 22 septembre 2007 aux «Rencontres de Chaminadour» à Guéret (Creuse, France). Copyright (c) 2007 David Farreny   

Como todo el contenido de este blog, este artículo está publicado bajo la licencia de Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 2.5 España

19 de febrero de 2024

Una cabeza cercenada

Una cabeza cercenada. Iris Murdoch. Editorial Impedimenta, 2023
Traducción de Enrique Maldonado Roldán
A Severed Head, 1961

Martin, el protagonista y narrador de Una cabeza cercenada,  propietario de una tienda de vinos, disfruta de una vida confortable: su empresa va viento en popa y, sentimentalmente, su existencia está colmada con su matrimonio con Antonia y su lío con Georgie, amante de largo recorrido y con quien le une un pacto bien establecido: se trata de una relación adúltera madura y lúcida entre dos personas inteligentes mantenida dentro de los límites de la razonabilidad y que parece satisfacer a ambos; pero este tipo de situaciones siempre poseen la capacidad de generar quejas y regañinas porque, por lo común, y este es el caso, ambos intervinientes ponen en juego aspectos privados de diversa naturaleza y diferente nivel de compromiso.

«Ese conciso "bien" era típico de ella, característico de una aspereza que, a mi parecer, tenía más que ver con la sinceridad que con la crueldad. Me gustaba esa forma adusta de aceptar nuestra relación. Solo con una persona tan sumamente sensata podría yo haber engañado a mi mujer».

Antonia, por su parte, está colgada de las sesiones psicoanalíticas de Palmer, hasta que un día le comunica a Martin que se quiere ir con su terapeuta y que quiere el divorcio. La entrevista entre Palmer y Martin para hablar de ello es un modelo de tergiversación y de manipulación llevada en todo momento con una educación aparente que esconde a la perfección los verdaderos sentimientos de ambos; a ello contribuye, como no podría ser de otro modo, la cháchara psicoanalítica puesta en boca de Palmer.

Esa extraña situación pone en contacto de nuevo a Martin con sus hermanos Rosemary y Aldexander, con quienes mantenía una relación fría y distante, que parece que van a encargarse de que pase aquel amargo —aunque no tanto para el propio Martin, si hacemos caso a sus declaraciones— trago en las mejores condiciones posibles; un propósito que, sorprendentemente, es asumido también por Antonia —no se sabe si siguiendo instrucciones de su psicoanalista o por propia iniciativa—.

«Yo seguía delante de la chimenea observando las llamas e intentando limpiar una vieja pipa que había encontrado (fumaba en pipa de vez en cuando). Oí a Antonia entrar de nuevo en el salón. Lo cruzó para plantarse delante de mí. Me quedé mirándola y ella me observó fijamente sin pestañear, desaparecida ya su sonrisa. Era la primera vez que estábamos solos desde que había regresado acompañada de Rosemary. La química secreta de la situación hacía que Antonia y yo fuéramos dos personas nuevas y diferentes. Nos observávamos el uno al otro con una consternación de fondo en la que, en mi caso, se escondía un pavor abyecto, listo para sondear qué había cambiado. Me sentí de pronto mareado por el dolor e incapaz de afrontar la escena que estaba a punto de tener lugar, fuera cual fuera. Volví a dedicarme a raspar la pipa».

La situación general que implica a todos los personajes va adquiriendo un carácter de comedia de enredo —muy británica, eso sí— cuyo hilo parece difícil de desentrañar; el narrador en primera persona refuerza la verosimilitud de la acción y, sobre todo, del propio protagonista que, de otro modo, podría pasar por excesivamente fantástico.

El proceso de desmantelamiento del matrimonio toma más tiempo del previsto e incluye a más personas de las directamente implicadas, de entre las cuales destaca, por el inesperado papel que adopta, Honor, la hermana alemana de Palmer. Sin embargo, y a pesar de ciertos momentos de decaimiento, Martin lleva el proceso estupendamente y con buen humor. La transición es complehja pero, extrañamente, todo el mundo se comporta con infinita corrección y hace gala de una chocante empatía para que todo sea fácil, rápido e indoloro. Todos menos Martin, cuya toletancia esconde —también y sobre todo al lector, erigiéndose en paradigma del narrador embustero—, a la perfección, eso sí, un severo remordimiento contra todo y contra todos de enormes dimensiones.

Ese proceso idílico de divorcio, las empatías cruzadas, la buena educación y las intenciones de amparar al supuestamente más débil se interrumpen, de manera bronca, cuando Antonia y Palmer se enteran del affaire entre Martin y Georgie. Pero esa nueva situación no provoca ni excesivos reproches ni escenas violentas, sino algo peor, la incontrovertible decisión de Antonia y Palmer —recuerden, psicoanalista— por comprender, ayudar y perdonar —un empacho de benevolencia— su carencia de resentimiento —ay, qué sería de los psicoanalistas si no existiera esa palabra— y la insistente e insoslayable intención de concederle su bendición.

«Llevé a Georgie a casa en coche. Fuimos callados, exhaustos en realidad. Una vez allí, me ofreció quedarme a cenar y comimos pan con queso. Georgie no sabía cocinar y yo no tenía ánimo para preparar nada. Devoramos el pan y el queso voraces y con miradas hoscas, los acompañamos con whisky con agua. Me veía incapaz de soportar cualquier despliegue de emociones de Georgie en  ese preciso momento; quería huir de allí. Me puso a prueba cuando estábamos terminando la cena, precisamente con una demostración de sus emociones, y no logré encontrar palabras que la consolaran. Se ahorró las lágrimas. Pero en nuestros cerebros vivía el recuerdo de su declaración: había asegurado que era improbable que me casara con ella. Para Georgie, pensaba yo, aquellas palabras eran una barrera entre los dos que ella esperaba a que yo retirara con amor y furia. En mi caso constituían más bien un tipo de moratoria, una zona neutral momentánea en la que podía —y cuánto lo necesitaba, fatigado como estaba— descansar de verdad. No tenía fuerzas para pronunciar los discursos apasionados y tranquilizadores que Georgie esperaba. Sus palabras pretendían ser una provocación. Yo las acepté agradecido y en silencio como un lugar en el que reposar».

A partir de ese momento, y después del encuentro entre Antonia y Georgie, los acontecimientos adquieten una velocidad de crucero mayor de lo que Martin puede asimilar, y la intromisión en el asunto de la hermana de Palmer, cuyo papel es cada vez más relevante en el manejo de la disputa y en la mente del propio Martin, y de los dos hermanos de este provoca que la gestión del conflicto se le escape totalmente de las manos

«El amor extremo, una vez reconocido, presenta el sello de lo indubitable. Entendí con toda certeza mi situación y lo que debía hacer de inmediato. Existían, no obstante, como empecé a reconocer en cuanto me vi cómodamente sentado en un tren en la estación de Liverpool Street, numerosos motivos para el nerviosismo, o más bien para el terror, y también para la perplejidad, o más bien para el puro desconcierto. Que no me correspondía, con dos mujeres en mis manos ya, ir a enamorarme de una tercera me inquietaba poco en comparación. La fuerza que me empujaba hacia [x; no quiero revelar de quién se trata] se imponía con la autoridad de un cataclismo, y del mismo modo que no cabía la posibilidad de la indecisión, no me inquietaba mi deslealtad, aunque fuera consciente de ella. Había sido elegido, y de forma inexorable; no era yo quien elegía. Esta misma imagen, no obstante, me hizo ver lo descabellado de mi posición. Había sido elegido, pero ¿por quién o qué? Desde luego, no por [x]; las últimas palabras que me había dirigido —todavía resonaban como un golpe en la oreja— habían sido de todo menos halagadoras. Nunca me había sentido tan seguro de un camino, pero era uno que probablemente condujera tan solo a la humillación y al fracaso».

Sin embargo, la propiedad más indeseable de las cosas que funcionan mal es que siempre pueden funcionar peor. Peor o mejor, claro, dependel del propietario del punto de vista.

Ah, y por cierto, una tautología que conviene tener en cuenta: el psicoanálisis no es más que una cháchara intrascendente, inocua y desternillante dirigida a mentes pusilánimes; lo verdaderamente peligroso son los psicoanalistas.

«—Tu amor por mí no habita el mundo real. Sí, es amor, no lo niego. Pero no todos los amores tienen un camino que recorrer, suave o no, y ante este no se abre ningún camino. Debido a lo que soy y debido a lo que tú viste, me he convertido en un objeto de fascinación terrible para ti. Soy una cabeza cercenada como las que utilizaban las tribus primitivas y los viejos alquimistas, que las ungían de aceite y les ponían un pedazo de oro sobre la lengua para que formularan profecías. Y quién sabe si esa larga relación con una cabeza cercenada no puede conducir a un conocimiento peculiar... Por un conocimiento como este cualquiera habría pagado su precio. Pero esto está lejos del amor y de la vida ordinaria».

Otros recursos relativos a la autora en este blog:
http://jediscequejensens.blogspot.com/search?q=Iris+Murdoch

12 de febrero de 2024

Mugby Junction

 

Mugby Junction. Charles Dickens et al. La Fuga Ediciones, 2023
Traducción de Miguel Ángel Pérez, Daniel de la Rubia y Manuel Manzano

All the Year Round (1859-1895) fue una revista literaria semanal fundada por Charles Dickens; en sus números fueron publicados, en forma de serie, entre otros, Historia de dos ciudades (1859) y Grandes Esperanzas (1860-1861), del propio Dickens, pero también otras obras de algunos contemporáneos, como La Dama de Blanco (1859-1860), de Wilkie Collins, y A Strange Story (1861-1862), de Edward Bulwer-Lytton. En navidad, la revista contaba con un suplemento en el que se publicaban cuentos escritos por encargo; en el ejemplar correspondiente a 1866 la colección de cuentos publicada se llamó Mugby Junction y, aparte del propio Dickens, que escribió una especie de introducción en tres partes y uno de los relatos, contribuyeron también Andrew Halliday, Charles Collins, Hesbra Stretton y Amelia B. Edwards

«A las cuatro y veinte de la madrugada, el Cruce de Mugby es un lugar repleto de formas lóbregas. Misteriosos trenes de mercancías, cubiertos por lonas, marchan como funerales vastos y extraños, huyen culpables de la presencia de las pocas farolas encendidas, como si su carga hubiera llegado a un final secreto e ilegal. Medias millas de carbón avanzan como los detectives, siguiendo cuando los perseguidos avanzan, deteniéndose cuando se detienen, retrocediendo cuando retroceden. Ascuas al rojo vivo llueven sobre el suelo por aquella oscura avenida y, por la otra es como si se avivaran los fuegos del tormento. Al mismo tiempo, rugidos, gemidos y chirridos invaden el oído, como si un tortutado hubiera alcanzado el colmo de su sufrimiento: jaulas de barras de hierro llenas de ganado que brama a medio camino, las bestias con las cabezas gachas y los cuernos enredados, las bocas y los ojos congelados de terror, largos carámbanos, o eso parecen, cuelgan de sus labios. Lenguajes desconocidos se cruzan en el aire, conspirando en letras rojas, verdes y blancas. Un terremoto acompañado de truenos y relámpagos avanza en dirección a Londres».

El pretexto para el conjunto de relatos es un lugar y el libro se estructura a través de dos partes diferenciadas: una introducción que tiene la función de encajar al lector y, como parte de la misma, un  relato protagonizado por el personaje titular, y cinco relatos más, relacionados con la introducción y con el título del conjunto por su referencia a los trenes.

En la primera parte, un singular pasajero, llamado Joven Jackson pero que responde al insólito nombre de Hermanos Barbox —que es el nombre que figura en la etiqueta de sus maletas—, llega a un inusitado lugar de la red ferroviaria, Mugby Junction, un nodo de vías férreas, realmente un no-lugar. Lo absurdo de la situación provoca conversaciones igualmente descabelladas entre personajes que parecen sacados de una freak parade: la introducción  en ese peculiar mundo —aunque sería más preciso hablar de universo— del viajero corre a cargo de Faroles, un empleado de Mugby Junction, y, desde un punto de vista más lógico, a cargo de su hija Phoebe —con la cual, por cierto, mantiene una curiosa relación. En estas conversaciones, Hermanos Barbox, a quien llaman, por su extraña actitud de permanecer en un lugar que, por definición, es de paso, «el caballero que no va a ninguna parte», les cuenta los sucesos acaecidos en su accidentado pasado y sus intenciones de futuro.

«—Viajo desde que nací, porque desde el día de mi llegada este mundo siempre ha estado lleno de terrores. Como el primer cumpleaños que celebraré con libertad será dentro de cinco o seis semanas, viajo para dejar lejos a los que le precedieron, y para ver si logro olvidar ese día, o por lo menos quitarlo de mi vista, ocultándolo debajo de nuevos intereses».

El primer intento de Hermanos Barbox por dejar Mugby Junction lo lleva a una ciudad de Gales en la que conoce y tiene que hacerse cargo de una niña, tan simpática como repelente, que se ha extraviado, un descarrío que no es más que una maniobnra de su madre. La afabilidad de Dickens, en la forma de mirada piadosa y favorable hacia los niños que es una constante de su obra, prevalece por encima de todas las dificultades que deben enfrentar y pese a las cuales acaban superándolas; aunque la permanente ironía del autor, que a menudo se convierte en humor negro, confiere a sus obras un tono tan peculiar que se diría único.

«Regresó al Cruce de Migby y, de hecho, se estableció allí. Era el lugar que le convenía para vivir y para alegrarle la vida a Phoebe. Era el lugar que le convenía para vivir, y para que Beatrice enseñara música. Era el lugar que le convenía para vivir, y para llevarse prestada a Polly de vez en cuando. Era el lugar que le convenía para vivir, pues podía relacionarse a voluntad con toda clase de personas y lugares agradables. Así se instaló allí, y como su casa se encontraba en una posición elevada, podemos decir de él, para terminar, como la misma Polly habría dicho (sin irreverencia alguna): Érase el Viejo Barbox que vivía en una colina. Y si no se ha ido, todavía vive allí».

Después de esta introducción, comienzan los relatos oídos de los viajeros que han pasado de Mugby Junction, todos con referentes ferroviarios. El primero, debido a Dickens, mantiene el tono humorístico e irónico de la introducción; el resto, cambian diametralmente de tono, y lo que era agudeza ingeniosa se convierte en terror, misterio y fantasía: el curioso carácter y la idea de atención al público de los empleados de la cantina de Mugby Junction; el hombre autoexiliado en un remoto cambio de agujas, torturado por las visitas de un espectro que anuncia terribles desgracias; el maquinista vocacional que cuenta las particularidades de su trabajo y se enorgullece de las pocas personas que ha matado con su locomotora; un criado cuenta la historia de la fobia a los espejos del habitante, consecuencia de una cruel experiencia de su juventud, de un edificio adquirido por la compañía ferroviaria para ampliar sus estancias; el empleado de una oficina de correos ubicada en un tren recibe una visita femenina que coincide con la desaparición de una relevante saca de documentos; dos amigos desde la infancia, trasladados a Italia por su empresa dedicada a la fabricación de locomotoras, se enemistan por causa de una mujer y solo la intervención de la providencia evita una gran catástrofe.

Cuentos clásicos para lectores inteligentes; sin más, que no es poco.

9 de febrero de 2024

Las huellas del sol

 

Las huellas del sol. Walter Tevis. Impedimenta, 2024
Traducción de Rubén Martín Giráldez
The Steps of the Sun, 1983

«Me llamo Ben Belson, soy el célebre multimillonario, amigo de mujeres guapas y famosas, amante del teatro, trotamundos de la galaxia y criptomarxista. Tengo las manos grandes, los pies grandes, el pene grande y una voz tonante. Y un enorme agujero palpitante y vacío en el corazón». 

A veces, el mejor blurb —y no digamos ese intento fallido de epítome es la faja promocional— es, sencillamente, un párrafo del libro en cuestión.

5 de febrero de 2024

El tugurio. Los Rougon-Macquart VII

 

El tugurio. Los Rougon-Macquart VII. Émile Zola. Trotalibros, 2022
Traducción de Amaya García Gallego

El tugurio (L'Asssommoir) —traducida históricamente en castellano como La taberna—, séptimo volumen de la serie de los Rougon-Macquart, fue publicada originalmente por entregas en Le Bien Public y en La République des Lettres en 1876, y en forma de libro un año después. La protagonista que enlaza con la saga es Gervaise Macquart, segunda hija de Antoine Macquart y Joséphine Gavaudan, nacida en 1828, que arrastra una lesión en la pierna consecuencia de la violencia de su padre hacia su madre embarazada y es un personaje que aparece en varias entregas de la serie; es la  madre de Anna Coupeau, conocida como Nana y protagonista de la novela con su mismo nombre, novena entrega del conjunto. Con anterioridad a los hechos narrados en El tugurio, Gervaise —que cuenta veintidós años al comienzo de la novela— se ve obligada, debido a los malos tratos a los que la somete su padre, a huir de Plassans y establecerse en París con su amante, Auguste Lantier, y sus dos hijos, Claude —personaje principal de La obra— y Étienne —Germinal—, de ocho y cuatro años respectivamente, a los que se sumará, posteriormente, Jacques —La bestia humana—. La novela se ubica temporalmente en la segunda mitad del siglo XIX en la época de Napoleón III, y su final coincide con el inicio de la transformación urbanística llevada a cabo por Georges-Eugène Haussmann, entre 1853 y 1870, que consistió en la demolición de los barrios medievales y la construcción de los Grandes Bulevares, parques, plazas y saneamiento, y la anexión a la trama urbana de los suburbios extramuros. 

El microcosmos en el que se desarrolla la acción es el París de las callejuelas malsanas y los pasajes recónditos, anterior a la reforma, ubicados en el límite de la ciudad; un barrio popular con gran tráfico de personas y mercancías, una calle donde coinciden un matadero y un hospital, poblado por gente pobre de solemnidad. Gervaise, Lantier y sus hijos se encuentran con todos sus bienes embargados alojados en una insalubre habitación; ella, que tiene que encargarse de sus hijos, no puede trabajar, mientras que su amante es un vago con proyectos tan ambiciosos como irrealizables.

En esta puesta en situación, en ese plano general que Zola muestra para ubicar al lector, destaca, antes de que centre su atención en el verdadero protagonista del relato, el establecimiento de bebidas,  el lavadero como emplazamiento de socialización destinado a las mujeres, el único lugar al que sus obligaciones les permiten desplazarse para evadirse de su reclusión doméstica; allí toman cuerpo las noticias, falsas y verdaderas, los chismorreos, las enemistades efímeras y las amistades eternas —y viceversa—, el lugar perfecto para que se relacionen esas mujeres en situación más o menos precaria; pero también el lugar propicio para dirimir diferencias y concertar enfrentamientos; el primer clímax de El tugurio tiene lugar en el lavadero, donde Gervaise se entera de que Lantier se ha largado dejándola con sus deudas y sus hijos. 

«Gervaise colgó la ropa lavada en el respaldo de una silla y se quedó de pie, dando vueltas, examinando los muebles, tan estupefacta que ya no le corrían las lágrimas. Le quedaban cinco céntimos de los veinte que había guardado para el lavadero. Entonces, al oír en la ventana la risa de Étienne y Claude, que ya se habían consolado, se acercó, les pasó los brazos por encima de la cabeza y se olvidó de todo por un instante, delante de la calzada gris donde por la mañana había visto despertarse al pueblo obrero, el trabajo gigantesco de París. A esa hora, la calle, al calor de las tareas del día, encendía una reverberación ardiente por encima de la ciudad, detrás del muro. A esa calle, con ese calor de horno, era adonde la arrojaban con los niños; con la mirada abarcó los bulevares exteriores, a derecha e izquierda, deteniéndose en ambos extremos, presa de un espanto sordo, como si la vida, en adelante, fuera a caber ahí, entre un matadero y un hospital».

El título de la novela se refiere, en concreto, a un local, el tugurio del tío Colombe, pero denomina  también, con carácter genérico, a esas bodegas insalubres, algunas de ellas con su propia destiladora, que abundaban en la periferia de la capital, un complemento inseparable de los barrios populares; una especie de omphalós alrededor del cual se crea y organiza el reducido universo de sus habitantes, el centro cósmico que comunica el mundo de los vivos, el de los muertos y el de los dioses: un gran mostrador de zinc, con estantes llenos de recipientes y espejo de luna que ofrece, en un solo plano, el reflejo del envés de las botellas, la espalda de los camareros y la práctica totalidad de la sala, y que parece separar el pasado del futuro; en el patio, un alambique de destilación completa el lienzo.

Los individuos dudosos que, conociendo la situación en que ha quedado Gervaise después de la huida de Lantier —en especial un tal Coupeau, albañil y zinquero—, intentan comprometerla, hacen su aparición; pero ella, que tiene a sus hijos y ha conseguido una buena colocación, les rechaza; hasta que la insistencia de Coupeau y la flaqueza de ánimo de Gervaise se encuentran; ella, finalmente, aceptar casarse. La boda se celebra bajo el signo de la perentoriedad, con la censura de la familia del novio, la burla de los vecinos y la desgana de los funcionarios —peor premonición parece imposible—, pero también con las dudas, no expresadas, de la novia, a pesar de la buena disposición que muestra exteriormente. 

«Los cuatro testigos le dieron palmadas en los hombros al cinquero, que encorvaba la espalda. Entre tanto, Gervaise le daba un beso a mamá Coupeau, sonriente aunque con los ojos empañados. Contestó a las palabras entrecortadas de la anciana: 
—No tenga cuidado, haré todo lo que esté en mi mano. Si la cosa se tuerce, no será por mi culpa. Pues no faltaría más, con las ganas que tengo de ser feliz... En fin, ahora ya está hecho, ¿no? Ahora depende de nosotros dos llevarnos bien y poner de nuestra parte».

Una celebración modesta, que el narrador hace transitar entre la sátira y la insignificancia, que intenta emular las bodas de la sociedad bienestante pero que, en su empeño, se convierte en una parodia: los celebrantes no pueden ocultar ni su origen ni su penuria, pero en el intento de encubrirlas —una visita cultural al Louvre da perfecta cuenta de ello—, se desploman en el mayor de los ridículos, ahondando aún más en las inabordables diferencias con aquello que quieren imitar.

Contra todo pronóstico —y parecería que sobrepasando las expectativas de los propios protagonistas—, la vida en común de Gervaise y Coupeau comienza con buen pie; el trabajo duro de ambos y sus economías les permiten trasladarse a un mejor alojamiento, con unos vecinos bondadosos y honrados con los que intiman rápidamente, los Goujet, madre e hijo, y ser padres de una niña, Nana. Pero la ternura y el detalle con que Zola se demora en la situación no augura nada bueno.

Efectivamente, un accidente laboral de Coupeau pone a prueba la estabilidad doméstica, el alcance de sus ahorros, la honestidad de sus vecinos y la magnanimidad de su familia. La larga convalescencia parece que despierta en el accidentado algo parecido a la conciencia de clase —uno de los lugares comunes en la literatura de Zola—, pero será solo un espejismo que el interesado empleará para otros razonamientos y otras conclusiones.

«Cuando recuperó el uso de las piernas, se le quedó un rencor sordo contra el trabajo. Qué asco de oficio, tener que pasarse todo el día en los canalones, como los gatos callejeros. ¡Qué espabilados, los burgueses! Te mandaban a la muerte, los muy gallinas, incapaces de subirse a una escalera; preferían acomodarse firmemente junto al fuego, sin importarles un bledo la gente pobre. Y llegaba incluso a decir que cada cual debería techar su propia casa. Señor, si hubiera justicia, así deberían ser las cosas: si no quieres mojarte, ponte a cubierto. Luego lamentaba no haber elegido otro oficio menos peligroso; ebanista, por ejemplo. Eso también era culpa del padre Coupeau; los padres tenían la estúpida manía de meter a los hijos, a pesar de todo, en su bando».

Un momentáneo instante de lucidez de Gervaise la lleva a iniciar un negocio de lavandería, con la ayuda de un préstamo de su vecino Goujet, un trabajo duro que se traduce en unas buenas relaciones con el vecindario, excepto con los familiares de Coupeau, muertos de envidia. Este, después de una larga convalescencia, empieza a frecuentar más de lo aconsejable la taberna, trabaja de Pascuas a Ramos —es Gervaise quien sostiene la economía familiar a solas— e intenta propasarse  con las empleadas de su esposa; un proceso, en conjunto, con final previsible 

«—¿Y qué voy a hacer con él? No está en sus cabales, no puedo enfadarme con él. Y aunque lo zarandease, de nada serviría. Prefiero seguirle la corriente y meterlo en la cama; al menos, la cosa acaba enseguida y yo me quedo tranquila... Además, tampoco es malo, me quiere mucho. Ya lo han visto hace un rato, quería darme un beso aunque lo hicieran picadillo. No deja de ser un buenazo; porque hay muchos que, cuando beben, se van con mujeres... Él vuelve aquí de cabeza. Bromea con las operarias, pero ahí queda la cosa. ¿Me oye, Clémence?, no tiene de qué ofenderse. Ya sabe lo que es un hombre borracho; mataría a su padre y a su madre, y luego ni se acordaría... ¡Huy, se lo perdono de corazón! Es como todos los demás, ¡qué caray!»

A pesar de todos los impedimentos, la lavandería funciona propiciamente; algunos fantasmas del pasado rinden esporádicas pero indeseables visitas; la novela entra, hacia la mitad de su extensión, en un impasse momentáneo, que Zola colma con sus magistrales descripciones, se diría que preparando al lector para los hechos trágicos que se adivinan en un horizonte más que cercano. El manejo de ese dramatismo esperado que no acaba de mostrarse, entreteniéndose con insustanciales anécdotas narradas por personajes secundarios ajenos a la trama principal, y de la tensión que la aparente placidez esboza ponen de manifiesto el dominio del ritmo narrativo característico del francés. 

«Ahora, todas las tardes transcurrían así. El local era el refugio de los frioleros del barrio. Toda la calle de La Goutte d'Or sabía que allí se estaba calentito. Siempre había dentro mujeres parlanchinas que se ponían al amor de la lumbre delante de la estufa, con las faldas arremangadas hasta la rodilla, templándose. Aquel calor reconfortante era el orgullo de Gervaise, que animaba a la gente a entrar; recibía las visitas, como decían malévolamente los Lorilleux y los Boche. Lo cierto era que siempre se mostraba atenta y compasiva, hasta tal punto que metía a los pobres en el local cuando los veía tiritando fuera. Le cogió especial cariño a un antiguo oficial de pintor, un anciano de setenta años, que vivía en un camaranchón de la casa, donde se moría de hambre y de frío; había perdido a sus tres hijos en Crimea y vivía a la buena de Dios desde hacía dos años en que ya no podía ni sujetar la brochas. En cuanto Gervaise veía asomar al tío Bru, pisando fuerte en la nieve para entrar en calor, lo llamaba y le apañaba un lugar cerca de la estufa; a menudo incluso lo obligaba a comer un pedazo de pan con queso. El tío Bru, con el cuerpo encorvado, la barba blanca y el rostro arrugado como una manzana ajada, se pasaba las horas muertas sin decir nada, escuchando el chisporroteo del cok. Quizá estuviera recordando los cincuenta años de trabajo, subido a una escalera, el medio siglo dedicado a pintar puertas y blanquear techos de un extremo a otro de París»

El estrechamiento de los lazos de amistad entre Gervaise y Goujet, que enmascaran cierto grado de amor no declarado por ambas partes, parece abrir un nuevo conflicto de consecuencias imprevisibles; y más en cuanto que Coupeau, improductivo pero derrochador, pasa interminables horas en el tugurio del tío Colombe, fundiéndose el dinero en incontables rondas de aguardiente.

La cena de Gervaise por su onomástica encarna el punto de tensión a partir del cual va a desencadenarse la tragedia. Gervaise, que ha tenido que empeñar varios objetos para hacer frente a los gastos de la celebración, invita  a vecinos y conocidos a un opíparo ágape que deja estupefacto a todo el barrio. Pero la conducta de Coupeau, alterado por el alcohol, va degenerando, y la última manifestación de esa degradación es su empeño por reanudar las relaciones con Lantier, que parece haberse reformado desde que abandonó a Gervaise; a falta de alojamiento en la vecindad, Coupeau le ofrece una habitación en su propia casa, que Lantier acepta mientras va inmiscuyéndose progresivamente en la vida cotidiana del hogar y de la lavandería, y contribuyendo, con el propio Coupeau, a la ya inevitable ruina de la familia. 

«Cabe decir que Coupeau y Lantier se corrían juntos unas juergas desenfrenadas. Ahora Lantier le daba a Gervaise sablazos de diez y veinte francos, en cuanto se olía que había dinero en casa. Siempre eran para grandes negocios, En aquellos días, a continuación malmetía a Coupeau, contaba que tenía que hacer un recado muy largo, lo llevaba con él; después, sentados frente a frente al fondo de algún restaurante próximo, se metían entre pecho y espalda platos que no se pueden comer en casa, regados con vino de reserva [...]. Naturalmemnte, no se puede estar de juerga y trabajando. Así pues, desde que el sombrerero se sumara a la familia, el cinquero, que ya ganduleaba bastante, acabó por no volver a tocar una herramienta [...]. El animal del sombrerero siempre se quedaba a medio camino. Dejaba que el otro se achispara, lo plantaba y volvía a casa sonriente, con su cara amable. Él se agarraba las curdas pulcramente, sin que nadie se diera cuenta. Quien le conocía bien se lo notaba solo en que se le achicaban los ojos y gastaba unos modales más atrevidos con las mujeres. El cinquero, en cambio, se ponía que daba asco, ya no podía beber sin caer en un estado indigno».

El escenario principal de la novela hasta ese momento comienza a compartir protagonismo con el escenario nominal, las tabernas, especialmente el tugurio del tío Colombe,que frecuentan los personajes masculinos principales, en particular Coupeau y Lantier, convertidos en compañeros inseparables gracias a la botella, con excepción de Goujet, que adquiere cada vez más relevancia entre los conocidos de Gervaise hasta que, finalmente, deja de relacionarse con ella. La degradación que conlleva el alcoholismo —y esa es, tal vez, una de las tesis principales de Zola— se traslada a la vida familiar, sobre todo —y esta sería la otra tesis, no menos relevante, que enuncia el autor, y que sería la principal causante de las críticas que se granjeó, en especial con esta obra— en las capas más humildes de la sociedad, y no termina hasta la destrucción total, después de una interminable e inevitable pendiente.

«Gervaise, con ese vocerío infernal persiguiéndola, andaba deprisa. Y cuando se estuvo sola en medio del gentío, aflojó el paso. Estaba más que resuelta. Entre robar y hacer eso, prefería hacer eso, porque al menos no perjudicaba a nadie. Lo único de lo que podía disponer era de su persona. Desde luego, no era decente, pero en ese momento su pobre mollera no distinguía entre lo decente y lo indecente; cuando uno se está muriendo de hambre, no se dedica a filosofar, sino que se come el pan que se le pone delante».

La decadencia final coincide con la reforma de Haussmann; el París opulento y presuntuoso de les grands boulevards se construye sobre las ruinas de las callejuelas insalubres, como si esa transformación dejara sin morada a todos los que habitaban en ellas, condenándolos a la extinción.

«Después, mientras subía los seis pisos a oscuras, no pudo evitar reírse; una risa de las malas, que le hacía daño. Se acordaba de su antiguo ideal: trabajar en paz, comer pan todos los días, tener un rincón medio limpio para dormir, criar a los hijos, no recibir golpes y morir en su cama. ¡En verdad que tenía gracia cómo se había cumplido todo! Había dejado de trabajar, había dejado de comer, dormía entre la basura, su hija andaba por ahí de picos pardos y su marido le zurraba la badana; ya solo le faltaba morirse en la calle, y pensaba hacerlo enseguida, si reunía valor para tirarse por la ventana cuando llegase a casa. ¡Cualquiera diría que le había pedido al Cielo una renta de treinta mil francos y un trato privilegiado! ¡Lo cierto es que, en esta vida, aunque aspires a muy poco, nunca conseguirás nada! Ni siquiera rancho y catre, ese es el destino común. Y la risa dañina era aún mayor al acordarse de esa bonita perspectiva de retirarse al campo, después de veinte años dedicándose a planchar. ¡Pues  mira, al campo sí que niba a ir! Quería su parcelita ajardinada en el [cementerio] Père Lachaise».

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Relación de los títulos que componen el ciclo (fuente: Wikipédiay Notas de Lectura, cuando proceda, incluidas en este blog:

La Fortune des Rougon, A. Lacroix, Verboeckhoven et Cie, Paris, 1871
La fortuna de los Rougon. Los Rougon-Macquart I
La Curée, A. Lacroix, Verboeckhoven et Cie, Paris, 1872
La jauría. Los Rougon-Macquart II
Le Ventre de Paris, Charpentier, Paris, 1873
El vientre de ParísLos Rougon-Macquart III
La Conquête de Plassans, Charpentier, Paris, 1874
La conquista de Plassans. Los Rougon-Macquart IV
La Faute de l'abbé Mouret, Charpentier, Paris, 1875
La culpa del abate Mouret. Los Rougon-Macquart V
Son Excellence Eugène Rougon, Charpentier, Paris, 1876
L'Assommoir, Charpentier, Paris, 1878
El tugurio. Los Rougon-Macquart VII, en este post
Une page d'amour, Charpentier, Paris, 1878
Nana, Charpentier, Paris, 1880
Naná. Los Rougon-Macquart IX
Pot-Bouille, Charpentier, Paris, 1882
Au Bonheur des Dames, Charpentier, Paris, 1883
El Paraíso de las DamasLos Rougon-Macquart XI
La Joie de vivre, Charpentier, Paris, 1883
Germinal, Charpentier, Paris, 1885
GerminalLos Rougon-Macquart XIII
L'Œuvre, Charpentier, Paris, 1886
La obra. Los Rougon.Macquard XIV
La Terre, Charpentier, Paris, 1887
Le Rêve, Charpentier, Paris, 1888
La Bête humaine, Charpentier, Paris, 1890
La bèstia humana. Los Rougon-Macquart XVII
L'Argent, Charpentier, Paris, 1891
La Débâcle, Charpentier et Fasquelle, Paris, 1892
Le Docteur Pascal, Charpentier et Fasquelle, Paris, 1893