25 de enero de 2021

Castellio contra Calvino

 

Castellio contra Calvino. Stefan Zweig. Acantilado, 2001
Traducción de Berta Vias Mahou

Relectura de este nuevo clásico del siglo XX en el que, a través de su accesible escritura, Zweg contrapone el concepto de la libertad de conciencia a través de los métodos de dos personajes relevantes de los comienzos de la Reforma.

La Historia parece poner en evidencia que cuando una corriente de pensamiento se desgaja del curso dominante, replica con más fuerza e intensidad aquellas cuestiones que la llevaron a independizarse: la versión más radical de la Reforma reprodujo con una inquietante exactitud todo aquello que censuraba a Roma. La razón del enfrentamiento fue el alcance de la libertad individual y de conciencia; los contendientes, el humanista aislado, la libertad, y la maquinaria del estado confesional, la autoridad; el antecedente, la condena a Miguel Servet, el protestante disidente denunciado por Calvino a la Inquisición católica y finalmente condenado en la que sería la primera ejecución por herejía del protestantismo —"el primer asesinato religioso", dijo Voltaire—; el desencadenante: el traslado, por parte de Castellio, de esa venganza del terreno religioso al moral.

Todo ello en el mismo siglo en que vivió Montaigne, y sintetizable en un concepto: fanatismo.

18 de enero de 2021

Summa technologiae

 

Summa technologiae. Stanislaw Lem. Ediciones Godot, 2017
Traducción de Bárbara Gill

"Vale la pena aprender esa lengua [la construida a partir de las veinte letras que representan a los aminoácidos del código genético] que crea filósofos, cuando la nuestra solo crea filosofías".

La tecnología como proceso en ininterrumpido desarrollo abre un abanico de posibilidades que ni la investigación histórica ni la científica, su precursora, tuvo en consideración: mientras que la ciencia busca una explicación de los fenómenos, la tecnología se mueve en el campo de la utilidad.

Cabe preguntarse si la ciencia, la biología, por ejemplo, avanza, evolutivamente —no como método de estudio—, a través de procesos tecnológicos que excluyen el socorrido proceso de ensayo y error —un procedimiento en el que la mente humana proyecta sus propias limitaciones—, o, en cambio, progresa mediante la generación de instrumentos destinados a mejorar la adaptación a un medio en cambio continuo, una inestabilidad que ni siquiera las aproximaciones más visionarias han podido vislumbrar. Es, desde esta perspectiva transtecnológica, que el poder del ser humano sobre su entorno, en sentido general, sería incalculable.

En un mundo cambiante a una velocidad vertiginosa, la apelación a la experiencia de las generaciones pasadas para afrontar retos actuales —no digamos ya futuros— parece una incongruencia; por esa razón, entre otras, la filosofía va perdiendo terreno frente a la tecnología, la ética frente a la utilidad, la ciencia frente a los dogmas neorreligiosos.

La duración del proceso a través del cual una solución tecnológica se inventa, se desarrolla, se implanta, se ejecuta y da los frutos esperados se ha acortado de forma muy notable con el transcurso de los siglos, y parece que el valor de su utilidad no es un parámetro definitivo, sino el beneficio, no exclusivamente económico, que espera obtener el que la instaura.

Las cosas existentes en un lugar y tiempo determinados son una parte ínfima del catálogo de todas las posibles, teniendo en cuenta las potencialidades de esos lugar y tiempo. Esa limitación puede ser consecuencia tanto de un sistema económico de utilización de los recursos disponibles como el resultado de un complejo y racional análisis de utilidad.

La evolución biológica y la tecnológica tienen un punto en común: la precariedad de los pasos intermedios y su mayor proximidad al antecedente —al que, a menudo, no llega a superar— que al  consecuente: el primer ser terrestre se parecía más a un pez con patas que a un cuadrúpedo, y ya no podía nadar tan bien como su precursor; el primer automóvil recordaba más a un carro tirado por caballos sin caballos que a un coche actual, y era más lento. Pero, además, ambas contienen elementos no ligados a la utilidad directa, "ateleológicos", como la cresta del gallo o los adornos cromados de los automóviles, cuya función parece estar más cerca del atractivo, finalmente sexual, que de la practicidad. Sin embargo, exhiben una diferencia fundamental: la evolución biológica es amoral; la tecnológica, no debería serlo; una distinción que se añade a un catálogo no siempre explícito: quién comenzó el proceso —en la bioevolución, la combinatoria; en la tecnoevolución, la intencionalidad—; cómo se lleva a cabo —por selección, en el primer caso; por especialización,  en el segundo—; con qué instrumentos —mediante el conocimiento empírico o a través del pensamiento teórico, respectivamente—; y, finalmente, para qué sirven —como regulación de la naturaleza o como reglamentación de la humanidad, una situación en la que entra en escena la moralidad—.

El proceso tecnológico productivo es función de la existencia de una reacción en cadena de sucesos primarios; para que esta reacción tenga lugar debe producirse la superposición de una serie de sucesos de carácter masivo estadístico —una superestructura— por encima de otra sobre la que actuar, subordinada a la primera.

Al ser imposible conocer con exactitud el destino final del proceso tecnológico y, a priori, la magnitud y el número de pasos necesarios para alcanzar los puntos intermedios, es de esperar que el hipotético contacto con otras civilizaciones más avanzadas nos facilitaría algunos indicios. Esa colaboración se podría testificar por comunicaciones directas, caso de haberlas, pero también, en su ausencia, mediante la observación de fenómenos accidentales que fueran manifestaciones colaterales de su existencia.

Las inferencias estadísticas relativas a la existencia de otras civilizaciones galácticas son desmentidas por la realidad de la inexistencia de testimonios; una de las razones de esa disonancia puede ser que lo que se busca no es vida extraterrestre sino civilizaciones extraterrestres, y se hace con un sesgo antropomórfico a la vez limitante e improcedente; en realidad, la ingente cantidad de fenómenos casuales de distinto signo que han concluido con la aparición del hombre sobre la tierra pone en cuestión cualquier acercamiento estadístico puro porque: 1) no se puede considerar la totalidad de accidentes que han tenido lugar en el proceso, ya que algunos son desconocidos; y 2) no se pueden analizar las consecuencias sobre la línea de la evolución de la vida en la tierra a partir de cualquier pequeña variación de alguno de los accidentes. Esa imposibilidad tiene una sospechosa correspondencia, por ejemplo, cuando la disonancia se revela en la interacción con el medio: a) el organismo se adapta al medio: aprendizaje; b) el organismo adapta el medio a sí mismo: inteligencia; c) el modelo de relación es erróneo: muerte y extinción; descartada la opción c), la b) no es necesariamente la más eficiente.

En cuanto a las civilizaciones extraterrestres, hay que tener en cuenta otras hipótesis a la hora de explicarse la ausencia de testimonios: a) las civilizaciones aparecen en el cosmos rara vez, pero su presencia es de larga duración; b) las civilizaciones aparecen en el cosmos con frecuencia, pero son de corta duración; y c) las civilizaciones aparecen en el cosmos con frecuencia y disfrutan de larga duración, pero no se desarrollan ortoevolutivamente. Aunque cualquiera de estas hipótesis está sujeta a un efecto perverso, el punto de vista del observador: si la naturaleza no nos facilita respuestas a nuestras preguntas, deberíamos asegurarnos, antes de sacar conclusiones, de que son las preguntas adecuadas y de que las hacemos a la entidad pertinente.

La duración —y, por tanto, la efectividad —de un proceso tecnoevolutivo es función de su carácter dinámicamente expansivo, pero también de los cambios que puede soportar, incluidos aquellos que pueden hacer desaparecer el aspecto o la intención de su estado inicial. Ambas opciones, individual o conjuntamente, pueden colapsar por razones intrínsecas, pero también debido a efectos externos imprevisibles, incalculables o inasumibles: falta de personal preparado, déficit de la energía necesaria o saturación de los canales comunicativos.

Cualquier crecimiento exponencial —tanto de la población como de la información disponible, de carácter social, biológico o cósmico—, lleva a la civilización al colapso. Si la ciencia quiere sobrevivir, tanto si es el caso de una ciencia clásica, como la física, o de una ciencia relativamente nueva —el caso de la cibernética cuando Lem escribió la Summa, en 1969—, deberá distinguir entre sus posibilidades y sus objetivos.

La tecnología ha alcanzado tal grado de complejidad que nadie es capaz de conocer a la vez la función y la estructura de los nuevos instrumentos; este hecho comporta y posibilita  especializaciones fragmentarias y, como consecuencia de la calidad del conocimiento —el más imprescindible estará en manos de muy pocas personas, que, de este modo, atesorarán más poder—, profundas desigualdades: es la vieja lucha por los medios de producción en una nueva versión, una apropiación puesta en marcha justo después de habernos vendido el papel democratizador del acceso universal a la tecnología.

Otro problema asociado a la vertiente más compleja de la tecnología tiene que ver con la moral; por más que se programe, en la tecnología productiva, en sentido amplio, primarán factores que pueden entrar en contradicción con la moral debido a los requerimientos que se le exigen, con el problema añadido de la dificultad, para el no especialista, de intervenir en el proceso de decisiones. Y el recurso a un regulador que deberá controlar las unidades de servicio no parece ser la solución, aunque pudiera aprender de sus errores, porque la información de que dispone es necesariamente parcial, lo que lo invalidaría como mediador. Lem sostiene que ninguna de estas dificultades que se plantean para la tecnoevolución se presenta en los procesos de bioevolución, ya que los parámetros sobre los que actúa no representan una ventaja para ningún interviniente porque no existenadie que ponga en marcha el proceso. En definitiva, la tecnoevolución buscará siempre las opciones más eficientes de inmediato; la bioevolución, en cambio, actúa teleológicamente, aceptando y permitiendo pasos intermedios poco eficientes pero necesarios para un progreso futuro —como en el caso de ese patoso primer animal terrestre citado con anterioridad.

La simplicidad de los sistemas metafísicos ante la evidente complejidad de la realidad es la causa por la que mantienen una audiencia numerosa: son sistemas cerrados que tienen respuesta para todas las preguntas —su conexión con la sofística es evidente, como ya hicieron notar los filósofos postplatónicos—. La ciencia, en cambio, funda su validez en la volatilidad de sus afirmaciones, siempre sujetas a los cambios que las originaron, y en la posesión de un lenguaje común mediante el cual se estandarizan los procedimientos y las conclusiones. En este sentido, el papel de la fe sería el de rellenar las lagunas de conocimiento que ningún otro sistema ha sabido colmar, con el fin de que el individuo que no sabe vivir con esas lagunas pueda recuperar un supuesto equilibrio —Lem utiliza el concepto de homoestasis tanto para los organismos vivos como para los cibernéticos—, imprescindible para mantenerse en funcionamiento, aunque ese equilibrio se consiga mediante una información no verificable o directamente falsa: "El valor adaptativo de una información no siempre depende de que esa información sea verdadera o falsa". Con el fin de conservar la preeminencia de esa homoestasis, Lem especula con la posibilidad de la construcción de homoestatos capaces de crear sistemas metafísicos, es decir, "máquinas creyentes". La cuestión que se plantea es si, a) un organismo cibernético educado en un medio humano adoptaría los supuestos metafísicos presentes en ese medio como respuesta adaptativa; y b) un organismo cibernético aislado llegaría por sí mismo a esos supuestos metafísicos bajo una funcionalidad parecida a como se han desarrollado en los humanos. El argumento principal que se elucida es: si construimos una máquina que replique a la perfección al ser humano, incluidas sus vivencias psíquicas y el temor a la muerte, ¿adoptará la totalidad de sus características? ¿Cómo traducirá la máquina fenómenos como la inspiración, la intuición y el pensamiento deductivo?

Tal vez el desarrollo de la civilización humana se detenga, por razones que no vienen al caso, mucho antes de que esa civilización haya completado su ciclo cósmico, cuyo final imprevisible puede llegar por un accidente galáctico, una epidemia imparable o la autoextinción. ¿Es lícito pensar que, en una situación como esas, las máquinas puedan, si no recoger el testigo, sobrepasar el colapso y redefinir los límites de la civilización humana más allá de lo que seríamos capaces nosotros solos? O, dicho de otro modo, ¿podría considerarse civilización humana esa continuación, con ausencia de humanos pero sostenida por las máquinas que hemos fabricado?

El reto de la cibernética se resume en la posibilidad de crear una realidad artificial indistinguible de la natural pero sujeta a leyes distintas. Lem acuña el término "fantomática" para denominar la creación bidireccional de comunicaciones entre una realidad artificial y su receptor, una especie de sistema de realidad virtual interactiva, una experiencia parecida a la desarrollada cinematográficamente en Matrix, que implicaría a la totalidad del sistema sensitivo y perceptivo, y que contaría con un completo y constante procedimiento de retroalimentación. Otra disciplina imprescindible para llegar a superar aquel reto es la "cerebromática", la posibilidad de actuar sobre la totalidad de los procesos cerebrales a través de medios distintos de los generados biológicamente, por medio de cambios provocados en la red neuronal del cerebro. Esta intervención podría llevarse a cabo a través de dos modalidades: modificando la información genética en el feto o alterando el cerebro ya maduro.

El mayor problema de la fantomática, la convicción de la falsedad de las vivencias, puede superarse a través de dos soluciones: la "teletaxia", o conexión del sujeto a un recorte de la realidad objetiva elegido por el propio individuo para que la experimente como real y única, consiste en la fabricación de una réplica, conectada a aquel, que experimente una situación determinada, y que sea el sujeto el que la perciba; y la "fantoaplicación", o conexión del sistema neuronal de un sujeto a las mismas trayectorias de otro, soslayando los inevitables conflictos éticos y de transformación de la personalidad.

A pesar de la apariencia brillante y autocomplaciente de la ciencia, su historia está plagada de cadáveres; de hecho, su grandeza actual se edifica encima de esos restos de teorías desechadas, proyectos obsoletos, sistemas ineficientes y verdades rebatidas y abandonadas. La diferencia fundamental entre esos restos y las hipótesis validadas de la actualidad es la diferencia de información disponible y la adecuación de esa información a la disposición del destinatario. La mayor parte no provendrá directamente de hechos sino de otras teorías; por tanto, es fundamental permanecer atento a la validez de las teorías, un extremo que se comprueba en función de las posibilidades de que sean impugnadas: en sentido general, cuanto más rebatible, más válida. Tradicionalmente, se ha considerado al cerebro —humano— como el depósito y fábrica de información más eficiente, no tanto por su capacidad como por sus recursos en cuanto a procesos; Lem, en una época en la que el código genético no estaba aún descifrado, propone como dispositivo adecuado al espermatozoide, ya que considera superior en potencia la información inscrita en el código genético —considerando el supuesto de que la combinación de los elementos del genotipo, incluidas las mutaciones, pueden dar lugar a un número casi infinito de fenotipos; o, en todo caso, transportar una información en mayor cantidad y más estable— que la que puede poner a disposición el cerebro.

Esa manipulación abre la posibilidad, mediante la automatización de los procesos cognitivos, no solo de la creación de nuevos individuos replicantes, en la jerga posterior a Blade Runner—, sino de nuevos mundos —entre los que podrían encontrarse los que respondieran al deseo de trascendencia, evitando el engorro de las religiones y de sus sistemas de premio y castigo—. Una vez establecido este estatus basado en la tecnoevolución, en el que el ser humano como tal sería mantenido al margen, se iniciaría, después de la resolución de los problemas de salud mediante trasplantes o a través de órganos artificiales compatibles con el sistema neuronal, la implantación de una nueva conciencia de origen cibernético, la mejora en eficiencia de los procesos evolutivos mediante la intervención directa y el proceso de reconstrucción de las especies mediante un plan de creación del modelo siguiente al homo sapiens.

Los cincuenta años que separan la publicación de la Summa technologiae de la actualidad no han pasado en balde; teniendo en cuenta que los temas principales son la ciencia y la tecnología, el desajuste es hasta deseable; por tanto, aquellos lectores interesados en el estado actual de la teoría de la información van a encontrar poco que aprender, pero, para los más fanáticos de Stanislaw Lem, vislumbrar los fundamentos teóricos de gran parte de su producción de ciencia-ficción, no tiene precio.

Otros recursos relativos al autor en este blog:

Notas de Lectura de Memorias encontradas en una bañera

Notas de Lectura de Astronautas

Notas de Lectura de La Voz del Amo

Fe de Lectura de Máscara

Notas de Lectura de La fiebre del heno

11 de enero de 2021

Los cínicos

 

Los cínicos. R. Bracht Branham y Marie-Odile Goulet-Cazé (eds.). Editorial Planeta, 2020
Traducción de Vicente Villacampa Armengol. Prólogo de Carlos García Gual

El cinismo, como tras escuelas filosóficas no metafísicas, intentó ofrecer un paradigma para la interpretación de la realidad; además, debido a sus propios fundamentos, ofreció una puesta en consideración de las relaciones entre individuos desde una perspectiva ética y no trascendental, de forma parecida a como procedieron el estoicismo y, sobre todo, el escepticismo, con quien mantiene estimulantes coincidencias.

Desde este punto de vista, es lícito plantear la modernidad de una opción filosófica crítica, transgresora y contestataria con respecto a tres instituciones que en la actualidad, de forma parecida a lo que sucedía en la Grecia clásica, siguen dominando el discurso social: el poder político, el poder religioso y las tendencias filosóficas subordinadas a ambos. El favor popular —así como el rechazo académico— de que disfrutó en su apogeo se debió, principalmente, a la sencillez de sus propuestas y al innegociable e inmutable rechazo de los grandes sistemas filosoficos. De hecho, todas las corrientes filosóficas, en justa proporción a la metafísica que propugnaban, abjuraron del cinismo, pero integraron, en mayor o menor parte, algunas de sus propuestas.

A pesar de su desaparición, a partir de Roma se literaturalizó en obras de ficción, dando como resultado una corriente intelectual que ha perdurado hasta nuestros días.

El estudio editado por R. Bracht Branham y Marie-Odile Goulet-Cazé contiene artículos que abarcan desde los inicios del cinismo, en el siglo V a.e.c., con Antístenes y Diógenes de Sinope, rastrean su huella en la Roma imperial, de Epicteto a Juliano, su relación con el cristianismo en la Edad Media y el Renacimiento y su resurgimiento a través de los filósofos de la Ilustración.

4 de enero de 2021

El Cazador Celeste


El Cazador Celeste. Roberto Calasso. Anagrama, 2020
Traducción de Edgardo Dobry

Roberto Calasso, el erudito italiano especialista en cultura clásica, viaja al mundo de la Grecia antigua para sumergirse en el mito de la caza a través de las distintas perspectivas filosóficas que alumbró esa época y para mostrar que ni siquiera entonces, con el mundo cultural occidental dominado por una gran potencia, se interrumpió el intercambio de las creencias y las visiones del mundo tanto con los vecinos como con viejas culturas lejanas.

La caza fue, probablemente, la primera actividad intencionada de nuestro antepasado de las cavernas que implicó la interacción con otro ser vivo distinto de los humanos; con un animal que difería en muy poco del cazador y con una relación que, además, podía ser biunívoca: dependiendo del animal acosado, los papeles podían intercambiarse y convertir al cazador en presa. Por esta razón, el hombre adjudicó un carácter mágico a la actividad y desarrolló por la presa algo parecido a la reverencia, un respeto que mezcló con la magia en las paredes de la caverna con la participación del Chamán, que no participa en la caza propiamente dicha, sino que convoca al espíritu del animal y le convence para que se deje cazar, es decir, suscribe un pacto con la presa cuya resolución llevará a término el cazador; una forma de disposición incruenta del sacrificio que realizaría con posterioridad que acentuaba la complicidad entre cazador y cazado, una complicidad que desapareció cuando el motivo de la caza no fue ya la alimentación, sino el placer o la venganza.

«Si la constelación es el lugar arbitrario del que se cuelgan las historias, de modo no muy distinto a como los significados se cuelgan de los sueños, no será fácil explicar por qué en el mismo gajo del cielo, no solo en Grecia sino también en Persia, en Mesopotamia, en la India, en China, en Australia y hasta en Surinam, durante milenios se han visto siempre las huellas de un Cazador Celeste [Orión, en el cielo, que parece perseguir a las Pléyades] que no se cansaba de observar».

O tal vez ese dibujo, que aún hoy sorprende por su precisión, es la primera manifestación de la narrativa, una materialización ágrafa; no es anticipación, sino reportaje realizado con la mediación del chamán, el encargado de traducir los hechos en imágenes, a falta de la palabra escrita, con ambición de permanencia, de inspiración, como ejemplo para generaciones sucesivas y de evocación, para estas, de un pasado que es preciso mantener presente.

En todo caso, la conversión de recolector en cazador, imitando la conducta de otros animales, en  un primer paso como depredador que añade la dieta carnívora a la vegetal, representó un cambio fundamental en la protohistoria humana, pero ese cambio fue solo cuantitativo: el hombre añadía la carne a las hierbas integrando lo que distingue a la práctica totalidad de los animales. El cambio cualitativo que le diferencia del resto es que puede matar sin acercarse a su víctima: la transformación que ese hecho produce en la jerarquía animal es inimaginable y el poder sobre el resto de sus congéneres, incalculable. La imitación, una de las primeras vías del aprendizaje, cede ante la creación después de transitar por un paso intermedio, la simulación, un recurso plenamente humano.

Tras los análisis de los restos, es posible que existiera una etapa posterior al homínido granívoro en que este consumía carne a pesar de no haberse convertido aún en cazador. Si esto fuera cierto, existió una época en la que el hombre era carroñero y se aprovechaba de los restos de las presas que habían matado los depredadores carnívoros —no sin riego, porque tenía que competir con otros carroñeros—, y solo mucho tiempo después aprendió a conseguir carne directamente, emulando a los carnívoros —imitación— mediante la caza. La relación entre el homínido y las hienas, en competición directa, tan ambivalente como la voluntad de los dioses, fue recogida en leyendas de varias culturas.

Como fruto, origen y consecuencia de esa estrecha relación entre cazador y cazado, como explicación y materialización de esa dualidad solo aparentemente incompatible, aparece Artemisa, la Soberana de los Animales, la cazadora con pasado de cierva perseguida, el último ser que pudo sobrevivir a las metamorfosis porque, como animal, no se negó a sí misma. Es a partir de Artemisa, una virgen envuelta por un aura erótica, la deidad de los mil nombres, hermana melliza de Apolo, la diosa cuya impiedad la mantiene pura, y de su transformación que se reforzará la idea del parentesco entre el cazador y la presa, que se explicitará, muerta esta, mediante la utilización como vestido de su piel, a la vez signo de victoria y del reconocimiento de un vínculo permanente.

«Si en el mito acontece todo lo que después, se repite en la historia, el nacimiento del individuo sucede en una selva cuando aparece el cazador. Este fue el primer ser autosuficiente, que no tiene necesidad de dialogar excepto con su arte. Es el primer perfil solitario, separado de toda tribu, que nos sale al encuentro en la naturaleza. Al fondo: animales y plantas».

Tal vez el hecho de la virginidad de Artemisa —aunque la relación ambivalente con su hermano Apolo deje lugar a equívocos— tenga que ver con la correspondencia entre caza y sexo, opuestos y excluyentes —falta ver hasta qué punto uno puede sustituir al otro, en ambas direcciones—,  aunque puedan compartir escenarios, disposiciones anímicas e, incluso, vocabulario. Orión, el Cazador Celeste, compañero de caza de la diosa, de origen incierto pero nada halagüeño, es una especie de némesis imperfecta: bello en extremo, como ella, se desentiende de los asuntos de este mundo para dedicarse exclusivamente a la caza y al amor —dos ocupaciones reputadas como incompatibles cuya simultaneidad ofrece un avance del destino final de Orión—. De hecho, a partir del deseo mutuo que sienten, ella le mata involuntariamente al seguir una indicación malintencionada de Apolo, tal vez a causa de los celos. Tras ese incidente, Artemisa lo transfiere a los cielos.

«Fue Artemisa quien transfirió a Orión al cielo, junto a su perro, que se convirtió en Sirio y fue llamado Canis Major, "astro más brillante pero siniestro, porque a los pobres mortales les trae la fiebre", se lee en Homero. El catasterismo señala el final de la era de las metamorfosis. Cuando alguien no puede ser transformado, pero es salvado, se vuelve un astro. Son los  casos que no tienen otro modo de resolverse en el mundo de Zeus. Por eso se podía decir que la vida en la tierra estaba constelada de historias suspendidas, fijadas en la bóveda del cielo».

Las tres únicas ocasiones en las que se produjo una alianza de héroes tienen que ver con la sangre y la muerte: las de un monstruo para recuperar los despojos de un animal, en la búsqueda del Vellocino de Oro; en la caza de un animal poderoso, en la persecución y muerte del Jabalí de Calidón; y en la búsqueda de una mujer que costará la vida de muchos de ellos, en el sitio y la conquista de Troya. La participación de los héroes es siempre voluntaria, pero se ven obligados a participar debido a su propio estatus, aunque no puedan evitar cierto hastío por tantas hazañas y tanto protagonismo, sometidos a una situación injusta únicamente para solaz de los dioses.

En la primera de estas questes, Jasón debe superar varias pruebas a la medida de un héroe, pero el episodio que tiene más repercusión no es la posesión de la zalea de Crisómalo, sino el encuentro con Medea, que le auxiliará en el viaje de regreso porque, segun las versiones, será la causa de que se cumpla su destino trágico.

«Las empresas de los héroes eran ejercicios de astucia y de fuerza. Pero podían ser astucia y fuerza vanas si no intervenía la ayuda femenina. Teseo fue el primero en comprenderlo. Heracles era aún demasiado rudimentario, era un instrumento de las mujeres, no al revés. Teseo sabía, en cambio, desde un principio, desde cuando viajó a Atenas a través del istmo, que los encuentros femeninos están en el umbral de las dificultades últimas, aquellas en las que la astucia y la fuerza no son suficientes. La mujer pertenece al enemigo, pero si el héroe consigue hacer que traicione a su bando, a su patria, el enemigo se desploma, como el cuerpo del Minotauro desgarrado por la espada».

Los héroes griegos —hijos de los dioses, nacidos de la unión entre un dios y un humano—, de Cadmo a Ulises, configuran una era concreta ubicada entre la de los dioses y las de los hombres, pero no pertenecen a ninguna de ambas especies. El fin de esa era coincidió con el paso del centro de gravedad de la historia de Grecia a Italia. El destino del Vellocino de Oro es desconocido; la piel del Jabalí Caledonio se ha descompuesto y ha perdido el pelo; la saga de Ulises se ha extinguido consumida por sus propios componentes; los perdedores de la guerra de Troya han relevado a sus conquistadores en la capitalidad del mundo. El tiempo de los héroes ha terminado.

Las buenas relaciones con los dioses están sujetas a una contradicción moral: a un ser originariamente frugívoro no debería permitírsele el asesinato de animales. El primer uso de esas muertes es la alimentación: el fin justificaría los medios, aun con cierta reserva (algunas religiones lo prohíben); pero, ¿qué justificación pueden aducir los dioses para exigir sacrificios cuando deberían ser los garantes del mantenimiento de la vida? ¿Se trata acaso de algo más que de una demostración de poder? ¿Como se hace compatible que el vehículo de homenaje y purificación provoque la muerte de un ser vivo que recibe el equívoco nombre de víctima propiciatoria?

«"Helos aquí, ya veo a los extranjeros que salen del templo, ya veo los adornos de la diosa y los corderos recentales con cuya sangre lavaré su sangre impura"; "es verdad que la ley manda que el asesino permanezca mudo, pero solo hasta el momento en que la sangre de un joven animal degollado sea vertida sobre él por la mano de un purificador de la sangre vertida"; "la sangre sobre mi mano se adormece y se borra; la mancha del matricidio está lavada. Estaba fresca aún cuando, frente al altar del dios Febo, la matanza purificadora de un cerdo la ha borrado". Son palabras que se encuentran en Eurípides y en Esquilo. La tragedia mostraba no solo la matanza sino también el katharmós que seguía a la matanza, la sangre que lavaba la sangre. La kátharsis de la tragedia misma era una purificación de segundo grado».

Ovidio es, probablemente, el primer escritor moderno, pues, para él, todo puede ser materia de literatura —incluso él mismo—: no solo la épica, sino también el amor, divino o humano, los dioses y la teodicea, los sueños y los recuerdos, la propia religión y lo sagrado. Su idea de la muerte ritual, del sacrificio, insinúa la hipótesis de ese acto como sustitución de la guerra, como desviación incruenta, excepto para el animal sacrificado, del instinto guerrero del hombre —una hipótesis, por cierto, que ridiculiza a los vegetarianos en general y a los pitagóricos en particular—; incluso la poesía es bajada de su pedestal y expuesta en la alacena en el lugar antiguamente reservado a los lares.

«Ovidio llegó a insinuar que, si los escritores tienen necesidad de los dioses, puesto que constituyen su prima materia, también los dioses tienen necesidad de los escritores: "también los dioses, si se me permite decirlo, existen a través del canto". Palabras que nombran un nuevo riesgo extremo —la literatura absoluta— y Ovidio es consciente de ello, con un cierto temblor. Por eso intercala ese "si se me permite decirlo". Escribe estas palabras en Ponto, donde había sido confinado por haber cometido o por haber presenciado algo "nefando"».

Su insolencia con los dioses supera el respeto de Homero y el temor reverencial de Virgilio, y ni siquiera el exilio lo volvió más prudente. El tratamiento del sexo en su obra El arte de amar no es menos descarado si se tiene en cuenta la ironía con que lo considera y el hecho de que lo juzgue como una forma de caza —en la que los papeles de cazador y presa se intercambian constantemente—, cuidadosa y paciente, pero no exenta de crueldad.

La sociedad perfecta de Platón —que él circunscribía a la polis— también debe tener en cuenta a la caza en sus múltiples variantes: la caza de animales, en función del medio en que vivan, y la caza del propio hombre, que tiene distintas opciones: la guerra, la más cruenta, y la "búsqueda de amistad, que puede ser loable o reprobable"; es decir, la guerra, la caza del jabalí, "los robos, el bandidaje y los ataques en grupo", por una parte, y el cortejo amoroso por la otra.

Pero la caza es una categoría vinculada también al conocimiento, un nexo que, según Platón, difiere de la observación y de la contemplación porque aquello conocido es modificado por el acto de conocerlo, un proceso que "hiere" al objeto. En este sentido, una caza especialmente gratificante es la caza del sofista —un remedo de cazador: no existe mayor recompensa que convertir un cazador en presa; "pescador con anzuelo" lo llama, de forma despectiva, Platón— mediante el método de acorralarle concienzudamente en su propio territorio hasta dejarle sin recursos para escapar —convertido en presa, el sofista, el que tiene respuesta para todo, es extremadamente escurridizo—.

Seiscientos años después, Plotino reformuló y adaptó la doctrina platónica, pero renunció explícitamente, influenciado por otras tradiciones disponibles, a la intervención política que reclamaba el Platón de Las leyes.

Grecia supo distinguir entre los dioses, inconstantes, metamórficos, necesarios pero no imprescindibles, que se limitaban a existir, de lo divino, fundacional, contingente, inabarcable, de lo cual los dioses serían una manifestación antropomórfica e inteligible.

Bajo esta consideración, el pecado no residía en desobedecer a los dioses, sino en ignorar lo divino. Los dioses necesitan de los humanos para disfrutar de existencia, mientras que lo divino no precisa de testigos para extender su soberanía sobre todo lo existente.

A menudo, las disputas entre los dioses se resuelven mediante el enfrentamiento de sus partidarios en el territorio del hombre: la enemistad entre Atenea y Poseidón provocó la guerra entre Atenas y Eleusis, en la que la primera resultó vencedora; Eleusis tuvo que resarcirla pero se le permitió mantener sus Misterios. Esa circunstancia propició que algunas de las liturgias y las doctrinas de esos Misterios fueran incorporándose paulatinamente a la religión ateniense, de forma parecida a lo sucedió con ciertas creencias egipcias, añadiendo a la teogonía episodios herméticos, cómicos o de contenido sexual y pornográfico, como si se tratara de ofrecer una versión más irreverente de la sobradamente conocida teodicea clásica, una versión que abriría  nuevas puertas a un panteón que, desde su instauración, vivía entre el aburrimiento y la molicie.

«La vida griega gira en torno de un eje: el reconocimiento de los dioses. En el doble sentido de reconocer a los dioses y de ser reconocido por ellos. En este segundo caso, el reconocimiento es a la vez un don, el origen de la gracia. "Difíciles de ver son los dioses para los mortales", advierte el Himno a Deméter, mostrando las consecuencias de esa situación. Reconocer a una vieja desconocida, errante, desesperada, descubrir que es una diosa poderosa: este será el fundamento de los Misterior de Eleusis y de un nuevo régimen de vida. El equívoco, el enredo, la epifanía: son el territorio de todo reconocimiento».

Los Misterios responderían, pues, a la vida oculta de los dioses, aquella que puede avergonzarles ante la mirada de los humanos o que, por razones diversas, conviene encubrir; o a aquellas circunstancias que, a pesar de mostrarse a la mirada pública, no son percibidas. Debido a esa ocultación, se prescriben la ebriedad, el sexo y la adormidera como sistemas de acceso a sus  secretos, la epopteía, la visión. En definitiva, eran el regreso a la era de las metamorfosis divinas, anterior a la existencia de los humanos, la Edad de Oro de los dioses.

«Eleusis no era un pasaje ritual de un estadio al otro en la vida de la sociedad. Era la salida de la sociedad hacia lo que está antes y lo que está después de la sociedad misma. Ni siquiera en su completa decadencia los Misterios de Eleusis se convirtieron en parte de una religión de Estado. Esta es la diferencia decisiva. Los Misterios nunca han estado al servicio de una sociedad sino que eran la vía para ir más allá de la sociedad. Entre las últimas notas de Simone Weil en Londres: "Bajo Augusto, en efecto, los Misterios eleusinos, si bien reducidos a una caricatura miserable, no se dejaron transformar en religión oficial de Roma". Cosa que sí pasaría, y rápidamente, con la liturgia cristiana».

Completan el volumen un ensayo sobre el fenómeno de las korai como síntesis del papel del mestizaje en una cultura abierta y de la débil consideración en que tenían los griegos a sus dioses; y otro breve escrito sobre la civilización egipcia como proveedora de recursos religiosos y filosóficos a las culturas contemporáneas y sucesivas.

1 de enero de 2021

La Comedia humana. Escenas de la vida parisiense. Volumen XI

 

La Comedia humana. Escenas de la vida parisiense.  Volumen XI. Honoré de Balzac. Hermida Editores, 2020. Traducción de Aurelio Garzón del Camino

Nuevo volumen de la edición integral de La Comedia humana, que continúa el ciclo de las «Escenas de la vida parisiense».

Un hombre de negocios. Esbozo del natural

Balzac localiza la acción de Un hombre de negocios (Un homme d’affaires. Esquisse d’homme d’affaires d’après nature1844) en una cena y sobremesa en casa de una lorette de seis hombres que serán los encargados de componer el retrato de Maxime de Trailles —un personaje que aparece ya en El tío Goriot, donde se ve obligado a huir a Inglaterra por una cuestión de deudas, paradigma del vividor en quiebra que consigue mantener el ritmo de vida de un millonario a pesar haber liquidado la fortuna familiar. Este es un carácter que, con apariciones frecuentes a lo largo de las Escenas de la vida parisiense, encarna a un tipo hacia el que Balzac no disimula su profunda antipatía: el descendiente, perfectamente pertrechado por la experiencia de muchos años para flotar en el proceloso mar de las deudas y los créditos, de familia noble venda a menos que es capaz de mantener las apariencias de un brillo perdido encadenando crédito tras crédito y estafa tras estafa, escudado tras el espejismo de su antigua nobleza, un especialista en salvarse en el último momento de la ruina gracias a la quiebra de alguno de sus acreedores. 

No es la primera vez que Balzac retira con discreción a sus omnipotentes narradores, limita su contribución a la simple presentación de personajes y descripción de ambientes, y traslada ese papel a un grupo de individuos cuya implicación en el asunto —o, más bien, con el protagonista— a tratar es mucho más estrecha que la del narrador supuestamente neutral —neutral, en teoría, porque en la realidad ningún narrador de Balzac es neutral—.

«—Lo ha pagado todo y no ha perjudicado a nadie —dijo Desroches —; pero, como decía hace un momento nuestro amigo Bixiou, pagar en marzo lo que no se quiere pagar hasta octubre es un atentado a la libertad individual. En virtud de un artículo de su código particular, Maxime consideraba como una estafa la estratagema que empleaba uno de sus acreedores para hacerse pagar inmediatamente. Desde hacía largo tiempo, la letra de cambio había sido comprendida por él en todas sus consecuencias inmediatas y mediatas. Un joven decía en mi casa, delante de él, que la letra de cambio era "El puente de los asnos". "No —dijo él —, es el puente de los suspiros, del que no se vuelve". De este modo, su ciencia en cuestión de jurisprudencia comercial era tan compleja que un abogado del tribunal de Comercio no hubiera podido enseñarle nada».

Facino Cane

Facino Cane (Facino Cane, 1837) es una de los relatos más cortos de La Comedia humana,  narrado en primera persona por el coprotagonista de la acción, el empleado de una biblioteca que dedica su tiempo libre a observar la vida del arrabal, confundiéndose con sus habitantes e implicándose en sus cuitas y sus aspiraciones, casi en el papel de un sociólogo de campo que observa y registra la conducta de los diferentes especímenes objeto de estudio. La asistencia a una boda de una familia paupérrima le descubre a un clarinetista ciego en quien se reúnen todas las particularidades de la desesperanza 

«Ninguna de las violentas pasiones que conducen al hombre lo mismo al bien que al mal y hacen un forzado o un héroe faltaban en aquel rostro noblemente cortado, lívidamente italiano, sombreado por cejas grisáceas que proyectaban su sombra sobre unas cavidades profundas que hacían temblar ente el temor de ver reaparecer en ellas la luz del pensamiento, del mismo modo que se teme ver aparecer en la boca de una caverna algunos bandidos armados de antorchas y de  puñales. Existía un león en aquella jaula de carne, un león cuya rabia se había agotado inútilmente contra el hierro de sus barrotes».

Mario Facino Cane, el clarinetista, es un anciano de ochenta y dos años descendiente de un famoso condottiero, sumido en la pobreza por la adversidad de un amor traicionado pero partícipe de un gran secreto: la ubicación del tesoro oculto de Venecia, de la que informa al narrador con el propósito de que le ayude a recuperarlo.

Con una temática relativamente inusual en La Comedia, próxima al relato de aventuras, se trata de uno de los textos más tristes del ciclo; la ausencia de prejuicio del narrador, que roza la fría objetividad, consigue, paradójicamente, acercar al personaje al lector, en manos del cual queda la veracidad del relato del clarinetista.

Los pacientes pobres

Los parientes pobres (Les Parents pauvres) responde a la vieja aspiración de Balzac de escribir dos novelas-espejo con una misma temática y propuestas narrativas semejantes pero bajo dos aspectos complementarios, intentando no tomar partido y dejando libre su desarrollo a partir de las pautas comunes establecidas.

Los parientes pobres I. La prima Bette

Uno de esos movimientos, en realidad un chantaje en toda regla, es el que emprende en La prima Bette (La Cousine Bette, 1846) un acaudalado perfumista retirado decidido a seducir a la esposa de un hombre que le robó a su amante, un matrimonio de largo recorrido que, además, son sus consuegros, aprovechando una situación financiera boyante, a diferencia de sus víctimas, arruinadas por la afición del marido, un barón coprotagonista que va perdiendo papel a medida que avanza la acción, a las mantenidas. Balzac pone de nuevo en escena la moral hipócrita de los modelos de una sociedad que ha perdido sus referentes éticos en los vaivenes políticos y sociales que sufrió Francia en la primera mitad del siglo XIX.

Bette —Lisbeth—, la protagonista que da nombre al relato, la prima hermana de Adeline, la esposa acosada por el perfumista, es una solterona diestra en el oficio de la pasamanería que vive con el matrimonio adúltero: otro prototipo balzaquiano, la pariente —mujer, salvo contadas excepciones— pobre de quien ha accedido, por matrimonio, a una buena posición, recogida en la casa y puesta en el mercado con el fin de encontrarle colocación.

«La prima Bette presentaba en las ideas esa singularidad que se observa en los caracteres que se han desarrollado muy tarde, en los salvajes, que piensan mucho y hablan poco. Su inteligencia aldeana había adquirido además, en las charlas del taller y con el trato de obreros y de obreras, una dosis de la mordacidad parisiense. Aquella muchacha, cuyo carácter se parecía de un modo prodigioso al de los corsos, trabajaba inútilmente por ese instinto de las naturalezas fuertes; hubiera encontrado un placer en proteger a un hombre débil. Pero a fuerza de vivir en la capital, la capital la había cambiado superficialmente. El pulimento parisiense era como un moho sobre aquella alma  vigorosamente templada. Dotada de una astucia que había llegado a ser profunda, como en todas las personas destinadas a un celibato real, y con el giro mordaz que imprimía a sus ideas, hubiese parecido temible en cualquier otra situación. De haber sido perversa, habría enemistado a la familia más unida».

En una gran ciudad como París no se puede pretender abarcar toda la variedad social con una sola mirada; cada estrato tiene sus particularidades y sus circunstancias, y son los prejuicios de unos hacia otros los que los convierten en opacos, no su mayor o menor visibilidad. Es más, la presencia constante de la buena sociedad en la vida pública expone a la vista de todo el mundo  sus grandezas pero también sus miserias, una exposición que impide la existencia de circunstancias que queden reservadas al ámbito privado. Los que no viven expuestos, en cambio, sea por propia voluntad o porque no poseen nada que pueda interesar a los demás, en particular a los citados anteriormente, disfrutan de elevadas dosis de privacidad. 

«¿Quién no ha asistido, una vez en su vida, a un baile de bodas? Cada cual puede apelar a sus recuerdos y es indudable que no dejará de sonreír al evocar todas esas gentes endomingadas, tanto por la fisonomía como por la indumentaria de rigor. Si algún hecho social ha demostrado la influencia del medio, ¿no es este? En efecto, el endomingamiento de los unos reacciona de tal modo sobre los demás que las personas más acostumbradas a llevar ropas decorosas presentan el aspecto de pertenecer a la categoría de aquellos para quienes la boda es una fiesta que cuenta en su vida. En fin, recordad a esas personas graves, a esos ancianos para quienes todo el de tal modo indiferente que llevan su ropa negra de todos los días; los viejos matrimonios en cuyos rostros se revela la triste experiencia de la vida que los jóvenes comienzan; los placeres, que son allí como el ácido carbónico en el champaña, y las jovencitas envidiosas, las mujeres preocupadas por el éxito de su tocado, los parientes pobres, cuya modesta indumentaria contrasta con la de los demás, los glotones que no piensan más que en la cena como los jugadores en el juego. Todos están allí, ricos y pobres, envidiosos y envidiados, los filósofos y los que tienen ilusiones, agrupados como las plantas de una canastilla en torno a una flor rara: la novia. Un baile de bodas es un compendio del mundo».

La familia del barón, por vivir de cara a la sociedad, no puede esconder sus vergüenzas; Bette, en cambio, después de una vida de reserva absoluta, puede mantenerse libre de cualquier injerencia externa. Entre los secretos que atesora en su privacidad, se halla su relación con Wenceslas, un exconde polaco refugiado en París y vecino suyo, a quien sostiene económicamente y auxilia en su incipiente carrera de escultor. Por supuesto, cuando una solterona con esos antecedentes decide ingresar en el campo de batalla de las intrigas amorosas y desplegar su arsenal de secretos acumulado tras años de confidencias, las consecuencias serán terribles, y su posición de superioridad arrastrará a todos los implicados por el fango de la maledicencia.

«En cerca de tres años, comenzaba a ver los progresos del trabajo de zapa en el que consumía su vida y al que consagraba su inteligencia. Lisbeth pensaba, y la señora Marneffe [una mantenida por las manos de la cual van pasando multitud de personajes de la novela] obraba. La señora Marneffe era el hacha, Lisbeth era la mano que la blandía; y la mano demolía a golpes continuos aquella familia que, de día en día, se le hacía más odiosa, pues el odio va en aumento, como se ama cada día más cuando se ama. El amor y el odio son sentimientos que se alimentan por sí mismos; pero de los dos, el odio es el que tiene la vida más larga. Las fuerzas del amor son limitadas, ya que sus poderes proceden de la vida y de la prodigalidad, pero el odio se asemeja a la muerte, a la avaricia, y es en cierto modo una abstracción activa, por encima de los seres y de las cosas. Lisbeth, entrada en la existencia que le era propia, desplegaba en ella todas sus facultades y reinaba a la manera de los jesuitas, con un poder oculto. Por eso, la regeneración de su persona era completa.»

Los parientes pobres II. El primo Pons

Sylvain Pons, el protagonista de El primo Pons (Le Cousin Pons, 1847), es un solterón, músico extemporáneo y coleccionista de arte aficionado de sesenta años; disfrutó de un éxito relativo durante un corto período de tiempo en la época del Imperio, pero, ya olvidado, sobrevive ahora con sus clases particulares y con la música para comedias y operetas en locales de segunda clase. Por razones económicas y de ciertas afinidades de carácter se asocia con un tal Schmuke, un pianista alemán, con quien decide compartir soltería, vivienda y economía.

«Por el perfil de aquel hombre huesudo, y no obstante su atrevido spencer, le hubierais clasificado difícilmente entre los artistas parisienses, tipo convencional cuyo privilegio, bastante semejante al del pilluelo de París, es el de despertar en las imaginaciones burguesas las jovialidades más estupendas. Aquel transeúnte era, sin embargo, Un Gran Premio, el autor de la primera cantata coronada por el Instituto con ocasión del restablecimiento de la Academia de Roma, en fin, el señor Sylvain Pons..., el autor de célebres romanzas arrulladas por nuestras madres, de dos o tres óperas representadas en 1815 y 1816, a más de algunas partituras inéditas. Este digno hombre terminaba de director de orquesta en un teatro de los bulevares. Gracias a su figura, era profesor de algunos pensionados de señoritas y no tenía otros ingresos que sus sueldos y sus lecciones. ¡Andar dando lecciones a esa edad!... ¡Cuántos misterios en una situación tan poco novelesca!»

Balzac enfrenta, a poco más que nivel anecdótico, a la pareja de músicos con otra pareja-espejo, dos secundarios en la novela, calcando los caracteres de ambas parejas con las diferencias de edad y fortuna: Fritz y Wilhem, dos amigos alemanes que huyeron arruinados de su país y a quien ha favorecido la fortuna el forma de herencia, y que están dispuestos a compartirla gracias a su franca amistad. Llevado por su inquebrantable generosidad, Pons planea la boda de Fritz con una joven pariente lejana, pero el asunto de no puede concretarse y los padres de esta, indignados, hacen recaer en Pons la culpa del fracaso provocando que todos los conocidos influyentes le den la espalda.

A diferencia de Bette, la otra pariente pobre, Pons es el representante del hombre benévolo y desinteresado que no ha progresado socialmente porque su sentido ético ha refrenado siempre cualquier asomo de ambición. El retrato de Balzac es magnánimo, en contraposición con la avaricia y el elitismo de la burguesía parisiense, a la que vuelve a conceder un papel inhumano en crudo contraste.

Pero ese aislamiento por parte de la buena sociedad al que es condenado Pons no es la única contrariedad a la que se enfrenta: la existencia de una colección de obras de arte que ha ido atesorando a lo largo de su vida espolea la ambición de su portera, que diseña un plan de intrigas contra Pons y Schmuke, implicando a varios individuos poco recomendables, desconocedores de cualquier forma de remordimiento, como aliados.

A pesar de que el individuo que da título a la novela puede considerarse protagonista, Balzac ramifica la trama incluyendo una respetable nómina de personajes secundarios, capaces de protagonizar una novela por sí solos, que dan pie a episodios colaterales cuya relación con la trama principal es, en ocasiones, accesoria; una vez más, el autor basa su trabajo en la descripción de caracteres más que de personajes, e incluye en la trama principal varias subtramas para lograr su objetivo.

«El envilecimiento de las palabras es una de esas singularidades de las costumbres que, para ser explicada, requeriría volúmenes enteros. Escribidle a un procurador calificándole de hombre de leyes y le habréis ofendido tanto como ofenderíais a un comerciante al por mayor en artículos coloniales al que dirigieseis así vuestra carta: "Señor tal, abacero". Un número bastante grande de personas de la buena sociedad, que deberían saber, ya que esa es toda su ciencia, ciertas delicadezas de la convivencia, ignoran todavía que el calificativo de "hombre de letras" es la injuria más cruel que se le pueda hacer a un autor. La palabra monsieur es el ejemplo más grande de la vida y de la muerte de las palabras. Monsieur quiere decir monseigneur. Este título, tan ilustre en otro tiempo, reservado ahora a los reyes por la transformación de sieur en sire, se da a todo el mundo, y, sin embargo, messire, que no es otra cosa que el doble de la palabra monsieur y su equivalente, suscita artículos en los periódicos  republicanos cuando se encuentra por casualidad en una participación de entierro. Magistrados, consejeros, jurisconsultos, jueces, abogados, oficiales ministeriales, procuradores, alguaciles, asesores, hombres de negocios, agentes de negocios y defensores son las variedades en las que se clasifican las gentes que hacen justicia o que la trabajan. Los dos últimos peldaños de esa escalera son el agente y el hombre de leyes. El agente, vulgarmente llamado "corchete", es el hombre de justicia por azar; está allí para asistir a la ejecución de las sentencias, siendo, para los asuntos civiles, un verdugo de ocasión. En cuanto al hombre de leyes, es la injuria particular a la profesión. Es a la justicia lo que el hombre de letras es a la literatura».

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