31 de enero de 2020

El fin del fin de la Tierra

El fin del fin de la Tierra. Jonathan Franzen. Editorial Salamandra, 2019
Traducción de Enrique de Hériz y Patricia Antón de Vez
Tres han sido las razones que me llevaron a la lectura de El fin del fin de la Tierra (The End of the End of the Earth, 2018), el último libro de artículos de Jonathan Franzen: que fue una de las últimas traducciones publicadas del novelista y traductor barcelonés, mi amigo Enrique de Hériz; que es uno de los últimos libros publicados por la también barcelonesa y ejemplar Editorial Salamandra antes de ser vendida al leviatán PRH; y porque, a pesar de que mi interés por el ecologismo y el conservacionismo escritos es relativo, su autor es uno de los mejores narradores norteamericanos de su generación, al que sigo desde la cuestionable Ciudad 27, y autor del estupendo conjunto de artículos que publicó bajo el título de Más afuera.

La primera reivindicación de Franzen, sin embargo, no tiene nada que ver con los pájaros: en pleno auge de la literatura egotista, el autor se lamenta por la práctica desaparicion del ensayo —y evidencia, una vez más, la paradoja Montaigne, ese "yo mismo soy la materia de mi libro", enfrentado a un libro absoluto e imperecedero en el que el perigordino, tomándose a sí mismo como referencia, escribe un libro universal—. Mientras que la esencia del autor y la del lector pueden carecer perfectamente de puntos en común, sus respectivas sustancias coinciden y se materializan en un lugar exterior a ambos pero que jamás pueden compartir: la página que ha escrito el autor y que lee el lector. La democratización de la información no consiste en que cada uno pueda emitir su opinión y pedir respeto para la misma sino en que puedan publicarse, sin ningún tipo de censura, opiniones de distinto signo.

Franzen posee una extrema habilidad para capturar la realidad y una estudiada facilidad para tratarla con las herramientas de la narración canónica, tanto en el campo de la ficción como en el documental, tanto si escribe sobre sus vacaciones universitarias en Manhattan como si lo hace sobre la deuda que tenemos pendiente, como especie, con los pájaros, una preocupación, la de la vida salvaje, obsesiva en su caso, que ha sido objeto de cruel caricatura por sus críticos, principalmente desde el campo literario.

La sospecha de que la obra de un escritor de ficción es el reflejo fiel de su personalidad le lleva a indagar acerca de esta, en sus trazos más evidentes, al menos, en referencia a su amigo William Vollmann y a Edith Wharton, y en averiguar si en su atipicidad literaria, casos insólitos en la literatura norteamericana, se trasluce una personalidad también poco común.

En cuanto a sus artículos relacionados con la protección de las aves, Franzen, de forma parecida a lo que sucede en sus novelas, exhibe un ecologismo amable  recatado que, aunque  afectado por una fuerte convicción, queda lejos del activismo mediático y de la radicalidad de la última ola del conservacionismo mundial. 

Notas de Lectura de Pureza
Fe de Lectura de Más afuera

27 de enero de 2020

Diario íntimo

Diario íntimo. Henri-Frédéric Amiel. Editorial Renacimiento, 2019
Traducción y prólogo de Clara Campoamor
De entre la inmensa variedad que puede alcanzar la literatura memorialística, pueden concretarse dos grandes grupos que, si bien comparten en considerables dosis el egotismo imprescindible en ese género de escritos, difieren tanto en estilo como en contenido: el diario como simple registro de los hechos, como el de los hermanos Goncourt —Diario. Memorias de la vida literaria (1851-1870) Diario (1863)—, y el diario como una especie de confesor seglar, es decir, como interlocutor para aquellos aspectos íntimos que requieren cierto grado de reflexión; es en este segundo grupo en el que se encuadra este Diario íntimo (Journal intime), en el que el escritor y filósofo suizo Henri-Frédéric Amiel refleja la angustia por una existencia desgajada de todo aquello que ha deseado pero también el registro, actualizado y fidedigno, de su incolmable curiosidad y de una insaciable sed de conocimiento. La totalidad del texto comprende el período de 1839 a 1881 y consta de unas 17.000 páginas repartidas en 174 cuadernos; su publicación integral a cargo de Éditions L'Âge d'Homme ocupa doce volúmenes.

Como en otros casos de literatura memorialística, siempre queda la duda de si su redacción estaba en su origen destinada a la publicación o debía permanecer inédito, y los efectos de esa decisión sobre la fidelidad o la veracidad del texto; en este caso, parece que la intención del autor, según propias declaraciones poco antes de su muerte, era que se hiciera público el contenido de su obra —que se convertiría, así, en una especie de "Memorias de ultratumba"—, Diario íntimo incluido. Esta tarea fue encomendada a Fanny Mercier, que aplicó una estricta censura por motivos morales —era una mujer muy religiosa—, pero los cuadernos originales fueron recuperados por Bernard Bouvier, quien llevó a cabo una nueva selección y la primera publicación como obra única.

Amiel da inicio a su diario en 1839, a los dieciocho años de edad, con un Diario de Juventud en el que registra hechos, relaciones y lecturas, pero también pretenciosas referencias a una vida interior menos rica de lo que pretende. Pero debido a la irrazonable duración del Diario en su integridad, Amiel va cambiando, con el paso del tiempo, su objetivo: comenzado como un suplemento de agenda y registrando sobre todo hechos, se va convirtiendo, de forma paulatina, en un testigo de sus ideas, pensamientos y preocupaciones, acentuando su carácter íntimo y personal, lo que él llama "experiencia interior" y "conciencia de mí" —conviene no olvidar que Amiel es el introductor en la lengua francesa del término inconsciente—, y que lo acerca a la tradición del moralismo cultivado por los escritores en su misma lengua desde un siglo antes.

Amiel combina a partes prácticamente iguales la autocensura por su omnipresente falta de voluntad con la autocondescendencia, todo ello mezclado con una encendida religiosidad en función de la cual se plantea los grandes temas de la existencia, en particular todo aquello que se relaciona con el sexo. Muestra también una insistente hipersensibilidad, tal vez impostada, y una evidente debilidad de carácter, de la que intenta sacar provecho en favor de su autoindulgencia. Radicalmente antiintelectualista, fía a la emoción y al sentimiento cualquier logro humanamente válido, y muestra un romanticismo exacerbado en las formas y en el fondo. Esta constante disonancia no le impide el convencimiento de estar destinado a una vida gris e irrelevante y de llevar a cabo propósitos de autosugestión como destinado a grandes sucesos. Dice sufrir —y se regodea en este sufrimiento— por culpas inventadas e ignora sus responsabilidades reales, cuyas carencias no asume. Es de tal magnitud la impostura que muestra en sus anotaciones que los fragmentos en los que habla del tiempo o de otras nimiedades se convierten en los más interesantes, en contraste con sus razonamientos manchados por el sectarismo y la beatería que parecen la actualización de los sofismas escolásticos, con desviación de las cuestiones solo hacia aquellas que puede responder; y cuando ni siquiera puede acudir a ese remedo de razonamiento, siempre puede echar mano del socorrido recurso del galimatías.

Calificación: Hors catégorie

24 de enero de 2020

Extinción


El pasado 31 de diciembre se jubiló una compañera de trabajo, la de mayor edad -el siguiente en edad soy yo- y con más antigüedad, después de toda una vida -es decir, más de cuarenta años, que se dice pronto- trabajando en diversas librerías y con una profesionalidad a prueba de los requerimientos más exigentes. Tal vez debido a la edad o a las coincidencias en cuestiones profesionales, principalmente en puntos de vista con respecto a evolución y al futuro de las librerías, la verdad es que generamos una estimulante relación personal que sobrepasó todo aquello estrictamente relacionado con las cuestiones laborales y de gestión de nuestros respectivos cometidos laborales. Esta es una de las razones por las que su jubilación me ha dejado un mal sabor de boca porque, a pesar de que su puesto ha sido cubierto por una compañera con una profesionalidad a toda prueba, veo bastante difícil que pueda reproducirse la complicidad personal que logramos generar con la recién jubilada.

Pero todo esto son razones personales que, como es lógico -no es la primera persona que deja el trabajo, cualquier trabajo, y con la que mantuve una excelente relación personal-, no implican a nadie más que a ambos. Lo que me preocupa en realidad es el síntoma que subyace a la inevitable salida del mercado de trabajo  por jubilación, por despido o por hartazgo, de un cierto tipo de libreros -y hablo de libreros, no de empresarios, que son otra cosa, con otros condicionantes y también otros requerimientos- que me parece que está en franca regresión: el librero, también lector, informado acerca de lo que vende; el que conoce los gustos de sus lectores o que es capaz de recomendar aquellos títulos, incluso a lectores desconocidos y no solo de los últimos libros aparecidos en el mercado, que tienen alta probabilidad de resultar adecuados a las apetencias lectoras de cada momento;  el que no trabaja con el tiempo de atención tasado ni dentro de la librería ni fuera de ella, en plena calle, tomando un café o coincidiendo en un concierto, en horas laborables o festivas.

Por suerte para un número cada vez más reducido de lectores, quedan todavía, más en grandes ciudades que en pequeños pueblos, algunas librerías que permiten la supervivencia de ese tipo de libreros, pero “el mercado” -y otorgad el sentido que queráis a esas comillas- parece que demanda otro tipo de profesionales: activos, emprendedores, con “iniciativa” -ídem-, plurifuncionales, multitarea; en resumen, gestores más que tutores, vendedores más que prescriptores, generadores de proyectos más que iluminadores de ideas.

Son nuevas demandas de la sociedad, nos dicen, a las que hay que adaptarse y saber dar respuesta. Es decir, de lo que parece que se trata no es de preservar la profesionalidad que nos hace distinguibles de la multiplicidad de medios a través de los cuales se puede vender un libro, sino de entrar en competición directa con esos medios, intentar superarlos en libros vendidos por hora y no en el número de lectores satisfechos; de emular el irrisorio “si has comprado este te gustará este otro” en lugar de la prescripción personalizada fruto de la conversación; de ser más rápido en hacer llegar un libro a casa de lo que se tardaría acercándote a la librería y escogiéndolo tú mismo; de conocer al dedillo los últimos hype anunciados en televisión o escritos por personajes célebres o promocionados por irrazonables campañas mediáticas en lugar de manejar con soltura los títulos de fondo -esos que llevan a veces cien o doscientos años leyéndose sin interrupción-. 

No tengo ni idea -y mi impresión es que nadie la tiene, son malos tiempos para las ideas, como decía más arriba- de a quién hay que cargar la culpa de ese proceso de despersonalización en la compra de un libro -un objeto, dicho sea de paso, tan personal-; yo diría que todos los implicados tenemos nuestra buena ración de actitudes censurables, empezando por ese conjunto de profesionales entre los que me incluyo, que tal vez hemos estado ciegos a propósito a los cambios acaecidos en nuestras sociedades y, particularmente, en las tipologías de los lectores; siguiendo por los empresarios que, en su afán de supervivencia, completamente lícito e incensurable, han dimitido en aquellos servicios menos rentables económicamente para sumarse al carro de la amazonización de sus librerías; y terminando por la vorágine publicadora de las editoriales empeñadas en inundar el mercado de títulos impresentables que no valen ni lo que cuesta  el papel en el que están impresos. Lo que es seguro es que demasiada gente indocumentada se atreve a lanzar sus hipótesis, que se convierten en dictados cuando son asumidas por los poderes públicos y económicos, teniendo en cuenta que no padecerán las consecuencias de sus errores.

Pero yo diría, igual que en numerosos casos en que la responsabilidad se deriva, intencionadamente, hacia la sociedad -sin caer en la cuenta de que esta no es un ente abstracto e inidentificable, sino que la hacemos entre todos-, que la mayor responsabilidad está en manos de las personas tomadas individualmente, en este caso, de los lectores, que son los que deciden, cómodamente instalados en la cápsula de aislamiento de su sofá, dar tres clics -los entendidos dicen que solo pueden ser tres, que si son más el cliente se distrae- y esperar veinticuatro horas a que el libro llegue a casa, en lugar de acercarse a la librería, perder un rato mirando las mesas y las estanterías y consultando con el librero, y comprar o encargar -un libro raramente es cuestión de vida o muerte; otra cosa es que la dilación parece actuar negativamente contra el deseo inmediato- el libro que se ha escogido y empezar a leerlo de vuelta a casa o camino del trabajo.

Bueno, son los nuevos y mejores tiempos -“era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos. La edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero nada teníamos, íbamos directamente al cielo y nos perdíamos en sentido opuesto. En una palabra, aquella época era tan parecida a la actual, que nuestras más notables autoridades insisten en que, tanto en lo que se refiere tanto al bien como al mal, solo es aceptable la comparación en grado superlativo”-, tal vez, tiempos de rapidez, eficacia y capacidad de gestión, los que ponen en peligro de extinción a esa clase de libreros -y, a continuación a las propias  librerías, no os quepa ninguna duda- de los que hablaba antes. Como los dinosaurios, desaparecemos aplastados por la caja de cartón sonriente que habrá sustituido al meteorito, embalada por el esclavo que tiene que mear en una botella de plástico porque no le conceden tiempo de ir al lavabo, llevada a la puerta de vuestra casa por el inmigrante explotado hasta la extenuación y recibida por un lector que, tras veinticuatro horas de espera y miles de páginas web anidadas y teledirigidas navegadas después, ya no recordará qué libro compró ayer.


Mi única satisfacción es que en la cola del paro, en la residencia de ancianos o en el yacimiento arqueológico, algunos elementos de la especie extinguida levantarán un momento la vista de su Pla, Cervantes, Dickens, Proust, Mann o Calvino, desaparecidos del mercado después del afianzamiento del monopolio editorial por parte de las grandes empresas tecnológicas, y esbozarán una leve sonrisa que alguno confundirá con un rictus de amargura o, tal vez los más nerds, con la que figura impresa en la omnipresente caja de cartón.

La Brigada Lluminosa

La Brigada Lluminosa. Kameron Hurleylacen. Mai Més, 2019
Traducció d'Anna Llisterri
«La guerra anava d'aniquilar la veritat. Qualsevol dictador o conseller delegat ho sap».
La civilització terrestre, passada l'etapa de la política internacional, ha superat el període de la multilateralitat i ara està organitzada en corporacions, els quarters generals de les quals s'han traslladat al planeta Mart; és precisament en aquest planeta on es produeix una sublevació dels antics colons, que es reivindiquen marcians, i s'enceta una confrontació entre ambdós planetes. Degut a la distància a la Terra, es desenvolupa una nova tecnologia pel transport de tropes: convertir-les en llum i enviar-les a Mart, després d'entrenar als soldats a consciència i d'implantar-los diversos dispositius electrònics de control i seguiment.

Però aquests salts —deutors, conceptualment, del teletransport trekkie— acostumen a provocar conseqüències físiques —rematerialitzacions errònies— y psíquiques —pèrdues de memòria i estupefacció general—, a més de que el sistema no sembla controlar massa bé ni el lloc ni el temps d'aquesta rematerialització. Totes aquestes disonàncies fan sospitar que la suposada confrontació amb Mart no és més que una ficció urdida per les corporacions, unes transnacionals que controlen l'economia —i, per extensió, la vida en general— de la Terra en el seu enfrontament per aconseguir el monopoli del poder polític.

La Brigada Lluminosa (The Light Brigade, 2019) és una estupenda novel·la amb el ritme trepidant de les bones novel·les d'aventures. Com a objecció, si de cas, una veu narradora amb un discurs sarcàstic que, a vegades, no sembla el més adient i, potser, que el contingut de la trama, procedent d'un relat curt, no justifica plenament l'extensió definitiva del text.

Calificació: ***/*****

20 de enero de 2020

El Mar de Hierro

El Mar de Hierro. China Miéville. Oz Editorial, 2017
Traducción de Rosa María Corrales
El Medos es un tren de caza que recorre el Mar de Hierro, una extensa zona que linda con el Ártico recorrida por miles de vías de ferrocarril. La tripulación, contratada de acuerdo con el objetivo del convoy, la forman una colectividad dedicada a la caza y al aprovechamiento de la fauna de la zona y al rescate de restos de naufragios, de trenes abandonados o perdidos, objetivos que comparte con trenes transportistas de bienes de una isla a otra, cazatesoros en busca de todo lo aprovechable de restos de trenes accidentados, especialmente tecnología alienígena, y piratas dispuestos a hacer descarrilar los convoyes para aprovecharse de su carga, incluso del propio tren. China Miéville recrea en El Mar de Hierro (Railsea, 2012) la atmósfera y los escenarios de las novelas marítimas, reproduce la rigidez de la jerarquía a bordo y la dirección hacia un objeto en concreto —la referencia a Moby Dick es tan explícita como conveniente, y no es la única: el hallazgo de tecnologías desconocidas para los protagonistas provoca unas cuantas referencias a Picnic al borde del camino y a sus autores— que, con el tiempo, se ha convertido en la obsesión de la capitana —en este caso, un "toporrible" gigantesco de color claro—.

Como en la mayoría de sus obras, Miéville recrea un mundo con resonancias fantásticas basado en la exacerbación de escogidos elementos del mundo real, con cambios, a veces insólitos, en los rangos de las especies animales y con la creación de nuevas especies con un imponente carácter depredador, acentuando los rasgos salvajes y, con frecuencia, mortales para los seres humanos. Todo ello ubicado temporalmente en un futuro lejano, en una Tierra devastada por sucesivas invasiones alienígenas y guerras mundiales en las que ha desaparecido la tecnología avanzada y han quedado algunas aplicaciones aisladas de una ciencia en retroceso, como en una nueva edad media cuyos avances parecen, en realidad, anacronismos: el terreno del clásico steampunk refundado en la New Weird Fiction. La sociedad se ha convertido en un conjunto de comunidades híbridas, aisladas entre sí, en la que conviven animales extintos con otros procedentes de quién sabe qué mutaciones genéticas accidentales, seres humanos de vieja factura, y aparatos tecnológicos avanzados cuya utilidad hace tiempo que se olvidó con objetos anacrónicos y sin embargo útiles procedentes de las primeras etapas de la humanidad.

El Mar de Hierro es un mundo autorreferente, encerrado en sí mismo, de extensión incalculable, que parece dar forma a la totalidad del mundo conocido; no parece existir un más allá de ese caótico pero controlado desorden ni parecen cartografías que lo trasciendan: sencillamente, el exterior es inconcebible porque su existencia representaría una alternativa a la que nadie puede hacerse una idea, es decir, implicaría unos parámetros que sobrepasarían la inteligibilidad. Tampoco se conoce su origen, que suele atribuirse a los dioses o a unos antepasados míticos cuyo rastro se perdió siglos atrás, aunque existe la idea de que se originó debido a una pugna entre antiguas compañías ferroviarias por conseguir mercado y extender sus dominios hasta los lugares más remotos, unas compañías que dejaron de existir pero que legaron la red viaria omnipresente por puro y simple abandono.

Literatura de pura evasión, más que digna, original y con un subliminal mensaje social gamberro e izquierdoso. Quién sabe si la novela popular no tendrá una parte que ahora se le niega entre los círculos de exquisitos en la salvación de la literatura...

Calificación: ****/*****
Otros recursos relativos al autor en este blog:
Notas de Lectura de Los últimos días de Nueva París
Notas de Lectura de La Estación de la Calle Perdido. Bas-Lag I
Notas de Lectura de La Cicatriz. Bas-Lag II
Notas de Lectura de El Consejo de Hierro. Bas-Lag III
Notas de lectura de La cuidad y la ciudad

17 de enero de 2020

Monjas y soldados

Monjas y soldados. Iris Murdoch. Editorial Impedimenta, 2019
Traducción de Mar Gutiérrez Ortiz y Joaquín Gutiérrez Calderón
El Conde es un ya-no-tan-joven hijo de exiliados polacos en Inglaterra, prototipo del  personaje superficialmente cínico y descreído —un lugar común entre los protagonistas de las novelas de Murdoch—, misógino en lo social y apátrida en lo político, pero al que la novelista sabe dotar de ciertas cualidades que despiertan la simpatía del lector; el matrimonio Openshaw: Guy, jefe del Conde en una oscura oficina de carácter oficial, con quien ha establecido una sincera relación de amistad, y Gertrude —atención a las reminiscencias shakesperianas del nombre—, una estúpida adolescente eterna, malcriada y egoísta, a la cual Murdoch no le ahorra las más venenosas invectivas mediante unas despiadadas descripciones, y de la que el Conde está secretamente enamorado; Anne Cavidge, una amiga íntima de la infancia de Gertrude, que aparece en la casa familiar después de colgar los hábitos de clausura tras quince años de reclusión conventual, personificación de la inocencia —pero también de la conspiración subterránea—, con Guy a punto de morir; y, finalmente, Tim, un pintor mediocre a quien Guy pagó, a escondidas, los estudios, y Daisy, una pintora con ínfulas de escritora, una pareja de artistas de convivencias intermitentes. A esta nómina puede reducirse la plantilla de protagonistas principales de Monjas y soldados (Nuns and Soldiers, 1980), una de las última novelas de la escritora y pensadora dublinesa.

La muerte de Guy fortalece el vínculo entre Gertrude y Anne, que permanece en el hogar de la pareja al tiempo que el Conde tiene vía libre para intentar acercarse a ella, aunque su enamoramiento secreto y casi platónico deberá cambiar de naturaleza o extinguirse para siempre. Tim no consigue triunfar en el mundo del arte y se ve a sí mismo como un soldado, envejeciendo sin gloria alguna; suplicando a Gertrude, consigue que esta le ceda una villa en Francia, los acontecimientos se disparan y acaban teniendo una aventura, pero la aparición súbita de unos amigos terminan con el idilio y ambos, por separado, vuelven a Inglaterra  aunque después de enamorarse y planear casarse.

Después de una temporada de dificultades en el entorno de Gertrude, contraen matrimonio, pero la presión de su entorno y una noticia, en parte falsa, rompen momentáneamente la pareja, una fractura que por acción o por omisión de los implicados, consigue repararse de forma definitiva.

Como siempre, Murdoch completa un retrato magistral de los caracteres de sus protagonistas, como una actualización y modernización del gran creador de naturalezas de  personajes de la literatura anglosajona, Henry James, aunque sin la neurótica contención del anglonorteamericano; todo ello, parejo a una conducción perfecta del ritmo narrativo, llevado con rienda corta y con un manejo de la tensión con mano de hierro, que acelera o frena a voluntad no tanto en dependencia de la acción como del efecto que desea crear, aunque su filo —sin olvidar unas estupendas incursiones en la parodia llevadas al extremo— no alcanza la capacidad de corte que consiguió en algunas de sus otras novelas. Tal vez no se trata de una Murdoch en plena forma, como la inmediatamente anterior El mar, el mar (The Sea, the Sea, 1978) o la posterior de El libro y la hermandad (The Book and the Brotherhood, 1987), pero Murdoch es siempre mucha Murdoch.

Calificación: ****/*****

13 de enero de 2020

Hasta que el día os separe

Hasta que el día os separe, o Una cuestión de luz. Peter Handke. Ediciones Casus Belli, 2019. Traducción de Fruela Fernández. Edición bilingüe.
Hasta que el día os separe, o Una cuestión de luz fue escrita por Peter Handke en francés (Jusqu'à ce que le jour vous sépare, ou Une question de lumière, 2009) en 2007 y traducida en 2008 al alemán por el propio autor.

¿Monólogo dramático? ¿Escolio a un texto inexistente? Una mujer, viva, se dirige, sin mencionarlo ni interpelarlo directamente, a lo que parece el cadáver de un hombre; la simultaneidad de esta presencia del cuerpo y ausencia del individuo condiciona el tono y el tema de la intervención, que combina el reproche con una velada expresión de reconocimiento. La referencia a Krapp, al principio del texto, parece sugerir una relación, real o imaginaria, con la obra dramática de Samuel Beckett, aunque, de hecho, parece más una cita especulativa que algo que sugiera un vínculo directo con el monólogo del irlandés. 

El nombre propio como expresión de la individualidad, de la distinción del resto, de reconocimiento de la ausencia. La etiqueta de una personalidad asumida, condicionante, limitadora; una frontera lingüística que nos separa de los otros. En valenciano, en lugar de preguntar "¿cómo te llamas?", dicen "¿cómo te llaman?"

La noche como movimiento de reinicio, cíclico, habitual pero indomable, que nos transporta a un lugar conocido pero imprevisible que aborrece las diferencias y sepulta e iguala bajo el insoportable peso de la oscuridad. La existencia invisible, la huida de la realidad, la metáfora que se adueña de la supervivencia. El momento en que el mundo aprovecha para reprogramarse con el fin de hacérsenos irreconocible el próximo amanecer.

El silencio como negación del ruido externo. La quietud necesaria para escuchar las voces interiores, la reserva creativa. Pero también la ocultación impuesta, la orden que manda callar, la ausencia de respuesta, el descrédito, el desprecio, la indiferencia.

La muerte como liberación, como cese del sufrimiento. Pero también la aniquilación del sujeto, de todas las relaciones mantenidas con sus semejantes; la desaparición de los nexos conlleva la aniquilación de aquellos con los que nos unían. Cada muerte es un recurrente comienzo de una obra con actores nuevos e inexpertos.

El vacío como máxima expresión del espacio, la ausencia de objetos que oculten una dimensión física, que desplacen su porción de existencia inmanente a su ubicación que los hace distinguibles del resto, situados en otra porción de lo que era espacio vacío, limitándose a desplazar a este: ¿es el objeto que cambia de ubicación o es el vacío el que se desplaza?

Otros recursos relativos al autor en este blog:
Notas de Lectura de Los avispones
Notas de Lectura de La noche del Moldava
Notas de Lectura de Ensayo sobre el lugar silencioso
Fe de Lectura de Los hermosos días de Aranjuez
Notas de Lectura de Una vez más para Tucidides
Fe de Lectura de Lento en la sombra
Notas de Lectura de La Gran Caída
Fe de Lectura de Handke y España
Notas de Lectura de Contra el sueño profundo
Notas de Lectura de La ladrona de fruta

10 de enero de 2020

Nuestras vidas

Nuestras vidas. Marie-Hélène Lafon. Editorial Minúscula, 2019
Traducción de Lluís Maria Todó
«He pasado cuarenta años hundiéndome en el laberinto de unas vidas olfateadas, trenzadas, esbozadas, como otros habrían dibujado a lápiz inclinados sobre una libreta de espiral».
Es posible que una de las razones por las que la novela —incluyendo en su definición algunos de sus antecedentes y remontándose al mundo clásico— sea un género literario que disfrute de una excelente vitalidad —o de una mala salud de hierro—, y que haya sobrevivido a todos los intentos de darla por extinguida es que consiste en inventarse vidas —a menudo ajenas, con frecuencia la propia—. Inventar vidas es lo que ha hecho, de forma explícita, Marie-Hélène Lafon en Nuestras vidas (Nos vies, 2017), y el resultado es una verdadera joya de y sobre la invención.

Calificación: ****/*****

7 de enero de 2020

Antoine Volodine

La literatura escrita en las grandes lenguas, por extensión y por tradición, es, con demasiada frecuencia, endogámica y autorreferencial; por ejemplo, la literatura francesa,  que ha conseguido incluso crear un estilo propio. El mundo de la edición, tomado en su conjunto, tiende, a su vez, a encerrarse en el territorio, vasto pero restringido, de la lengua correspondiente; otro ejemplo, el caso anglosajón, alarmantemente mermado de traducciones de otras lenguas. Además, está la cuestión de las filias y fobias populares; España, por ejemplo, también en cuestiones literarias, es devotamente anglófila: nada justifica la cantidad ingente de literatura, sobre todo norteamericana, que nos llega como la última revelación mundial pero que no cumple con los estándares de calidad mínimamente aceptables; en cambio, existe un sentimiento francófobo, no sé si debido a la invasión napoleónica, a la inevitable vecindad o a la pura envidia, que restringe la publicación de autores franceses hasta extremos inexplicables. Solo se me ocurre esa explicación para esclarecer los motivos por los que autores como Antoine Volodine, autor de más de treinta libros, firmados con sus varios heterónimos, tienen una presencia tan exigua en el mundo editorial en castellano; un escritor que debería figurar en el irrefutable podio de los novelistas franceses vivos, junto a Pierre Michon, Pascal Quignard o Pierre Bergounioux, por ejemplo, por más que su escritura, que se resiste a la clasificación, impugna cualquier intento de definición colectiva, ni en el sentido de reconocerse en una tradición literaria concreta —ver el texto insertado más abajo—, ni en la clasificación por géneros: ficción política, ucronías, distopías, ciencia-ficción...

Este post, necesariamente breve, incluirá unas breves Notas de Lectura de dos de los títulos disponibles en castellano; para los lectores que quieran profundizar en el autor, existe un recurso impagable en la red, Para-Post-Exotisme. La plus grande confusion se mit araignée, con interesantes aportaciones relativas a la categoría literaria que él mismo acuñó y al propio autor. A pesar de ese recurso, no me resisto a transcribir, a continuación —perdón por la extensión—, el artículo Escribir en francés una literatura extranjera, un iluminador resumen de la propuesta estética —y también ética— del escritor francés:
INTRODUCTION
Il y a bientôt vingt ans, j’ai commencé à écrire pour un public. Mais ce n’était pas pour moi le début de l’écriture. J’avais déjà écrit plusieurs livres auparavant. Car depuis mon enfance, depuis mon adolescence, disons, j’écrivais. Je composais des romans et des recueils d’histoires qui correspondaient exactement à mon goût et à mes attentes de lecteur. Comme il s’agissait de me faire plaisir, et non d’atteindre à travers les textes une reconnaissance sociale, un statut intellectuel, je ne les imposais pas à mon entourage. Je ne les faisais pas circuler, même auprès des gens qui m’étaient très proches. Pendant longtemps, pendant près de quinze ans, j’ai donc écrit des livres pour un public minuscule. Des livres bizarres, fantastiques, oniriques et clandestins, qui s’adressaient à un unique lecteur.
Ensuite, un premier roman est paru, «Jorian Murgrave», et je me suis mis à travailler pour satisfaire un véritable public. J’ai commencé à imaginer les lecteurs que je pouvais avoir: un public réel, formé d’hommes et de femmes qui partageaient la même sensibilité littéraire et les mêmes goûts que moi. Ils partageaient avec moi la même vision du monde, les mêmes peurs, les mêmes certitudes, ils désiraient partager les mêmes rêves et, disons-le tout de suite, la même révolte contre le monde tel qu’il est, contre la condition humaine dans ses aspects politiques et métaphysiques.
Et donc, très naturellement, mes livres publiés ont prolongé la tradition des livres non publiés qui les avaient précédés. Autour du roman et dans le roman, ils supposaient une forte sympathie entre ceux et celles qui parlaient et ceux et celles qui les écoutaient. J’ai introduit dans mes univers imaginaires des lecteurs qui n’étaient pas neutres. Mes livres supposaient au départ une culture commune aux narrateurs et aux auditeurs, une mémoire commune, une sensibilité littéraire et humaine communes. Livre après livre, cette mémoire et cette culture se sont construites. Elles se sont précisées, elles se sont approfondies. Finalement, tout cela a pris la forme concrète d’un édifice romanesque, qui compte aujourd’hui plus d’une quinzaine d’ouvrages.
Dans mon esprit et dans l’esprit de mes personnages, qui souvent occupent une place en dehors de la société, en dehors même de l’espèce humaine, tout en restant des écrivains et des conteurs, la fiction n’a pas besoin de s’appuyer sur le réel journalistique, quotidien, pour exister. L’ensemble est réaliste et parfois hyper-réaliste, les personnages meurent, souffrent, sont  amoureux, combattent, mais la relation avec le monde géographique et historique contemporain est toujours très déformée, un peu comme dans un rêve, où la mémoire combine le familier et l’étrange. C’est une relation où le lecteur est plongé au cœur d’une réalité où tout est à découvrir, et où il faut passer par la mémoire collective et l’inconscient collectif pour retrouver de la familiarité. J’en parlerai tout à l’heure plus en détail.
Il y a un aspect de cette extériorité sur quoi je voudrais insister tout de suite. Cette masse romanesque a été écrite, a été construite sans tenir compte des goûts, des tendances, des traditions du monde éditorial dans lequel elle a pris place. Jusqu’au début des années 90, et alors que j’avais déjà publié plusieurs ouvrages, ma connaissance de la littérature française contemporaine était absolument nulle. J’écrivais à l’instinct, des textes que je sentais l’urgence d’écrire pour moi et pour mon public imaginaire, mais sans me soucier une seconde du monde littéraire concret dans lequel ils allaient aboutir. Quant aux débats théoriques sur la littérature qui agitaient le milieu critique français, et qui ont considérablement influencé les nouvelles générations d’auteurs français depuis trente ans, je n’ai pas songé à m’y introduire en produisant des textes influencés par telle ou telle école. Je ne me sentais pas concerné. Pour moi, c’était la planète Mars. Quand je suis entré comme auteur aux Éditions de Minuit, en 1990, je n’avais jamais entendu parler du minimalisme. Je suis toujours resté à l’écart de ces conflits et de ces passions-là, très, très loin, avec des informations là-dessus qui étaient toujours très rudimentaires.
Pour simplifier, on peut dire que dès l’origine mes romans ont été étrangers à la réalité littéraire française. Ils forment un objet littéraire publié en langue française, mais pensé en une langue extérieure au français, indistincte quant à sa nationalité. Une langue non rattachée à une aire géographique déterminée, et clairement «étrangère», puisqu’elle ne véhicule pas la culture et les traditions du monde français ou francophone.

LA LANGUE
J’aimerais précisément m’arrêter sur ce problème de la langue.
L’idée fausse la plus répandue, c’est qu’écrire en français signifie prendre obligatoirement sa place dans la culture française et francophone. On croit, sans réfléchir, que la langue d’un écrivain porte par définition l’héritage culturel et même l’empreinte de tous les écrivains qui ont illustré cette même langue depuis des siècles. On croit, sans réfléchir, que la langue d’un écrivain prend la suite de tous les orateurs savants et de tous les porteurs populaires de cette langue. Cela conduit souvent les écrivains à se sentir investis d’un rôle de représentation diplomatique et même à se réclamer d’une «patrie linguistique». Avec arrogance, avec des envolées lyriques qui me donnent froid dans le dos, parce que je ne vois guère la différence entre ces affirmations et un chauvinisme que je déteste, j’entends des poètes et des romanciers francophones dire des choses dangereuses de ce genre: «Ma patrie, la langue française» ; ou: «Ma patrie d’adoption, la langue française».
Chacun donc a tendance à croire qu’il est un bon citoyen de sa propre langue (langue maternelle ou langue d’adoption), et qu’il a le devoir moral et intellectuel de rattacher cette langue à un territoire national, à des institutions, à une histoire, à des populations précises et à un drapeau. Un bon citoyen et même un citoyen agressif, prêt à en découdre pour défendre son identité nationale.
Or, même s’il est exact que la langue véhicule toute l’histoire, bonne et mauvaise, du pays ou des pays où elle est parlée, et, pour ce qui nous intéresse, toute son histoire poétique et intellectuelle, elle véhicule aussi beaucoup d’autres éléments empruntés ailleurs.
Car la langue est aussi (et très, très largement à notre époque, depuis les cinquante dernières années) un immense territoire international. C’est un territoire indifférencié qui a reçu les traductions de très nombreuses autres langues du monde, et qui non seulement les a reçues, mais les a adoptées, les a portées, les a intégrées. La langue est un outil neutre qui accueille toutes les composantes de l’humanité, et qui ne peut plus être annexé par une seule composante nationale. À partir du moment où des traductions existent, chaque langue du monde porte en elle l’héritage de TOUTES les cultures du monde.
En m’appuyant sur ce raisonnement, j’ai donc plaisir à dire que le chinois est la langue des poètes de la dynastie Tang, la langue des grands romans-fleuves du XVIIe siècle (Si da qi shu), la langue du théâtre-opéra, la langue des excellents romanciers chinois contemporains rassemblés dans cette salle; mais que c’est aussi, dès lors que des traductions existent et ont été diffusées, la langue de Beckett, de Dostoïevski, de Balzac, de Dos Passos, la langue du «Livre des morts tibétain».
Et, de même, on peut dire que le français littéraire est lui aussi la langue du «Livre des morts tibétain», la langue de Pouchkine, la langue de Li Bai: autrement dit, une langue qui porte des cultures, des philosophies, des préoccupations poétiques et littéraires qui n’ont rien à voir avec les habitudes de la société française et de l’univers francophone.
Eh bien, j’ai eu pour souci d’écrire mes livres dans cette langue de traduction. Au niveau du vocabulaire et de la syntaxe, avec toute la souplesse, la richesse, le génie de la langue française, mais pour servir une culture qui soit étrangère aux habitudes de la société française et de l’univers francophone. La langue de mes livres porte, avant tout, la culture de mes personnages, des écrivains-chamanes que je mets en scène et des lecteurs que j’imagine. Elle véhicule leur culture subversive, cosmopolite et marginale, une culture de rêveurs et de combattants politiques qui ont perdu toutes leurs batailles et qui ont encore le courage de parler, alors qu’ils ont aussi perdu la bataille contre le silence. C’est pourquoi ici je ne suis pas ambassadeur de la langue française. Je suis seulement ambassadeur de mes personnages. À quoi ressemble le langage dans lequel ils s’expriment ? À une langue variée et parfois pauvre, parfois mutilée ou, au contraire, luxuriante et baroque.
Leur langue n’est pas une langue nationale, mais la langue transnationale des conteurs d’histoires, des exclus, des prisonniers, des fous et des morts. Je suis ici porte-parole de leurs voix. Dans mes livres, je traduis en français les fictions qu’ils produisent pour protester contre le réel, pour saboter le réel ou pour transformer le réel.
Voilà pour la langue.

L’UNIVERS ÉTRANGER, LA MÉMOIRE FAMILIÈRE
Je vais maintenant revenir sur le caractère véritablement étranger de cette littérature. Lorsqu’une romancière chinoise comme Ying Chen, par exemple, écrit en français, elle traduit et transmet en français une culture chinoise, qui n’est étrangère que d’un point de vue français, mais qui ne l’est pas, évidemment, pour des lecteurs familiers de la Chine. C’est une culture dont on peut dire qu’elle est relativement étrangère. Mais pour moi, écrire en français une littérature étrangère n’est pas seulement s’écarter de la culture francophone, c’est aussi éviter que les points de référence de la fiction renvoient à un pays précis, géographiquement situé sur une carte. Je cherche à explorer et à représenter une culture non pas relativement, mais ABSOLUMENT étrangère.

LES NOMS
J’apporte donc tout d’abord une attention spéciale au choix des noms de mes personnages. C’est en effet par la nomination des narrateurs que peut se dessiner un territoire culturel précis. J’essaie d’éviter cela.
Mes personnages portent des noms culturellement hybrides. Voici quelques exemples : Dondog Balbaïan, Jessie Loo, Volup Golpiez, Irina Kobayashi, Anton Breughel, John Schlumm, Manuela Draeger, Maria Schrag, etc.
En aucun cas le narrateur ne renvoie par son nom à une identité nationale précise, à l’exception de mon roman «Lisbonne, dernière marge», où l’héroïne Ingrid Vogel est une terroriste de la Fraction Armée Rouge en 1977. (Et, à ce propos, je voudrais rappeler que je parle beaucoup de révolutionnaires et de combattants armés dans mes livres, mais que ce sont des égalitaristes, généreux et anarco-communistes, qui n’ont rien à voir avec l’islamisme, les guerres de religion ou l’assassinat en masse des civils. C’était une parenthèse.)
De façon délibérée, donc, je rends impossible une image nationale de mes narrateurs. Ils deviennent ce que je veux qu’ils soient : des voix et rien d’autre. Des voix décalées, hors de tout territoire et de toute ethnie, des voix internationalistes d’hommes et de femmes en combat contre les réalités désagréables du monde. À plusieurs reprises, on m’a dit que les noms de mes personnages faisaient penser à une liste de prisonniers de guerre, comme pendant la Résistance, au temps où les nazis placardaient sur les murs des listes d’otages étrangers. J’accepte volontiers cette image, d’autant plus qu’elle associe l’identité étrangère à un combat mortel contre l’oppression.

LES LIEUX
Outre les noms de mes narrateurs, qui devraient véhiculer automatiquement des repères culturels et qui, ici, ne le font pas, les noms des lieux ont une grande importance. Le lecteur a tendance à chercher dans le décor des points de repère signifiants. Là encore, je me suis toujours appliqué à interdire toute identification nationale. J’ai procédé de la manière suivante, avec trois méthodes:
1. Les lieux sont fortement définis, mais ils ne portent pas de valeur nationale distincte : par exemple: une prison dans un pays chaud, un dortoir dans un camp, un hôpital psychiatrique, une ville tropicale en ruines, un village au bord d’un fleuve, un paysage de steppes, parfois un vieux port chinois anonyme, mais sans l’exotisme qui permettrait une identification.
2. Ou encore, je nomme des lieux, mais la nomination renvoie à une civilisation imaginaire, déchirée par la guerre civile depuis des siècles : par exemple une bourgade d’Amazonie, Puesto Libertad, ou un immense  territoire d’Asie Centrale, la Balkhyrie.
3. Il arrive aussi que les lieux soient géographiquement identifiables. Dans ces villes qu’on peut trouver sur une carte, que j’ai choisies parce que je les connais et que je les aime, se déroule une partie de la rêverie des narrateurs : Lisbonne, Macau, Hong Kong. Toutefois, ces lieux deviennent un décor où les personnages ne sont pas intégrés, même si souvent ils essaient de l’être. Le narrateur ne s’y trouve pas en tant que touriste, mais il y reste étranger. Il s’y trouve en transit ou en exil, en tout cas toujours dans une situation instable et jamais avec le statut d’habitant normal de l’endroit.

LE TEMPS
La datation pourrait permettre aussi de renvoyer à une culture nationale précise. Or, dans mes livres, en général, l’action se passe à une époque indéfinie, comme si était en vigueur un calendrier historique différent de celui que nous connaissons. Historiquement, c’est un temps marqué par des événements significatifs et forts : par exemple, «deux mille ans après la révolution mondiale», «pendant l’entre-deux-guerres», «quatre siècles après la guerre noire», «cent cinquante ans avant la révolution mondiale», «pendant les camps», ou encore «pendant la domination des sorciers», ou encore «juste à la fin de l’espèce humaine».
Tout cela fabrique des contextes qui ancrent la fiction dans une réalité, mais qui l’éloignent d’une réalité identifiable historiquement et géographiquement. Je le répète encore une fois : ce que je décris, ce que j’explore livre après livre, est un univers réaliste, mais décalé, étranger de façon absolue, dont les personnages principaux sont peu familiers au monde de l’économie libérale qui nous entoure, puisque ce sont des révolutionnaires, des golems, des chamanes, des malades mentaux et des sous-hommes.
Un tel édifice romanesque n’aurait aucune solidité s’il était alimenté par le fantastique et la fantaisie seuls. Il serait semblable à d’autres constructions qu’on rattache à la tradition littéraire du merveilleux ou du  nonsense, ou à celle, plus contemporaine, de certaines branches de la science-fiction.
Mon objectif est bien éloigné de ces traditions-là. Je souhaite décrire des mondes intérieurs, des zones où se rencontrent la pensée consciente, le fantasme et l’inconscient sous sa double forme: l’inconscient individuel et l’inconscient collectif. Je veux déplacer et désincarner tout cela pour que disparaisse toute possibilité de lien national entre le narrateur et la fiction. Je veux enchaîner tout cela à une mémoire qui soit commune à tous les individus quel que soit leur origine, et, en gros, à tout être humain connaissant l’histoire de l’humanité au XXe siècle.

LA MÉMOIRE COLLECTIVE
J’ai parlé d’inconscient collectif. Ce qui est avant tout à l’origine de mon travail, c’est la mémoire collective. Il y a en effet une volonté constante de s’approprier et d’utiliser, dans chaque livre, à chaque page, à chaque moment, des souvenirs communs aux individus qui ont traversé le XXe siècle. Au-delà des individus, bien entendu, et quelle que soit leur expérience réelle des événements, il y a l’expérience historique, sur plusieurs générations.
Lénine prophétisait «un siècle de guerres et de révolutions». C’est bien là que s’abreuve la mémoire de mes personnages. Lénine ne s’est pas trompé dans sa prédiction, mais il a été trop optimiste. Sa description prémonitoire du XXe siècle était incomplète. Aux guerres et aux révolutions se sont superposés les massacres ethniques, la Shoah et les camps: camps de concentration, camps de travail, camps de rééducation, camps de réfugiés, et j’en passe, car les variantes ont été nombreuses.
Le XXe siècle malheureux est la patrie de mes personnages, c’est la source chamanique de mes fictions, c’est le monde noir qui sert de référence culturelle à cette construction romanesque. La langue de mes personnages n’est pas une langue nationale, c’est la langue générale de ceux qui subissent le malheur et qui, pour contrer le malheur, trouvent des solutions révolutionnaires qui pourraient fonctionner mais qui ne fonctionnent pas, des solutions insurrectionnelles qui pendant un moment éphémère concrétisent une espérance, puis dégénèrent, se dégradent, deviennent un malheur d’un type nouveau.
La langue de mes narrateurs et de mes narratrices n’est pas une langue nationale, c’est dans certains cas à peine une langue humaine, c’est la langue de ceux qui malgré leurs efforts, tout au long du XXe siècle, ont connu seulement des défaites. En se référant en permanence aux tragédies archivées dans la mémoire collective, mes personnages épuisés prennent la parole et écrivent des livres. Ils parlent une langue étrangère au monde réel, ils recourent à des formes littéraires étrangères à la littérature du monde contemporain, ils s’expriment en inventant des formes décalées de roman: des romånces, des Shaggås, des entrevoûtes, des narrats.

Antoine Volodine, «Écrire en français une littérature étrangère», Chaoïd, n° 6, automne/hiver 2002, p. 52-58.
El post-exotismo el diez lecciones. Lección Once. Antoine Volodine. Surplus Ediciones, 2014. Traducción de Iván Salinas
«Siempre hablamos de otra cosa. Siempre».
Lutz Bassmann, escritor —en realidad, uno de los heterónimos del propio Volodine; este juego de otorgar realidad física a algunos noms de plume es una constante en el texto, además de una de las bases sobre las que se asienta el juego que propone el autor—, muere en prisión, después de veintisiete años de reclusión, en presencia de un extraño nosotros; extraño, porque es falso —tan ficticio como todas las convenciones literarias—, ya que bajo su sombra se agrupa un heterogéneo conjunto de personales provenientes de las novelas publicadas bajo la autoría de Antoine Volodine y de autores ficticios, algunos de los cuales figuran como coautores de esta Lección Once, y cuyos trabajos se incluyen en la bibliografía, en su mayor parte imaginaria —que registra todos los libros publicados por Volodine hasta la fecha atribuidos a otros autores, e incluso algunos de los títulos que el autor o alguno de sus heterónimos publicarían en el futuro, con la fecha de la eventual publicación y la autoría bajo la que se llevaría a cabo, que se incluye como apéndice —por ejemplo, Ingrid Vogel, incluida en esa bibliografía, es también uno de los protagonistas de Lisbonne, dernière marge (1990); y Iakub Hajjbakiro, otro de los autores reseñados, corresponde a un personaje que es escritor en Solo de viola—, junto a algunos heterónimos de Volodine. En todo caso, personajes que dan otra vuelta de tuerca a nivel ficcional —hasta una especie de ficción-ficción— refuerzan el edificio de su obra con una coherencia que solo funciona a nivel nominal, ya que personajes con un mismo nombre pueden variar el resto de sus características de un libro a otro; se trataría, por tanto, de una unificación de su universo fantástico puramente imaginaria, y que abren nuevas perspectivas metaficcionales que seguirán siendo explotadas en algunas de sus obras posteriores.

Aunque solo sea por el párrafo anterior, cabe preguntarse qué es, en realidad, El Post-exotismo en diez lecciones. Lección Once (Le post-exotisme en dix leçons, leçon onze, 1998): ¿un texto programático de una nueva corriente artística? ¿Una obra de ficción? ¿Una combinación de ambos? Bueno, de todas las preguntas que puede provocar el libro, esta es, tal vez, la más improcedente.

No espere, pues, el lector, encontrar un conjunto ordenado de propuestas estéticas, con cuadros esquemáticos, enumeración de los antecedentes e hipótesis de futuro que le aclaren el sentido y el alcance del post-exotismo. Es más, si fruto de una lectura atenta le parece que puede extraer del texto una serie de principios fundacionales del movimiento es que ha caído en la trampa que le ha tendido el sagaz Volodine bajo cualquiera de sus múltiples personalidades: cada vez que crea que ha entendido algo, esa es la manifestación de que no ha entendido nada.
«La lista que doy, constituida con informaciones voluntariamente erróneas, está incompleta y respeta el principio post-exótico según el cual una porción de sombra perdura siempre en las explicaciones, o en las confesiones, modificándolas, al punto de volverlas inservibles para el enemigo. La lista en apariencia objetiva no es sino una manera sarcástica de decir al enemigo, una vez más, que no enterará de nada».
Pero volvamos a ese nosotros testigo de los últimos momentos de Lutz Bassmann, un nosotros que se convierte en voz narradora pero cuyos integrantes tienen en común su extinción —de hecho, es imposible deducir desde dónde y en qué tiempo interviene. Bassmann, el último superviviente, está a punto de integrarse —no de diluirse, porque cada componente sigue individualizado en ese conjunto— en ese pronombre personal, primera persona del plural, con cuyo traspaso —él, que era el depositario del legado de todos los que le precedieron en la desaparición— se derrumbará el edificio mental construido colectivamente: el mismo post-exotismo.
«Habíamos llamado a eso post-exotismo. Es decir, una construcción relacionada con el chamanismo revolucionario y con la literatura, con una literatura manuscrita o aprendida de memoria y recitada, porque algunas veces, durante largos años, la administración nos prohibía poseer soportes de papel; es decir, una construcción interior, una base de repliegue, una secreta tierra de asilo, pero también algo ofensivo que participara en el complot que algunos individuos emprendían a mano limpia contra el universo del capitalismo y contra sus innumerables ignominias».
La raíz anarquista y revolucionaria de Bassmann y de todos los post-exotistas interrogados a continuación en el locutorio de la prisión, fundada en la aversión —incluyendo en ese sujeto a todos los "prestanombres"; el yo es una entidad caduca, una pura convención a la hora de atribuir una utopía, ya que la distinción que pretende establecer con el resto de las voces es completamente ficticia, y tampoco el nosotros es capaz de identificar al sujeto— es amenazada por los estamentos de la literatura oficial, que manda a sus espías con el fin de acabar con la insurrección, sin tener en cuenta que la censura, cada vez que habla, miente.
«El discurso literario del post-exotismo sigue con tanta facilidad las sinuosidades y rupturas de un interrogatorio policíaco. Se toman precauciones, en particular la que concierte a la encriptación de los nombres y las acciones, además de que se concibe una finta narrativa, consistente en no contar lo que exigiría la lógica de la ficción, en comadrear con toda la perfidia del mundo, en hablar demasiado con el único fin de ganar tiempo, en hablar de otra cosa».
Al parecer, uno de los principios explícitos de las obras post-exotistas es la incertidumbre en el plano temático, en el temporal y, por supuesto, en el autoral: la materia es difusa, inaprensible, e incluye la pretensión de una mitología fundacional cuya semilla permanecerá en estado de latencia hasta que algún "prestanombres" la recupere; el tiempo, indefinido, ilusorio, es un presente continuo que abarca el pasado y se proyecta hacia el futuro; y tanto en los sujetos activos de la narración como en la identidad de los autores, la indeterminación es la única regla.

Solo de viola. Antoine Volodine. Adriana Hidalgo Editora, 2013
Traducción de Ana Becciú 
Tres individuos presos son excarcelados anticipadamente, la tarde de un veintisiete de mayo, de su condena al otorgárseles el beneficio de una libertad condicional a la que no se han hecho legalmente acreedores. Desubicados en una situación desacostumbrada, coincidirán con algunos sujetos inadaptados —un pájaro que no ha podido emigrar debido a una herida en un ala y un payaso— cuyo nexo en común es el movimiento de resistencia contra el gobierno, y que han sido, en mayor o menor medida, represaliados por esa militancia. Este es el punto de partida —aunque es difícil concretar ese concepto en cualquier novela de Volodine— de Solo de viola (Alto solo, 1991), una de las primeras novelas publicadas del prolífico autor francés, que sitúa la acción en una ciudad sin nombre de un enigmático país cuyo régimen político hace referencia a La Fronda, la insurrección de la aristocracia francesa durante la regencia de Ana de Austria entre 1648 y 1653, antes de que Luis XIV alcanzara la mayoría de edad.
«[...] algo instintivo, inscrito sin duda en el patrimonio genético de la especie, lleva a las masas humanas a apoyar a quien promete desolación y matanza. Un impulso misterioso anima a las mentes en forma colectiva y las desvía hacia lo peor. Basta con designar ante la opinión pública a un enemigo más allá de las fronteras para que esta, en una sola noche, se convenza de la necesidad de una guerra y forme un bloque en torno a nuestros soldados; para que, después de una sola jornada dedicada a orquestar la mentira, pleibiscite los bombardeos y reclame la victoria a cualquier precio; ávidamente se abrevan las masas en la propaganda marcial».
Pero ese movimiento de resistencia está compuesto de un heterogéneo conjunto de inadaptados movidos por los motivos más dispares; sin embargo, los personajes que componen las fuerzas vivas del frondismo no son mucho mejores. No es solo que la predisposición de los recién liberados no sea la mejor para reestrenar su libertad, sino que todo aquello que les espera en las calles parece conspirar para dificultarles esa readaptación.

El relato de los hechos acaecidos en la noche de ese mismo veintisete de mayo conlleva el cambio del narrador y se ubica en un circo que ha sido alquilado por las autoridades para llevar a cabo una especie de conmemoración oficial, un "mitin-espectáculo". El cuarteto de cuerda contratado interpreta las piezas programadas, una de las cuales ofende a la delegación gubernamental, circunstancia que acaba degenerando en un abucheo general y en un desorden prácticamente incontrolable. La actitud de los representantes oficiales busca el definitivo triunfo de la cultura popular —un solo pueblo, una sola cultura: los héroes de la multitud acorralando a los obreros y a los intelectuales— sobre la cultura elitista —«los aficionados a la música dudosa, los que se comprometían con artistas "negros", con los piojosos del Sur»—: los instrumentos del cuarteto alcanzan su destino usados como porras para golpear a los obreros.

Solo de viola no es la única novela de Volodine inscrita en un ambiente neblinoso, opaco, de temperatura desagradable. La ciudad no tiene la localización bien ubicada, parece compuesta solo de arrabales; se adivina ruina y poca salubridad. Incluso sus habitantes parecen forasteros. Una extraña angustia, mezcla de prevención y de miedo, parece envolver a los personajes, preparados para unos incidentes que no acaban de suceder nunca, sumidos en un estado de latencia que tanto puede derivar hacia la completa inconsciencia como hacia el delirio más irracional.