29 de noviembre de 2021

La avenida

 

La avenida. Francesco Pecoraro. Editorial Periférica, 2021
Traducción de Paula Caballero Sánchez y Carmen Torres García

«La civilización humana funciona a base de oleadas generacionales de olvido».

Francesco Pecoraro, el autor de una de las sorpresas editoriales de 2018, vuelve a la carga con un texto parecido a La vida en tiempo de paz, tal vez más un complemento que una continuación, y con parecida intención: poner en evidencia las carencias de "la mejor época de la historia" (de Europa, se entiende), entonar un resentido réquiem por el definitivo ocaso de las ideologías que protagonizaron la segunda mitad del siglo XX, y lamentar la progresiva reducción al hastío de la concienciación personal; no es tanto que la utopía haya dejado paso a la distopía, sino que, sencillamente, se ha desvanecido por extenuación; una rendición que se ha sustentado en la imposibilidad de distinguir entre lo verdadero, que es arrinconado como falso, y lo falso, que es encumbrado como verdadero.

«Por mi experiencia de perdedor, creo que no existe desencuentro más violento, cruel y despiadado que el que se desarrolla en el tablero de ajedrez. Cuando te das cuenta de la trampa que te han tendido y en la que has caído, o cuando un movimiento errado te deja claro que, a menos que tu adversario cometa un error, tu fin está próximo y es inevitable, tu inteligencia e incluso tu audacia, tu personalidad, que has revelado más allá del maldito juego, la originalidad de tus ideas y la inexorabilidad de tus razonamientos, en resumen, todo lo que crees saber, acaba ridiculizado, por no decir aniquilado, por culpa de una apertura débil, de una estrategia fallida, de un peón que debía avanzar o que debía quedarse donde estaba».

La mirada del narrador sin nombre ―un ambicioso estudiante, licenciado en Historia del Arte, reducido por las circunstancias y el acomodo, aunque él se escude en los defectos del sistema, a triste, irrelevante y corruptible funcionario― de La avenida no puede evitar la triste ―aunque no por ello menos belicosa― nostalgia por el tiempo en que aquello que se deseaba podía, con diversos grados de esfuerzo, conseguirse; en el que las necesidades respondían a exigencias primarias y las aspiraciones parecían asequibles; en el que su medición se llevaba a cabo mediante magnitudes a escala humana. Ahora, disfrutando de una plácida jubilación y de un cinismo ilustrado literariamente muy atractivo, no puede evitar la explotación de un intenso resentimiento contra un mundo que dice aborrecer pero del que ha sacado buen provecho.

«La mayor parte de las cosas que el pensionista que se arrastra por estas aceras y casca en los bares hizo en la vida las hizo por obligación laboral, presión social o exaltación hormonal. Todo ―casi todo, seamos magnánimos― lo que hemos dicho y pensado lo hemos dicho y pensado en las vías tipológicas de las culturas y, sobre todo, de las subculturas del siglo XX a las que hemos pertenecido. Una vez muertas, nos sentimos mudos, desarmados, secretamente humillados por un presente misterioso, incomprensible, contra el cual a veces gruñimos confundidos, principalmente cuando nos encontramos en manada, de modo que solo nos quedan el fútbol y los culos que pasan al alcance cognitivo».

El narrador capta el latido de una ciudad ―la acción de localiza en Roma, a la que llama "La Ciudad de Dios"― heterogénea, rota en pedazos que han quedado aislados por unas fronteras económicas, de clases sociales, religiosas, raciales, de edad, invisibles pero inefables, infranqueables, tácitamente aceptadas por la sumisión que provoca la inevitabilidad. Una ciudad elefantiásica, degradada, desarticulada, que no ha sabido crecer de manera mínimamente armoniosa y que lo ha hecho a golpe de corrupción, permisividad, favoritismos y arbitrariedades, hasta perder cualquier indicio de identidad.

«Cuando desvío la vista hacia el oeste, veo fragmentos de planificación urbana, que es lo mismo que decir, según me consta, de teoría urbanística del siglo XX mal aplicada o solo parcialmente aplicada: una pseudoavenida bordeada de aparcamientos que parece querer adentrarse en la Cavidad, pero que de pronto se arrepiente y se estrecha, un episodio truncado sin sentido aparente, una especie de muñón de ciudad posible que se me antoja una solución de compromiso entre los dictados modernistas y la práctica común del urbanista municipal, que no sabe nada de ciudades porque está acostumbrado a verlas como un conjunto de zonas-índices-números-leyes-reglamentos-normativas que deben ser congruentes y ha olvidado la calidad del espacio físico y de los objetos que lo componen y al que, sobre todo, siempre que se satisfagan los estándares legislativos, el resto se la trae floja».

Socialmente, esa degradación ha sido reforzada por la desaparición no ya de la conciencia de clase, sino de las clases en sí mismas, con la consecuente volatilización, cuando no olvido o dejadez, de las reivindicaciones y las luchas por ese motivo. El fraudulento individualismo, resultado de aquella desaparición, ha convertido a la ciudadanía en "El Gran Relleno", la nueva clase consumidora cuyo único cometido es mantener en marcha el Sistema; un caso que refleja, a nivel social, el cambio del que el narrador se hace eco, desde la fabricación artesanal de ladrillos de arcilla, ajustada a la demanda, profesionalmente cualificada, respetuosa con los operarios, hasta la factoría de fabricación en serie, abusiva, laboralmente explotadora, alienante y creadora de demanda. La peor faz del paradigma instalado en la sociedad occidental no es la destrucción, sino el olvido.

«Momentos de vergüenza política implícita y colectiva (¿Dónde estábamos todos hasta hace un año?), exorcizados y como resueltos mediante actos furiosos e insensatos de aniquilación icónica de masas cuando de la Historia debería conservarse todo: cada estatua, cada templo, cada monumento, cada cornisa, cada arma ensangrentada, todos y cada uno de los libros, discursos, edictos, todo ―incluida cada palabra pronunciada en sede política― debería ser archivado o puesto en acta».

Encerrado en su piso, con las relaciones sociales limitadas al mínimo imprescindible ―casi exclusivamente las que tienen lugar en un bar, tan ajeno al tiempo presente como él mismo―, sin obligaciones laborales o afectivas, el narrador observa la desintegración de todo cuanto le rodea con la frialdad del que sabe que no presenciará el desenlace, pero no por ello menos iracundo por el incumplimiento, por desidia, de unas expectativas que, visto lo visto, no eran más que utopías, y que han sido absorbidas y substituidas por el insustancial "Estancamiento"; al fin, resulta que el mundo no avanza, gira, y lo hará hasta alcanzar el primer paso del "lento apocalipsis" inevitable al que está condenado.

«Entonces, hoy en día, ¿para qué sirve la ideología ni no es para vivir, como yo, aislado mentalmente, mientras los demás, los desideologizados, derechistas, criptofascistas e imbéciles que se creen librepensadores actúan de la misma manera? ¿Para qué sirve la ideología si no es para congregarse y llevarla a la práctica en forma de actos, políticos y materiales, de huelgas, manifestaciones e incluso duros enfrentamientos con los representantes del Estado? ¿Qué debemos hacer ahora con nuestro ser comunista, mejor dicho, con nuestro sentir comunista, es decir, con ese estado interior de continuo desacuerdo con el presente, de negación estupefacta, de borborigmo desesperado y contrario, que se opone de manera inútil a lo que tú concibes como resto-del-mundo, cuando nuestra única obligación es ir al supermercado, pasear, ver la televisión, sacar al microperro y recoger su mierda en una bolsa de plástico?».

La misma desazón que se siente por la diferencia entre las aspiraciones, no solo personales, que guiaron los años de formación y los períodos de mayor autoexigencia, se manifiesta en la disonancia existente entre los deseos y sus materializaciones. Cuando la fase más activa de la vida está ya lejana y todo el recorrido se ve como un proceso irremediable, la desilusión se manifiesta mediante el lamento por los pasos que no se dieron para alcanzar aquello que un día se codició, de aspirar a un mundo irreal a aferrarse al mundo tal cual es. No queda otro remedio que juzgarse con dureza ante la negligencia mostrada cuando todavía se era capaz de luchar por lo que se deseaba: mejor arrepentirse por lo hecho que por lo dejado de hacer.

«Sin embargo, sé que en el momento presente, en la que denominamos nuestra época, la contemporaneidad, ningún instante es igual al anterior: todo aumenta o disminuye, muchísimas cosas desaparecen y otras muchas nacen, y es mejor quitarse de la cabeza la idea misma de estabilidad; los espíritus feroces del capitalismo combinados con los más temibles de la web-pueblo y estrechamente unidos al progreso científico no hacen sino aspirar a que nada sea igual que el día anterior; la carrera por la tecnoimplementación de la materia prima es una mera y simple carrera por el beneficio, por la producción de deseos insaciables y, por tanto, insaciados: y así seguirá siendo hasta el final de los tiempos, donec auferatur luna».

El fenómeno de la desubicación temporal del individuo a lo largo de su vida es otra consecuencia de no saber vivir en tu época: adelantado a su tiempo en las primeras etapas y anacrónico en la madurez, sin haber pasado nunca por la congruencia temporal; ¿solo sucede en casos de acentuada conciencia crítica? ¿Es una señal de inadaptación personal al presente ―es decir, ocurriría siempre, con independencia de las circunstancias históricas―, o se trata más bien de llevar un ritmo diferente que el del transcurso de los tiempos? En ese décalage, ¿qué papel tienen la intransigencia y la conformidad, el cuestionamiento crítico y la sumisión?

«Por lo general, los de la gran clase media no nos decimos cómo somos en realidad, creo que nos interesa poco [...] Somos hombres y mujeres que viven sobre todo de relaciones horizontales, es decir, internas dentro del estrato social y de las cápsulas de pertenencia, sin una experiencia directa, más que fugaz y marginal, de la vida de los estratos superiores y de los inferiores [...] Nos gusta que la ficción nos entretenga con las vicisitudes de ricos y poderosos, y, al contrario, con las penalidades de los pobres y los marginados. Pero, sobre todo, nos interesan las aventuras de los delincuentes, o lo que es lo mismo, de los que se han negado a conceder al Estado, como en cambio hemos hecho nosotros, el monopolio de la fuerza y gestionan sus asuntos y resuelven sus conflictos tomándose la justicia por su mano. El que vive según las reglas encuentra fascinante al que parece poder saltárselas a la torera».

La pérdida de la solidaridad vecinal que conlleva la destrucción del tejido urbano conduce, inevitablemente, a la anomia social; la despersonalización de las viviendas que representa la normalización urbanística, el aislamiento y la individualización, limitando las antiguas relaciones sociales a despersonalizados guetos que no consiguen reproducir los vínculos desaparecidos, convertidos en parodias de lo que fueron. Todo ello hasta alcanzar el fin del proceso: la pérdida de la identidad. Lo que ha conseguido el "Estancamiento", su mayor logro, ha sido poner este individualismo en pie de guerra contra el pensamiento en la colectividad y, de este modo, relegar la lucha social a las capas más marginales, convirtiendo las reivindicaciones en irrelevantes.

«"La muerte de una comunidad es la forma sociológica del fin del mundo", escribe el estudioso, que puede tocar con la mano la "pérdida del «código colectivo», la fragmentación de los comportamientos, la desaparición de los referentes, la disgregación molecular de la comunidad de la Cavidad: la modificación del espacio, que pasa de un modelo naturalmente colectivista con fuertes momentos de coparticipación a un modelo de reclusión mononuclear: casas bonitas, bien diseñadas, salubres, pero cerradas al exterior"».

Junto a la decadencia social, la decadencia física de la vejez: el cuerpo empieza a traicionar debido al desgaste y a la disminución de las aptitudes, y el espíritu ya no es capaz de sustituir con sus espejismos las carencias de la carne; es más, todavía es capaz de incitar deseos que el cuerpo ya no puede colmar. Una decadencia que se manifiesta día a día en un lento pero constante proceso irreversible cuyo final amenaza con una proximidad que el pensamiento rechaza con los destellos de una lucidez que también se adivina efímera, un recuento de facultades, un inventario de carencias, un registro de errores del sistema, una amenaza de las cicatrices que se reabren, el racionamiento forzoso de la nostalgia, en una redefinición continua del concepto estar vivo, de "vivir sin otro motivo que permanecer con vida".

 «En este lugar y en estos tiempos en los que me ha tocado vivir, ¿es posible que me sienta en algún momento algo mejor o incluso bien? ¿Cuándo puedo relajarme, tranquilizarme y encontrar un equilibrio o algo parecido a una seguridad y serenidad interiores, si es que hay algo dentro de mí? ¿Dónde puedo percibir que convivo de manera plácida y civilizada con otros seres de mi especie? ¿En qué momento desaparecen los conflictos que tengo conmigo mismo y con los objetos que me rodean? ¿Cuándo y cómo consigo aceptarme por completo tal como soy? ¿Dónde puedo realizar una actividad de todo punto legítima, considerada beneficiosa y necesaria, sin mucho esfuerzo no dificultad, sin tomar partido por nada, sino simplemente siguiendo mis instintos? ¿En qué lugar mi ser biológico coincide y se mimetiza con mi ser civil, es decir, con el económico y el político? ¿Dónde percibe mi inconsciente que ha alcanzado una síntesis pacificadora que se traduce en una tregua conmigo mismo, en una relajación profunda que aletarga mis emociones y mi tendencia constante a jugar estética y políticamente el presente? La respuesta es sencilla: en el Carrefour que abre todos los días, las veinticuatro horas, a una parada de aquí».

Otros recursos relativos al autor en este blog:

Notas de Lectura de La vida en tiempo de paz

22 de noviembre de 2021

El hombre de tres letras. Último reino XI

 

El hombre de tres letras. Último Reino XI. Pascal Quignard. Shangrila, 2021
Traducción de Rubén Martín Giráldez

«Me gustan los libros. Me gusta su mundo. Me gusta estar en la nube que forma cada uno de ellos, que se eleva, que se alarga. Me gusta proseguir su lectura. Me entusiasmo al recuperar ese peso ligero y el volumen en el hueco de la mano. Me gusta envejecer en su silencio, en la larga frase que pasa bajos los ojos. Es un río abrumador, al margen del mundo, que desemboca en el mundo pero que no interviene en él de ninguna manera. Es un canto solitario que oye solo quien lo lee».

El hombre de tres letras (L'homme aun trois lettres, 2021), undécimo y último volumen publicado de la serie Último reino, es una declaración de amor por los libros, ese objeto perfecto que, al abrirse, como una ventana, alumbra nuestra oscuridad y nos descubre un mundo; por la lectura, una tarea solitaria que, con recogimiento,  recrea un cosmos privado, particular, silencioso, que contiene todos los mundos existentes y nos conecta con seres humanos que desaparecieron hace siglos; y por la escritura, el tercer elemento de la ecuación.

«No me hables de ese libro, lee, asoma aún más la cabeza por ese abismo donde se pierde tu alma».

"El hombre de tres letras" es la perífrasis latina para referirse a un ladrón, fur, un recurso que evitaba decir el nombre y, con ello, convocar su presencia, bajo la convicción de que lo que no se nombra no existe. Un argumento parecido, aunque con una intención contraria, a las sectas religiosas que prohíben citar el nombre de Dios.

 «El hombre de tres letras es el rey furtivo ―el que viene y va― con la ayuda de su lengua silenciosa ―que se escribe y se calla― entre los dos reinos ―uterino y solar― donde se sostiene íntegramente la breve experiencia posible para cada cual».

Leer es robarle el individuo a su comunidad para mantenerlo secuestrado en otra silenciosa y anónima, nominal, que se basa en la soledad y el aislamiento de sus componentes. Es también el robo del tiempo útil, del tiempo productivo, que de coyuntura eficiente se transforma en circunstancia furtiva.

«Cada palabra es en sí un fantasma, cada léxico es una población de sombras».

La posibilidad de que las primeras letras escritas provengan de símbolos de objetos o de animales significaría que existió una conexión estrecha entre escritura y naturaleza, un vínculo que se ha perdido con el transcurso del tiempo, pero que ha permanecido implícita para siempre. La letra acabó desgajándose de su significado para convertirse en mero signo, pero esta degradación no la ha aislado de su origen ―tan solo lo ignoramos― ni de lo que este lleva implícito; esa es la única razón ―y no la utilidad― de que perdure a través de los siglos.

«La letra reemplaza al reflejo que tomó el relevo de la alucinación en la oscuridad de la noche. La letra se convierte, a su vez, en el medio de descender en el tiempo, siguiendo quince o veinte peldaños ―sobre los ladrillos de Sumeria, sobre los caparazones de tortuga de China―, hasta el fondo del mundo invisible, ante el perro triple de la noche que se come nuestra carroña por toda la eternidad».

El abecedario: veintisiete signos bastan para nombrar todo lo visible y lo invisible, lo real y lo imaginario, lo concebible y lo inaudito. Signos que expanden su función cuando se agrupan en palabras ―y, en algunas lenguas, varían su sonido―, y que amplían sus posibilidades hasta el infinito cuando se combinan.

«La "cosa literaria" engloba de una vez, ya para siempre, todo lo que va a escribirse a partir del origen de la escritura: ya sea inhumano, infernal, divino, natural, salvaje, físico, en los fósiles de los acantilados, en las plantas devastadas, en los mordiscos de los animales carnívoros, en los labios del bebé que mama y adelanta la cabeza, en los pechos de las madres que se los sacan y les dan de mamar, en los excrementos que dejan las fieras a las que perseguimos por sus carnes, sus costumbres, sus pieles, sus colmillos y sus bosques».

La distancia que separa la palabra hablada de la palabra escrita es la misma que aleja la lengua del lenguaje; las paredes y las rocas, la arcilla, los huesos, la madera y las tablillas de cera, el caparazón de las tortugas, la piedra y el metal, el papiro y el pergamino, y el papel le confieren permanencia a la volatilidad del habla y pueden usarse como testimonio, defensa o cargo. Su continuidad es tan duradera que solo pueden ser destruidos por el agua o por el fuego, los mismos elementos que han participado en su creación, como si el fenómeno de su destrucción estuviera inevitablemente incluido en su origen. El bípedo erecto se convierte en hombre cuando pronuncia su primera palabra, pero le falta la escritura para hacerse un ser que tiende a la transcendencia. La palabra abandona el aire para convertirse en materia; por esa razón, las lenguas son más susceptibles de cambios y variaciones que la escritura: todas las lenguas procedentes del latín han sufrido cambios, pero los caracteres latinos han permanecido inamovibles.

«Escribir sumerge el pensamiento en un infinito sin interlocutor».

Los eruditos no se ponen de acuerdo en el origen de la palabra literatura; no se hallan rastros ni entre los griegos, los etruscos ni los latinos. Este desarraigo no ha impedido ―¿lo habrá facilitado, acaso?― que los contemporáneos nos entendamos perfectamente cuando hablamos de literatura, como si no hiciera falta una definición cuando se manifiesta consenso.

«¡Habré consagrado mi vida a una presa escurridiza cuyo nombre no tiene sentido, ni empleo, ni función, ni propósito, ni origen, ni fin».

La escritura no teme a la muerte, la trasciende desde la modestia del papel y la supera con la supervivencia de los signos que la componen. Siempre nueva para los ojos que la descubren, atesora un conocimiento que ninguna imagen puede contener y conecta directamente con el pasado en el que fue generada. Todo ello en el silencio más fértil.

Escritura en silencio, lectura en silencio. Recogimiento, circunspección. Toda la eficacia se concentra en la relación callada de un agente con un soporte cuyas fragilidades respectivas son precisamente su fuerza y la razón de su permanencia. La escritura roba las manos, la lectura roba la mirada, ambas en silencio. Prometeo, que robó el fuego al cielo, fue el responsable de la hominización; Heráclito, que robó la lengua al aire, inauguró la humanización; esta hipótesis le hace sostener a Quignard que "la invención de la escritura es más importante que la invención del fuego".

«Tertuliano: escribimos sin acepción de persona (sub exceptione personarum) por la vía secreta de un alegato mudo (via occulta tacitarum litterarum). Siguiendo el sendero oculto de letras taciturnas la literatura es el instrumento de toda la vida. Instrumentum ad omnem vitae litteratura. La literatura sirve a la vida en calidad de todo».

Leer es como interpretar una música que nadie está ejecutando ―pero que alguien compuso― y que nadie, excepto el lector, oye. Escribir es como componer una música que quizá nadie interpretará, pero que podrá ser recuperada por cualquiera que conozca el código; escribir es abrir una puerta a lo que no existe ―pero que es real como la misma inexistencia― para que pueda acceder al mundo material mediante el conjuro silencioso del lector.

«Escribir es leer lo que no se ve en el silencio de lo que ya no oímos».

El único silencio que existe, es decir, que se puede percibir, es el silencio que acompaña a la lectura. Es un silencio que no es solo ausencia de sonido ―como el silencio en la música no es solo ausencia de notas―, sino que forma parte de la armonía universal y es la contribución a esta más importante  del ser humano. Es ese silencio que pone en contacto la muda escritura con la callada lectura y neutraliza cualquier ruido que pudiera contaminar esa comunicación o interrumpir la laguna de la conciencia en la que cae el que lee; un silencio que se remonta al del cazador acechando a la presa y esperando el momento propicio.

«Dejar un fantasma en este mundo es morir. Dejar un rastro es ser pasado y haber desaparecido. Dejar una letra es haberse marchado muy lejos».

La única resurrección posible de los muertos de antaño se produce mediante la literatura, en su  tiempo y en sus propias palabras; no es un viaje del lector al tiempo pasado ―como sería, de hecho, un viaje a los infiernos, donde moran todos los muertos de otro tiempo―, sino el rescate de esos muertos para traerlos al presente. La literatura es una resurrección.

Para el hombre que escribe, el dilema existencial no se basa en la dualidad de cielo o infierno, sino en la gloria terrena o la vida solitaria del estudio y el recogimiento ―Montaigne, alcalde de Burdeos  y consejero real, y pensador solitario en su torre―, es decir, la salvación o la condena.

«De un lado lo argumentable, del otro lo inflexible. De un lado el discurso, la línea recta, los placeres de la identidad, la tibieza del hogar, las etapas regulares, la fortuna; del otro la novela, el rayo, el capricho demoledor, la densidad, el resplandor, el cambio repentino, la incandescencia, el amor».

Quignard, siempre apuntando al cerebro del lector.

Otros recursos relativos al autor en este blog:
Notas de Lectura de Sobre la idea de una comunidad de solitarios
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Notas de Lectura de Las lágrimas
Notas de Lectura de La vida no es una biografía
Notas de Lectura de Albucius

Notas de Lectura de La noche sexual
Notas de Lectura de La respuesta a lord Chandos

17 de noviembre de 2021

Handke en L'Artiga de Lin

 


A principios de la década de 1990 diversas circunstancias personales me habían llevado a cesar en mi actividad montañera más relevante, pero seguía realizando algunas excursiones por el Pirineo. A pesar de que llevaba a cabo gran parte de esas excursiones en verano, siempre me reservaba un par de salidas invernales, forzosamente sencillas porque por esa época siempre salía solo.

Conocía al dedillo los picos más notorios del Pirineo central, desde el macizo del Maladeta (el cordal que va desde el pico de Aragüells hasta el Mulleres) hasta los últimos tresmiles de la zona de Aigüestortes, pero siempre me había llamado la atención "lo que había encima del túnel de Vielha, el paso creado a mediados del siglo XX que comunicaba La Vall d'Arán con la Alta Ribagorza; es decir, el camino que debía seguir quien quisiera pasar de una localización a la otra antes de que se construyera el túnel, pero mi intención contaba con una variación sobre el camino original: la idea era atravesar la barrera montañosa no desde Vielha,  sino desde un poco más al norte, desde un paraje maravilloso (y, por aquel entonces, bastante recóndito) que solo conocía en verano.

Así que un gélido mes de Marzo, aún con nieve suficiente en cotas altas, cargué mis pertrechos (comida, material de progresión: esquís de travesía, piolet y crampones, y material para pasar la noche en vivac; contabilicé unas ocho horas de marcha, pero en invierno, solo y por un lugar desconocido, era necesario ser exageradamente previsor) en el Suzuki y me planté en L'Artiga de Lin justo cuando amanecía.

Allí me esperaba un tiempo infernal; algunas veces, las tormentas a finales de invierno pueden ser bastante más violentas que en lo más crudo de la estación: ventisca, nieve, un frío insoportable y una visibilidad nula. La idea era salir lo más pronto posible para completar la travesía en un día, pero aprovechando que llevaba el material necesario para pernoctar, en lugar de volver a Vielha y esperar que mejorara el tiempo en los días sucesivos, descargué el material del coche y me instalé en un pequeño refugio abierto que había en el Pla de l'Artiga; por suerte, llevaba una libro (siempre llevaba, al menos, un libro en cualquier tipo de expedición), así que, después de desayunar, me instalé cómodamente en el refugio y comencé a leer.

El libro era una novela de un autor del que había oído hablar, no siempre en términos favorables (y más que se hablaría años después) y, como en multitud de casos, no sé qué fue lo que me llevó a adquirirlo; a llevarlo a la excursión sí que lo sé: era bastante delgado y, muy importante cuando tienes que cargar sobre la espalda todo lo que quieras llevarte, bastante ligero de peso. Puedo recordar con una precisión milimétrica el impacto que me provocó su lectura, que solo interrumpí un par de veces, para salir afuera y comprobar que el tiempo seguía intratable, y, a media lectura, para comer; casi por primera vez, experimenté la impresión no ya de que el autor se dirigía a mí directamente, sino que hablaba de mí, de mis circunstancias, de mis anhelos, de mis prevenciones y de mis miedos; leí, leí y leí hasta terminar con sus 151 páginas. Completamente exhausto, deslocalizado, casi aterrado, dejé el libro sobre la mesa y salí del refugio. La grandiosidad del espacio reproducía más que fielmente la grandeza del mundo de El miedo del portero al penalty y, al mismo tiempo, la sensación de insignificancia de un ser humano ante la dimensión de los picos y los paisajes que me rodeaban era la misma que sentí como lector cuando recorría el inabarcable texto. Estaba en un estado de estupefacción que no me permitía ni comenzar la travesía ni subir al coche para regresar a Vielha: esa lectura me había provocado un misterioso caso de extrañamiento, como si una parte de mí me hubiera abandonado para formar parte de Bloch y, a cambio, este me hubiera inoculado parte de su aislamiento (un ridículo ser humano rodeado de montañas agrestes e inalcanzables) y de su soledad ante un mundo que siente que nunca podrá comprender.

Inmovilizado física y mentalmente, regresé al refugio y comencé a leer otra vez; leía más despacio, menos febril, saboreando cada frase, especulando con cada misterio, avanzando y retrocediendo a medida que una reflexión me llevaba a otra anterior; en definitiva, integrando el texto no solo en mi experiencia lectora, sino también en mi corriente vital. Recorrí de nuevo sus 151 páginas como quien sostiene una conversación con alguien que, a pesar de no conocerte, sabe de ti más que tú mismo, y que, como un amigo de veras, en lugar de dar lecciones acerca de aquello que no sabes, te plantea las preguntas pertinentes para que, si es el caso, seas tú mismo quien halle las respuestas.

A media tarde, el tiempo mejoró sensiblemente; cargué la mochila, me calcé los esquíes y, no sé si imprudentemente, inicié la ascensión al Port de Vielha; transcurridas unas pocas horas, organicé el vivac en una pequeña guarida formada por el agua en la base de unas rocas, a la luz de la linterna frontal, releí algunos pasajes tomados al azar, cené algo y me puse a dormir. Al día siguiente, que amaneció con un sol radiante (y un frío extremo), terminé la ascensión y descendí esquiando, por unas laderas suaves y una nieve recién caída maravillosa, hasta la boca sur del túnel de Vielha. Una furgoneta de una familia francesa tuvo el detalle de llevarme hasta la ciudad, y un taxi cuatro por cuatro de esa localidad me acercó a L'Artiga a recoger mi coche.

Al contrario de lo que me acostumbraba a sucederme habitualmente (solía perderme con frecuencia, pero conservaba una memoria fotográfica de los lugares por los que había pasado), casi no recuerdo ningún tramo de la travesía, como si no la hubiera realizado o como si hubiera sido otro que me la hubiera explicado, pero puedo evocar a la perfección  (otra cosa es que sepa exponerlo) mis reacciones a esas dos lecturas consecutivas de El miedo del portero al penalty. Peter Handke pasó de ser un autor desconocido a formar parte, con el tiempo y con la totalidad de su obra traducida, de mi biblioteca personal, de las lecturas que más quiero y del repertorio de experiencias que han conformado mi visión no solo de la literatura, sino también de la propia vida. Por eso sigo leyendo a Handke, por eso sigo recomendándolo, por eso estoy ansioso porque se traduzca a mi lengua la totalidad de su bibliografía; por eso, también, me río con condescendencia de los que se ceban en sus mal comprendidos (en general, no leídos o, directamente, no descifrados) planteamientos políticos o los que enjuician, desde su atalaya para enanos, la concesión del premio Nobel hace ahora justamente dos años; por eso no entraré en discusiones bizantinas acerca de circunstancias que no tienen nada que ver ni con su persona ni con su contribución a la literatura europea. No lo haré hasta que lo lean y lo entiendan, si es que tamaña tarea está al alcance de su estatura moral; y si no lo está, como temo que sea el caso, que se callen y desaparezcan sumidos en el vertedero de su ignorancia.

En contra de lo que suelo hacer, jamás lo he releído y jamás lo releeré porque el libro, concretamente ese libro, tuvo su tiempo y lugar a principios de los años noventa en un recóndito enclave de La Vall d'Arán al que nunca he vuelto ni volveré;  y ese tiempo y ese lugar, que han quedado impresos para siempre en la memoria de un sujeto de poco más de treinta años, como el resto de circunstancias, nunca podrán ser reproducidos. Por eso lo dejé en el abrigo donde dormí, debajo de una piedra, protegido del viento pero a merced de los elementos, como si fuera la pieza que le faltaba al paisaje, porque a él pertenecía, no a mí.

«De repente el jugador echó a correr. El portero, que llevaba una camiseta de un amarillo chillón, se quedó parado sin hacer un solo movimiento, y el jugador le lanzó el balón a las manos».

Ejemplar de El miedo del portero al penalty que repuse en mi biblioteca, algunos años después, que sustituyó al ejemplar que deposité cerca del Port de Vielha, y que permanecerá para siempre sin leer.

15 de noviembre de 2021

Desde dentro

 

Desde dentro. Martin Amis. Editorial Anagrama, 2021
Traducción de Jesús Zulaika

Después de una época dubitativa marcada por una producción novelística que no está a la altura de los textos de ficción que publicó el siglo pasado, Martin Amis, uno de los enfants terribles ―con las salvedades obligadas para esta calificación teniendo en cuenta su entorno vital― de la literatura británica, vuelve al género ensayístico ―por más que insista, en el texto, en que se trata de una novela― con Desde dentro (Inside Story, 2020, apellidado A Novel; en castellano, se ha  añadido un subtítulo que no lleva el original, Cómo escribir; en todo caso, una traducción cuestionable del título), un propósito de recuento en un momento transcendental de la vida, una circunstancia de transición hacia una nueva etapa, ignorada, con notables dosis de incertidumbre. No la escritura o la vida, sino la escritura y la vida, eternamente mezcladas, eternamente indistinguibles, y su relación con el afecto y la pérdida, hasta formar un triángulo axiomático y literariamente apasionante: el amor, el desconsuelo y la muerte. La relación más estrecha de la literatura es con el amor y con la muerte, pero no en el mismo sentido ni con la misma intensidad. «La literatura no sirve para ayudar a nadie en los acontecimientos críticos de una existencia normal»; la utilidad de la literatura sería, pues, únicamente estética y, en contados casos, moral.

El punto de partida de Amis es que un libro sobre la vida no puede limitarse a un solo género, ninguno puede abarcarla en toda su complejidad; la vida es un fenómeno híbrido y solo puede abordarse desde la combinación de aquellos: «esta larga novela es ―casi con certeza― mi última novela larga, y parte de ella ―aproximadamente un 1 por ciento― tiene carácter de antología. El autoplagio no es ningún delito; admitiría, sin embargo, el cargo de mala conducta autoral. En muchas ocasiones me limito a transmitir información necesaria. En las demás, normalmente vuelvo a preguntas sin responder, preguntas que se niegan a dejarme en paz».

De este modo, Desde dentro se sustenta sobre dos pilares principales: la autobiografía, centrada principalmente en el relato de su relación con las mujeres; y el ensayo, representado por la apología de escritores ―un trío imbatible: Saul Bellow, cuya conexión es la admiración; Philip Larkin, una relación que heredó de su padre, Kingsley Amis; y Christopher Hitchens, con quien le unía una larga y cómplice amistad―; además de un tercer apoyo, ocasional y esporádico, con reveladoras opiniones sobre el hecho de escribir y la literatura. La variedad temática es abordada mediante, como mínimo, dos tratamientos: a través de los mecanismos de la ficción y de la no ficción; en principio, parece que el primero estaría asociado a la parte biográfica y el segundo a la ensayística, pero no tiene por qué ser así exactamente; el lector tiene la sensación de que Amis transita por la frontera que separa ambos tratamientos y que pasa de un lado a otro sin avisar en una actitud muy poco normativa, y ese mismo procedimiento doble es el que aplica también en sus incursiones en temas de actualidad o estrictamente personales. Sin embargo, al igual que sucede con otros textos ensayísticos del británico ―aunque ahora, casi por primera vez, se puede observar cierto reconocimiento, si no confesión, de su insolencia y egocentrismo―, su relato alumbra el conflicto entre cierta insociabilidad de carácter pretencioso y la necesaria sociabilidad para el buen empeño de su trabajo periodístico; el mismo conflicto entre su deseo de estar solo ―un deseo teórico, intencional― para explotar su capacidad novelística y la imposibilidad de estar solo ―sin una mujer―.

 «El escritor tiene una vida tripartita, que se divide entre escribir, leer y... ah, sí, eso, vivir. No hay que olvidarse de vivir. Eso es algo que también hay que hacer. Si no puedes leer, está claro que no puedes escribir, por tanto, lo único que te queda es vivir. Y después dejar de vivir. Eso no hay manera de evitarlo. En palabras de James Last, el protagonista enfermo de El negro del "Narcissus" de Conrad: "Tengo que vivir hasta que me muera, no?"»

Amis explota la conexión ―plenamente literaria, en formato asimismo literario― entre ciertos hechos históricos ―o de relevancia histórica― y algunos sucesos acaecidos en su vida personal ―o en la vida personal de Martin, el personaje literario― mediante mecanismos que funcionan como un reloj; basta citar, como ejemplo ―que retrotrae al archiconocido problema con su dentadura, que desató en su día ríos de tinta, no siempre navegables sin riesgo, lo que me hace suponer que la cita no está exenta de cierto carácter humorístico―, el momento de feliz conexión entre el estallido del primer avión suicida del 11S y la pequeña herida en su mano; en realidad, esa es una de las propuestas de Desde dentro, este fenómeno de atracción y repulsión entre ficción y no ficción en el que el autor (parece que no) toma partido. Si se acepta la hipótesis de que la forma más efectiva de conocer a un escritor es leyendo sus novelas ―más que sus poemas, su autobiografía o sus memorias―, se debe presuponer que el autor no filtra conceptos ni amaña vivencias; sería como conocer a alguien mediante el relato de su conducta. En este sentido, Desde dentro no sería una confesión, sino una exposición del relato Martin Amis en un formato distinto al de sus novelas, pero usando el género como artefacto: «a diferencia de los poemas, las novelas no tienen límite, son infinitamente mejorables. No es posible terminarlas. Lo único que se puede hacer es dejarlas atrás». Se equivoca quien piensa que la ficción lo puede todo, pero también se equivoca quien cree que su poder no sirve para nada. Es posible que una de las razones por las que insiste en llamar novela a lo que no lo es sea porque "la ficción es libertad".

Precisamente porque la ficción es libertad, la literatura no debe tener límites ―el desasosegante rien n´est sacrétout peut se dire situacionista aplicado a la escritura―. El tratamiento de una tragedia ―el Holocausto― puede ser tratado por los historiadores y también por los novelistas, pero únicamente de manera escrupulosa, jamás con burla o ironía. Ese constreñimiento no deja de ser una forma de censura ―o autocensura― con efectos maléficos sobre la propia tragedia, a la que se otorga, con ese proceder, un carácter de excepcionalidad que actúa contra el sentido común, le asigna un carácter sagrado que, a todas luces, no merece. El hundimiento y El dictador, las películas, son dos formas distintas de tratar un tema, ambas igualmente éticas.

«Después de cada presentación pública, siempre había uno o dos muchachos que se abrían paso a codazos hasta la mesa donde firmaba libros para airear sus protestas; y me asombró la vehemencia del organizador de la feria cuando me dijo entre dientes: "¿Cómo osa reírse del hitlerismo?" Habría querido responderle: "La burla es un arma. ¿Por qué cree si no que los tiranos la temen y la prohiben y por qué trató Hitler de castigarla con la muerte?" Estoy familiarizado con la teoría de "la excepcionalidad del Holocausto", que tiene una aplicación en literatura: en su forma más rudimentaria mantiene que el Holocausto es un tema que solo los historiadores tienen derecho a abordar. Hay en esto una fuerza emocional: apela a mantener una reserva decorosa. Pero yo estoy convencido de que no hay nada, absolutamente nada, que se deba proteger de la mirada del escritor. Si esa es la perspectiva de un fundamentalista literario, pues eso es lo que soy yo [...] En literatura no cabe la territorialidad. De modo que haz caso omiso de cualquier advertencia sobre la "apropiación cultural" y similares. Ve donde te lleve la pluma. La ficción es libertad y la libertad es indivisible».

La vida, en el extremo opuesto a la ficción, es, artísticamente, un fraude, una condición que no tiene ninguna conexión con el arte ni ningún aprovechamiento, es más corta y mucho más aburrida; esa es la razón por la que el arte es imprescindible, porque cumple funciones que la vida no puede alcanzar: «cuando te haces mayor puedes recordar, por supuesto, lo que hacías cuando eras más joven, puedes recordar lo que hiciste. Lo que no puedes recordar es la temperatura de la volición del yo deseo. Puedes recordar por qué deseabas lo que deseabas. Pero no puedes recordar por qué lo deseabas tanto». Pero siempre puedes inventarlo; se llama autobiografía.

La autobiografía, en ese sentido, se erigiría como alternativa al arte ―tal vez, incluso, como manifestación― en la que recuerdo y verdad no deben coincidir necesariamente; por supuesto, es más importante el primero que la segunda. «Una gran pregunta, una pregunta harto pertinente: ¿Cómo una novela autobiográfica puede intentar ―y menos aún, lograr― abarcar lo universal?». La propuesta de Amis, implícita en el planteamiento y en la ejecución de Desde dentro, es el intento de superar la limitación, no la transgresión de la misma.

«¿Qué es lo bueno de la novela? ¿Qué hace? ¿Para qué es? Sobre tal cuestión hay (como tantas veces) dos escuelas de pensamiento opuestas: en el caso que nos ocupa los estetas frente a los funcionalistas. Los estetas explicarán cansina y sin duda compasivamente que la novela no sirve a ningún propósito en absoluto (es solo un artefacto ―y nada más―). Los funcionalistas la ven como algo resueltamente progresivo en tendencia: la narrativa está (o debería estar) involucrada en la mejora de la condición humana. Bien, los progresivos podrían estar equivocados, así me lo ha parecido siempre; pero es imposible que los estetas estén en lo cierto. Podemos, si queremos, estar sofísticamente de acuerdo en que cierto tipo de novela puede carecer de propósito. Pero ¿puede un novelista carecer de propósito, ser alguien sin propósito durante toda su vida adulta? ¿Puede alguien carecer de propósito?».

Aunque la novela, como género y como intención, no ha estado, en sus cuatrocientos años de historia, exenta de controversias. En los últimos cien, en particular, parece haberse incrementado su desorientación con el paso de la novela difícil a la novela acelerada, tal vez consecuencia de la aceleración del mundo; este cambio de la novela deductiva a la novela dinámica ha revertido en la transformación del lector cómplice en lector inapetente, convirtiendo a este en un individuo progresivamente degradado. Y este es un extremo que jamás debe alcanzarse: el respeto hacia el lector implica no tratarlo como si fuera un cliente al que se vende algo, sino como un invitado.

«Tal vez un día nos gustaron los libros difíciles. Pero ya no nos gustan. Las novelas difíciles están muertas [...] El narrador poco fiable (un día popular y a menudo fructífero artefacto) ha cedido el paso a la era del receptor poco fiable ―¿Por qué leemos lo que leemos?―. El narrador poco fiable ha muerto; la novela "deductiva" está muerta [...] ¿Qué los condenó? ¿El narrador poco fiable, el monólogo interior y todas las otras vetas muertas? ¿Cuál era la morbosidad que compartían? Además de una forma racional, una forma laica y una forma moral, la novela es una forma social. Y esa es la razón por la que el realismo social ―siempre el género dominante― es hoy incuestionablemente hegemónico».

Aunque no todo son inconvenientes: si, como parece, la novela es un género que ha ido perdiendo concreción, como consecuencia, cada vez abarca más modalidades, y esa indefinición hace posible una variedad formal infinita en la que parece valer todo. «El auge del experimentalismo corrió parejo a la revolución sexual, y brotó del mismo eureka colectivo: la fragilidad insospechada de ciertas prohibiciones venerables».

Sin embargo, para Amis, se trata de un falso dilema; para ser un escritor experimentalista es precisa una preparación técnica más exhaustiva que para escribir realismo; la línea que separa originalidad y boutade es muy fina, y la que separa capacidad de sorpresa del lector del rechazo y el hastío es de un grosor parecido.

«Los seres humanos son en esencia animales sociales, y la novela en lengua inglesa es en esencia un género social; es, además, un género racional y un género moral. Por tanto, a nadie debería sorprender el hecho de que, en el pequeño planeta denominado Ficción, el realismo social sea la superpotencia en solitario. Y si bien la mayoría de los escritores modernos, en una o dos ocasiones a lo largo de su vida profesional, querrán deshacerse de su yugo y explorar otros terrenos, el realismo social sigue siendo su primera presidencia: su domicilio estable».

Con independencia de los episodios más autobiográficos en los que la atención se centra en el propio escritor, Desde dentro toma altura en los capítulos dedicados a registrar, desde un punto de vista privado, la degradación y la muerte de esos amigos queridos, por distintas razones, y con los que comparte profesión: Bellow, que "fue el precursor de la literatura judía estadounidense", fallecido en la inconsciencia en que lo sumió el Alzheimer; Larkin, caricatura de sí mismo a lo largo de toda su vida, que falleció de forma vulgar y alborotada; y, finalmente, Hitchens, que se despidió de manera heroica, elegante y silenciosa. Aunque la mayor extensión ―esa es la sensación cuando se termina la lectura― corresponde al espacio dedicado a su amigo del alma ―Christopher Hitchens es el contrapeso desprejuiciado y no reprimido de Martin, una especie de conciencia libre, un concepto no muy alejado del Hitchens real―, con quien compartía edad e irreverencia, es el caso de Bellow el que muestra la verdadera devoción del autor. La britanicidad de Amis es canónica: no compara constantemente, pero su visión de lo extranjero, entendiendo como tal todo lo que se halla fuera del territorio geográfico y mental británico, es fehacientemente externa; en el caso de Bellow, sin embargo  ―judío, norteamericano, mayor―, tiene más peso el hecho de compartir profesión que el resto de condicionantes que lo distinguen de los colegas de otra nacionalidad. Amis se asombra de la estrecha conexión entre la obra y la vida de Bellow; tal vez es demasiado joven para comprender que, de forma más o menos explícita, todo escritor ―y, por extensión, todo novelista― construye sus obras con trazos de su vida. Amis reproduce, con una exactitud muy bien calculada, sus conversaciones sobre literatura, política, religión, hasta llegar a la última, en la que se pone de manifiesto, con toda crudeza, el deterioro mental definitivo del escritor, que le obliga a la repetición de la misma pregunta por haber olvidado la respuesta, le imposibilita de leer, pues al final de la oración no recuerda cómo empezaba y, aunque en episodios cada vez menos frecuentes, la percepción del propio enfermo de su deterioro; probablemente, constituyen el pasaje más emocionante del libro.

«Sí, ahora que me preguntas..., sí, pienso en la muerte, casi constantemente en el sentido de que está siempre en mis pensamientos, como una cantinela... Por eso aprecio tanto que seas tan joven. Porque me leerás de cuando en cuando hasta quizá 2080 ―si llegas a vivir hasta esas fechas―. Y cuando tú te vayas, mi posteridad también llegará a su fin, mi fama póstuma de las palabras. Y me reuniré con el soldado alemán desconocido de 1918. Porque por mi júbilo muchos hombres han reído, / y de mis lágrimas ha quedado algo / que ahora debe morir. Y será mi tercera muerte: la primera mi deseo ardiente, luego mi vida, y luego mis palabras escritas».

En cuanto a los capítulos dedicados a "Cómo escribir", aparecen expuestos como hitos de no ficción en la no-novela de Amis, fundamental y notoriamente aparte tanto de los narrativos como de los expositivos, y escritos bajo la advocación de Kurt Vonnegut, otro de los escritores citados aunque de forma marginal, que también dedicó al tema algunas de las contribuciones más brillantes y, por decirlo de alguna manera, más vonnegutianas, y contienen valiosos consejos para escritores, jóvenes o no tanto, relativos al arte de escribir. En el sentido más formal, el narrador combina la primera y tercera persona, con frecuencia para referirse al Amis del pasado y del presente, utilizando un código privado de difícil descodificación ―¿qué cambio, si lo hay, se produce en el narrador cuando se refiere al protagonista como yo o cuando lo hace como Martin?―, cercano, tal vez, al principio de la utilidad y efectividad en función del contexto. Como complemento de una elaboración más que notable, muestra una incuestionable habilidad en la confección de diálogos, sin apenas anotaciones ―aunque con un narrador en primera persona intervencionista y prepotente―, pero con un magistral dominio del ritmo y de la distribución de la tensión. Sin olvidar, por supuesto, su tan británico como afilado ingenio:
«Según señalaba Auden, lo más probable es que no haya muchos novelistas y poetas que deseen ser el único novelista o poeta que haya existido jamás, pero a la mayoría no les importaría ser el único novelista o poeta que existe ahora».

Booknus Track

Una buena ocasión para leer o releer alguna obra de los autores más citados y admirados por Amis; esta es mi propuesta:

Herzog. Saul Bellow. PRH, 2009
Traducción de Rafael Vázquez

Hitch-22. Christopher Hitchens. PRH, 2011
Traducción de Daniel Gascón

La vida amb un forat a dins. Poesia escollida (Edición bilingüe). Philip Larkin
Pròleg de Francesc Parcerisas. Selecció i traducció de Marcel Riera

12 de noviembre de 2021

Sostener el cielo

 

Sostener el cielo. Cixin Liu. PRH, 2021
Traducción de Javier Altayó

Nueva antología de relatos del autor de la maravillosa Trilogía Los Tres Cuerpos

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Notas de Lectura de La esfera luminosa

Notas de Lectura de La Tierra errante

Notas de Lectura de El problema de los tres cuerpos. Trilogía Los Tres Cuerpos I

Notas de Lectura de El bosque oscuro. Trilogía Los Tres Cuerpos II

Notas de Lectura de El fin de la muerte. Trilogía Los Tres Cuerpos III

8 de noviembre de 2021

Cómo un higo de lapabras y por qué

 

Cómo un higo de palabras y por qué. Francis Ponge. Greylock, 2021
Traducción de Ana Flecha Marco y Neila García Salgado

«¡Veamos! Me gustaría relacionarme de tú a tú con el lector y más que tratar ante él el problema de la poesía ante él y en su presencia hoy al fin resolverlo. Para resolver el problema de la poesía si intentáramos una vez reducirla a un denominador común más pequeño, a alguna cosa de la que estuviéramos seguros. Por ejemplo, hoy, el Higo».

La verdadera producción escrita, la más genuina, no se encuentra en la obra acabada y publicada, sino en aquellos papeles en los que puede rastrearse su génesis, anteriores al proceso de re-creación, aquellos que están más próximos a la idea, a la concepción, y que no han sido mediatizados por cuestiones formales o de mercado. 

«Encontraremos la realidad si sabemos acercarnos a ella».

Los borradores son el producto más cercano al texto puro, registran las huellas del proceso de creación mejor que cualquier otro documento y basan su permanencia en la provisionalidad de su planteamiento; el borrador, además, explota la utilidad de la repetición, literal o ligeramente modificada, que provoca el asentamiento paulatino de la idea y, por un proceso parecido a la decantación, facilita la génesis del fragmento que puede considerarse definitivo ―aunque no terminado―.

«El misterio viene de la exactitud; de la acumulación de palabras exactas, de la disposición de palabras exactas».

Ese procedimiento abarca el intento de agotar todos los significados y explorar y recrear el arsenal de derivaciones en busca de conexiones ocultas. Cómo un higo de palabras y por qué (Comment une figue de paroles et pourquoi, 1977) es un conjunto de borradores y piezas inconclusas cuya intención es desvelar lo oculto en la búsqueda que emprende Ponge acerca del significado de la poesía, y ante la imposibilidad de hacerlo de manera concluyente, opta por un objeto acerca del que sí puede especular de forma productiva: un higo.

«Confieso que no sé muy bien qué es la poesía. Pregúntenme mejor sobre el higo. He aquí, en mi humilde opinión, un tema más serio. Porque al final se trata de una forma del ser que ya ha demostrado su valía, que aún la demuestra de manera cotidiana, y de la que no me parece que se haya hablado demasiado hasta ahora. ¿De acuerdo? Yo no sé muy bien qué es la poesía. Además,, confieso que estoy un poco harto de estas preguntas de colegio. Hablemos mejor de otra cosa. Ocupémonos de una vez de cosas serias. Del higo, por ejemplo. He aquí una forma de ser (me parece) que ha demostrado su valía, que la demuestra a diario. Nadie se ha ocupado en serio de ello por ahora. Confieso no saber muy bien qué es la poesía, pero saber hablar de un higo puede bastar para consolarme». 

El esfuerzo por deducir lo general a partir de los casos particulares sin que la singularidad afecte a la visión genérica, pero que esta las contenga todas; asimismo, la búsqueda de la brevedad enunciativa, la destilación de los elementos fundamentales que mantienen y respetan la naturaleza del objeto ―o de la expresión― pero cuyas huellas son irrastreables; es decir, eliminar cualquier rastro de evidencia.

«He aquí tal arte poética del higo: cuando la resistencia, o más bien la no resistencia de la frase, de las palabras, al fin cesa y nada más que el espesor de las palabras aplastado, empujado hasta el límite, se corta, se hiende, se franquea».

El conocimiento del cuerpo enfrentado al conocimiento del espíritu. De la sensación a la asimilación, del exterior al interior, la deglución y la digestión. 

«La poesía es el arte de tratar las palabras a fin de permitir que el espíritu hinque el diente a las cosas y se nutra de ellas».

La posibilidad de agotar el conocimiento sensible frente a la imposibilidad de agotar el conocimiento del espíritu. Explorar el vacío de aquel conocimiento que no puede ser aprehendido por el espíritu, de todo aquello que no es posible definir ―pero que, invariablemente, es real―; tal vez la inasible verdad, si existe ―debe existir― solo pueda hallarse en ese vacío.

«Un higo de palabras, ¿por qué? Para acabar con una confusión escandalosa. Para devolver al verdadero higo al paraíso para nosotros definitivamente perdido. La literatura ¿por qué? Como yo quiero que sea, un mal menor, está claro. Ciertamente no es un medio para la felicidad. Una ascesis, sin duda alguna. Una satisfacción sin calor, un escamoteo ―que en la mayoría de los casos se obtiene de una forma demasiado laboriosa― de todo aquello que constituye el placer de vivir (o más bien de morir): el gasto, el entusiasmo, el compromiso, la acción. Bueno, para una esperanza que tengo, insensata tal vez, una sola esperanza, pero pegada al cuerpo: que lo peor sea el enemigo de lo malo».

La poesía no es nada si no se separa el espíritu de la letra, el significado de los signos. 

«La poesía [...] consiste en equivocarse de palabras (conformarse con palabras vanas)».

Una de las funciones de la repetición es la sucesiva pérdida del signo. Ponge parece aspirar a la poesía sin forma, una opción de comunicación cuyo vehículo se destruya una vez cumplido su cometido; prescindir de la forma, que es siempre una simplificación, como único camino para alcanzar el fondo, que es donde se halla su verdad.

«Hay una manera de reemplazar o más bien de condensar las metáforas (las comparaciones, las imágenes)[:] mediante la utilización (con el mismo fin) del contenido ilustrado (concreto) de las palabras (cuanto más abstractas sean)[,] De regresar a su origen concreto[,] A la reconciliación de las raíces[,] En el lugar anterior donde se confunden las cosas y las palabras».

Una vez consumado el acto poético, su consideración por parte del lector es irrelevante ―depende de multitud de circunstancias que el escritor nos puede tener en cuenta en el proceso de redacción―; ahí queda el producto terminado, a disposición de quien quiera tomarlo y hacerlo suyo ―momento en el que se materializa la pérdida de autoridad y de propiedad del autor―.

«Si señalo, por otra parte, sin retirarme del higo (la apariencia contradictoria del higo, su concreto contradictorio), sino aproximándome de hecho más de cerca, que el higo es la única fruta (o casi) de la que se podría comer todo: la envoltura, la pulpa y las semillas, todas juntas concurriendo en nuestro deleite, llegaré (he llegado progresivamente, pero alcanzo todo de golpe) a su significado profundo (particular) a su cualidad diferencial y a la moral, al arte poética que el higo nos propone».

Advertencia: Ponge hace, habitualmente, un uso muy particular de la puntuación y de la ortografía; mucho más alternativo, si cabe, tratándose de borradores: las citas del texto original son literales.

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Notas de Lectura de El partit pres de les coses
Notas de Lectura de El sabó
Notas de Lectura de El suscitador
Notas de Lectura de La soñadora materia
Notas de Lectura de La rabia de la expresión
Notas de Lectura de La fábrica del prado
Notas de Lectura de Pour un Malherbe

2 de noviembre de 2021

El profesor A. Donda

 

El profesor A. Donda. Stanislaw Lem. Impedimenta, 2021
Traducción de A. Murcia y K. Moloniewicz

Cuando en 1965 el ingeniero Gordon Moore formuló la ley que pronosticaba que la complejidad de los circuitos integrados se duplicaría cada año, no mencionó las consecuencias que ese progreso conllevaría sobre su capacidad operativa; pero trasladando el enunciado, a día de hoy plenamente confirmado, al terreno de la operatividad, cabría preguntarse cómo y cuándo se alcanzará, porque se alcanzará algún día, el punto de saturación.

La respuesta a esa cuestión se la debemos a Ijon Tichy, un viejo conocido de los lectores de Lem ―presente en Diarios de las estrellas, Congreso de futurología, Regreso a Entia Paz en la Tierra―, gracias a las memorias que grabó en una tablilla de arcilla, cuyo contenido coincide exactamente con El profesor Donda. 

El profesor Donda ―cuyo apellido es la corrupción de don't do it, la expresión pronunciada en el momento de su concepción―, especialista en svarnética ―otra aclaración: el nombre procede del acrónimo, en inglés, de Verificación Estocástica de las Reglas Automatizadas del Mal de Ojo―, formuló la afamada ley de Donda, que establece que lo que puede hacer un pequeño ordenador con un gran programa, también puede hacerlo un gran ordenador con un programa pequeño; y un corolario evidente: un programa infinitamente grande podrá llegar a no necesitar ningún ordenador para funcionar.

Una vez que la realidad ha confirmado la veracidad de la ley de Donda, cuando el exceso de información ha colapsado todos los ordenadores hasta desaparecer, condenando a la humanidad a una nueva Edad de Piedra, el profesor salió a por tabaco y no se le vio más el pelo, abandonando la cueva de la selva africana donde se refugiaba en compañía de Tichy, dejando a su discípulo en la más aciaga soledad y con la única ocupación de legar a la posteridad las Memorias donde dejaba constancia de la gran tragedia.

Hay varias formas de mirar al futuro: la de Lem y las erróneas.

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Notas de Lectura de Memorias encontradas en una bañera

Notas de Lectura de Astronautas

Notas de Lectura de La Voz del Amo

Fe de Lectura de Máscara

Notas de Lectura de La fiebre del heno

Notas de Lectura de Summa Technologiae

Notas de Lectura de El Invencible