27 de marzo de 2023

El nombre en la punta de la lengua


El nombre en la punta de la lengua. Pascal Quignard. Arena Libros, 2016
Traducción de Antonia Barrera

El nombre en la punta de la lengua (Le nom sur le bout de la langue, 1993) es un volumen compuesto por por tres piezas: la parte central, física, formal y conceptualmente, es un relato con el mismo título, que va precedido por una iluminadora introducción, "Advertencia", y seguido por un pequeño ensayo, "Pequeño tratado sobre Medusa". 

El nombre en la punta de la lengua

El relato toma la forma de las fábulas, que se encuentran en el origen de todas las culturas, ejemplarizantes y dotadas de una estructura elemental —que bebe, también, de los cuentos para niños, aunque en este caso se limite al aspecto formal, porque el contenido es claramente para adultos—, oral, que facilita la comprensión a los oyentes, con intención didáctica, y cuya moraleja, lección, puede ser deducida con facilidad y aprehendida sin equívocos, con personajes fácilmente identificables por el receptor y un correlato, en la superficie, que evoca a la empatía. 

La historia de ubica en la verde Normandía, la tierra entre el océano y el viento, entre los cristianos y los daneses, a finales del primer milenio, un tiempo en el que muy pocos saben leer y escribir —en el que, por tanto, la capacidad de recordar es fundamental incluso para la mera supervivencia—, en una pequeña comunidad relativamente aislada. Colbrune, una bordadora, está enamorada de Jeûne, el sastre —«¡Qué no daría yo por ser la mujer de Jeûne el sastre?»— y acepta el trato a largo plazo que le plantea Heidebic de Hel, una personalización del diablo, a cambio de un beneficio inmediato: conseguirá el corazón del sastre siempre y cuando un año después pueda pronunciar su nombre. La propuesta no conlleva ninguna trama oculta, nada que no se pueda cumplir; recordar ese nombre sería muy fácil si Colbrune —o, posteriormente, el propio Jaûne— supieran escribir: la escritura es la memoria materializada. Pasado el período señalado, Colbrune recuerda el nombre del visitante, pero es incapaz de pronunciarlo: lo tiene en la punta de la lengua

«El nombre estaba en la punta de la lengua, pero no alcanzaba a recobrarlo. El nombre flotaba en torno a sus labios, estaba muy cerca de ella, lo sentía, pero no llegaba a alcanzarlo, a devolverlo a su boca, a pronunciarlo».

Jeûne, que la ama, emprende la búsqueda, la queste, del extranjero para averiguar su nombre y librar a Colbrune de su castigo; para ello, debe viajar al otro mundo, al lugar al que pertenece Heidebic, siguiendo el camino que parte del interior de la madriguera de un conejo, del fondo del mar y de la profunda sima de una montaña; después de los dos primeros intentos infructuosos —él tampopco puede recordar el nombre cuando regresa a casa—, es capaz de pronunciar, a la vuelta de su último viaje, el nombre del diablo y, con ello, romper la maldición. La fábula se ha convertido, finalmente, es una reflexión sobre el lenguaje y su defecto; en definitiva, sobre las tres variaciones del lenguaje: leer, escribir y contar.

Aviso al lector

El nombre en la punta de la lengua, el relato, tiene su origen en una cena compartida entre Quignard y Michèle Reverdy, Pierre Boulez, Claire Newman y Olivier Baumont. En la conversación de sobremesa, alterada por la dureza de una barra de helado de café, surje una tesis: «el defecto del lenguaje es el origen de la acción»; y Quignard acepta el reto de construir un cuento, que sirva de base para un espectáculo musical, en el que materializar esa tesis.

«A quien las transcribe de nuevo, a la intérprete que las canta, a la actriz que las articula, al lector que las sigue sin verlas y se absorbe en su significación, las palabras le parecen menos ininteligibles que a quien las escribe. Para escribirlas, este las busca [...] Quien escribe es un hombre con la mirada fija, con el cuerpo paralizado y las manos tendidas en ademán de súplica hacia palabras que huyen de él. Todos los nombres están "sur le bout de la langue", en la punta de la lengua. El arte consiste en saber convocarlas cuando es necesario y por una causa que revivifique sus cuerpos minúsculos y negros».

Pequeño tratado sobre Medusa

«Del mismo modo que quien cae bajo la mirada de Medusa se convierte en piedra, aquel que cae bajo la mirada de la palabra que le falta tiene el aspecto de una estatua».

Después de la presentación de la fábula y de la justificación que le llevó a su redacción, Quignard mira al otro lado del espejo, pone el foco en sí mismo y elabora autobiográficamente su relación con ese defecto del lenguaje que consiste en tener el nombre suspendido en la punta de la lengua.

«Este pequeño tratado acerca de Medusa no es sino un pedazo de mi vida. El cuento, al contrario que mi vida, es un pedazo que ha quedado del sueño».

El recuerdo es un acto reflejo, nos sobreviene inopinadamente, sin que tengamos que convocarlo; el lenguaje, en cambio, es una facultad adquirida que puede quedarse en suspenso. Aunque ambos pueden perderse, el recuerdo sepultado bajo los pliegues de nuestra experiencia y el lenguaje en la sima de la garganta, puede haber recuerdo sin palabras, pero no palabras sin recuerdo.

«Que una palabra pueda perderse quiere decir: la lengua no es nosotros mismos. Que en nosotros la lengua es adquirida quiere decir: podemos conocer su abandono. Que podamos estar expuestos a su abandono quiere decir que el todo del lenguaje puede refluir en la punta de la lengua. Quiere decir que podemos regresar al establo o a la jungla o a la preinfancia o a la muerte».

El silencio no es solo la ausencia de ruido; es, sobre todo, la ausencia de habla. Escribir es hablar en el silencio, como leer es escuchar en el silencio. Agustín de Hipona quedó deslumbrado cuando vio a Ambrosio, obispo de Milán, leer en silencio, sin darse cuenta de que él mismo, cuando escribió La ciudad de Dios, habló en silencio. Nuestros instrumentos modernos, que nos permiten comunicarnos a distancias inconcebibles y con profusión de detalles, jamás podrán superar el prodigio de ese individuo, inclinado sobre las hojas de papel encuadernadas, solitario y en silencio.

«Mi madre intentando volver a atrapar la forma perdida, mi madre deslomándose por recobrar el verbo antiguo que lo explicaría todo, mi madre buscando su palabra se convertía en la apariencia de sí misma, como si la busca, al inmovilizar los rasgos, al fijar la mirada, impusiera su máscara sobre el rostro —una máscara de todo punto semejante a la vida, si no la vida misma».

Los hechos no pueden quedar suspendidos en la punta de la lengua, su recuerdo —o el olvido— es total, es imposible identificar aquellos que se ha olvidado, únicamente se puede ser consciente del espacio en blanco, pero no se puede saber qué contenía. Las palabras, en cambio, los nombres, que son la elaboración codificada de un hecho pasado, pueden quedarse en suspenso —ahora sí, en la punta de la lengua— aunque puedan recordarse los hechos que llevaban asociadas.

«La memoria es, en primer lugar, una selección dentro de lo que está por olvidar, más tarde solamente una retención de lo que se está resuelto a dejar fuera de la empresa del olvido que la funda. Apreder de memoria era eso. Por eso es por lo que el niño estira su mano sobre la página: para cegar lo que debe regresar. El olvido es el acto agresivo y primordial que borra y clasifica, desentierra y entierra —y casa para siempre— lo olvidado y lo retenido».

Colbrune puede recordar todo aquello asociado al extranjero que le propone el pacto; incluso puede reproducir todo lo que hizo durante su visita, pero no puede reproducir su nombre; es decir, lo recuerda, pero no puede pronunciarlo porque la naturaleza de los hechos difiere de la de las palabras: el tahalí del visitamnte, su capa, incluso el instante preciso en que aquel le dijo su nombre, pueden ser evocados con facilidad, pero ese nombre, aquello cuya única propiedad es sere decible —y que ella sabe que sabe— se niega a ser pronunciado.

«Toda habla es incompleta dos veces, incuso en la hipótesis de que la memoria fuera una acción completamente voluntaria. Una vez, porque ella no ha existido siempre (porque el lenguaje es adquirido). Una segunda vez, porque al signo le falta la cosa (porque el habla es el lenguaje). Cualquier nombre carece de su cosa. Algo le falta al lenguaje. Por eso es preciso que lo que le está excluido penetre en el habla y que esta sufra por ello. Es esa palabra».

Los dos espacios en blanco de la escritura: la pausa entre las palabras —los romanos no las usaban en sus inscripciones— es el intervalo para tomar aliento; la pausa del pensamiento, irrepresentable en la página —la solución más común, errónea, es el cambio de línea—, cuando se elabora aquello que va a escribirse, se confirma o se omite; si la escritura tuviera que evidenciarlas, los libros tendrían más páginas en blanco que escritas —y aún así no reflejarían la realidad.

La escritura —el habla en silencio— jamás podrá reproducir los silencios del habla; pierde, pues, la posibilidad de reproducir su significado. Cuando la escritura calla, el mundo se detiene, cae en el abismo; cuando el habla calla —cuando la música calla—, el mundo se llena de significado.

«Escribir es escuchar la voz perdida. Es tener tiempo para encontrar la palabra del enigma, para preparar la respuesta. Es buscar el lenguaje en el lenguaje perdido».
La escritura es rellenar espacios en blanco. El habla es dar aire al pensamiento.

Otros recursos relativos al autor en este blog:

Notas de Lectura de Sobre la idea de una comunidad de solitarios

Notas de Lectura de Pequeños tratados

Notas de Lectura de Las lágrimas

Notas de Lectura de La vida no es una biografía

Notas de Lectura de Albucius

Notas de Lectura de La noche sexual

Notas de Lectura de La respuesta a lord Chandos

Notas de Lectura de El hombre de tres letras

Notas de Lectura de La lección de música

Notas de Lectura de El salón de Wurtemberg

Notas de Lectura de Lecciones de solfeo y de piano

Traducción del artículo Alpha

20 de marzo de 2023

Las sombras errantes. Último reino I

Las sombras errantes. Último Reino I. Pascal Quignard. Shangrila Ediciones, 2022
Traducción de Manuel Arranz

«No hay mentiroso que no oculte el hecho de que miente. 
El novelista es el único mentiroso que no oculta el hecho de que miente».

Les Ombres Errantes es la última pieza —integrante y conclusiva del 25 ordre, en su nomenclatura original, una suite según la denominación moderna—, en mi bemol mayor, del Quatrième livre de pièces de clavecin de François Couperin, publicado en 1730, el último período creativo del compositor que, afectado por la muerte de algunas personas próximas y bajo los efectos de varias dolencias, renunció a sus cargos y dio prácticamente por finalizada su labor compositiva. Quignard, haciendo uso de las posibilidades de la invención, hace remontar la pieza al año 1637, bajo el título de Ombres qui errent, y otorga au autoría al laudista del cardenal Richelieu, ante quien la toca, precedida por la chacona Dernier royaume, esta sí, por entero, creación del autor.

Dernier Royaume es un proyecto literario que tuvo su inicio con este Las sombras errantes en 2002 y que está compuesto por los siguientes título (cito el nombre  y el año de publicación originales): I. Les Ombres errantes (2002, galardonada con el Prix Goncourt); II. Sur le Jadis (2002); III. Abîmes (2002); IV. Les Paradisiaques (2005); V. Sordidissimes (2005); VI. La Barque silencieuse (2009); VII. Les Désarçonnés (2012); VIII. Vie secrète (1998; 2014); IX. Mourir de penser (2014); X. L'Enfant d'Ingolstadt (2018); XI. L'Homme aux trois lettres (2020). Según el propio autor, que trazó el plan de publicación en 1997, el ciclo se completará con estos títulos, pendientes, a día de hoy, de publicación; XII. Les Heures; XIII. Les Âges; y XIV. La Perche du temps.

Los libros del ciclo son, en cuanto a género, difícilmente clasificables, ya que incluyen pequeñas notas ensayísticas, textos que bien podrían haber sido incluidos en su Pequeños tratados, fragmentos autobiográficos más o menos ficcionalizados y narraciones cortas, ahora sí de ficción; en cuanto a los temas, varían en función del volumen, pero aparecen con relativa frecuencia la lectura, la escritura y el paso del tiempo, que se manifiesta con persistentes citas y referencias a libros antiguos, principalmente de las épocas clásicas griega y romana, y del barroco.

Este Último reino, el que podría considerarse dominio de la vida humana, tanto en el sentido ontogenético, limitado al tiempo transcurrido entre la concepción y el momento antes del nacimiento, como filogenético, desde el nacimiento del Homo sapiens hasta la invención de la escritura, recibe tal consideración en contraposición a este primer reino que representarían los dos inicios citados, y que se caracterizaría por la búsqueda incansable —e infructuosa— de lo Perdido. Un objetivo que materializa, en este primer volumen, la llamada a las sombras errantes de los muertos del Hades, convocadas fuera del averno —la Nekyia homérica—, que aspiran con el regreso a la vida, en este caso mediante la música —de ahí la cita a la obra de Couperin—.  

«No se puede ser a la vez el guardián de prisión y un hombre evadido».
Leer es abandonar el mundo para acuartelarte en otro. Escribir es instituir ese otro mundo. Pero para escribir, para fundar mundos, es imprescindible renunciar a este. Una página se escribe en este mundo desde otro mundo; esa misma página, cuando se lee, se lee en este mundo desde otro mundo. Cuando el libro cumple con su función, eso sucede en contadas ocasiones, el mundo no terrestre del autor y el del lector son completamente diferentes.
«A medida que el mundo envejecía, el mundo se alejaba en el tiempo. A medida que el pasado se alejaba en el tiempo, más irremediable pareció su pérdida. Cuando más irremediable pareció la pérdida, más inconsolable fue el desamparo que conservaba en su corazón el incierto recuerdo. A medida que la pérdida agravó el desamparo, la nostalgia de hizo mayor. Cuanto mayor fue la nostalgia, más opresiva se hizo la angustia. Cuanto más oprimía la angustia el corazón, más contraía la garganta. Cuanto más contraída estaba la garganta, más cuerda se dio al resorte de la voz y tuvo lugar el primer amanecer y el primer sol».
Nombramos lo que existe. En realidad, damos nombre a todo lo que existe. Pero el motivo de su existencia no es que lo nombremos. Podemos, incluso, dar nombre a cosas que no existen. No por poseer nombre tienen, forzosamente, que existir. Pero hay más cosas que existen que las que sabemos nombrar. Por mucho que nos refiramos al tiempo en que todavía no habíamos nacido, no podemos otorgarles existencia; el tiempo en que todavía no estábamos, igual que aquel en el que ya no estaremos, es una hipótesis.
«La tentación más nociva que conocen los hombres no es el mal. Ni el dinero. Ni el placer estupefaciente y los diversos éxtasis que lo acompañan. Ni el poder y todas las perversiones que presupone. Ni la sublimación y todos los sentimientos imaginarios que despierta. Es la muerte».
A partir de cierta edad, el niño se apercibe de la brecha que existe entre sí mismo y lo demás, el mundo que lo rodea. Seguidamente, junto con la adquisición de la tercera persona —lo primero fue el yo, el omphalos; su madre le abre las puertas del tú que, en forma de reflejo, se circunscribió a una reverberación de sí mismo—, aprende a observar. Y esa interacción —observa, pero no comprende— le desencadena la primera gran pregunta: «¿por qué?». Después, en la madurez, cuando crea que ha ya captado el secreto de la causalidad, cambiará el «¿por qué?» por el «¿cómo?», pero sin «¿por qué?» no hay «¿cómo?». La auténtita pregunta  es «¿por qué?», que se resuelve mediante una explicación; la respuesta al «¿cómo?» es puramente operativa, pertinente para la ciencia, pero improcedente para el pensamiento.
«Las imágenes no representan nada. Sin lenguaje no significan nada. ¿Qué quieren decir las escenas que vemos en las grutas paleolíticas? Nunca lo sabremos porque faltan los relatos míticos en esas condensaciones prealfabéticas».
La sangre es el cimiento más sólido sobre el que se edifican los imperios: la sangre de los vencidos y la sangre de los vencedores se unen en una sola materia, sin prelación, en una sola sustancia sin la que la guerra y la conquista se limitan a ser inventarios de cuerpos humanos derribados y amputados, clamando, con su último aliento, por una vida que huye, la de la acometida de los vencedores, la de la fuga de los vencidos, una misma carrera y una misma sangre, ambas fluyendo a borbotones, imparable, inintencional, adueñándose del campo de batalla y relegando los aullidos de la victoria de unos y los gemidos de la derrota de los otros a meras circunstancias regidas por las antojadizas e inconsistentes leyes del azar: vida o muerte, qué más da cuando la prioridad es sobrevivir.
«La mano que escribe es como la mano que la tempestad enloquece. Hay que arrojar la carga al mar cuando el barco se hunde».
Cuando se lanza una piedra a un estanque, la inmersión produce una sucesión de ondas circulares, una distorsión del agua, concéntricas que, partiendo del punto de colisión, se alejan de este a velocidad constante, hasta que desaparecen; sin embargo, si se les opone un obstáculo o llegan a la orilla, una parte de cada una de ellas desaparece, pero otra pequeña porción se refleja y avanza en dirección contraria a la originaria, primero mezclándose con ella y, finalmente, absorbiéndola. La historia de la Tierra son las ondas  de la colisión original; la historia del Hombre son las segundas.
«Sin soledad, sin prueba de tiempo, sin pasión del silencio, sin excitación y retención de todo el cuerpo, sin titubeo en el miedo, sin errancia por lugares umbríos e invisibles, sin memoria de la animalidad, sin melancolía, sin abandono a la melancolía, no hay alegría».
Los objetos que desechamos nos definen de manera mucho más precisa que aquellos que poseemos o, incluso, aquello que deseamos. No son, pues, nuestras expectativas de futuro, simples intenciones, a menudo tan insostenibles como imposibles, ni tampoco nuestra realidad presente —se mire esta como el estadio final o como el comienzo de un proceso inasumible que solo puede concebirse en potencia—, siempre peor que nuestras proyecciones, lo que determina nuestra personalidad, sino aquello que, voluntaria e intencionalmente, descartamos como viejo o inútil, como si desprenderse de ello significara desprenderse de un pasado del que solo podemos renegar —porque, en el fondo, somos incapaces de asumirlo—. La zorra tenía parte de razón, si las uvas estaban verdes, pero al día siguiente habrían madurado; su error fue no buscar, ya que disponía del tiempo suficiente, un medio para alcanzarlas. El pasado nos proyecta una sombra de la que no podemos evadirnos; desechar los objetos que determinan ese pasado es como querer prender una vela en un huracán. El verdadero pavor viene del pasado, no del futuro; del futuro solo vienen expectativas. El auténtico terror es ver que esas expectativas no se han cumplido. Cosas, objetos que solo son inteligibles a partir de su belleza, inaccesibles a cualquier traducción, impenetrables a la interpretación, a los que cualquier aclaración compromete su comprensión, accesibles solo a los sentidos y cuya racionalización redunda en el desposeimiento de su belleza. Objetos materiales que son y que no precisan de significado. El espejo sobre el que no se deposita ningún reflejo, ¿es un espejo?

«El pasado, las tumbas, la memoria, las historias, las lenguas antiguas, los libros escritos en otras épocas, las tradiciones religiosas, políticas, artísticas, individuales que fueron abandonadas, arrancadas al ánimo legendario que las había originado una tras otra, han sido desgajadas para siempre de la realidad. A las lenguas que no disponen ya de bocas para hablarlas, se las llama lenguas muertas. Sin embargo, son tesoros de gozo los que se acumulan. Y al acumularse, este gozo de concentra. El significado, la sorpresa, no se han desvanecido. El porvenir que está por venir no va a venir, sino a sorprender. La sombra está engullida en él. "¿Dónde están las sombras cuando yo no estoy?", se preguntaba el último rey del mundo antiguo cuando abandonó el castillo de alabastro suspendido sobre el Aisne. Son sombras lo que hay que oponer a las imágenes».

Los libros, las voces de los muertos. Enterramos a los muertos incluso desde antes de ser humanos, para librar nuestra vista de su presencia. Inventamos rituales para asegurarnos de que no volverán. Concebimos incluso religiones para facilitarles una vida mucho más venturosa de la que fue aquí la suya y de lo que está siendo la nuestra para garantizarnos que, cuando llegue nuestra hora, no tendremos ningún reparo en marcharnos. Sin embargo, una vez librados de esta molestia, cuyo mayor efecto es recordarnos nuestra fragilidad, conservamos sus voces en forma de signos impresos en una hoja de papel, como una voz sin cuerpo, sin aquello que la hacía odiosa, como una forma de inmortalidad, la única que nos afecta a los vivos pero que no representa ningún peligro. El libro libera la memoria del muerto y, hasta nuestra muerte, nos otorga la libertad. La libertad es un don que los muertos van cediendo a los vivos y que no concluye nunca, que basa su existencia en ese incesante, involuntario traslado. Un traspaso que solo puede ser silencioso: silencioso para el que escribe y silencioso para el que lee. Y en soledad para ambos. Silencio y soledad, algo que nos hace humanos.
«En el valle, delante del hotel, había unos caballos tumbados en un campo, con la cabeza erguida, ni despiertos ni dormidos, como fieras que han perdido el apetito, como fieras que han perdido su ferocidad, como un recuerdo de enormes fieras rodeadas de alambre de espino. Uno de ellos bufó mientras me acercaba y se levantó vacilante de la hierba para venir hacia mí con un movimiento torpe y desequilibrado, pero también de una asombrosa elegancia, como si se despertara de un sueño milenario. Epicuro escribió: todos salimos de la vida como si apenas hubiéramos nacido».
La respuesta es siempre el pasado. La pregunta es siempre el futuro. Esta luxación en el tiempo no deja lugar al presente, que es ese tiempo impreciso en el que no caben ni la una ni la otra, el instante fugaz e inaprensible en el que las preguntas no tienen respuesta y las respuestas no contestan a ninguna pregunta. El hombre está perdido porque las respuestas más relevantes están en el tiempo en que estaba vivo pero aún no existía, y las preguntas más desafiantes le esperan en otro tiempo que aún existirá pero ya no estará vivo. La doctrina de la transmigración de las almas intenta responder, se hunde en el fango primigenio de antes de la existencia; las religiones del libro especulan acerca de la oscuridad que nos espera después de la vida; pero ni la una ni la otra lograrán jamás unir las respuestas a las preguntas: solo lo conseguirá el relato.
«Todo hombre quiere creer que para la cerradura indescerrajable y chirriante y oxidada en que se ha convertido hay una llave. Que una contraseña puede hacer entrar en un grupo y evitar la muerte ritual que se avecina inexorablemente con un trompeteo de manada, un mugido de rebaño, un alborozo solidario inconfesable. Que un botón puede poner en marcha la maquinaria social que no es más que un patíbulo y un túmulo. Que un animal zodiacal influye, que existe un dios que hace pasar de la oscuridad al sol, que hay alguien que vigila por la noche y una voz que ordena el caos humano cuando se descompone en la muerte».

 

Les ombres errantes, de François Couperin, interpretadas al clavicémbalo por Rebecca Pechefsky

Otros recursos relativos al autor en este blog:

13 de marzo de 2023

La desprogramación de la literatura

 


La desprogramación de la literatura 

Entrevista con Pascal Quignard 

Le Débat: Usted imparte un curso sobre la historia de la novela en la École des Hautes Ètudes. ¿Cuál es la relación entre esta curiosidad académica y su producción novelística? 

Pascal Quignard: No soy profesor en absoluto. No doy un «curso» sobre la historia de la novela —y menos aún un curso sobre su «historia» porque la novela, como cualquier objeto que surge del inconsciente, no sabe mucho de tiempo. Soy coleccionista de novelas. Un amigo, Maurice Olender, quedó impresionado por el gran número de novelas antiguas que poseo. Marc Augé me propuso, amablemente, venir a leer algunas de las novelas más antiguas durante unos años. Me he sentado delante de personas sabias. Murmuro, rodeándome de muchos diccionarios, algunas historias muy oscuras que tienen tres o cuatro mil años. Les quito algo de polvo. 

El Debate: ¿De dónde le viene el afán por coleccionar novelas? 

Pascal Quignard: Parece una cuestión familiar. Un bisabuelo que se aburría enseñando literatura inglesa en la Sorbona empezó a coleccionar las primeras ediciones de todas las novelas inglesas y francesas contemporáneas que le llegaban. Mi abuelo materno, que también enseñaba en la Sorbona, pero sin aburrirse, y que fue un famoso gramático de entreguerras, llenó las estanterías con todo lo publicado por Champion, Budé, Teubner, Droz... Yo completé la colección lo mejor que pude con las Èditions Ètrangères, fotocopias, fotografías. Amplié la colección al ámbito del sánscrito, luego me fui ocupando poco a poco de los chinos, los egipcios, los mesopotámicos. Recientemente he incluido, con total entusiasmo, las novelas más bellas del mundo, las sagas en nórdico antiguo. El valor de todo esto es completamente ridículo. Pero el conjunto es único o, cuando menos, singular. 


Le Débat: ¿Podría darnos una definición del género novelístico? 

Pascal Quignard: No, como no sea que es el género que engloba a todos los géneros, el contrario a la definición. En relación con los géneros y con lo que generaliza, es el que degenera, el que de-generaliza. Si donde hay un siempre se pone un a veces, si donde hay un todo se pone unos pocos, empezamos a acercarnos a la novela. Todo lo que puedo dar es una definición de lutier, una definición de artesano. Cuando, en el mundo editorial, trabajas con un novelista, antes de plantearte entregar el manuscrito al departamento de producción para que prepare su aspecto antes de enviarlo a la imprenta, te enfrentas a cinco tipos de dificultades: el desarrollo de la trama, la presentación de los personajes, la alternancia de las descripciones, la distribución de los diálogos y, finalmente, el uso de los tiempos verbales. De hecho, estos cinco arsenales conflictivos son todos ellos rasgos definitorios: la novela es un objeto de lenguaje en el que hay al menos dos escenas, dos personajes, tres lenguas (dos para formar un diálogo que contraste con el fondo narrativo), dos lugares y dos tiempos (para pasar de uno a otro). El lutier no pone en tus manos un Stradivarius, sino un embrión práctico que puede empezar a atraer inconscientemente epítetos sobre nombres propios. Porque, al fin y al cabo, eso es una novela: nombres propios que van hacia sus epítetos. 


Le Débat: Pero, ¿corresponde esta búsqueda de antigüedades novelísticas a una idea personal de la novela? 

Pascal Quignard: Es una fantasía. A veces me parece que somos una especie esclavizada por el relato.  Mendigamos un relato. Un amigo te coge del brazo y de repente, presa del pánico, te suplica que le facilites la dirección de un buen psicoanalista: es un héroe en busca de su novela. «¡Un argumento!», este es el grito desde que el grito se convierte en lenguaje. Esta es la razón por la que  no creo en las novelas sin argumento. Cada una de nuestras vidas es un continente que solo un relato puede abordar. Y no solo necesitamos una historia para acoplarnos y asociarla a nuestra propia experiencia, sino también un héroe que sostenga la narración, un yo que diga yo. Inmediatamente se cae en dificultades o embrollos que no se pueden desenredar. Las biografías imaginarias tienen una coherencia y un orden que nos consuelan del caos o del conflicto en los que nos enredamos todo el día. Al igual que las abejas relatan su viaje a la flor de regreso a la colmena, marcando su posición con respecto al sol, nuestra especie parece estar escrupulosamente encadenada por la necesidad de una regurgitación lingüística de su experiencia. El argumento restituye en la punta de los labios la violación de una mujer, un viaje por mar, una búsqueda en la espesura, un gesto guerrero, y esta reingestión y redigestión serían para la especie tan espontáneas  como el latido del corazón o la succión del pecho materno. Seguramente imaginé que cuanto más antiguo fuera el testimonios de esta necesidad, más podría creer que llegaría a mis manos la violación original. Es cierto que también colecciono un montón de fotografías que reproducen las pinturas de cuevas ancestrales. Estas pinturas datan de 20000 años a. e. c. Las ciudades, de 10000 a. e. c.. Los primeros relatos registrados, de 3500 a. e. c. El propósito sería disponer de hipótesis de relato suficientemente convincentes para traducir estas pequeñas narraciones parietales de las cuevas prehistóricas, porque siempre podemos imaginar, más allá de estas figuras y escenas, que los relatos las acechan a ellas y que nos persiguen a nosotros antes de la historia, como sucede, en nuestro caso, con la infancia. 


Le Débat: Entonces, ¿existiría para usted una especie de función original y universal de la novela? 

Pascal Quignard: Una función novelística, sí, de la que la función onírica da una idea por analogía. Somos una especie, entre otras, sometida al sueño que repite por la noche la experiencia del día. Del mismo modo, debemos satisfacer la necesidad de una autorrepresentación de la vida. Nótese que no hay representación más rica de la psique humana que una novela. La pintura, la música, el cine, el teatro, la escultura, la arquitectura, pero también la filosofía o la poesía son pobres en este sentido. La narrativa humana sexualizada responde quizás a una especie de pre-racionalidad necesaria, específica, desordenada. Esta necesidad de relato es particularmente intensa en determinados momentos de la existencia individual o colectiva, cuando hay depresión o crisis, por ejemplo. El relato proporciona entonces un recurso casi único. Una estadística, un ensayo, un consejo, un medicamento no pueden satisfacer esta necesidad. Solo hay una forma de responder a ella, desaseada, cercana al inconsciente, ese recitado psíquico que se llama novela. 


El Debate: ¿Y las formas de responder son muy diversas? 

Pascal Quignard: Ésa es la pregunta que me planteo. Ha habido quince o dieciséis mil lenguas, cuatro o tal vez cinco invenciones de escritura —si se quiere incluir a los aztecas-. Seis sociedades inventaron la lectura silenciosa y luego la perdieron. ¿Procede la novela en una misteriosa  morfogénesis que la ha hecho reaparecer varias veces a lo largo de la historia? La Odisea, el Roman de Renart, la Saga de Snorri el Godi, ¿no se tratará de una misma abeja incorporándose a una misma colmena? ¿Existirán cuatro o cinco posibilidades de narración humana, o quince o dieciséis mil, o, en realidad, existe solamente una narración un tanto universal y, por así decirlo, premigratoria? Cuanto más universal, más atractiva me resulta. Fíjémonos en los relatos eróticos o en los cuentos de animales, o en los viajes por mar; para la especie humana, tal vez la migración y la narrativa son la misma cosa. ¿Qué hace que historias como la del coyote o la del zorro —el  Roman de Renart es una de las novelas más bellas y la primera novela novela— funcionen en casi todas partes? Esto es lo que me interesa de cuando en cuando. 


El debate: ¿Por qué de cuando en cuando?

Pascal Quignard: Porque esta curiosidad es teórica y debo confesar que mi afán es más pasional, más improvisado, más novelesco que intelectual o contemplativo. Por decirlo de otro modo, la distancia que separa cuentos o fabliaux eróticos insólitamente semejantes puede contarse en miles de kilómetros, y el intervalo de tiempo que separa las épocas en que se contaron estas historias similares puede contarse en miles de años. La insignificancia del componente temporal a la hora de experimentar la muerte o la usura y el desmoronamiento o el empolvoramiento en la dimensión espacial, en todas las habitaciones infantiles del mundo, conduce a veces a suponer que la narrativa humana contiene ciertas secuencias moleculares inmortales. Serían, si así fuera, más conmovedoras, más impactantes, y más cercanas a la magia. Es allí donde deberíamos robar. Es allí donde estaría situada la cueva de Alí Babá.


Le Débat: Porque, aparte de esta curiosidad intelectual, ¿utiliza sus conocimientos para escribir sus novelas? 

Pascal Quignard: Es obvio. Es incluso la razón principal. Este desvío por el pasado es una caza de formas. Rebusco entre las obras muertas como lo hacen un hocico o un pico en busca de las partes  más tiernas. Mi estética es una estética robada. Es la de los antiguos romanos. Es la de los antiguos chinos. Es también la de los abejeros: en cuanto veo algo que me conmueve y me impresiona, me emociono. Lo tomo. 


El Debate: ¿No contradice esto lo que acaba de decir sobre la función novelística? 

Pascal Quignard: En absoluto. Al contrario. Es incluso el medio para movilizar el resorte profundo del espíritu. Y este medio es a su vez muy similar a la forma en que Freud describió, en Viena, en la planta baja del número 19 de Bergasse, la formación de un síntoma neurótico. En Francia tenemos un gran texto sobre la técnica de la novela, que es de Stendhal, y que es en mi opinión el equivalente de lo que fue Ptahhotep para el mundo egipcio o Kenko para el mundo japonés. Los Privilegios consta de veintitrés artículos que fueron escritos apresuradamente en abril de 1840, en Roma. Es el testamento del novelista relativo a la «magia limitada». La técnica es muy sencilla. Tomo a la verdadera duquesa de Sanseverina, decapitada en 1612, y hago que conozca a Metternich, al que bautizo con el nombre de conde Mosca, los ubico en la corte de Luis XIV, pero en la corte de un pequeño Luis XIV, que vive en Parma en 1830, ¿qué ocurre? Mancho seis grandes cuadernos en la calle Caumartin. Lo llamo La Cartuja de Parma. Si se quiere, la técnica consiste en lo siguiente: reparo desgarros imposibles en el tiempo y en el espacio.

 

La emoción puede entonces iniciarse, surgir, irrigar el texto, fluir entre los labios de esta herida que he abierto y que no cicatriza, hasta que la sangre del río ficticio haga su propio lecho. Las laceraciones se individualizan. Arranco una mujer sublime del siglo de los Valois, la sumerjo en el fin del Imperio, la llamo Matilde, sostiene entre sus muslos la cabeza ensangrentada de su amante. ¿Por qué? Porque leí en una página de Tácito que una mujer patricia, llamada Verania, tuvo que pagar seis sestercios por la cabeza de su marido al centurión que se la había cortado porque lo amaba, porque quería volver a ver sus facciones por un momento, y para poder sepultarlo. Se trata, en definitiva de robos, cortocircuitos, imposibilidades cronológicas cuyo origen se pierde poco a poco, absurdos como lapsos cronológicos, que descubren territorios inexplorados donde se puede improvisar desde la involuntariedad hasta el hápax, que obligan a adaptarse tanto como sea posible a una situación que se vuelve cada vez más extraña en la medida en que se vuelve cada vez más minuciosa. Esto es exactamente lo que dice Freud sobre el comportamiento neurótico y la manera en que se agrava y anuda y endurece un síntoma hasta que se vuelve incomprensible, vital, incurable. Te pones en la obligación de persuadirte a ti mismo acerca de una identidad inconveniente o difícilmente comprensible y para ello multiplicas explicaciones complejas, bizantinas. Para justificar una manía que te molesta, inventas una historia rocambolesca. Finalmente, te tomas un respiro: finges por un momento que te comprendes un poco. Creas un efecto de sustantivación simbólica en el orden de una singularidad cada vez más obsesionada. 


Le Débat: Básicamente, usted habla de un cortocircuito en el tiempo. Esto es exactamente lo contrario del trabajo del historiador. 

Pascal Quignard: Puede ser. Pero esta actitud también tiene un nombre en la tradición. Es la doctrina aticista. El axioma de la doctrina aticista era: toda obra debe heredar lo que la precede. Es bello el cuerpo que reune el pecho más bello y el rostro más bello, la pierna más bella, el vientre más bello, los más bellos dedos de los pies. A menudo me repito las extrañas palabras del gramático Quintiliano: «No todo está dicho». Los Modernos, decía, tienen más posibilidades porque disponen de los Antiguos para hurgar en ellos. El pasado nunca ha sido tan profundo. Vivimos en la Edad de Oro. La música barroca, la biblioteca de los antiguos acadios, lo tenemos todo. Somos los náufragos de un pecio cuya anchura, altura y profundidad nunca han conocido iguales ni rivales. André Leroi-Gourhan hacía hincapié a menudo en que a lo largo de toda la prehistoria y la historia, y hasta nuestros días, el pasado ha sido siempre algo más bien vago, más bien fluido, más bien ligero. Tenía un espesor de solo ocho generaciones. Pero se ha convertido en algo grueso, pesado e increíblemente preciso. Por desgracia, aún no hemos descifrado ni el etrusco ni la lengua de los harappa. Pero la montaña del pasado se ha vuelto colosal e inmensa en cien años. Ha ocupado el lugar de los dioses. En esas alturas, en esta región, no hay prados que estén permanentemente segados. No hay manantiales que no sigan fluyendo. Por eso pazco y devoro. Asimilo como puedo, como hacen las abejas, suum facere. Quien se ha comido a los muertos y ha sobrevivido a su ingesta  tiene un tipo de sangre y de musculatura adicionales. Ha descendido a los infiernos.


El creador es un poco como el héroe de una novela de aventuras: ha descendido a los infiernos al menos dos veces (la depresión nerviosa, la lectura de los Antiguos) y ha regresado al menos dos veces. Esto explica esa especie de bagaje hiperestésico que siempre le acompaña: ha conocido tres nacimientos. Ha redescubierto el mundo bajo una nueva luz al menos dos veces. El despertar de un Vesubio le amenaza constantemente. Toma nota, toma nota porque le parece que en cualquier instante un nuevo 24 de agosto del año 79 inmovilizará ese instante bajo las cenizas. A las diez y cuarto. En Pompeya. En Herculano. Siempre son las diez y catorce minutos. La hipermnesia, la hiperestesia y la novela están quizás vinculadas. Igual que la novela está vinculada a la maduración sexual y a esa edad. Hay cierto luminismo en las novelas que más me gustan. En las novelas indias o chinas. Es la sobreexcitación y el flujo repentino que acompaña al deshielo, la inundación de imágenes y alegrías sensoriales en esa extraña luz dorada del amanecer. Uno puede tratar las escenas como cuadros silenciosos y, con el pretexto de reproducir fielmente la realidad, tratar de hacerlas intensas más allá de la percepción de los sentidos y esforzarse así por reunirlas con las imágenes alucinatorias que recorren los recuerdos y pueblan los sueños. Carroñero que ha sobrevivido y se ha arrepentido, que ha retrocedido dos veces a la infancia sin morir, el autor de novelas tiene un estómago un poco más fuerte y un lenguaje que se ha duplicado. Incesantemente, como buen «aticista», asume siempre el reto que lo desafía. 


Le Débat: En resumen, es un reto que usted plantea a sus lectores. A ellos les corresponde saber detectar sus préstamos. 

Pascal Quignard: De ninguna manera. No hay encriptación. Basta con coger algo para que no se note y para que pase como una carta al correo. Cuando se reutiliza una innovación morfológica caída en desuso hace más de cuatro mil años y nadie se da cuenta, se está radiante. Estoy pensando en un famoso episodio de las Aventuras de Unamón, que data del año 1094 a. e. c.. Unamón está retenido en Biblos. De repente es llamado por el príncipe Tjekerbaal, dueño del puerto, que no quiere autorizarle a volver a Egipto. Unamón es finalmente introducido en la dependencia de Tjekerbaal. Éste está sentado de espaldas a una ventana, y Unamón dice: «Y las olas del poderoso mar de Siria le llegaban al cuello». Unamón sueña con el mar y el viaje de vuelta. El fuera de campo invade el primer plano. Homero sistematizó el uso de esta ventana, esta veduta que abre la profundidad del cuadro al paisaje, a la naturaleza. ¿Cómo hacer bullir un campo de batalla, escenas de caza, de agricultura, de pesca, de juegos de niños? A través de metáforas en el presente. Personalmente, aprendí mucho de los encuadres, si se les puede llamar así, narrativos de los Antiguos: el encuadre vertical de los dioses, los flashbacks de Ulises o de Unamón. Del mismo modo, La Fontaine es uno de los grandes virtuosos del zoom. En este sentido, es lamentable que algunos autores hayan perdido a menudo su oficio. Pero, una vez más, todo esto no debe aparecer. Es la regla de este juego, de este lento puzle, de este intenso playing. No se trata de ser hábil, es decir, encubierto, defensivo, temeroso, sino de ser arrollador. Personalmente, sigo al pie de la letra el consejo de Pseudo-Dionisio: confiesa tus préstamos, guárdate tus novedades.


Hay pocos novelistas con los que se pueda hablar de todo esto. Yo pude hacerlo con Julien Gracq, con Bernard-Henri Lévy, con Louis-René des Forêts, con Milan Kundera, con Philippe Sollers, con Michel Leiris, con Angelo Rinaldi... Pero la mayoría de mis amigos son reacios a hablar más de un segundo sobre este tipo de cuestiones técnicas. Recuerdo especialmente largas discusiones con Georges Perec en 1976-1977. Íbamos a publicar La vida: modo de empleo en Gallimard. Hablamos de desafíos morfológicos y nos divertimos mucho. Le intrigaba mi colección de novelas antiguas. Le interesaba especialmente la doble restricción a la que estaban sometidas las novelas de los oradores de la antigua Roma. Nos reuníamos todas las semanas en la sala de lectura de France Culture. Es una historia triste la falta de un amigo —y que ha permanecido en mí como algo un poco traumático. Se había establecido la siguiente regla: solo se podía cantar victoria ante una innovación invisible. Pero Georges Perec no siempre guardaba el secreto. 


El Debate: Parece que usted siempre lo ha mantenido, excepto en el caso de Las tabletas de boj de Apronenia Avitia

Pascal Quignard: Era un cruce entre Li Shangyin y Marcial, pero también era producto del dolor. La mujer que surgió inesperadamente me fue, a decir verdad, muy útil, y me permitió sobreponerme a un duelo. Roger Caillois, al salir de los comités de lectura, con su impermeable blanco en la mano, engullendo un vaso de whisky, criticaba mi manera de analizar cada nueva obra como el fruto de un apareamiento imposible porque siempre era anacrónico. No sé por qué tenía tanto interés en que dijera injerto en lugar de cruce. Él mismo había intentado aclimatar un género egipcio que había caído en desuso, la confesión negativa, en la que uno cuenta todas las malas acciones que no ha hecho. La idea del apareamiento me parece mucho menos erudita y más fecunda, aunque dé vida a híbridos infértiles, mulas, burdéganos. Al menos da curso a un tipo de vida o de galope que las plantas no siempre tienen, me parece a mí. Pero Roger Caillois estaba convencido, en mi opinión de manera muy sistemática, de que las obras de gran vigor imaginario habían recurrido siempre a formas tomadas de otras épocas. Tomaba a Shakespeare como ejemplo y afirmaba que las épocas menos imaginativas siempre habían pretendido ser originales o modernas, como el siglo XVIII o nuestro siglo, lo cual es falso. En primer lugar, porque las obras exquisitas son extremadamente raras. Pero sobre todo porque es muy difícil percibir gran cosa cuando uno no es más que un hilo en el tapiz en el que el motivo acaba de asomar sin estar entero. Recuerde a Boileau quejándose por todas partes de que ya no había escritores. 


El debate: Este uso de formas pasadas implica una determinada posición estética. 

Pascal Quignard: Implica más bien una ínfima decisión y una ínfima valentía: la de violar las prohibiciones decretadas por los mayores, retransmitidas por los profesores y los críticos y por ciertas editoriales más académicas que otras y, sin embargo, todas recientes. Además, es posible que ya se haya cerrado sin que, de hecho, nos hayamos dado cuenta, un paréntesis que habrá durado cientro veinte o ciento treinta años: el paréntesis de la originalidad. Tal vez estemos asisitiendo a la  extinción de la novela. La estética de los románticos, de los modernos, es hacer algo diferente de lo que hace el vecino. La estética más tradicional de los romanos, de los chinos, de los clásicos, es hacerlo mejor que el modelo que asombra. Creo que esta pretensión de expresar una singularidad personal o psicológica se ha vuelto hoy tediosa. Quizá volvamos a las reglas más artesanales de la imitación y la emulación: rivalizar con los predecesores en lugar de destacar entre los amigos. No se trata, de ninguna manera, de restaurar formas antiguas. Se trata de jugar, de subir la apuesta de la emoción y del placer —y sin esa ambición estéril y narcisista que consiste en proponer sin cesar una subjetividad que no puede dejar de ser tan universal como pobre, y cada vez menos distintiva, y cada vez menos apasionante. Que cada uno aborde el mismo tema, que haya cuatro o diez variantes, como en el Asno de Oro de Apuleyo, como en los Evangelios, como en el Libro de Job, ¿por qué no? 


El Debate: Cuéntenos más detalladamente su diagnóstico de la novela contemporánea. 

Pascal Quignard: La novela contemporánea padece tanto de empobrecimiento morfológico como de frustración funcional. El linaje dominante en Francia, desde Flaubert, es el de la novela ideológica, la novela de tesis. Una novela que teme disolverse en lo imaginario, en la identificación, en lo sensorial, y que se protege tras las ideas o la pantalla de un estilo. De Flaubert a Zola, a Bourget, a Anatole France, a Barrès, a Mauriac, a Romain Rolland, a Malraux, a Sartre, a Camus, existe, en mi opinión, una especie de corriente continua de nuestra literatura que viene directamente de Napoleón III. Ahora bien, esta tradición es morfológicamente muy pobre, ya que está dominada  por la ideología, por el miedo a lo incontrolado, por el miedo al afecto. Sorprendentemente, o al menos cómicamente, avanza mediante la crítica ideológica (lo que en los años cincuenta se llamaba teoría) de la novela ideológica. El fondo de la cuestión es que no existe la novela «tradicional». Desde los albores de las lenguas —y éste es mi objeto de estudio y el del curso— ha habido un tropel de tradiciones novelísticas. En Francia, los teóricos han inventado repetidamente el fantasma de la novela tradicional para combatirlo. Es cierto que hay antecedentes de esta hostilidad. En el siglo XVII fueron Nicole, Bossuet, Pascal, Racine, Boileau.


En el siglo XX, la crítica que Breton, Aragon o Valéry, Claudel o Caillois dirigen a la novela es la misma que formuló Rousseau y que siguieron los revolucionarios. Es la misma que Sartre dirige a Mauriac y que inhibe a Mauriac y es la misma que Robbe-Grillet dirige a Sartre. Ahora bien, Sartre escribe, de hecho —siguiendo unos pobres estereotipos americanos—, la misma novela que Mauriac, del mismo modo que el Nouveau Roman se inscribe en realidad en la misma línea formal. Es el reino de lo mismo bajo el disfraz de la ruptura retórica. Hoy conduce, con el endurecimiento adicional de las posibilidades morfológicas introducido por el Nouveau Roman, a un academicismo global. Conocemos de memoria las raquíticas recetas casi religiosas: la novela dentro de la novela, la desintegración de la acción, la agonía, el silencio, la blancura, los diálogos estereotipados cuya pobreza oculta la falta de profundidad, algunos retruécanios, la desidentificación de los personajes, la burla de la trama... No sé por qué, al acercarme a la rue Bernard-Palissy, me invade un templado  y anticuado aburrimiento. Flota en el aire el delicioso incienso de un dios de la muerte un poco  sentimentaloide. Bouvard y Pécuchet de Flaubert era ya un desafío, una caricatura de la novela mediante el odio a la novela. El desarrollo de esta ambición de hacer una novela que no se dejara engañar por su propia magia, que fuera una contranovela, acabó por engendrar un nuevo estilo pomposo, intensamente repetitivo, rígido, cubierto de arrugas y cenizas, estereotipado. A veces tengo la impresión de cruzarme con el ministro Combes o con la reina Victoria en la rue Jacob. Los abrazo con afecto. La reina tiene la amabilidad de contarme algunas cosas sobre el hada  Electricidad o el Minitel, sobre los últimos beneficios de los despachos en Harrar o de la desregulación de los sentidos, sobre la Torre Eiffel o las columnas Buren. Luego sigo mi camino hacia la rue Sébastien-Bottin, que, en mi opinión, es la calle más vibrante de París, y me digo: «Mira, el pensamiento Mac-Mahon todavía existe. ¡Viva la mise en abyme y los reposapiés con borlas!». 


Le Débat: No parece que le guste mucho Flaubert. 

Pascal Quignard: Lo admiro, pero no tengo ni una pasión estilística ni novelística por esta obra. Bajo el ministerio de Molé, antes de que Victoria se convirtiera en reina de Inglaterra, Stendhal fue criticado por escribir novelas anticuadas, voltaireanas, demasiado del siglo XVII, demasiado ateas, que daban la espalda a lo que se vendía en la época. Yo pongo cada vez más alto su arte poético. Prefiero El rojo y el negro, Cumbres borrascosas, El sueño en el pabellón rojo... No me gusta mucho el atractivo de la muerte, el énfasis. Ni siquiera la afectación, que no me parece que dé a todas las frases la energía repentina que a uno le gustaría leer. Es melancolia pomposa. Antes que a los escritores de la afectación, prefiero a los escritores de lo taciturno, escritores que releen su libro diez o doce veces desde distintos puntos de vista para asegurarse una cocción extrema de la obra final. Cocinar en silencio da lugar a veces una cierta concentración de fuerza. No hablo por lo que escribo. Actualmente estoy terminando una novela, Las escaleras de Chambord, que, en el primer mecanografiado, tenía 1040 páginas llenas de énfasis y sentimientos desleídos, como son todas las primeras versiones de lo que escribo con demasiada prisa. Lo he pasado por el filtro de la taciturnidad dieciséis veces y me acerco a las 430 páginas. Son las ventajas que tiene cocinar en silencio. Se trabaja de oído, en silencio extremo, un oído muy fino, sin teoría, sin voluntad fija, sin presupuestos ideológicos, sin otra tesis que la de conmover, sin otra esperanza que la de retener la atención. Es exactamente lo contrario de la novela ideológica, mucho más verborreica, mucho más fácil de defender. 


Le Débat: ¿Es a esta la novela que usted opone la función novelística tal y como acaba de definirla? 

Pascal Quignard: Hay una novela en la que hay una función de fides: creemos en lo que está pasando. Dos discípulos del Señor van al pueblecito de Emaús y hablan de su muerte: aquel de quien hablan está de pie junto a ellos. ¿Lo nombran por fin? De repente, desaparece ante sus ojos en la posada donde están cenando. La regurgitación de la experiencia llega hasta la alucinación. A lo que se opone la línea de Flaubert. A la que se precipitaba Stendhal. Es cierto que la identificación mina la identidad personal y toda la fortaleza de las defensas. Una de las funciones más fundamentales de la novela es, sin duda, el playing en el sentido de Donald Winnicott y el role-playing que conlleva, en el que nos envolvemos y del que nos desprendemos una vez tras otra. Esto  permite encontrarse en un mundo que protege del mundo, totalizar un mundo permaneciendo en sus márgenes. Toda autorrepresentación del mundo, por poco involuntaria que sea, tiene alguna posibilidad de dar testimonio del mundo. Es lo contrario del realismo. En mi opinión, las novelas más bellas sitúan a las personas que las abren en una especie de zona de transición a medio camino entre la fantasía y la alucinación. Es una fe que no ignora su ficción, sino que juega con ella, y le deja a uno jadeando ante lo deseable. En cualquier lectura, es necesario que el deseo de creer (y de ser creído para quien escribe) sea satisfecho. Esto es la identificación: regodearse en la pérdida de los que pierden, triunfar con los que triunfan. El autor tiene esta misma obligación de fides, de coalescencia. Una novela prende o no prende. Éste es el único criterio: o se instala en la vida del autor durante unos años y prolifera en él como un minúsculo tumor canceroso que se extiende a todo el organismo que ha venido a parasitar, o el autor debe cambiar de profesión. Uno puede escribir voluntariamente un ensayo. No se puede escribir voluntariamente una novela. 


El Debate: ¿Es el sentido de esta experiencia lo que encuentra en los autores antiguos que le gustan? 

Pascal Quignard: Voy a darle dos definiciones de la novela que me parecen, en realidad, reflejar una comprensión muy profunda de su naturaleza y de su necesidad. La primera es de un buen autor de huaben, Ling Mengchu. En dos ocasiones, la diosa del mar le revela el secreto del éxito a Cheng Tsai: «Lo que otros abandonan, yo lo tomo». Una nota marginal de 1628, de puño y letra de Ling Mengchu, extiende esta definición a todas las novelas: la novela no debe contener ningún otro género literario: poema, ensayo, mito, sino recoger de cada uno de estos géneros lo que no pueden decir. La novela no tiene otra tarea que barrer en su propio beneficio toda la suciedad de los otros géneros estáticos: la sexualidad, el homing, las zonas de preferendum, los sentimientos. La segunda definición procede de uno de los más grandes novelistas romanos, Albucius Silus, que dice de la novela: «es el lugar donde recoger todos los sordidissima» —las cosas groseras y concretas. El lugar del a veces, de las cosas indignas y de las palabras viles. El padre de Séneca le pidió una vez ejemplos de sordidissima, Albucius respondió: «Los rinocerontes, las letrinas y las esponjas». Más tarde añadió a las cosas sordidissima los animales domésticos, los adúlteros, la comida, la muerte de parientes, los jardines. Uno piensa en los libros de horas coleccionados por el duque de Berry. Es la zona de hechizo de lo que los romanos llamaban sordidissima o lo que los anglosajones llaman homing: mujeres acurrucadas frente al fuego con su sexo a la vista, hombrecillos arando o podando la viña. Pescadores echan una red en el Orge. Hombres y mujeres desnudos se bañan en el río con las piernas abiertas como ranas. En primer plano, urracas y cuervos picotean en el Quai Voltaire. Un hombre abate bellotas para alimentar a sus cerdos golpeando el roble con un palo. Del mismo modo, todo cuento auténtico se empeña en traer de la vida ordinaria una o dos pruebas tomadas de la zona de hechizo: piedrecitas, un pan de jengibre, una capucha roja, caramelos, un pudin, tres manchas de sangre, obleas, una gota de aceite ardiendo que cae por error. Esto es exactamente lo que Albucius quería decir con «sordidísimo». Estas palabras romanas, que pueden parecer pueriles o extrañas, me parece que dan para mucho. El dominio de la novela, como el de los sueños o los cuentos, es el de los pequeños detalles que no son ciertos, pero que son más verosímiles que la verdad. La autorrepresentación de la lengua y de la psique nunca se basa más que en palabras insignificantes y en humildes cosas sórdidas. Es con lo que los otros no hacen lo que hay que hacer, con lo abandonado por la ideología, por la conciencia de una época. Todo lo que se les escapa a esos autores voluntariosos, en su preocupación por controlar a toda costa, es la verdad de la novela. 


El debate: La misión del novelista sigue siendo cautivar a su lector. 

Pascal Quignard: No se puede escapar de hacer creer eso y de hacerlo más verdadero que lo real. Quizá recuerde las palabras de Roland Barthes, según las cuales la obra debe llevar al lector a escapar de las garras de lo que lee, a desprenderse del objeto con el que el escritor le pone en contacto. Se trata, por supuesto, de lo contrario. Es el cautiverio mágico del saco amniótico, del espacio irreal, del templo que busca el escritor, ese lugar lúdico que permite la totalización, la invención y una protección multiestacional. Es un estado extraño. Me gustaría saber qué es para evitarlo. 


El Debate: ¿Puede describir este estado cuando escribe? 

Pascal Quignard: Multiplico los obstáculos y los rechazos, y algo se forma a base de empujones y obsesiones. El sueño me abandona cada día mucho antes de que el alba coloree el cielo. Me levanto. Soy yo quien se entrega a la ensoñación y a la luminosidad. Escribo con la impresión de estar recordando un mundo tan preciso y raro como los objetos o los rostros que aparecen en los sueños, y el relato que surge es más cercano y más valioso que el que yo podría hacer de mi vida. Son la imprevisibilidad y la luminosidad de estos falsos recuerdos los que me arrastran poco a poco a la redacción de las novelas y que me absorben. Empiezo a arrancarme de un sueño que me ha retenido durante tres años y medio y que me ha llevado a orillas del Escalda en Amberes, a orillas del Cosson en Chambord, a orillas del Arno en Florencia. Ay, veinte personas se retiran a sí mismas con este sueño. Algunos murieron en esas páginas. Al autor solo le queda sobrevivir a este retiro de un mundo. 


Le Débat: Usted escribe novelas, hace música, el Centre de Musique Baroque de Versailles, Éditions Gallimard, Hautes Études, ¿de dónde saca tiempo para trabajar? 

Pascal Quignard: El tiempo me viene dado por un sueño que me ata poco. Los obstáculos también aumentan el caudal de agua que rebota de piedra en piedra. Tampoco soy un amante de la compañía humana. 

El Debate: ¿Pero demasiados obstáculos no podrían poner en peligro su trabajo? 

Pascal Quignard: Toda obra es un síntoma. Escribir nunca ha curado, ni siquiera aliviado. Si un día desapareciera este síntoma, ¿por qué no habría de sentirme curado? 

El Debate: ¿Cuál es el novelista al que se siente más cercano en la actualidad?

Pascal Quignard: Iris Murdoch.

El Debate: ¿No se encuentra solo en las posiciones que defiende?

Pascal Quignard: Recuerde lo que decía el clavecinista Ralph Kirkpatrick. Decía que era difícil estar solo cuando se estaba sentado frente al clave. Toda su vida tocó para sus iguales, para aquellos cuya idea de la belleza y la sensibilidad se acercaba a las suyas, solo un poco superiores. Decía que uno jamás modelaba su interpretación para un auditorio sin rebajar todo el arte y sin degradar el aspecto aterrador que llevábamos consigo cuando éramos niños. Si nadie en el público tenía la cultura, el oído, el conocimiento o la sensibilidad para revivir el recuerdo, había suficientes maestros o muertos en lo más profundo de sí mismo a quienes temería disgustar. Si se desvanecieran, queda lo suficiente de uno mismo para no estar solo y para no amarse. 


El Debate: Si tuviera que caracterizar en una palabra la situación del novelista de hoy en comparación con su homólogo, digamos, de hace cincuenta años, ¿qué diría? 

Pascal Quignard: Yo diría que es mucho más libre pero que aún no lo sabe. Sigue bajo el hechizo de las prohibiciones y las inhibiciones, paralizado por la vergüenza de hacer lo que sus mayores le proscribieron, cuando en realidad nada le retiene. La literatura ya no está sometida a un sistema político, como hace cincuenta años, ni ideológico nítido. La depreciación de la universidad y de la enseñanza es extrema y, para el creador, la devaluación de esa mirada es algo positivo. La teoría ha desertado totalmente. Ha quedado reducida a una religión con un fanatismo solapado que agoniza. Paradójicamente, el descrédito de la crítica, por todo tipo de razones, se suma a esta ausencia de coacción. Ya no representa un poder de intimidación. El hecho de que el francés esté perdiendo su pureza y su influencia es también un factor favorable. La situación en la que se codean varias lenguas es eminentemente propicia al diálogo, al distanciamiento de las lenguas de sí mismas y al placer que se siente en ese distanciamiento, en los descubrimientos que provoca. Quizá esto solo sea cierto para el novelista, pero ya lo fue en Alejandría. Fue cierto para el imperio romano. Fue cierto para el imperio inglés. Fue cierto para el imperio francés. La decepción en la que les han sumido las modas pasajeras por las literaturas rusa o sudamericana, o alemana, ha llevado a muchos lectores a leer cada vez más lejos, China, Japón o las literaturas antiguas. Yo mismo no soy más que una mota de polvo que da testimonio de este movimiento, que probablemente describo con demasiada rapidez. La curiosidad es mayor. Y los retos han aumentado. Las traducciones de novelas francesas en el extranjero y la acogida que recibe allí lo que escribimos también nos dan mucho placer y vigencia. Los europeos y los Estados Unidos vuelven a estar fascinados. Las novelas francesas o las  italianas son hoy más variadas y originales que las novelas austriacas o americanas —que, por otra parte, corren el riesgo de volverse aislacionistas, ya que una comunidad monolingüe se queda a menudo sin novela: prefiere ir directamente a la autoridad, a la moral, a la monodia, a la poesía. 


El Debate: ¿Cree en un cambio de ciclo que podría conducir a un nuevo florecimiento de la novela? 

Pascal Quignard: No creo mucho en el ciclo en sí. Después de haber puesto tanta voluntad, tanta teoría, tantas precauciones secundarias en la escritura de novelas, creo que es difícil que la tendencia no se invierta. La novela francesa ha sido demasiado subyugada por la idea y el estilo. Desgraciadamente, no es con una forma de escritura controlada como se puede dejar surgir lo inabarcable, lo onírico, lo playing. La forma solo debería contar como un anestésico excitante, pero solo está ahí para permitir que salga a la luz lo más serio, lo más deseable. Solo está ahí para permitir que la luz intemporal de la zona de hechizo brille sobre todo e irradie un poco. Para hablar como los adolescentes de hoy en día: hace falta un poco más de scanning, un poco menos de concentración. Por suerte, algo ha dejado de obedecer, de repetirse. A todos los escritores que me dicen: «Ya no se puede escribir así. Hoy en día no se pueden usar comillas. No se puede utilizar el pretérito imperfecto en 1989», le respondo: «Se protege usted demasiado. Le gustan demasiado las convenciones, los estereotipos, las ideas, los miedos, las leyes. Piense solo en la energía, en el detalle sin motivo, en el juego». A la obra fragmentada, demasiado controlada, fría, limpia, intelectual, a la muerte, quizá habría que preferir la obra extensa, la obra que sobrepasa la capacidad de la cabeza, la obra en la que uno pierde pie, más fluida, más sucia, más primaria, más sexual, la obra en el corazón de la cual uno ya no sabe muy bien lo que hace. Se dice que los dos primeros miedos, prehumanos, tienen que ver con la soledad y la oscuridad. Nos gusta poder traer a voluntad un poco de compañía y de luz fingidas. Éstas son las historias que leemos y sostenemos en nuestras manos por la noche. En el propósito de preservar esa dulzura sin nombre que es el arte, necesitamos que la muerte y sus formas se retiren. Necesitamos dejar de racionalizar, dejar de ordenar esto, dejar de prohibir aquello. Lo que necesitamos es que vuelva a caer un poco de luz nueva, como un «privilegio», sobre los «sordidísimos» de este mundo. Lo que necesitamos es una desprogramación de la literatura.

____________________________________________________________________________

Este artículo es la traducción al castellano de la entrevista publicada en el número 54 de la revista Le Débat (1989), disponible en línea en: https://www.cairn.info/revue-le-debat-1989-2-page-77.htm  


La imagen de la cabecera procede de:  https://soundcloud.com/ana-arzoumanian/pascal-quignard-butes

Como todo el contenido de este blog, este artículo está publicado bajo la licencia de Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 2.5 España

6 de marzo de 2023

La invitación

 

La invitación. Claude Simon. Editorial Lumen, 1989
Traducción de Federico Gorbea


A mediados de octubre de 1986, Claude Simon fue invitado por el novelista kirguís Chinguiz Aitmátov a Frunze —en el Kirguistán, al pie del Pamir, junto a los primeros contrafuertes de la cordillera del Himalaya—, en la URSS, junto con otros quince grandes intelectuales (James Baldwin, Arthur Miller, Yachar Kemal, el español Federico Mayor Zaragoza... ), en realidad como parte de la campaña de autopromoción de Gorbachev, recientemente nombrado secretario general del partido comunista el año anterior. Se habló del papel de la cultura y de los objetivos de la humanidad en el inicio del tercer milenio y el propio Gorbachev recibió a la delegación de intelectuales en el Kremlin como cierre de las jornadas; Simon, nada más volver, publicó un acerado artículo en Le Monde del 5 de diciembre de 1986 titulado L'Invitation, que fue el germen que fructificó en el texto La invitación (L'invitation, 1987), la primera novela publicada por Claude Simon después de la concesión del Premio Nobel de Literatura en 1985.

Una delegación de quince invitados —asisitidos por otros tantos intérpretes y multitud de  acompañantes—, personalidades consideradas importantes procedentes de los más variados países y con ocupaciones dispares, llevan a cabo un visita oficial a un país con un régimen autoritario, según todos los indicios, la U.R.S.S., invitados por el Secretario General, en una paródica —parodia por partida doble, pues— versión de la "Acción Paralela" de El hombre sin atributos, y que recuerda también a las visitas subvencionadas de intelectuales, sobre todo franceses —Sartre, Aragon, Eluard, pero también Neruda, Guillén o Picasso—, "compañeros de viaje del proletariado", a la U.R.S.S. de la década de 1950. Apenas una anécdota que Claude Simon convertirá en una meticulosa crónica de la sinrazón mediante la precisión de su prosa.

«Durante largo rato solo se vio la luna, no del todo redonda, ligeramente achatada por el lado izquierdo, lechosa o más bien plateada, como una linterna, que parecía desplazarse a la misma velocidad que el avión, como soldada a él, ascendiendo y descendiendo a veces débilmente, volviendo a recuperar luego su lugar, o, mejor, como si el avión y ella se hubieran mantenido inmóviles, suspendidos sin avanzar en la noche sin estrellas, mientras a millares de metros bajo ellos derivaban despacio, invisibles en la oscuridad, las monstruosas extensiones de tierra que mantenían unidos dos continentes, dos mundos que no estaban frente a frente, uno a cada lado de cualquier mar, de cualquier móvil océano, sino pegados el uno al otro como esas criaturas bicéfalas, esos hermanos siameses que se exhiben a veces en las casetas de las ferias, soldados por la espalda, condenados a no verse jamás [...]». 

El texto —me resisto a llamarle novela, pero los alternativos relato o cuento tampoco parecen las denominaciones más adecuadas; los franceses, tan precisos en su distinción entre roman, nouvelle y récit tampoco usaron ninguna designación concreta; además, texto deriva del latín textus, 'trama', 'tejido', una etimología que viene como anillo al dedo— avanza, ya desde el principio y como es práctica frecuente en el autor, a través del relato orbicular, saturador y hechizante de planos-secuencia narrativos: extensos párrafos que rastrean un escenario relativamente estático o que siguen a los protagonistas, a través de las salas y los pasillos, en su deambular, alternando acción y descripción, siempre de la mano del escrupuloso narrador, usando los paréntesis, incluso anidados, para las aclaraciones con el fin de no violentar la sintaxis, omitiendo el punto y seguido, hasta que la llegada al punto donde se dirigían finaliza el desfile y corta el párrafo.

«El avión cuya partida habían esperado casi dos horas (después de haber esperado ya alrededor de una hora (lo que sumaba tres: como si la espera (de órdenes ocultas, anuladas por contraórdenes no menos ocultas, anuladas ellas mismas a su vez) formara parte, por así decirlo, constitutiva e intransgredible del programa establecido) en el vestíbulo del hotel de imperiales columnas, moqueta y sillones raídos, el autocar que debía transportarlos), en la sala de lujo del aeropuerto nocturno y desierto [...]) [...]»

En su tour por las diferentes manifestaciones políticas, sociales y culturales del imperio, los invitados acuden, a título de ejemplo, a un espectáculo de danza; la enumeración rutinaria de sus actividades queda reforzada mediante el recurso a una prosa convencional, aliteraria, formularia, que alcanza el tono más oficialista cuando la profusión de paréntesis intenta cubrir todas las posibilidades de interpretación para eludir la posibilidad de conclusiones alternativas a la versión oficial.

«Y ahora (hacía poco más de un año que el presidente secretario general había sido enterrado, que todas las televisiones del mundo habían transmitido (la del país y las de los países vecinos, vasallos o más o menos sometidos, desde el principio hasta el final) las imágenes de la interminable ceremonia, que millones de hombres y mujeres fascinados o curiosos (o simplemente indiferentes, pronto fatigados, cambiando el canal) habían podido ver el último desfile , el féretro arrastrado a lo largo de un itinerario interminable bajo un cielo gris por las calles de la capital: un féretro abierto que dejaba asomar entre un montón de flores rojas un rostro fláccido, coronado de cabellos blancos, de los que a veces el viento levantaba un mechón, la carroza fúnebre rodeada por seis guardias (tres a cada lado) o mejor dicho seis gigantes, seis oficiales de élite capaces de lanzar violentamente muy arriba ante ellos, sin desfallecer y a lo largo de varios kilómetros, las piernas calzadas con botas y extendidas, rígidas, también ellos tan rígidos como autómatas, al lento son de la romántica marcha fúnebre cien veces repetida; hacía poco más de un año (pero parecía hacer mucho más) que la viuda se había inclinado (o mejor dicho, la habían ayudado a inclinarse, la habían sostenido, también ella muy vieja) sobre el rostro de ojos cerrados para besarlo por última vez y hacer sobre él  la señal de la cruz, antes de que cerrasen el ataúd, las monótonas e interminables filas de soldados [...]) ... y ahora, sentado al extremo de aquella mesa [...]».

Los personajes, con independencia de su categoría o de su relevancia para cualquiera que no fuera ellos mismos, no tandan en ponerse en evidencia cuando son enfrentados a una situación extraña a sus parámetros o cuando no son aplicables las respuestas automáticas o las conductas estereotipadas que constituyen, descartado el ingenio o la originalidad, su única posibilidad de reacción: discursos vacíos pero pomposos, orgiásticos, patéticos que son entusiásticamente aplaudidos antes de que los intérpretes hayan terminado la traducción —uno no puede dejar de pensar en los maratonianos mítines del politburó, aplaudidos hasta la saciedad por la horda de parlamentarios puestos en pie; en todo caso, Simon se quejó durante toda la visita de los intérpretes—; instalación de primeras piedras de edificios que jamás serán construidos; bautizos con su nombre de árboles plantados en un erial. Irrelevancia y vacío disfrazados de transcendencia y profundidad; incomunicación e irrelevancia envueltos en ropajes de conexiones y excelencia; ritual y ceremonia. Todo ello, expuesto mediante una narración plana y uniforme, neutral e indiferente.

«Y ellos (los quince invitados) fueron recibidos por el consejo municipal, es decir, una veintena de anchas caras amarillas y redondas, de ojos oblicuos, estrangulados por sus corbatas, vestidos con trajes raídos, presididos por el alcande (un europeo todavía joven, delgado, de discreta elegancia, de nombre impronunciable, un comodín —el nombre— que permitía encontrar al propietario con igual naturalidad en el cargo de primer magistrado de una ciudad de Asia central de un millón de habitantes que en el de consejero del presidente de Estados Unidos o diputado de un departamento francés con mayoría reaccionaria)».

Narrativa vagabunda que deambula por los temas que deberían ser principales —aunque en esa consideración interviene, por más que sea involuntariamente, el empeño del lector—, pero que se desvía mediante aclaraciones triviales, se divide en circunloquios infinitos, abre y cierra —o solo abre, dejando la narración en un incómodo suspense— razonamientos, y acaba diluyéndose en inútiles ramificaciones que reflejan e imitan, como en una imagen más allá del espejo , la insustancialidad y afectación de los discursos oficiales que salpican —y que parecen ser el precio a pagar por la magnificencia de la invitación— la visita de los extranjeros.

«[...] tan vieja, fantasmagórica, una rutina en el centro del escenario vacío, polvoriento, también ella convirtiéndose en polvo, grisácea, de pie allí, extenuada, grandes ojeras de carbón en torno de los ojos, aceptando los cumplidos con una sonrida confusa, abrumada, dándoles las ghracias, sujetando en el brazo uno de los ramos de flores ya marchitas...».

Nota: el código de colores en las citas intenta reflejar los distintos niveles de narración.