"Esto no es una guerra, es una enfermedad".
Heredero de una antigua tradición de literatura bélica que podría remontarse a los griegos clásicos, Johnson sitúa la acción de Árbol de humo en el entorno de la guerra del Vietnam, aunque no se trata en este caso de una crónica bélica al uso, no hay descripciones de grandes batallas ni de grandes movimientos de ejércitos, nada que ver con los dioramas literarios ni con las sutilidades de la estrategia: el campo de juego es el ser humano, y la novela se limita a explorar la condición humana del soldado: mediante el seguimiento de unos pocos protagonistas a través del tiempo, desde los primeros 60 hasta finales de los 70, con una coda en los prolegómenos del cambio de siglo; y del espacio, desde los desolados paisajes de la rural América profunda hasta los cuarteles generales del ejército de ocupación, desde la playa recién conquistada hasta el campamento infiltrado en territorio del Vietcong; en definitiva, un tratado acerca de cómo la guerra transforma al hombre en depredador. Si, como dice el narrador, "la victoria final se compondrá de muchas derrotas", Árbol de humo es el relato frío, detallado y radical de cada una de esas derrotas; no en el plano bélico, sino en el humano.
Las guerras estimulan extrañas camaraderías... Es curioso que los hombres, puestos en una situación límite en la que está en juego su propia supervivencia, bajo unas relaciones reglamentadas hasta la saciedad, y en la que a menudo la separación entre la vida y la muerte es un segundo o un milímetro, lleguen a obviar los grados y la jerarquía. Tal vez ello sea debido a que esa camaradería no es provocada ni tan solo por una supuesta comunión de objetivos, sino que se trate más bien de una especie de camaradería de la desolación, que se alcanza cuando se comprende que la guerra no hace mejores a los hombres que participan en ella, por muy legítimo que se considere el objetivo -tal como suponíamos, expresiones como "guerra humanitaria" no agotan su carácter oximorónico en el terreno lingüístico, se trata de inmensos oxímoron conceptuales-; al contrario, saca a relucir sus peores instintos: la supervivencia no es un juego, en la guerre comme en la guerre.
La figura del perdedor es, en definitiva, la que adquiere el único protagonismo, y no precisamente porque su papel sea más literario: las guerras las ganan, si es que cabe hablar de vencedores en una competición que se basa en qué bando tiene menos bajas, las naciones, pero las pierden los hombres: uno de los bandos resulta vencedor y acaba subyugando al otro pero, individualmente, todos los soldados –esos hombres que “siempre que miran atrás ven a alguien llorar”- resultan perdedores
El vencedor no es, pues, el que derrota al supuesto enemigo, sino el que consigue derrotar al miedo. La verdadera conquista no consiste en expandirse en el territorio ni en eliminar al otro, sino que es el resultado de la cantidad de miedo que un bando es capaz de infundir en el otro. Y de la cantidad de humanidad que uno es capaz de mantener; no se trata tanto de sobrevivir a los ataques del enemigo como de mantener la sanidad mental. Como dice un soldado: "Yo empecé con un deseo ardiente de freírles la mente. Y ahora me paso el día intentando evitar que me explote la mente a mí."
“Semant icy un mot, icy un autre, eschantillons dépris de leur piece, escartez, sans dessein, sans promesse : je ne suis pas tenu d'en faire bon, ny de m'y tenir moy-mesme, sans varier, quand il me plaist, et me rendre au doubte et incertitude, et à ma maistresse forme, qui est l'ignorance.”
Michel de Montaigne. Essais, Livre I, Chapitre L, “De Democritus et Heraclitus”.
Michel de Montaigne. Essais, Livre I, Chapitre L, “De Democritus et Heraclitus”.
18 de diciembre de 2008
Árbol de humo
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