Traducción de Rafael Panizo
“[...] el SIDA era una enfermedad maravillosa. Y es cierto que yo descubría algo suave y embelesador en su atrocidad; era, por supuesto, una enfermedad inexorable, pero no fulminante, una enfermedad de niveles, una escalera muy larga que conducía evidentemente a la muerte, pero en la que cada peldaño representaba un aprendizaje inigualable; se trataba de una enfermedad que daba tiempo para morir, y que le daba a la muerte tiempo para vivir, tiempo para descubrir el tiempo, y para descubrir por fin la vida, era en cierto modo una genial invención moderna que nos habían transmitido los monos verdes de África.”
Escribir a contra-reloj (Ecrire contre la montre) es el título de la reseña de Michel Braudeau de “A l’ami qui ne m’a pas sauvé la vie” (1990) en Le Monde del dia 2 de marzo de 1990. Al amigo que no me salvó la vida forma parte, junto con su natural continuación, El protocolo compasivo (Le Protocole compassionnel, 1991) y la póstuma El hombre del sombrero rojo (L’Homme au chapeau rouge, 1992) de la denominada “Trilogía del SIDA”, las tres obras en las que Hervé Guibert relata su experiencia con la enfermedad. La acción de Al amigo que no me salvó la vida se sitúa a finales de los años 80 del pasado siglo; en Enero de 1988 Guibert es diagnosticado como portador del VIH, y recoge los primeros meses de su vida con ese compañero letal, ese “mal del siglo” que acabará con su vida el 27 de Diciembre de 1991.
“Este libro sólo tiene su razón de ser en ese margen de incertidumbre que es común a todos los enfermos del mundo.”
Acompañamos a Hervé, el narrador en primera persona, en su peliplo geográfico, como si se pudiera huir de la infección poniendo terra de por medio, pero también mental, desde el mantenimiento en secreto de la enfermedad, la vergüenza, el miedo al rechazo, la negación, hasta el abandono de la autocompasión y la asunción de la inexorabilidad del diagnóstico: la incertidumbre es peor que la certeza, viene a concluir el autor para cerrar esa etapa inicial. La ausencia de una terapia adecuada -recuérdese que estamos en los años 80 y el SIDA es una enfermedad relativamente “nueva”, en cierto modo “aristocrática”, “exclusiva”, lo cual hace que sea difícil distinguir las certezas de las leyendas- mueve al autor a escribir, no tanto para iniciar una improbable escapada ni, por supuesto, confeccionar uno de los inútiles manuales de autoayuda con los que nadie iba a pensar que seríamos castigados en el aún reciente siglo XX, como para procurarse un acompañante riguroso pero maleable:
“Comienzo un nuevo libro para tener un compañero, un interlocutor, alguien con quien comer y dormir, al lado del cual soñar y tener pesadillas, el único amigo que en este momento puedo soportar.”
Aun sin demasiados efectos físicos, la enfermedad cambia el marco de referencias del narrador:
“Esa amenaza que existe ha creados nuevas complicidades, una ternura nueva, nuevas solidaridades. Antes nadie hablaba con nadie, ahora la gente se habla. Toda la gente sabe muy bien por qué ha ido allí”;
y ocupa el primer lugar en el sistema de relaciones de los afectados: la enfermedad hermana. Cuando ésta tiene carácter inconfesable, tanto el amigo que la sufre en fase avanzada -el declive físico de Muzil, el personaje trasunto de Michel Foucault, que actúa de heraldo del propio, y la compasión hacia el cual anticipa la que sufrirá por sí mismo- como el que empieza a temer que algunos síntomas inexplicables sean las señales de la infección, así como el propio narrador, en proceso de asimilación, acaban constituyendo una hermandad secreta que se rige por sus propias leyes, la obligatoria hermandad de los condenados. La noticia de la condena es sólo una, inapelable, y se da entera de una sola vez; pero el efecto más pernicioso es cómo afecta a nuestra idea del futuro, la sensación de que, a medida que transcurre el tiempo, muchas de las cosas que hacemos las hacemos por última vez,
“[...] lo más doloroso en las fases de conciencia de una enfermedad mortal es sin duda la privación de lo lejano, de todas las lejanías posibles, una especie de ceguera ineludible en la progresión y la contracción simultáneas del tiempo”,
a la vez que cambia también nuestra idea de la muerte y, consecuentemente, las formas en que nos fascina:
“[...] la muerte me parecía horriblemente bella, maravillosamente atroz; más tarde, comenzaron a resultarme antipáticos sus lugares comunes [...]: había pasado a otra fase del amor a la muerte, como impregnado por ella en lo más profundo de mí mismo, no necesitaba ya su ceremonial, sino una mayor intimidad con ella; continué incansablemente buscando el sentimiento que produce, el más preciso y el más odioso de todos, su miedo y su avidez.”
Al amigo que no me salvó la vida es un libro-testimonio, es cierto, y la prevención de los lectores desengañados ante los excesos de la auto-ficción consolatoria no debe bajar la guardia, pero no es el caso: el texto desborda literatura, una literatura excelente que enfrenta al lector con uno de los más terribles miedos: la impotencia ante la destrucción que viene de dentro de uno mismo. La pregunta que subyace a lo largo de la obra es “¿cuánto tiempo me queda?”, una cuestión central que la enfermedad introduce en la mente del deshauciado, pero en ningún modo exclusiva de quien ha sido diagnosticado de enfermedad mortal; tal vez en la reflexión a que mueve al lector no afectado por esa pena de muerte a plazo fijo se encuentre uno de los méritos metaliterarios de Al amigo que no me salvó la vida: ¿acaso no es ésa, “¿cuánto tiempo me queda?”, la pregunta que, a lo largo de nuestra existencia, nos formulamos infructuosamente con más insistencia?
El texto carece de concesiones, ni en cuanto a la sinceridad ni a la crudeza de su planteamiento; el propio narrador excusa su exhibicionismo en el hecho de que su futuro protagonismo en la agonía le da derecho a hacer público lo que sucede a su círculo de relaciones; es el privilegio que, como recompensa al sufrimiento futuro, se autoconcede, y que lo excepcional de la situación futura le justifica. Pero ni su belleza descarnada ni la impudicia de su confesión restan un ápice al valor narrativo de una obra fundamental de la literatura francesa del fin de siècle. Se ha dicho que hubo una época, sobretodo en Francia, en que si no habías leído a Hervé Guibert no habías leído nada; una exageración, sin duda, pero la cercanía del vigésimo aniversario de su muerte es una excusa perfecta para recuperar al Guibert escritor como una de las últimas y más logradas manifestaciones de la literatura del soi-même.
“Este libro que cuenta mi fatiga me la hace olvidar...”