24 de marzo de 2025

La mort de Brune I

 

«Brune acaba de caer de espaldas. Está vestido de paisano. La luz cae de lleno sobre su camisa con pechera. Sus piernas, calzadas, están estiradas, ligeramente separadas. Su brazo izquierdo, inerte, forma un ángulo similar con el cuerpo».


«La mano derecha, en el extremo del antebrazo levantado, se aferra a la tela de la colcha. En un segundo, la muerte la desatará, también, y el brazo derecho, como el otro, caerá».



«Uno de los asesinos, con su pistola humeante en la mano —el ejecutor Farges, pues—, está de pie junto al cadáver. Oculta a medias el vano de la ventana abierta de par en par sobre los tejados de la ciudad. El asesino de la carabina, el cobarde —el ganapán Guindon, conocido como Roquefort—, escondido detrás de Farges, mira de reojo a su víctima que expira».



«Dando la espalda al espectador, un tercer personaje, cuyas piernas, con polainas hasta la mitad del muslo, están ligeramente dobladas, muestra el cadáver con ambas manos, una de las cuales sujeta un sable, al compacto grupo que acaba de atravesar la puerta en desorden y se ha detenido».



«Uno de ellos, con un pañuelo en la cabeza, muestra el puño a Brune, a quien le trae sin cuidado».



«Otro, sosteniendo un puñal, lleva el delantal de un artesano, de descuartizador, tal vez. Un niño, armado, se inclina detrás de él,  para ver. Una mujer, la única en el cuadro, ha bajado los ojos y se ha dado la vuelta».



«Si el espectador sigue la dirección de la mirada, invisible para él pero perfectamente previsible, del hombre del sable y las largas polainas de lona —un postillón brutal y servil—, descubre al instigador del asesinato, el joven aristócrata cuyo triunfo, al fin, es la venganza definitiva. Treinta años, con el pelo largo bajo el sombrero de ala ancha rematado con la escarapela blanca, la chaqueta estrictamente abotonada a pesar del bochorno de agosto en la Provenza, pantalones claros, botas negras con vueltas de ante. No gesticula,  como los esbirros que le brindan los restos no tanto del mariscal del Imperio como del general republicano del Año II. Él deja las convulsiones y las invectivas a los patanes que quieren, y que ya tienen, de nuevo, un rey. Respeta al cadáver que yace a sus pies. El tiempo, después de haberse precipitado hacia adelante, abierto, frente al pequeño Brune que jugaba en nuestras callejuelas, el camino de París y después los caminos del mundo, Le Helder, Hohenlinden, Montebello, el tiempo invierte, diríamos, su curso y se congela bajo la fría mirada de lo precedente. Siglo y medio después, seguimos pintando la vieja elevación sin cultivar, la calzada flanqueada de abedules que se desvanece en el campo vacío».


Las imágenes están tomadas del cuadro original, en el Musée Labenche de Brive-la-Gaillarde, el 4 de agosto de 2024.

Los textos pertenecen a La mort de Brune. Pierre Bergounioux. Gallimard, 1996

17 de marzo de 2025

Trésor caché

 

Trésor caché. Pascal Quignard. Éditions Albin Michel, 2025

«Cuanto más pasa el tiempo, más huyo de la muerte. Es algo que se aleja cuando nos acercamos a ella; la profusión de la experiencia, el caudal de recuerdos y la comparación de los sufrimientos hacen que no mengüe, pero sabemos que podemos escapar de ella. Hay una forma de redención que llega a fuerza de haber domesticado nuestros propios miedos. La muerte es un vacío como cualquier otro, como el éxtasis, como la felicidad. Hay algo un poco desintegrado en nuestra experiencia que debemos amar por la libertad que nos ofrece».

Pascal Quignard es un escritor que ha experimentado, a lo largo de su extensa obra, con diversos géneros literarios: el relato en Princesa vieja reina,  el ensayo en La respuesta a Lord Chandos, el tratado filosófico en la serie Pequeños tratados la literatura de cariz memorialístico en La lección de música y la novela en Las solidaridades misteriosas. Sin embargo, tal vez su aportación más interesante resida en aquellas obras que constituyen una amalgama irreducible de géneros literarios, como en la serie Último reino, un proyecto a largo plazo, inconcluso, en el que se combinan todos los citados.

Su último libro publicado, Trésor caché, es una novela; o al menos eso es lo que reza en su portada, roman, aunque el aspecto novelístico se reduzca a que parece, a primera vista, una obra de ficción narrativa, pero en la que, como es habitual, aparecen elementos que transitan entre los temas esenciales cuyo rastro puede encontrarse en la mayoría de sus escritos: la crónica y la memoria, el arte y la historia, el misticismo y la filosofía, la soledad y la muerte.  

En 2019 Quignard publicó una de sus últimas obras más relevantes: La Vie n'est pas une biographie, sobre la imposibilidad de que lo escrito —la biografía, en general; la autobiografía, en particular— pueda asimilarse a lo que intenta representar —la vida de los otros, especialmente la propia—. Bajo ese misma paradigma, contando con esa limitación, se puede establecer que una novela puede limitarse a contar una historia, pero esa novela no será nunca la historiaTrésor caché narra la historia de Louise, una mujer de cincuenta y un años de vida insustancial —una circunstancia reflejada en el estilo del inicio de la narración, banal—, traductora, divorciada y viviendo lejos de su hija, que pierde a su gato Peer. Al enterrarlo en su jardín —un jardín epicúreo y voltaireano a la vez—, descubre un tesoro, un cofre lleno de oro. Viaja a Capri y conoce a un hombre, Luigi, profesor universitario de sesenta y dos —aquí, Quignard abandona la banalidad de su estilo para convertirlo en brillantemente poético—. En el transcurso de un año diversos acontecimientos, personales, naturales, mayoritariamente azarosos, transforman su vida por completo; unas modificaciones alternativamente relatadas desde el punto de vista de un narrador omnisciente y en primera persona. Aunque el hecho de que se cuente una historia, se introduzcan unos personajes y exista una trama que los una pueda parecer que todos esos elementos novelísticos son solamente una excusa para que el autor, de forma parecida a otra obra reciente, L'amour la mer, o de la más antigua Villa Amalia —existen más de una coincidencia entre Louise y Ann  Hidden— o en su acostumbrado estilo de fragmentación y combinación —que no se limita a los capítulos, sino también a las unidades temáticas e, incluso, a los párrafos, que podrían considerarse novelas dentro de novelas integradas en un inagotable perpetuum mobile en el que la cronología lineal no tiene ningún papel—, exhiba su erudición en esos temas que le apasionan y que forman parte de los leit motiv de su obra: la muerte, el duelo y la soledad, la naturaleza — particularmente los animales, pero también los escenarios donde se desarrolla— y la omnipresente música.

«Tenía siete años. Siempre había presentido que un día me alcanzaría un dolor luminoso. Sabía que ese dolor inexplicable vendría de aquella hora en que todo, cuando era niña, se había perdido. Al final de mi infancia caía una especie de nieve en silencio. Todo debía surgir del fondo del mundo, como el sol surge  de la noche».

10 de marzo de 2025

Cómo escribí 'Vidas minúsculas'

 


Este 2024 se han cumplido cuarenta años desde la primera publicación de Vies Minuscules, uno de los textos más reputados de la literatura francesa de la segunda mitad del siglo XX. Con motivo de esta efeméride, Éditions Germes de Barbarie ha dedicado al autor francés el número 13 de la revista Instinct Nomade e incluido este texto del propio Michon. 


Cómo escribí Vies Minuscules 


Pierre Michon


Vies Minuscules tuvo su comienzo hacia 1980 en Orleans, en la rue de la Gare, en el número 127 (¿o 125?; no estoy seguro del número) donde estaba alojado con mi amiga Annie —le he perdido la pista; estará muerta—. Fue allí donde descubrí de repente que escribir no estaba tan fuera de mi alcance como había creído. Allí escribí la primera historia¹, y las historias 3² y 4³ sobre la marcha, en poco tiempo. Estaba encantado. Debajo del 127 (?) había un bar-PMU⁴ donde solía ir a jugar al flíper entre párrafo y párrafo: la bola del pímbol me parecía intensa, agresiva y eficaz como el verbo en una frase. Mi flíper preferido era el de un agente secreto chino, mitad James Bond mitad mandarín, que decía como en sordina cada tres minutos: «El doctor Minh le espera»; representaba, para mí, algo así como la literatura, ese pretencioso: lo dejaba hablar mientras me reía sarcásticamente frente a mi caña de cerveza, y de repente me lanzaba sobre él y lo pulverizaba consiguiendo partidas gratis. Todavía era la época de la pequeña Olivetti verde que me había regalado mi abuelo cuando terminé el bachillerato: «Ya que quieres escribir...», me había dicho. Llevaba veinte años durmiendo plácidamente, y ahora por fin serviría de algo. Me estaba esperando, como el doctor Minh. El libro prosiguió en varios lugares, en casa de mi madre en Mourioux, en la Creuse, en una casa de vacaciones alquilada cerca de La Chaise-Dieu con Jacqueline, que se convertiría en mi esposa, en otra parte.


Tengo dos recuerdos maravillosos de cuando escribí mi relato favorito de este libro, Vie de Georges Bandy. Un día, mientras me hacía unos huevos fritos, buscaba una metáfora  que diera cuenta con candor del candor que provoca en nosotros la visión de las estrellas en el cielo; la encontré, era «como recortadas en papel de plata». Rompí a llorar sobre mis huevos fritos. La otra vez fue en el andén de la estación de Saint-Sulpice-Laurière, en Limousin, en invierno, antes del amanecer. Esa estación está en un recodo de la vía, los raíles se inclinan, el tren parado se inclina también. Venía de casa de mi madre, donde creía haber terminado esa historia de Bandy. Mientras esperaba el tren, encontré una conclusión más bella del texto, una especie de prolongación breve, o de reactivación en modo menor. En mi opinión, es la cumbre de Vies minuscules, después de lo cual decae un poco. Lo memoricé enseguida y lo escribí en el tren. Ahora, cuando paso por esta estación, siempre recuerdo la frase que había escrito también, enseguida, al margen, un poco grandilocuente: «en Saint-Sulpice-Laurière, donde los raíles se inclinan, donde el Espíritu sopla con violencia».


La publicación del libro fue un poco complicada. Mi amigo Puech⁵, que vivía en Orleans y era autor de Gallimard, lo envió para que lo leyera allí Louis-René des Forêts⁶ (les debo mucho a estos dos hombres): fue aceptado con entusiasmo, luego rechazado categóricamente, luego aceptado de nuevo, ya lo he contado alguna vez. Se trataba de las luchas de poder en el seno del Comité de Lectura, y el libro no tuvo nada que ver. Pero todo esto retrasó la publicación y el libro, que estaba terminado en el 81 o 82, no se publicó hasta 1984. Eso me dio tiempo para volver a dudar de la literatura, demasiado.


El final fue idílico: la portada de Le Monde les Livres⁷ estaba dedicada a Vies Minuscules. A menudo revivo en mi mente el arrebato intenso de vanidad que sentí al abrir aquella página; una vanidad atemperada un poco por el retrato que acompañaba al artículo, en el que desgraciadamente era yo, con mi aspecto tan cuestionable en aquella época. Y bastante atemperada, la vanidad, cuando supe un año después que había vendido 1917 ejemplares. Al menos era una cifra bélica⁸.


¿Es necesario que me detenga en este libro? El esquema básico no es complicado de descifrar, es el mismo que en La Recherche du temps perdu: un tipo bloqueado se convierte en escritor. En cuanto a los héroes campesinos que elegí para ilustrarlo, podemos aplicarles la frase de Joseph de Maistre⁹: «Los que no entienden nada entienden mejor que los que entienden mal»¹⁰.



Notas


 1. Vie d’André Dufourneau.

 2. Vies d’Eugéne et de Clara.

 3. Vies des frères Backroot.

 4. Bar con servicio de Pari Mutuel Urbain, un sistema de apuestas hípicas.

 5. Jean-Benoît Puech, profesor un iversitario y escritor, nacido en Aurillac el 1947 y residente en Orleans desde 1951.

6. Louis-René des Fôrets (1916-2000) fue miembro, desde 1966 hasta 1983, del Comité de Lectura de la editorial Gallimard.

7. El 2 de marzo de 1984, en una reseña firmada por Bernard Alliot.

8.  Por supuesto; en ese año, entre otros acontecimiento bélicos, Estados Unidos de América declaró la guerra a Alemania en el Marco de la I Guerra Mundial, y tuvieron lugar la Revolución de Febrero y la Revolución de Octubre en Rusia.

9.  Joseph de Meistre (1753-1821), político, filósofo, magistrado y escritor francés.

10. Frase procedente del tratado Du Pape (1812). 


Texto procedente de: Instinct Nomade N. 13. Éditions Germes de Barbarie, 2024

3 de marzo de 2025

El buscavidas


El buscavidas. Walter Tevis. Editorial Impedimemnta, 2025
Traducción de Juan Trejo
El buscavidas (The Hustler). Dirigido por Rober Rossen, 1961
Guón de Robert Rossen y Sidney Carroll

He aprovechado la reciente publicación de El buscavidas para volver a mirar la película de 1961 basada en la novela. Tremenda novela y no menos tremenda película; uno de aquellos casos en los que, en contra de lo habitual, no sabría si escoger una o la otra.

26 de febrero de 2025

Marcel Schwob. 120 años de su muerte

 

Hoy, exactamente un mes y 50 años después del suicidio de Gérard de Nerval, se cumplen 120 de la prematura muerte de Marcel Schwob, nacido en Chaville el 23 de agosto de 1867. En su breve vida (37 años) le dio tiempo a cultivar el periodismo, la poesía, el cuento, el ensayo y la traducción (Shakespeare, Defoe, Crawford, De Quincey). Publicó el grueso de su obra en seis años, al igual que un siglo después haría Bolaño —su huella está presente, al menos, en La literatura nazi en América y Amuleto—. Schwob es un escritor fundamental en la literatura francesa de finales del XIX y desde entonces no ha dejado de marcar la literatura universal posterior: padre espiritual de Borges —inspiró su primer libro, Historia universal de la infamia—, ha influido de forma decisiva en la obra de escritores contemporáneos a ambas orillas del Atlántico como Jarry, Valéry, Gide, Faulkner, Tabucchi, Arreola, Cunqueiro, Perec, Calle, Michon, Vila-Matas, Martín Sánchez o Faverón Patriau. A Schwob llegué gracias a No te conozcas a ti mismo (Nerval, Schwob, Roussel) de Moisés Mori, cuya lectura recomiendo muchísimo.

A continuación puede leerse «Vida de Morfiel, demiurgo», descarte de Vies imaginaires (Charpentier & Fasquelle, 1896), acaso su libro más importante. Éditions des Cendres publicó este texto en 1985 y la presente traducción obtuvo el I Premio Complutense de Traducción Universitaria «Valentín García Yebra», que apareció por primera vez en el número 48-49 de la revista Vasos Comunicantes (https://vasoscomunicantes.ace-traductores.org/wp-content/uploads/2019/09/Vasos48-49Baja.pdf) y he revisado para esta ocasión. El original puede leerse aquí (http://www.marcel-schwob.org/?p=1060).


Vida de Morfiel, demiurgo

Traducción de Mateo Pierre Avit Ferrero


A Morfiel, así como a los otros demiurgos, lo llamó a la existencia una palabra del Ser Supremo, que pronunció su nombre. De inmediato se encontró en el mismo taller celestial que Sar, Tor, Araziel, Tauriel, Ptahil y Barachiel. El demiurgo jefe, que gobernaba este taller, era Avatar. Todos construían el mundo con afán, según los modelos imaginados. Avatar dio a Morfiel su porción de tierra, agua y metal, y le encargó hacer los cabellos. Los otros moldeaban narices, ojos, bocas, brazos y piernas. Barachiel se encargaba de las monstruosidades y deformaba cierta cantidad de objetos terminados, antes de entregárselos a su jefe, Avatar. De hecho, algunos demiurgos habían trabajado en otros mundos superiores y convenía que este fuese distinto. Y, según la invención de Avatar, Barachiel dividió la naturaleza de los hombres y de las mujeres, que, tal como refiere Platón, no formaban en el mundo, justo sobre el nuestro, más que un solo ser que andaba sobre cuatro pies y cuatro manos dispuestos orbicularmente como los cangrejos. Hay una isla en el mundo inferior donde Avatar ordenó situar a unos hombres de nuevo divididos. Solo tienen un ojo, una oreja y una pierna, y el cerebro no está separado en dos, sino que es redondo. Y lo que es par en nosotros es impar en ellos; ya que están basados en el modelo de las monocotiledóneas o de los tubos vivos que se pegan a las rocas marinas y no conciben la segunda dimensión del espacio, sino que piensan que el universo tiene intervalos y es discontinuo. De modo que, saltando sobre su pierna central, cruzan sin dificultad lo que nos parece opaco, las murallas o las montañas, y cuentan uno, tres, cinco, siete… Tampoco se ponen dos a hacer el amor, ya que no se imaginan nada parecido, pero se pegan juntos por las bocas en grupos de tres, cinco o siete, en pequeñas tropas, disfrutándolo con infinito placer, y creen ver a los dioses por los agujeros de su cielo. Y los animales de esta isla están dispuestos de manera parecida y también las plantas, de modo que solo se ven brotes y tallos solitarios de una sola hoja enrollada sobre sí, y todo esto es obra de los diligentes demiurgos.

Los modelos de los demiurgos estaban hechos con los materiales preciosos que sirvieron para fabricar los otros universos, tales como el éter, fuego sutil o vapor de diamante, y, a imitación de estos modelos, se construyeron las cosas de esta tierra, pero Avatar no permitió a sus obreros valerse de otros materiales que no fueran la tierra, el agua y el metal. Varios, que eran delicados, al haberse acostumbrado a trabajos más finos, se quejaron. Avatar los mandó callar y pasaba de uno a otro, examinando con atención los movimientos de las manos. Hay que pensar también que hubo muchos celos entre todos estos obreros. Aquellos que fabricaban los órganos vitales no se tenían ni mucho menos en baja estima, cuales habilidosos artistas de la loza; al contrario, aquellos a quienes se habían distribuido los órganos menores envidiaban a los compañeros más felices y realizaban a regañadientes la obra de humildes alfareros. Así, los fabricantes de ombligos y de uñas de pies no cesaron de gruñir durante toda la creación. Por otro lado, los que pulían, torneaban y coloreaban las pupilas de los ojos despreciaban al resto de los obreros. Morfiel, por su parte, ejecutó con paciencia lo que Avatar le había encomendado y estiró cabellos gruesos y finos.

Así pasó la vida de Morfiel, demiurgo. Fue muy parecida a la de los prisioneros que trabajan en la sala de una cárcel bajo la mirada de los guardias. No tuvo ningún tipo de variedad. Tan pronto como el Ser Supremo decidió crear, los propios dioses sufrieron la ley de sus creaciones. Fabricantes esenciales, conocieron las penas y la monotonía existencial de los obreros inferiores. Durante su demiurgia, a Morfiel no le pasó nada que merezca mencionarse.

Pero sucedió que se enamoró de su obra y que apartó con astucia los cabellos más bonitos, a espaldas de Avatar. Cuando la creación de este mundo hubo terminado, a los demiurgos se les encomendó otro trabajo. En el nuevo universo que construyeron, no había un solo cabello. Morfiel fue entonces libre de errar y se llevó consigo el botín. Eran unos preciosos cabellos lisos y dorados, largos y suaves, que a Morfiel le encantaba tocar.

Sin embargo, el nuevo mundo que fabricaban los demiurgos era un mundo de demonios machos y hembras, que estaban hechos a imagen de los hombres, salvo que llevaban crestas y penachos en lugar de cabellos. Uno de los demonios hembra, Éverto, divisó el fardo de Morfiel. Y, al desearlo, le quitó lo que necesitaba y decoró su cabeza con cabellos de mujer. Morfiel la miró y Éverto lo acarició, de modo que él no osó recuperar el adorno, ya que los demiurgos no son en absoluto perfectos. Éverto se relajó un rato con Morfiel y, como verdadero demonio que era, se coló en la tierra donde nadie pudo distinguirla del resto de mujeres. Por todas partes arrastraba los cabellos, dorados y lisos, y los pobres hombres la acariciaban y se dejaban acariciar como lo había hecho el demiurgo. Y el demonio hembra Éverto se hizo famoso entre las mujeres, sobre las que ejerció todas sus maldades y todos sus vicios, de manera que los dioses vigilantes se percataron e hicieron un informe.

Mandaron llamar de inmediato a Avatar y lo enviaron en busca de Morfiel para castigarlo. Morfiel palpaba su tesoro, como un avaro, en el mundo inferior. Avatar lo agarró por el cogote y lo colgó con los cabellos que había fabricado y disfrutado a una de las puertas del cielo. Tal fue el final de este culpable demiurgo.

24 de febrero de 2025

¿Se acerca el fin del mundo?


¿Se acerca el fin del mundo?

Pierre Bergounioux

Durante mucho tiempo, la utopía ha sido la proyección de un ideal que alcanzaría, en el futuro, su realización. Es inseparable del conflicto entre grupos sociales por la distribución del poder y de los beneficios y por la definición de los valores.

Estamos formados por dos sustancias, como estableció Descartes en los albores de los tiempos modernos: una palpable, extendida; la otra, meramente pensante. Esta última, por inmaterial que sea, no deja de ser completamente real. Puede tomar la forma visible de caracteres impresos en libros tangibles que desafían lo que, alrededor del lector, se entiende por realidad. Una parte de lo que pensamos rechaza el mundo en el que estamos inmersos, a pesar de la experiencia que tenemos de él. ¿Qué hombre no edifica, día tras día, su utopía? ¿Qué vida no está flanqueada, en la sombra, silenciosamente, por vidas paralelas en las que serían retiradas las sombras, los agravios, la angustia, el fastidio consustancial a toda realidad? Junto a los libros de la biblioteca están los volúmenes fantasma que los hombres compusieron sin pensar en ello, porque toda vida deja que desear, porque tenemos el mundo de los sueños para construir lo que el otro, el real, hace todo lo posible por negarnos. La filosofía ha sugerido decididamente, a través de su lenguaje, que lo que existe no es nunca más que una posibilidad entre muchas otras, cuyo halo invisible lo rodea y podría desplazarlo, si queremos, si trabajamos en ello con la energía requerida. No hay utopía que no se haya erigido en rival de lo real, que no haya revelado el lugar remoto, imaginario, que solo depende de nosotros habitar.

Eso era antes. Empezó en el Renacimiento, cuando Tomás Moro y Rabelais trazaron planes, uno de una isla purgada de despotismo, de monaquismo, de la venalidad de cargos, del lujo, de la propiedad privada, el otro de una abadía donde la gente pudiera dedicarse libremente a sus intereses espirituales. Todo termina con Fourier, tras pasar por El Dorado, los archipiélagos afortunados y el país de los caballos.

La tendencia contraria se perfila en el mismo instante, prácticamente, en el que los sueños nacidos en la época feudal y bajo el talón de hierro del capitalismo industrial toman forma. ¿Es el destino de los sueños verse despojados  de sus virtudes y de su encanto cuando se cumplen? ¿Contienen un germen letal que los destruye cuando cambian la habitación donde nacieron por el desprotegido espacio exterior? La utopía parece destinada a alimentar la utopía, lo posible a engendrar lo posible, toda realidad a negarse a sí misma. Tan pronto como los ideales toman un rostro, aparecen los estigmas ineludibles, por decir algo, de la tiránica realidad.

La diferencia con las épocas anteriores es que la protesta, decepcionada, ha cambiado de rostro. En lugar de oponer un sueño adicional a aquello que es, se pone a dibujar, forzando el trazo, la pesadilla en la que se convertirá. Son las profecías de Kafka, de Orwell, de Huxley, a las que el chamuscado siglo XX ha opuesto el sello de la abominación de la desolación.

Todo va muy deprisa, por otra parte. Hemos, sin duda, cambiado de época. Cualquiera que sea el nombre que le demos —sociedad postindustrial, posmodernidad, democracia neoliberal, fin de la historia—, se perfila como un trastorno de la experiencia ordinaria, como una revolución del paisaje donde predomina lo que el sociólogo Marc Augé describió hace diez años como un no-lugar. La utopía, en el sentido estricto del término, está a punto de invadir el espacio en el que intentamos vivir, con la consecuencia de que ya no tenemos adónde ir.

No hay vuelta atrás. El futuro que soñaron nuestros predecesores se desintegró en 1991, cuando una sociedad explícitamente construida para distribuir equitativamente el producto del trabajo murió por haber dejado a los monstruos que pretendía ahuyentar crecer y devorarla: la brutalidad, los procedimientos burocráticos, la opacidad, el dogmatismo, la senilidad. ¿El presente? Sus intersticios, sus márgenes, las franjas donde respirar a la espera del mañana, están siendo reabsorbidos. Por eso nuestro desencanto parece no tener remedio.

Las tendencias dominantes de nuestro tiempo son la abstracción, la desmaterialización. El trabajo ha perdido definitivamente su dimensión utilitaria. Intercambiamos productos cotizados en el mercado global, dominado por grupos que condicionan la demanda que se ofrecen a satisfacer. Los espacios imprecisos, marginales, personales, en los que podíamos refugiarnos tras haber cumplido con nuestra cuota de trabajo socialmente útil, han sido cuadriculados, ocupados, por otros grupos, a no ser que sean los mismos que ofrecen música enlatada, series de televisión, superproducciones cinematográficas con efectos especiales que completan del dominio sobre los sueños y el pensamiento por parte del capital financiero multinacional.

La generalización de las relaciones abstractas se ha plasmado en el paisaje. En primer lugar, en las grandes aglomeraciones, con las nuevas ciudades y otras ZUP¹ de los años sesenta y setenta, los bloques, las torres con aspecto de cajas de Kleenex lanzadas al descampado con, como centro de intercambio, el supermercado, el bistro-PMU² y la farmacia colocados sobre la plataforma. Y como la vida y el trabajo se han disociado, se ha trazado un cordón de autopistas bordeadas de barandillas de acero galvanizado, conectadas mediante intercambiadores y circunvalaciones, en las que es mejor no equivocarse, porque no se trata de dar la vuelta y volver a empezar. El derecho a dudar, el ligero sabor de la libertad, han desaparecido de la circulación. Ha adquirido la fijeza de un destino en el que me parece reconocer, cuando me aventuro por las circunvalaciones, el desastroso espíritu del presente.

Fueron necesarios veinticinco años y una generación para completar el cuadro, esbozado a grandes rasgos con bulldozers y hormigoneras, y para perfilar los detalles finales. Cuando se llega por las calzadas de cuatro carriles  delante de los servicios administrativos, el hospital, la fábrica y el instituto de enseñanza secundaria, cuya fachada de cristal ahumado domina el aparcamiento, se necesita realmente el cartel de Urgencias, Reclamaciones, para cerciorarse de que realmente están ahí. Nada se parece tanto a la entrada de una clínica como la de la Agencia Tributaria, la Prefectura, una sucursal bancaria o una fábrica de cartón o lo que sea. El mismo muestrario de moqueta, de falsos techos, de muebles de melamina blanca o de colores, de ordenadores gris perla, de plantas en macetas de plástico, de música de supermercado, y las mismas ganas de largarnos de allí en cuanto llegamos, hasta tal punto ese universo intercambiable, invasivo, universal, es irrespirable, a pesar del aire acondicionado y de la luz difusa de los focos empotrados, pero también contrario a alguna oscura expectativa que no sabíamos que nos perseguía hasta que el lugar estandarizado y generalizado la contrarió: la huella, en nosotros, del universo áspero, oreado, inesperado, que fue, durante milenios, nuestro hogar.

Es el dominio de la experiencia lo que nutre nuestras fantasías, lo que alimenta nuestras obsesiones. Cuando era un niño anticuado de la peor provincia, me contaban cuentos morales como el de Jeannot l'Etourdi³, sobre la bestia bestial⁴, que advertía a las niñas y los niños sobre los peligros del campo, sobre los lobos, los merodeadores, los pozos, sobre las simples charcas donde uno puede ahogarse. El tiempo no había pasado o aquel que atormenta nuestros pensamientos se retrasaba respecto a la vida, a la realidad de la que los lobos, las criaturas fantásticas, las enfermedades infantiles, ya habían desertado, expulsados por la estricnina, la escuela laica, los dispensarios de salud pública y el fin de la sociedad agraria tradicional. Las fobias habían abrazado el movimiento general, trocado su trasfondo de bosquecillos, de matorrales, de estanques, por las propiedades genéricas del no-lugar universal. Por ejemplo, no puedo entrar en la profunda zanja donde la A6b se une a la circunvalación, en Porte d’Italie, sin imaginarme condenado, a causa de una avería, a pasar allí el resto de mi vida. Dispondría de un metro, más o menos, entre el alto muro de hormigón rugoso, curvado en la parte superior, y la calzada sobre la que se precipita ininterrumpidamente el rugiente oleaje del tráfico en medio de un vapor envenenado, gris, de gases de combustión, del fatalismo ojeroso de los automovilistas que se precipitan hacia el anillo que rodea París con su collar de hierro. Otra maldición, aunque es la misma: encontrarse cautivo de las barreras automáticas de acero inoxidable, cuya taquilla electrónica, con su punto rojo encendido, con su breve y desagradable señal sonora, se niega, no se sabe por qué razón, a aceptar el tique que has introducido en la ranura. Es temprano. No hay nadie en el espacio subterráneo, pavimentado, bañado por una pálida luz de refugio antiatómico, de almacén frigorífico o de matadero. A la entrada de cada pasillo, esos torniquetes de metal pulido, sus postes obtusos, zumbantes, la señal roja; me ha pasado a mí, y ni siquiera tuve el recurso de pelear, como la cabra de Monsieur Seguin⁵ cuando, como era de esperar, el lobo está allí. Más difusa, tuve la sensación de que es lo mismo en todas partes, en todos los lugares contaminados por el no-lugar, la no-vida que nos construye.

Junto a los temores anticuados que recordaba, los habitantes de las charcas, la luz oblicua que resplandece en los márgenes del crepúsculo, estaban las inclinaciones a las que me hubiera gustado ceder, existencias que veía tan evidentes y plenas que quería abrazarlas, que serían mías si no hubieran seguido en su pérdida al viejo mundo del que formaban parte. Desordenadamente, un pequeño agricultor de la región de Quercy, donde se trabajaba en la agricultura de subsistencia, con una casa de piedra pálida con voladizo, un palomar cuadrado, un tejado empenachado con teja romana, reinando sobre las viñas, el huerto, el maíz y el tabaco, el huerto de calabazas que parecía sacado de un cuento de hadas. Un maestro de escuela, de pie en el porche del austero edificio, vestigio de los días heroicos de la República de los Jules⁶, inclinado, una vez terminadas las clases, sobre los cuadernos de ejercicios, entre los mapas de geografía y las pesas y medidas de estaño, bajo un rayo oblicuo que centellea con el polvo de la tiza. Y, por qué no, pescador de agua dulce o trampero⁷, jornalero estacional, un poco cazador furtivo, como recuerdo haber conocido a uno o dos, hace una eternidad, llevando como podían una vida errante, nocturna, al margen del pueblo. Pasaban temprano, en las mañanas festivas, con un saco crujiente de cangrejos de río, una hermosa liebre aún caliente, setas, colmenillas, que les pagaban susurrando en el rincón oscuro de la entrada. Desde la infancia se desea ser otro, estar en otro lugar, y es ese futuro lo que las nuevas formas generalizadas de producción, distribución y circulación han arrasado. Comportan una misma vida para todos, y el desagrado crónico que produce no tiene remedio porque ahora todo es igual en todas partes.

«Anywhere out of the world», escribió Baudelaire hace siglo y medio. Salvo que el mundo, a sus ojos, coincidía más o menos con los límites del París intramuros, y que, durante las horas de esplín, no tenía que ir muy lejos, con el pensamiento, para sentirse mejor, más a tono. El lujo y la voluptuosidad tenían sus cuarteles en Holanda, y si se obstinó en permanecer en su cuchitril, fue porque tenía mucho con lo que soñar. La utopía ha sido vaciada de su sustancia, apartada no sólo de la realidad, sino también de las posibilidades asociadas. No estamos en el mundo. No nos queda ningún lugar adonde ir, ni hacia atrás, ya que eso es pasado, ni hacia adelante, ya que el triste presente, a falta de alternativas, parece destinado a prolongarse indefinidamente. La realidad se ha vuelto utópica, pero en el sentido más estricto del término, y la vieja cuestión de ser, no ser, dormir, tal vez soñar, se plantea con su agudeza acostumbrada, con su eterna novedad.


Notas:

1. Zones à Urbaniser par Priorité, Zonas de Urbanización Prioritaria.

2. Pari mutuel urbain, sistema oficial de apuestas hípicas.

3. Jeannot l'Étourdi es un personaje arquetípico de la literatura y del folclore francés, que se utiliza comúnmente para representar a una persona distraída o atolondrada. A menudo, este tipo de personajes aparecen en cuentos populares o fábulas para ilustrar moralejas sobre los peligros de la falta de atención o la irresponsabilidad.

4. La bête faramineuse es el título de un libro de Bergounioux publicado en 1986.

5. La Chèvre de monsieur Seguin es un relato incluido en Lettres de mon moulin, de Alphonse Daudet, inspirado en un cuento popular de la Provenza.

6. Se trata de la III República (1870-1940), fundada, entre otros, por Jules Favre, Jules Grévy, Jules Simon et Jules Ferry.

7. Coureur des bois fue el término que se les dio a los primeros comerciantes de pieles en la colonia de la Nueva Francia a finales del siglo XVII y principios del XVIII. Eran aventureros descendientes de franceses que actuaban de forma individual y sin permiso de las autoridades francesas.


Procedencia del texto: La Fin du monde en avançant. Pierre Bergounioux. Fata Morgana, 2006, recopilado por Le Passant Ordinaire, Revue internationale de création et de pensée critique, n°40-41 (2002) https://passant-ordinaire.com/revue/40-41-429.asp#
Fotografía de la cabecera: https://america-retail.com/malls/malls-en-usa/una-breve-historia-de-los-centros-comerciales-estadounidenses/
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