Mujeres en la noche. Maja Haderlap. Editorial Periférica, 2025 Traducción de José Aníbal Campos |
«Las frecuentes visitas al sur, a la región de la que era originaria, la agotaban más de lo que estaba dispuesta a admitir. Aunque llevaba décadas viajando allí y estaba acostumbrada, la agobiaban esos cambios entre el mundo urbano y el universo del pueblo. De cara a los demás, no consideraba que esas escapadas fueran propiamente viajes. Eran, en cierto modo, expediciones a su tierra natal, un viaje a las entrañas de su infancia, desplazamientos que a Mira le costaban más esfuerzo que las largas estancias en el extranjero o las caminatas de varios días cargando pesadas mochilas. Ni siquiera podía afirmar que viajara a una región extraña cuando iba de visita a casa: nadie se lo creería».
O, más difícil todavía: ¿qué es lo que no deberíamos llevarnos? ¿Qué hacemos con todo lo que hemos adquirido desde entonces? ¿No se tratará, acaso, de despojarnos de todo aquello que allí será superfluo? ¿No consistirá, realmente, en vaciar la maleta en lugar de llenarla? ¿Y cómo despedirnos del presente?
El viaje al pasado no es un viaje de ida, es un viaje de vuelta; sin embargo, a pesar de ello, nunca podemos saber anticipadamente qué nos encontraremos allí: el mismo tiempo por el que hemos transitado nosotros ha trascurrido también para ese lugar, y el recuerdo, más que una huella, puede convertirse en una trampa.
El viaje en el espacio es también un viaje en el tiempo a una época cuyos verdaderos protagonistas también han cambiado: los padres, los tíos, los hermanos, incluso uno mismo puede parecer un desconocido al que hace tiempo que se ha olvidado. Las amistades, las relaciones, incluso el contacto con los más allegados no pueden, por mucho que se intente, recuperarse; si acaso, mirarlos como se miraría uno mismo en un espejo que devolviera una imagen irreconocible. Siempre se trata de un regreso que es como un salto al vacío porque, tras ese salto, no existe tierra firme, sino una sucesión de suelos inestables en los que no es posible afirmarse ni buscar un punto de apoyo: las personas no sirven porque algunas han desaparecido y otras han cambiado tanto que es imposible ver en ellos a quienes se conoció en el pasado; los lugares, tampoco, sus cambios nos convierten en extraños perdido en un mundo irreconocible, en una tierra de nadie. Tener la pretensión de quedarse en ese pasado, de retomar las historias que quedaron interrumpidas cuando se huyó de él, buscar allí el remedio a los males que el paso del tiempo ha ido depositando en el alma del evadido, es una quimera irrealizable.
Un viaje al pasado es, ciertamente, el que realiza Mira desde la civilizada Viena a una aldea eslovena para solucionar un problema referente a la vivienda, propiedad de un primo, donde reside Anni, su madre. Esa inaudita localización —Carintia, un estado federado del sur de la República de Austria en el que reside una minoría eslovena que ha conservado su lengua, el mismo lugar donde nació Maja Haderlap y también, por cierto, Peter Handke— provoca ya el primer conflicto con el pasado: el dialecto esloveno, su lengua materna, que se quedó en el pueblo, junto con su infancia y con los olvidados nombres de las cosas.
«Toda la infancia de Mira había transcurrido en ese idioma; el dialecto esloveno era su caja de juguetes y en ella estaban guardados todos sus anhelos, sus primeros miedos y sus percepciones. En cualquier otro lugar se veía separada de ese idioma que reposaba como un secreto en lo más profundo de su ser y ocultaba la historia de sus antepasados. Era el lenguaje de su infancia, pero también el de sus pérdidas, algo de lo que ni la propia Mira sacaba nada en claro».
Pero esa lengua olvidada que solo sirve para nombrar cosas que ya no existen no es el único reproche que Mira le adjudica al pasado: su madre sigue habitando ese pasado y se ha convertido, como el dialecto esloveno, en un lastre inservible, en un fantasma que piensa que sigue vivo.
Podría parecer que el alejamiento de alguien con quien compartimos un pasado —en singular, para concretar, porque, en realidad, no existe un solo pasado, sino múltiples— toma la forma del curso de dos líneas que, partiendo de un mismo punto, se separan, pero siguen avanzando en paralelo para, a medida que reanudan su curso, seguir progresando, pero dejando de acompañarse, adelantando cada una a distinta velocidad. Pero no es así como sucede; en realidad, después de la separación, las líneas seguirán divergiendo y, cuanto más tiempo transcurra, más difícil será que vuelvan a unirse; y llegará un momento, más pronto o más tarde, que esa convergencia será ya imposible porque el alejamiento habrá eliminado, silenciosa pero ineludiblemente, los puntos que habían compartido.
«A la hora de hablar, en la familia de Mira se confiaba en los tonos secos y broncos, ya que eran los más familiares, tenían la tradición más larga y habían perdurado durante generaciones. Eran tan comunes que algo se echaba de menos cuando no se utilizaban. Mira había crecido con ese lenguaje, su verdadera lengua materna, áspera y reducida a lo esencial, la lengua que la había moldeado y contra la que no podía defenderse más que alejándola, distanciándose de ella».
Una de las formas que toma el paralaje que se registra entre la vida rural y la vida urbana, incluidas todas sus circunstancias, es la degradación del campo, que es también una señal de una degradación mayor que no solo afecta a la vida rural y a la calidad de las relaciones establecidas entre los habitantes y su entorno; sobre el terreno, la constatación de esa degradación la hace incuestionable. Esos reducidos núcleos rurales únicamente tienen dos alternativas: la desaparición, una vez suprimido su rol social y su forma de subsistencia, o la conversión —expulsión de sus habitantes, construcción, sobre los antiguos y ahora baldíos campos de labor, de zonas de servicios: supermercados, gasolineras, restaurantes de comida rápida— para que los nuevos habitantes, venidos de la ciudad, no extrañen el nuevo estatus. Esa desaparición del entorno rural, no solo físico, sino también sentimental, ha sido descrito para otras zonas de Europa occidental, en este caso Francia, por dos autores con una trayectoria vital parecida a la de Haderlap: Pierre Bergounioux y Marie-Hélène Lafon.
«Las fachadas de aquellas casas del barroco tardío estaban recién pintadas; la zona se había adecentado mucho desde que se instalaran en ella algunas empresas. Al mismo tiempo, los escaparates vacíos del centro testimoniaban la migración de los pequeños comercios y los negocios artesanales a las afueras. El ajetreo de la vida cotidiana se había desplazado hacia la periferia, que discurría por el centro de antiguos campos de cultivo y áreas verdes. También el centro histórico de los pueblos diseminados de los alrededores se marchitaba, mientras que a lo largo de los caminos sin asfaltar o en las laderas soleadas se alzaban los edificios de nueva construcción, pintados por fuera con vivos colores, provistos de toda suerte de adornos de moda debidos a la cambiante oferta de las tiendas de bricolaje. A Mira le parecía que aquellos pueblos ya no formaban un conjunto, que las casas ocupaban el espacio sin vínculo alguno entre ellas».
El conflicto está servido y Mira debe enfrentarse a una disyuntiva: ella es fruto de ese medio rural que desearía conservar pero, en realidad, pertenece a la ciudad de los servicios ilimitados, a los que no desea renunciar. La personificación de esa disonancia es la existencia de la madre, que la obliga a tomar partido.
La pertenencia adquirida de Mira provoca un sinfín de consecuencias; una de ellas, la pérdida de referentes culturales, sustituidos por otros que no pertenecen al lugar. Un ejemplo de esa aculturación es el abandono de la lengua materna, testigo persistente del subdesarrollo —recordando las referencias del mencionado Bergounioux al patois en declaraciones, entrevistas y en algunos de sus ensayos— y la adopción de una lengua de civilización. Otro fantasma del pasado, otro testigo incómodo, que acude, puntual, para pasar cuentas; un pasado que solo pudo existir porque todo tenía su nombre verdadero. Como los aperos de labranza antiguos e inservibles en el campo mecanizado que colecciona, con una intención explícita pero con una motivación oculta, la madre de Mira —otra vez Bergounioux, que no los colecciona, pero que construye esculturas, especulando con nuevas funcionalidades, con sus restos—.
«La alarmaba su disposición a buscar un misterio en todo mientras caminaba sola. Quería tener fe en algo, por mucho que la fe se mostrara a veces tan crédula. Como todos los que se habían marchado, tendía a crear una imagen idílica de su lugar de origen, como si hubiera en él una promesa que estaba por descubrir. Confiaba en la llegada de una señal, de un hallazgo supuestamente cargado de significado. Casi siempre se tropezaba con algo, alguna piedra de textura especial, hierbas altas con forma de juncos que susurraban a sus espaldas. Una pluma caía volando del cielo para ella, sólo para ella; un pájaro cantaba a lo lejos entre las cañas; una superficie de agua resplandecía tan tranquila y oscura que casi le cortaba el aliento. En secreto, se iba rodeando de esos hallazgos de apariencia insignificante que solía colocar encima de su escritorio o entre las páginas de algún libro. Tal vez en eso se pareciera a su madre mucho más de lo que estaba dispuesta a admitir, pues también Anni se inventaba leyendas sobre la marcha».
La inaccesibilidad manifiesta del pasado no impide los intentos por recuperarlo, ignorando, conscientemente, que lo único que puede recuperarse es la versión actual de ese pasado, que no puede retomarse como si el tiempo se hubiera detenido; que a la desilusión le sigue la decepción; y que todos los pasos que se den con esa intención están condenados al fracaso. Es más, en el caso de que fuera accesible, ni siquiera lo reconoceríamos: el amorío de la juventud está tan muerto como los moradores del cementerio local y ese padre y el sentimiento de culpa por el desgraciado accidente que acabó con su vida la persigue desde la inocente infancia.
Mira consigue, con tenacidad y decisión, salir del círculo vicioso que representa la vida en el pueblo, ir a la universidad y, como quien paga una deuda, dedicar su primera investigación a las mujeres que, a diferencia de ella misma, no tuvieron ni siquiera la oportunidad de escapar. Pero ella, con su evasión, se convirtió en una traidora, y los conocimientos adquiridos fuera del entorno rural fueron menospreciados, igual que su intención de reivindicarlos, mientras que su deserción, sin la cual no hubiese adquirido la perspectiva imprescindible, anulaba, a ojos de los que permanecieron y que derían ser sus beneficiarios, su visión. Mira no escapa para evitar una vida que no desea, escapa porque se ahoga. El entorno académico pone a su disposición más conocimientos que el entorno iletrado, pero no puede competir con este cuando se trata de sobrevivir en él: la especialización de esos conocimientos los convierten en inútiles.
«—¿Puede uno comprarse una historia? —preguntó Anni.
—¿A qué viene eso?
—Nadie querría tener una historia de pobreza, nadie la compraría. Quién va a comprarse algo que es feo de por sí».
«Nada se movía en aquellos prados y campos de exuberante brillo. En su fuero interno, Mira confiaba en ver algún animal, un corzo extraviado y tembloroso que se hubiera aventurado a salir de los arbustos, un zorro alejándose con prisa, alguna cierva de palpitantes costados o alguna lechuza alzando el vuelo hacia la penumbra de un pajar abierto. Esperaba ver algo que le diera un empujoncito, que la conmoviera. Era lo que anhelaba en aquel momento, algún contacto que la hiciera vibrar por dentro».
Existen otros factores que acentúan esa escisión temporal en función de la ubicación de los hechos; así, por ejemplo, cuando el espacio donde se desarrolló el pasado es distinto, a pesar de ser, geográficamente, el mismo, de aquel donde transcurre el presente, el tiempo transcurrido no se suma, sino que actúa como multiplicador. Algo así sucede con los amigos de la infancia que han seguido viviendo en el pueblo; unos, los que se fueron, como las manecillas de los minutos, dan muchas vueltas, mientras que otros, los que se han quedado, son como la manecilla de las horas. Cada vez que coinciden, los amigos y las manecillas, se manifiesta la paradoja de los huidos, que ven en los otros lo que habría sido de ellos si también se hubiesen quedado: dos sentimientos opuestos, lo que ha sido de unos y de los otros, qué hubiese sucedido si los movimientos hubiesen sido al revés.
«—¿Sabes lo que pensé, Mira, mientras trabajaba en eso? Que la idea de obrar con sentido común es completamente legítima. Si tienes suerte, las cosas mejorarán algún día. Los documentales de televisión de los años sesenta y setenta que he visto están repletos de prejuicios contra los eslovenos. No te imaginas cómo les temblaba la voz a los viejos nazis, ahora, por supuesto, adeptos de los partidos burgueses, en cuanto hablaban de los eslovenos delante de la cámara. Terrible. Lo difícil que les resultaba a algunos señores elegir sus palabras y lo mucho que se esforzaban por concentrarse, sobre todo en aquello que pretendían ocultar. Eso me dio que pensar. Por supuesto que se trata de dos cosas distintas. Pero entonces me pasó por la cabeza que quizá es mejor que te mientan, no saber la verdad, ¿entiendes? Siempre queremos ver a la otra persona desnuda delante de nosotros, desnuda y transparente, y eso es humillante, porque de lo que se trata es de llevarse bien, ¿no?».
Haderlap se ahorra —y nos ahorra a los lectores— páginas y páginas de sesudas reflexiones sobre el paso del tiempo, tanto para unos como para otros, mediante un recurso narrativo ejemplar: la segunda parte es protagonizada por Anni, la madre; la autora mantiene la voz narradora, pero ejecuta sutiles cambios en el punto de vista que cumplen la función de ofrecer una segunda versión, no de los hechos narrados —no sería verosímil porque cada personaje es protagonista de ciertos hechos concretos, aunque en su desarrollo intervengan más de uno, en este caso, frecuentemente, madre e hija—, sino de las versiones alternativas de situaciones distintas.
El viaje de Anni no recorre ni un metro; los recorrerá, porque tiene que dejar la vivienda para ir a un lugar del que no se vuelve —el anticipo del viaje final—, la residencia de ancianos; pero sí que se mueve a través del tiempo, retrocediendo, porque lo último que pierden los ancianos son los recuerdos. Uno recuerdos, en su mayoría, poco satisfactorios; porque, como parece que empieza a aprender, en el pueblo o en la ciudad, el enfrentamiento intergeneracional es ineludible: Haderlap hace evidente lo evidente —aunque este no sea un jardín en el que los novelistas, por lo común, se desenvuelvan con facilidad—: Anni también tuvo una madre.
«"Si quisiera dibujar a mi madre, la representaría como a una Oscura reina de las montañas que habita en el hielo y tiene la cualidad de parecer, a veces, una gigante y, otras, una criatura transparente", reflexionó Anni, pero pronto descartó esa idea. La imagen que tenía en mente le pareció demasiado complicada. Una imagen móvil en la que el hielo se expandía por todo el paisaje en el que Agnes se movía, una imagen que cambiaba constantemente y sólo perduraba unos minutos».
El abismo que separaba a Agnes de Anni no es de la misma naturaleza que el que distancia a Anni de Mira; el primero se limitaba a una grieta temporal, mientras que el segundo es más complejo, hecho de espacio, de tiempo, de ciscunstancias vitales, imponderables; es tan extenso que es imposible salvarlo. Y ni la hija ni la madre podrán alcanzar ese estado parecido a lo que debe ser la felicidad hasta que comprendan y acepten esa inaccesibilidad.
«"Mamica, mamica", susurró. Los ojos le ardieron cuando se le saltaron las primeras lágrimas, vacilantes, insuficientes para lavar el dolor. Sin embargo, de repente sintió una amargura infinita y recordó que Mira le había comentado un día que en Bela muchas mujeres habían muerto de una enfermedad muy concreta: la desesperación y la falta de perspectivas para su existencia. ¿Cómo explicar si no los numerosos suicidios, a veces con matarratas o pastillas, otras con la cuerda para atar a los terneros? La muerte de aquellas mujeres no tenía nombre. De ellas nada más quedaban rumores, a pesar de que todas tenían una historia, una historia llena de ilusiones y desengaños, una historia de violencia y enmudecimiento, según le había dicho Mira».
Notas de Lectura de El ángel del olvido.
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