9 de diciembre de 2024

Mi día en el otro país

 

Mi día en el otro país. Peter Handke. Alianza Editorial, 2024
Traducción de Anna Montané Forasté

«"[...] Lo horrible no es la oscuridad, sino tanta luz dentro de mí, y a mi alrededor. Qué mala es, esa luz. Estoy aprisionado en ella. Encerrado en ella por la mañana, por la tarde, de noche. Cercado de luz por todos lados, hasta los últimos rincones del alma. Ay, pero qué moradas no hubo allí una vez, morada tras morada, en la más suave de las penumbras y en los más acogedores reflejos crepusculares. Casas y refugios secretos que abrían en caso de necesidad, y también sin necesidad alguna, en abundancia, uno tras otro con su serena luminosidad, sin ninguna luz extra o ajena; luz ajena tras luz ajena en la que eso sucedería, en la que eso acontecería, en la que pronto se manifestaría, ¡eso! Y ahora: Ay de mí, el cáncer de la luz devorándome el alma, luz superior, luz inferior, luz anterior, luz posterior, luz lateral, luz central, luz exterior, luz interior; todo en uno, ineludible, ni al-Rahîm ni al-Rahmân, no el o lo que se compadece y, menos aún, el que se compadece de todo: sin compasión. Ay, y mil veces ay. Desamparado, ¡desamparado de mí!"».

La prosa de Handke, extremadamente básica en su vertiente lexicológica, posee, en cambio, tal complejidad compositiva, tal riqueza de significados, que la combinación de ambas circunstancias provoca en el lector la sensación de estar permanentememnte sometido a la jurisdicción de las  metáforas; la mayor parte de su teatro provoca la misma impresión. Aquella multiplicidad de significados, extensible al conjunto de sus textos como unidad de referencia, hace de la experiencia de la lectura del austríaco la reproducción de un universo inagotable en el que cada texto se abre a diversas interpretaciones —no en el sentido literal; Handke maneja su prosa con mano de hierro; si de algo no se le puede acusar es de contemporizar ni con su escritura ni con el lector o con el público, aunque no llegue al insulto—, y es el conjunto de estas el que proporciona sentido e intencionalidad a su obra. Como todo buen lector sabe, nuestras vidas, igual que la mayoría de recuerdos, o, tal vez, precisamente por ello, son, sobre todo, imaginarias; y lo que hacen los buenos escritores es proporcionarnos un arsenal de vidas que nosotros los lectores, con nuestros propios recursos, no podríamos proporcionarnos.

Mi día en el otro país, escrita, según el propio autor, entre el verano y el otoño de 2020 —por tanto, después de la concesión del premio Nobel en 2019—, es un texto próximo a su producción de los últimos años —incluso he pensado que podría tratarse de un epílogo— en la que la presencia de la soledad, del exilio, de la incomunicación y del poder de la escritura sobresalen como temas troncales, aunque en esta ocasión se refuerza ese cierto hermetismo que ha sido característico en su obra más reciente, sobre todo a partir de la Serbien-Kontroverse, en el cambio de siglo.

Todo comentario, por exiguo que sea, de las novelas de Handke debería empezar por el papel del narrador, a menudo protagonista, uno de los elementos diferenciales y persistentes de sus textos, y en este tal vez más preminente. Para empezar, el relato se basa en un inaudito desdoblamiento de aquel: una parte de la historia es la que construye a partir de sus recuerdos, pero la parte principal, a pesar de haberla vivido, solo la conoce por lo que le han contado de ella; es «la abismal pérdida del alma», «el tirón demoníaco», «el autoenaltecimiento», «la época de ofuscación». No posee recuerdos, y todo aquello que cuenta son recuerdos de otros, aunque, al contarlo, esa narración, como hecho, como proceso, y su contenido pasen a formar parte de ellos, aunque en algunos casos tenga dificultades para fijar su autoría porque  ignora si son recuerdos propios o recuerdos implantados por los relatos que ha oído. En todo caso, esa existencia no consciente —es decir, sin atribución de identidad— parece ser una peculariedad familiar; esa circunstancia conlleva otro desdoblamiento a tener en cuenta: el individuo según su núcleo familiar —limitado, en este caso y en el tiempo del que habla el narrador, a su hermana; sus padres había muerto en un pasado no especificado— y la consideración que merece por el resto de personas «de la región». Una  apreciación, por cierto, no exenta de prejuicio cuando la razón principal del horror, cuando no del desprecio, que el narrador provoca entre sus conciudadanos no es ni su aislamiento en el cementerio viejo ni su conducta cuando, de vez en cuando, se dejaba caer por el pueblo, sino de sus palabras.

La insistencia del narrador en segregar los recuerdos propios de los adquiridos hace sospechar de su fiabilidad —no siempre confiamos en la primera versión de la historia que nos [ofrece] su protagonista si se trata de un individuo peculiar que acabamos de conocer, y este es el caso del narrador de Mi día en el otro país; o no, porque es evidente la semejanza con muchos de narradores a lo largo de su extensa obra publicada—, pero aceptamos [la sospecha] porque no podemos sustraernos a la eterna pregunta del lector, «¿y qué sucedió después?» —con sus múltiples variantes, en el caso de aquellos autores, como Handke, cuya lectura es un desafío: «¿Y qué dice que sucedió después?», «¿y qué dice que recuerda que sucedió después?, «¿y qué dice que imagina que sucedió después?»; una serie de preguntas cuya respuesta debe tener en cuenta el requerimiento que cita, en este caso, pero que puede ampliarse a la novela en general, el propio narrador: «Y eso, ¿quién lo vio? ¿Quén lo contó?»—.

«Pero también de gente de mi edad y no solo de mi edad, sino a menudo incluso de más edad y, especialmente, de los muy ancianos, de vez en cuando tenía que oír que "no sabían a qué atenerse" con el horticultor ese. "Hay algo en ti que no me cuadra, ¡empezando por el remolino que tienes en la coronilla!". En el pueblo incluso se habían puesto de moda expresiones que más o menos decían: "lunático como un horticultor"; o: «con la mirada malévola de un horticultor"; o "Su Alteza; el horticultor"; o también, más amables: "ingenuo y asustadizo como un horticultor"».

En todo caso, esa pertinacia del narrador en remarcar los epìsodios cuya información le vino por parte ajena parece un recurso ante tempus, como si quisiera disculparse por avanzado o eximirse de responsabilidad.

Al aislamiento mental, al desarraigo —en este caso doble, porque carecer de recuerdos es otra forma de pérdida de las raíces— provocados por la dolencia, se añade el apartamiento físico, ya que abandona la mansión familiar y se instala, con una pequeña tienda de campaña, junto al muro del cementerio antiguo de la localidad, un cementerio en el que hace dos siglos que no se entierra a nadie.

Dada la situación familiar, la fuente de información principal de recuerdos implantados es la hermana; una circunstancia que no actúa a favor, por exceso o por defecto, de la verdad de aquellos hechos, de su fidelidad, aunque la disposición del narrador favorec la verosimilitud, pero no la fiabilidad. Sin embargo, esas limitaciones no difieren mucho, en esencia, de las de cualquier narrador que sea, a la vez, protagonista e implicado de la historia que cuenta cuando, además de relatar los acontecimientos en los que ha estado presente, incluye en su narración hechos referidos por otros, testigos o simple altavoz de lo que le han contado —como uno de los narradores no fiables más ilustre de la literatura anglosajona, el de Otra vuelta de tuerca, de Henry James—.

«En aquella época a mi hermana le parecía, aunque siempre durante meros momentos fugaces, que yo, de ese modo, estaba al mismo tiempo jugando a un juego. O algo así: como si en mí, sin intención ni intervención por mi parte, se estuviera jugando a un juego, uno exsraño; y como si únicamente faltaran compañeros de juego, compañeros dispuestos a jugar, no solo uno o dos, y no solo unos cuantos, no, ¡muchos!; entonces el terror, casi horror, que sembraba se convertiría en aire, aire del juego, ¡y menudo baile habría sido aquello!».

Una gran parte, nos confiesa el narrador, de las revelaciones que experimenta son originadas por el mero hecho de escribirlas. La escritura, pues, se revela y se reconoce como el factor determinante de la creación, de la generación de historias y, tal vez, del afloramiento, recreación o simple invención de recuerdos «invisibles»; de todo aquello —¿incluso de nuestro pensamiento?— que no existe hasta que no es engendrado por la palabra. No es tanto que el mundo fuera un lugar inhabitable sin palabras como que ni siquiera existiría.

«"Por una parte, lo visible, tan molesta como escandalosamente visible; lo manifiesto, enervante y tediosamente manifiesto. Y, por otra, lo invisible, y no solo el mirlo en el árbol, el grillo en la hierba, la alondra en el cenit, invisibles como para volverte loco, del principio al fin invisibles; feos y detestablemente invisibles. Detestable azul del cielo. ¡Abajo la creación!"».

Esa duplicidad a la que está sujeto el narrador a lo largo de la novela —aunque habría que hablar mejor de duplicidades— se muestra también en las dos formas de olvido que le aquejan: el olvido de los hechos y de los acontecimientos, en el que solo existe el sujeto pero han desaparecido los objetos, y el olvido de la propia existencia, en el que ni siquera existe el sujeto; el protagonista distingue lúcidamente entre ambas modalidades de olvido. El narrador conoce los hechos que no recuerda por las informaciones de los presuntos testigos, pero es incapaz de recordarse a sí mismo, que es lo más asimilable a la inexistencia —tal vez por esa razón, las palabras que pronunciaba en esa época no pertenecían a ninguna lengua conocida, a diferencia del relato que estamos leyendo—, a la nada, pero confía a la escritura esa labor inalcanzable. El «loco peligroso»  que interactuaba, a su manera, con la gente de los alrededores se convertía en un «idiota inofensivo» —«el idiota de mirada afable»— cuando estaba solo; sin embargo, reconoce que necesitaba el espacio público «como una especie de fuente de salud».

«En aquel último episodio de mi delirio, o de mi "autoenaltecimiento" —como ahora al escribir lo llamo—, serví a este o al otro como una especie de oráculo. Solo que mis oráculos no trataban ni de un futuro ni de un pasado, ni tampoco se manifestaban de forma enigmática. Se cuenta que simplemente le decía a la cara del que fuera cuál era su situación y cómo estaban las cosas, y no solo ahora, en el momento, sino desde el principio».

La trama da un giro cuando aparece en escena «El Buen Espectador», un hombre que «mira y escucha», con su simple mirada, que da fin a la época de alienación, devuelve al narrador a la vida y al mundo, en la edad madura, constituyendo uno de aquellos momentos de la sensación verdadera que el lector encuentra, inusuales pero determinantes, en la literatura del austríaco.

Pero esa liberación de sus demonios, como en la literatura medieval, conlleva una obligación en forma de viaje —una variante de la queste— a una tierra desconocida, el país que se encuentra en la otra orilla del lago —otra referencia a esa literatura mencionada— que lo separa del propio, convirtiéndose en «el enviado del Buen Espectador», con el objeto de llevar allí la noticia de su curación, y para cuya expedición es provisto de los pertrechos adecuados y de una nueva vestimenta. Efectivamente, y así lo experimenta el narrador, ese día que va a pasar «en el otro país» es una prueba, un examen, aunque desconozca su naturaleza y, en el fondo, su finalidad, y estará sujeto a unas normas, a diferencia de su etapa de alienación, en la que no estaba sometido a norma alguna, autoimpuestas, en su mayor parte autorrestrictivas, para las que tampoco encuentra, paradójicamente, razón ni propósito, pero que cree indispensables para alcanzar su objetivo. 

«El día que recorría el país que me era desconocido, o que se había convertido en desconocido para mí, era un día laborable y, al mismo tiempo, a cada paso, yo me veía en un día festivo. Ah, un día festivo singular, como no lo había en ningún calendario de los cinco contienentes (o los que sean) y, además, a cada trecho del camino, era un festivo nuevo, y todos los días festivos diferían entre sí».

Su experiencia «en el otro país» es totalmente contraria a la anterior: su existencia pasa desapercibida para la mayoría de sus habitantes, excepto por los niños y por ciertos adultos con los que, únicamente a través de las miradas, establece una especie de alianza basada, quizás, en algunas afinidades y, finalmente, por la aparición una mujer —«que más tarde fue la mía»—, que es la primera persona en dirigirle la palabra, un encuentro que parece desatar los saludos e, incluso, breves conversaciones con los lugareños —algunos de esos saludos provocados por haberle confundido con otro— que, también ellos, aunque naturales de allí, estaban destinados a permanecer por breve tiempo.

«Por otra parte, algunos de los que al pasar me saludaban, luego tomaban consciencia de que me habían confundido con alguien —lo notaba, siguiéndolos con la mirada, en que se detenían un momento y negaban con la cabeza—, pero no se acordaban con quién. Y de nuevo otros, en mi recuerdo la mayoría, me saludaron únicamente porque era yo, o porque aquel primer día del regreso "a mi naturaleza" yo era como era ahí-allí».

A pesar de los encuentros, de la que parece aceptación consensuada de su estancia, se interponen en su camino obstáculos difíciles de superar y, más adelante, como si fueran indicios de su adaptación, a la vez que amenazas, peligros auténticos. Pero nada parece lo suficientemente relevante como para regresar a su país; al contrario, su acomodo a la nueva situación parece proporcionarle la paz que nunca había conseguido disfrutar con anterioridad.

Una armonía que un sueño, primero horrible, después sorprendente, por fin excitante, provocador,  viene a romper para ponerle frente a su propia imagen del pasado, cuando, a pesar de todo, lo alimentaban las expectativas, esas necesidades que tienen el defecto, pero también la virtud, de ser incolmables, inalcanzables, irrealizables.

«Pero ¿dónde ha quedado el resistirse, la resistencia que es parte de tu ser natural, asocial, además no socializable, de vez en cuando incluso antisocial? Sí, ¿dónde ha quedado la resistencia, no solo como parte, sino como núcleo de tu naturaleza, y eso por suerte, y por suerte ¡no solo para ti!? Puede ser que esa resistencia, eso inextirpable que se resiste en el ser, sea una enfermedad, pero también es algo sano, y se hace sanar, y de nuevo por suerte, no solo a ti. Sin ella, sin eso, nada DEVIENE».

Existen en el texto, tal vez de forma más explícita que en otras obras del autor, ciertas referencias que hacen sospechar conexiones entre el narrador y el propio Handke: que sean las palabras de aquel —recuérdese la polémica suscitada por la publicación de Un viaje de invierno a los ríos Danubio, Save, Morava y Drina (Justicia para Serbia) y la apostilla Apéndice de verano a un viaje de invierno—lo que provoca el desprecio de sus conciudadanos; la familia formada por  el narrador y su hermana, la misma configuración que en Los avispones; la insistencia en la diferencia entre la actividad pública y la escritura, la tarea más privada posible; incluso alguna cita podría llevar a esa conclusión: «Luego, durante un breve período, antes de que todo, como una aparición, de repente se desvaneciera, para algunos, y de nuevo más bien pocos, me convertí en una autoridad»; o su invisibilidad en el otro país —cabe recordar que Handke se exilió en Francia—.

Otros recursos relativos al autor en este blog: http://jediscequejensens.blogspot.com/search?q=Peter+Handke&max-results=20&by-date=true

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