30 de diciembre de 2024

Gérard Macé sobre Pierre Michon: «Una ilustración de almanaque»


Admirado por la prosa de Pierre Michon, Gérard Macé le dedicó uno de los capítulos la recopilación Colportage I. Lectures (1997), particularizando el homenaje en el libro Vie de Joseph Roulin (1988).

Una ilustración de almanaque

Tocado como un rey, sentado como un papa, así ve Pierre Michon a Joseph Roulin tal como lo pintó Van Gogh, y creemos reconocer en sus atributos, anuncia al principio de su relato, los de Luis XIV en todas sus épocas o los de Inocencio X en 1650. Y además Roulin, con su barba florida, empieza a parecerse a una figura de icono, a un personaje de novela rusa, pero su guerrera de empleado de correos es más bien el atuendo de un príncipe de la República cuya utopía sangrienta le permite asumir los tormentos cotidianos, sobre todo cuando los colores de Le Grand Soir se funden con los de la absenta. Van Gogh, por su parte, es el pelirrojo que busca el absoluto en el amarillo de cromo, que crea sin saberlo, para los biógrafos y marchantes futuros, la leyenda y el oro; un pintor para el que los remolinos que ve en el cielo se convertirán en otros tantos ceros en las subastas. Es con un Van Gogh aún no enterrado en los campos de trigo con el que Pierre Michon rivaliza pintando a su vez el retrato del cartero, pero lo que pone ante nuestra vista, incluso más que el asombrado tête-à-tête del pintor y su modelo, es un intercambio que no se basa en otra cosa que en la precariedad humana, en «el viento y las circunstancias».


En las cartas a Théo (cuyo tono Pierre Michon interpreta como obstinado, inquietante y sobre todo «angustiado» —«navré»—, por utilizar la palabra favorita de Vincent, que utiliza incluso cuando no escribe en francés), Roulin es a la vez una naturaleza recia de campesino, un pobre diablo y un pequeño empleado, «ni amargado, ni triste, ni perfecto, ni feliz, ni siempre irreprochablemente justo». En su voz, cuyo timbre es «extrañamente puro y conmovedor», Van Gogh oye, un día de enero de 1889, «un dulce y angustiado canto de niñera y como un lejano eco de la corneta de la Francia de la revolución». De su «circunspección silenciosa» y de su conversación, retiene la abrupta y sencilla lección de que «el camino no se hace más cómodo a medida que se avanza en la vida».


Pierre Michon amplifica magníficamente estos pocos rasgos, que realza u oscurece según le convenga, que deforma, las más de las veces, para hacer finalmente de Joseph Roulin un héroe de la misma familia que los de Vies minuscules: André Dufourneau, que se marcha a África cuando acaba su jornada; Antoine Peluchet, el «hijo perpetuo y perpetuamente inacabado» que transmite su reliquia al narrador; o la hermana que se convierte en la «pequeña muerta», como si la poesía fuera para el novelista un repertorio de epítetos homéricos. El retrato de Joseph Roulin es, a su manera, el retrato de un antepasado, pero, tanto como su estampa de ilustración de almanaque, secular y exaltada, es su nombre el que inspira al narrador, ese nombre que se confunde con la «escansión vana, despótica y sorda, que sostiene lo que escribimos» —de Joseph Roulin, Michon dice: «Está agotado y quizá tan alegre como la forma. Está vacío, como un ritmo. La escansión vana, despótica y sorda que sostiene lo que escribimos, lo alimenta y lo agota, quiero que lleve su nombre»; del mismo modo, Michon decide que su escansión tendrá un nombre, Rimbaud, Flaubert, Balzac... El fantasma está en esta concavidad voluminizadora, en esta escansión que se hace visible, que toma cuerpo. Michon quiere que esta escansión «tan visible salga a la luz, se manifieste y muera»—, quizá también con el balanceo —roulis, en francés, por homofonía con roulin— del mar y los cantos del gaviero en las novelas de Melville. Este nombre, en el que se enrollan las velas de los navíos detenidos —rouleau—, y los lienzos que Vincent envía a su hermano a «baja velocidad» —enrollados, enroulés—, es en efecto el que oímos en la prosa de Pierre Michon, ebria y colorista, pero de un extremo a otro lastrada por una meditación sobre el valor de las cosas.


Para convertir un alma sencilla en un muerto ilustre que leyó las cartas de Van Gogh sin interpretarlas, Pierre Michon se informó, pero no a la manera de los biógrafos que creen en la historia. Más bien a la manera, antigua y siempre nueva, de aquellos que creen en las apariciones, o al menos en la huella luminosa, incierta, que cada uno deja a su paso. De se modo, es capaz, al final de esta historia verídica, de esta admirable narración que gira en torno a una verdad demasiado humana, de inventar un episodio de la nada: la llegada a casa de Roulin de un marchante venido de París, más dandi que rico, por quien se deja engañar trocando su propia cabeza por un poco de orgullo y algunos dólares, que llegan demasiado tarde para redimir una vida que toca a su fin.


Así pues, sin esfuerzo, pero no sin intención, Pierre Michon aplica aquí al pie de la letra los consejos de Marcel Schwob, quien exige que se dé el mismo valor a la vida de un pobre actor que a la de Shakespeare, y que acaba con estas líneas El arte de la biografía: «No sería tan necesario describir minuciosamente al hombre más grande de su tiempo, ni dejar testimonio de los méritos de los más célebres del pasado, sino contar con el máximo detalle las existencias singulares de los hombres, ya fueran divinos, mediocres o criminales». 

___________________


Este texto es la traducción amateur, que no podrá suplir la hasta el día de hoy inexistente traducción profesional, del capítulo «Une figure d’almach» perteneciente al libro Colportage I. Lectures, de Gérard Macé, Éditions Gallimard, 1997.


Como todo el contenido de este blog, este artículo está publicado bajo la licencia de Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 2.5 España

No hay comentarios: