16 de septiembre de 2024

Preferencias

Preferencias. Julien Gracq. Shangrila Textos Aparte, 2024
Traducción de Manuel Arranz. Prólogo de Alberto Ruiz de Samaniego
Préférences. Éditions Corti, 1961

Hace aproximadamente cuatro años, la Asociación Shangrila Textos Aparte publicó su primer Gracq, La forma de una ciudad; después vinieron Un bello tenebroso La orilla de las Sirtes; el fondo relativo al autor se completa con un libro de Entrevistas, una biografía de Jean-Louis Leutrat y, recientemente, este Preferencias, compuesto por catorce ensayos sobre literatura, una selección de los publicados entre 1947 y 1960 —la ubicación temporal de la primera publicación es relevante—, en los que queda de manifiesto tanto su erudición como el radicalismo desde el que expresa sus opiniones; y ambos son igualmente sugestivos. Los artículos incluidos pueden agruparse en dos categorías: los relacionados con la literatura en general —con especial mención al más extenso, «La literatura en el estómago»— y los dedicados, con cierto detalle, a un solo escritor.

La primera impresión general sobre los textos de Preferencias es que, en cuestiones literarias, Gracq se encuentra condicionado por la interpretación nietzscheriana de la dicotomía entre Apolo y Dionisos, entre la claridad, la luz de los escritores franceses del período clásico y  el éxtasis y la emotividad del Romanticismo alemán; su elección, explícita, se decanta por este último, pero podría decirse que la influencia del primero es una corriente subterránea que recorre todo su trayecto crítico. Anacrónicamente romántico, Gracq cae en el error de la dualidad excluyente al situar, en el campo literario, a la imaginación por encima de la racionalidad, como si fueran disociables. Esta orientación teórica, sin embargo, queda puesta en cuestión ante su propia obra literaria, que si bien plantea temas que podrían inscribirse en una orientación ciertamente romántica, su tratamiento formal está más cerca del denostado nouveau roman que de los epígonos de un Romanticismo que, en sentido estricto, nunca ha sido francés.

La disonancia, pues, que muestran sus ensayos en relación con su propia obra no tiene ningún cariz peyorativo: uno puede reconocer las aportaciones de los precursores, incluso admirarlos, pero ello no le obliga a intentar emularlos, ni siquiera a seguir los caminos que abrieron; el mejor homenaje, el reconocimiento deseable, no es hacer lo mismo que hicieron ellos, sino hacerlo con la misma perfección.

Por cierto, puede sorprender al lector español la acritud con que Gracq trata al sistema literario francés, a los autores y a los lectores, al compararlo con el que se ha desarrollado a este lado de los Pirineos —y especular en cómo lo habría tratado el autor francés—. Gracq de queja de que en Francia no se lee, aunque, en realidad, de lo que se queja es del estado de la edición en francés —el artículo se publicó por primera vez en 1949—, y del poco caso que se hace a los nuevos escritores —aunque, unas líneas después, arremeta contra la proliferación de autores inéditos—, frente a la práctica idolatría hacia los que han alcanzado el estatuto de clásicos —aunque nadie los lea pero sigan manteniendo su categoría de ineludibles—; una de las razones de esta realidad es, para Gracq, evidente: la crisis de la crítica literaria.

«La acuciante demanda de grandes escritores hace que prácticamente cualquier recién llegado parezca salir de un invernadero: se dopa, trabaja, se fustiga: quiere estar a la altura de lo que espera de él, a la altura de su época. El crítico, por su parte, no quiere quedarse atrás: cueste lo que cueste, descubrirá, pues esa es su misión —esta no es una época como las demás—, cada semana necesita algo que arrojar a la arena a toque de corneta: un filósofo tahitiano, un grafiti de presidiario, Rimbaud redivivo; se diría a veces, en la juerga ritual y multicolor en que se ha convertido nuestra "vida literaria", que es como una trompeta enloquecida que produjera todos los sonidos por miedo a dejarse alguno: la salida del toro de lidia y la del caballo del picador. De esta manera es como solemos ver la "salida" de un escritor nuevo dándonos el penoso espectáculo de un jamelgo tratando de levantar lúgubremente su grupa en medio de un petardeo teatral de látigos de circo —no hay nada que hacer—; es suficiente con una vuelta a la pista, huele a cuadra como nunca, y ahora corre buscando su pesebre; ya no sirve más que para repetirse, o de relleno en un jurado literario donde a su vez incubará el año próximo algún otro "potro" con las patas flojas y los dientes largos».

La misma crisis se cierne sobre los otros elementos del entorno literario: el lector para quien lo verdaderamente importante no es leer, sino hablar de literatura; el escritor, incapaz de dejar de escribir después de su primer libro publicado, aunque no tenga nada más que decir.

«Como el Sena, en París, la obra de un escritor [francés] también transcurre entre libros: los libros que han escrito sobre él».

Es más perjudicial para la literatura el público que lee que el que no lee; y, sobre todo, para la reputación de un escritor, un componente que debe representar un personaje, incluso antes de tener talento, y aunque no llegue a tenerlo nunca.

Gracq lamenta la imposibilidad de reconocer, a partir de 1840, a un gran escritor, y apunta a varias razones, a cuál más inspirada: la absurda profusión de gente que escribe; la decreciente importancia que se le reconoce a la tradición, literaria y no, sea para seguirla o para transgredirla; que la crítica, pendiente más de la forma de su discurso que de su contenido, ya no sepa discriminar entre alta y baja literatura, la «literatura de creadores» de la «literatura de intermediarios»; el progresivo deterioro, cuando no indisimulado menosprecio, del sustrato cultural acumulado; y la progresiva relevancia de la técnica en detrimento de otros factores cuando menos igual de importantes en la obra literaria y también, en general, artística.

«Tenemos mucho que perdonar a los escritores, porque no saben siempre lo que hacen, y mucho también a los críticos, porque no saben explicar claramentelo qué  hacían los escritores de la antevíspera. De esta manera se producen más de una vez, tanto en la historia como en la literatura, esos momentos de profundo malentendido, en que las cornetas siguen tocando paso de carga cuando las tropas están ya apagando fuegos».

En cuanto a las novelas de su época, Gracq se lamenta de que las tres influencias más determinantes tengan en común una cierta desestimación de la relevancia de la condición humana; tanto en las novelas de Malraux como en las de Sartre, pero también en el nouveau roman, se presenta una secesión del hombre de la naturaleza humana —una vinculación que sí se daba en sus precursores— que conduce a una irrelevante artificiosidad, y les augura poco futuro porque la fuerza intensa con la que han irrumpido no podrá mantenerse durante mucho tiempo: demasiadas cosas excluidas —Gracq dice «echadas por la borda»— para lo que quede tenga entidad suficiente como para perdurar.

Lautréamont —el autor de Los cantos de Maldoror— es denominado por Gracq «el gran descarrilador de la literatura moderna». En su artículo sobre el escritor, Gracq lamenta el abandono de los estudios literarios sobre la Edad Media en beneficio del período de las Luces.

«Contra esa camisa de fuerza que las costumbres burguesas imaginan en el poeta con el nombre ambiguo (nombre que se sacraliza, pero sobre todo que aisla) de "genio", se alzará un día la reivindicación inflexible de Lautréamont: "La poesía debe ser hecha por todos. No por uno", reivindicación que revela en él el sentido agudo de la necesidad de una conquista de lo irracional, despojado de sus tabús y oropeles sagrados; conquista hecha en común y paralela a la liberación social colectiva».

Lautréamont es inscrito por Gracq en la liga de los rebeldes precoces, como Rimbaud y Jarry, una rebeldía que tomó el lugar de la inane «cuando sea mayor», cuando de esa indomabilidad ya solo queda el recuerdo y el sentimiento de haber malogrado los beneficios que solo entonces pudo reportar: todo lo que no sea precipitación —el seno de la pureza aún incorrompida e incorruptible— es fingimiento, afectación y, por tanto, inútil. 

En el artículo dedicado a André Breton, Gracq relata los efectos de la relectura, veinticinco años después de su publicación y primera lectura, de Pez soluble: ha disminuido la impresiónde sorpresa y el conjunto de lo publicado con posterioridad y, supuestamente, bajo su advocación, no le ha hecho ningún bien.

«En nuestra época la poesía se ha convertido en una curiosa poesía insular, una Polinesia emplumada —la lectura de esta poesía se asemeja a un turismo privilegiado y dispendioso que requiere guías— donde, para desembarcar felizmente en cada isla, conviene antes informarse, al menos someramente, de las costumbres, de la religión, de los tabús, de los tótems, de la Weltanschauung, de los aborígenes».

Para Gracq, la razón de este aparente estancamiento del surrealismo es que la poesía surrealista no es creación, sino revelación.

Completan el volumen un artículo dedicado a Chateaubriand, de quien se reconoce deudor en términos literarios, aunque no en la vertiente personal: 

«Las Memorias [de ultratumba] nunca han sido más jóvenes: conjunción prodigiosa y solitaria de una gran época, de un gran estilo y de un gran formato —la lengua de la Vida de Rancé hunde en el futuro una punta más misteriosa: sus mensajes en morse, bruscos, desorientados, que interrumpen la narración de repente, como si fueran captados desde otro planeta, preludian ya la aparición de Rimbaud. Al final de todas las avenidas del parque romántico, junto al espejo del agua, está ese hermoso pájaro que despliega sus plumas: "El graznido de un pavo real no aumenta más la soledad del jardín abandonado" (Claudel). Le debemos casi todo»;

a Arthur Rimbaud, acerca de quien expone los inconvenientes de la celebración de un centenario cuando el homenajeado goza de mejor salud que los celebrantes; a E. A. Poe, el hombre que se ausentó demasiado de su vida en América, pero que regresó con la grandeza de la leyenda en Europa; a Jean Racine, por su tragedia Bayaceto; a Honoré de Balzac, por su novela Beatriz; a Jules Barbey d'Aurevilly, por su conjunto de relatos Las Diabólicas; a Heinrich von Kleist por su tragedia Pentesilea; a Ernst Jünger, por su libro Sobre los acantilados de mármol; y a Novalis, por su novela Heinrich von Ofterdingen.

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