2 de septiembre de 2024

Las tierras cubiertas por las Escrituras. Entrevista a Pierre Michon

 


La revista Le Grand Continent publicó el pasado 14 de agosto la conversación entre Florent Zemmouche, por parte de la publicación, y Pierre Michon. En ella, el autor francés evoca Mesopotamia, o mejor dicho, «las tierras cubiertas por las Escrituras», pero también revela, y esa es una estupenda noticia para los lectores, que «ahora estoy trabajando en especial sobre Grecia, estoy escribiendo un libro basado en Homero y sus mitos. Nacieron allí, y Dios estaba a un tiro de piedra, en Mesopotamia».

A continuación, la traducción de la entrevista, de la que el propio Michon escribe el titular: «Quiero hablar de los lugares donde nacieron la escritura, la literatura, los mitos y los dioses de Occidente».

Florent Zemmouche: Cuando eligió el tema de esta entrevista, utilizó la expresión «las tierras cubiertas por las Escrituras». ¿Cuál es la relación con las Escrituras en su obra? ¿Es una relación de causalidad en su escritura, de finalidad, un espíritu global que lo acompaña y lo inspira?

Pierre Michon: Quiero hablar de los lugares donde nacieron la escritura, la literatura, los mitos y los dioses de Occidente. Ahora estoy trabajando en especial sobre Grecia, estoy escribiendo un libro basado en Homero y sus mitos. Nacieron allí, y Dios estaba a un tiro de piedra, en Mesopotamia.

Siempre tengo un ojo en todas las regiones del Libro, si se puede decir así, es decir, Medio Oriente, Egipto, los desiertos, donde germinaron los tres  monoteísmo. 

Hablando de lugares, viajes y turismo, estamos hablando de geografía, ¿no? La geografía es el punto de encuentro entre la geología y la astrofísica, es decir, la estructura del mundo, y la historia, la geohistoria, la historia de la humanidad.

F. Z.: Parece natural que un escritor elija Mesopotamia, sobre todo si se llama Pierre Michon. ¿Qué papel desempeña este topónimo anacrónico en su obra?

P. M.: Como todas las tonterías de la causalidad, estoy obsesionado con lo que llamamos «orígenes». Los orígenes del lenguaje, los orígenes del hombre: en La Grande Beune, por ejemplo, los orígenes del homo sapiens, del bípedo; pero aquí, en Mesopotamia, están los orígenes de la escritura.

Al principio, la escritura no se inventó para la literatura, sino para «el mercado»: para llevar las cuentas, contar el ganado y cobrar impuestos. Cuando la gente se asentó en el Neolítico, almacenó sus cosechas y hubo que contar cuidadosamente el excedente para aumentar la riqueza de los déspotas... y, contra todo pronóstico, esa escritura en cintas de cuero evolucionó hasta convertirse en el canto épico.

P. Z.: Los escritos de Mesopotamia están plasmados en tablillas y son anteriores al Libro. ¿Esto también forma parte del viaje?

P. M.: Claro, las tablillas de ladrillo me interesan —tengo unas cuantas—. Pero las tablillas literarias de esas zonas son extremadamente raras. Siempre son tablillas de aritmética, de contabilidad, los relevos del poder.

F. Z.: En sentido estricto, usted no es un escritor de viajes. El viaje irrumpe en su obra, como en la primera de las Vies minuscules o en la epopeya rimbauldiana. ¿Cómo se articulan las escalas de lo cercano y lo lejano en su escritura, a la escala de su frase?

P. M.: Lo cercano, el lugar donde nos encontramos, es diferente en cada uno de mis textos. He intentado no quedarme en una sola época o en un solo lugar de la tierra; de un texto a otro cambio de lugar y de época. Pero lo cercano siempre es atraído hacia lo lejano: los mitos, la metafísica.

Ha mencionado el primer relato de Vies minuscules, donde África se apodera de André Dufourneau, mi «antepasado». De la misma manera, el libro que estoy escribiendo ahora, sobre Homero, si se quiere, es una novela compuesta de muchos fragmentos autoficcionales que se sitúan a la vez en la leyenda homérica, es decir, en los lugares homéricos, y los pueblos de la Grecia muy arcaica. Las aventuras de Michon con Príamo en Troya, por ejemplo.

F. Z.: ¿Qué queda de su idea de Mesopotamia en el mundo actual? ¿Es Mesopotamia una geografía imaginaria? ¿La conoce a través del mito, la historia, la poesía o incluso los sueños?

P. M.: Soy un gran lector, de todo tipo de lecturas. Por eso conozco Medio Oriente. Recuerdo, por ejemplo, Écrire à Sumer, un libro publicado hacia el año 2000,

Lo único que conozco de Medio Oriente es Líbano. Y un rincón de Israel: fui allí para rodar una película sobre mis libros, en el desierto del Néguev. Mi hija se alojaba en un kibbutz donde acogió al equipo y el resultado fue el largometraje Pierre Michon dans le désert. El desierto me enseñó algo esencial: sólo allí podía nacer la verticalidad absoluta de los monoteísmos. No hay árboles, ni enredaderas, ni laureles detrás de los cuales se esconderían Dioniso o Apolo, nada. Sólo existe la verticalidad solar. La llamada de los grandes monoteísmos, la llamada de lo alto, se encuentra directamente allí.

F. Z.: Me hace pensar en un pasaje de Corps du roi en el que cuenta que Flaubert escribió a Bouilhet desde Palestina: «El desierto es duro, sin la voz de Juan Bautista. El desierto es vagamente ridículo. La Cruz es un cuerpo de madera. Los manzanos normandos son de madera. El mundo es un bosque muerto. ¿Dónde está el follaje, dónde está la Palabra, dónde están los sonidos vagos y profundos que dan sentido a los hombres y hojas parlantes a las copas de los árboles? ¿En la frase perfecta? ¿En la frase imperfecta?».

P. M.: Lo curioso es que ese extracto fue escrito mucho antes de que yo tuviera esa experiencia en el desierto de la que acabo de hablar. Fue una experiencia física que cambió mucho mi relación con el corpus bíblico.

Por desgracia, nunca he estado en Jerusalén, ni en Arcadia, ni en Tesalia. No tengo ningún conocimiento físico de Grecia o de Judea. He estado en Atenas dos o tres veces, entre avión y avión, para hablar de mi literatura. He visto el Partenón iluminado desde abajo. Evidentemente, cuando leo los grandes textos, viajo mejor que cuando estoy allí. Por ejemplo, para esta entrevista hojeé a los geógrafos griegos Pausanias y Estrabón; se aprende mucho más sobre Atenas que visitando el Partenón. En particular, aprendemos que los marineros que desembarcaban en el cabo de Sunio, a unos cuantos kilómetros de Atenas, podían ver la parte superior del casco y la lanza de la estatua de Atenea erigida por Fidias en el Partenón. Sólo en los libros se pueden ver esos detalles, que son la esencia de la realidad de la geohistoria.

F. Z.: Entonces, ¿la Palabra se encuentra en la frase perfecta o en la frase imperfecta?

P. M.: La frase perfecta es una frase coja que se esfuerza por no dejar ver su imperfección.

F. Z.: ¿Qué hace cuando viaja? ¿Escribe o se limita a observar?

P. M.: No escribo sobre la marcha; a veces tomo notas y me acuerdo más tarde, cuando escribo en casa. En Líbano, fui al gran templo de Baalbek. Era perfecto, conocía bien la geología, la naturaleza rocosa de las montañas y, geohistóricamente, estaba en lugares casi bíblicos. Y la epopeya bíblica continuó: a lo largo de toda la carretera había puestos de control, detodos los bandos, Hezbolá, cristianos, banderas negras, banderas con cruces... los monoteísmos siguen enfrentándose allí, después de miles de años. ¡Qué experiencia!

F. Z.: En Couleur punique sobre la obra de Sadika Keskes, usted escribe: «No es poca cosa vivir en Cartago. Ser púnico. Es toda la herencia de la antigua Mesopotamia la que tienes que llevar contigo: los ladrillos sumerios, aquellos en los que se grabaron las primeras escrituras, aquellos con los que construyó sus murallas». ¿No es usted también un poco púnico? ¿No debería todo escritor sentirse púnico?

P. M.: Sí, ¡es una idea maravillosa! Pues sí, yo soy púnico. Se lo explicaré. Mi padre, al que nunca conocí, era tuerto. Siempre he tenido debilidad por los tuertos.

De niño, conocí a Aníbal (que había perdido un ojo) en un poema de Heredia titulado Après Cannes.

Los romanos aterrorizados decían: ¡Aníbal ad portas! (¡Aníbal está a nuestras puertas!) después de ganar la batalla de Cannas, donde aplastó a todas sus legiones. Despreció la idea de tomar Roma de inmediato y se fue a Capua a celebrar orgías, lo que dio a los romanos el tiempo que necesitaban para reconstituir sus tropas y salvar la ciudad. Pero lo más importante es la enfermedad del gran cartaginés, y su fracaso; y lo he comparado con la figura del padre.

Los últimos versos del poema de Heredia dicen: «…por los montes Sabinos esperando el momento de ver como el sol mira, cual un ojo sangriento, al Jefe tuerto a lomos de Grétulo el elefante».

¡El «Jefe tuerto»!

F. Z.: Para hablar de grandes escritores, ha utilizado varias veces la imagen del «elefante»: ¿proviene de la geografía imaginaria de Mesopotamia?


P. M.: En parte, sí. Los púnicos utilizaban elefantes de guerra. Después, los persas y Egipto. El elefante de batalla no fue llevado a Roma por Cartago, sino por Alejandro.

Es un animal fascinante. Por desgracia, nunca he conocido uno. Es un hápax de la zoología. Pienso en su extravagante morfología, su destreza, su inteligencia, su familiaridad con el hombre, su ferocidad también, porque el elefante tiene una violencia inaudita, en la guerra,  bajo el cornaca, es aterrador...

Sí, los grandes escritores son elefantes. Encontré esta metáfora sobre Faulkner. La comparé con un dicho utilizado por los combatientes de la Guerra de Secesión, la primera guerra «moderna», que anunciaba la guerra de 1914: se decía que cualquiera que se hubiera enfrentado a un ataque «de material» había «visto el elefante».

F. Z.: ¿No podríamos decir que usted también busca en sus textos los «colores púnicos perdidos»?

P. M.: Podríamos decir: «los colores del Magreb».

Los púnicos, los cartagineses, nunca salieron del norte de África. Vencidos, pero antepasados de grandes hombres. San Agustín era medio púnico.

Es como Faulkner que, después de la Guerra de Secesión, se sentía culpable de los pecados de los sureños, de los que descendía: en mi opinión, los grandes escritores cargan y luchan contra una vieja culpa, y una vieja conciencia de derrota, como Faulkner, como San Agustín.

F. Z.: ¿Y esa «vieja culpa» puede ser finalmente superada? ¿Existe, al final de las grandes obras, la posibilidad de redención?

P. M.: Sin duda. Además, los pobres cartagineses no necesitaban ser redimidos. Ellos también habían sido feroces; pagaron por ello. Faulkner, en cambio, nunca consiguió librarse de su culpa. Siempre sintió un amor apasionado por el Sur y una repugnancia infinita por el Sur, a causa del crimen de la esclavitud.

F. Z.: ¿Y en el caso de usted?

P. M.: Soy de la Creuse; la Creuse nunca ha tenido un gran pecado en su conciencia. No necesito redención geográfica.

F. Z.: ¿Hasta qué punto les Cards se convierte también en sus tierras sagradas en sus textos? Pienso en particular en Vies minuscules.

P. M.: Es cierto que mi libro sacraliza el Lemosín, aunque, por cierto, no lo nombre. Había abandonado y repudiado esas tierras, y de repente volví a ellas con una emoción arcaica: lo escribí sentimentalmente, como lo habría escrito mi madre.

Pero ahora estoy cansado de que la gente hable de Cards, mi lugar de nacimiento. El hecho de que ya no viva allí —dada su ubicación tan aislada y poco práctica y mi actual condición de discapacitado— me ha liberado. Se había convertido en una especie de monstruoso templo narcisista lleno de muertos y fantasmas. Sin mí, ha vuelto a la vida.

Vivir allí era nocivo para mi trabajo. Era la tierra de mi abuela y allí no podía escribir historias desenfadadas. Su fantasma me habría dicho (en dialecto): «¡Oh, mi pequeño Pierre, no vas a escribir eso!». Me liberé de eso con Les deux Beune, un libro libremente erótico escrito en mi nueva casa.

F. Z.: Cuando uno se ve constreñido por un espacio inmediato, ¿qué papel puede desempeñar una geografía imaginaria, una tierra más o menos lejana, para ayudarle a escapar?

P. M.: Desde que estoy discapacitado, he podido leer como nunca, así que nunca he viajado tanto. Viajar de verdad también es bueno, como decíamos antes.

Se puede escribir cualquier cosa desde un área muy pequeña. Un escritor británico del siglo pasado, Samuel Butler, propuso en 1897 una tesis, tan ingenua como novelesca, titulada La autora de la Odisea. Decidió que todos los lugares descritos en la Odisea procedían de un pequeño rincón de Sicilia donde una mujer que vivía ahí y se aburría había escrito la Odisea tras leer la Ilíada. Qué maravilla.

F. Z.: ¿Cuál es su relación con los mapas? ¿Alguna vez ha querido inventar un país y su geografía?

P. M.: Por desgracia, no, nunca he inventado mapas. Pero me apasionan. Los grandes modelos son, por supuesto, el mapa de Julio Verne en L’Île mystériuese, y los mapas de Tolkien. No he inventado ningún país, ¡ya hay suficientes!

Cómo no pensar también en el gran Borges, que nos dijo que el mapa es el territorio.

F. Z.: E inventó su famosa Biblioteca que, por cierto, es imposible de cartografiar...

P. M.: «El Universo, que otros llaman la biblioteca»... dice el comienzo del texto. La Biblioteca de Babel como reproducción del universo infinito en el que nos perdemos con delicioso pavor. Delicioso, de verdad...

F. Z.: Comparada con la tradición orientalista del siglo XIX, ¿cuál podría o debería ser la relación de los escritores europeos contemporáneos con Oriente?

P. M.: No hay ninguna regla. Todavía hay muchos que siguen viajando, yendo allí. Es el caso, en particular, de mi amigo Bernard Wallet, que pasó una temporada en Líbano devastado por la guerra y publicó el hermoso libro Paysage avec palmiers.

Mi búsqueda de los orígenes de los dioses homéricos es libresca. Voy de aldea en aldea sobre mapas de la Grecia micénica. ¿Qué más me aportaría viajar? El viaje de Ulises se ha convertido en un bulevar; no aprendería nada recorriéndolo.

Pero tenemos que luchar contra los destructores del pasado en esas regiones, los islamistas de línea dura, ¡ellos destruyeron Palmira! En ese sentido, hay que seguir siendo orientalista.

F. Z.: ¿Tiene una biblioteca de viajes ideal?

P. M.: Todos los grandes viajeros. Pero empezaré por los que ya he mencionado, los griegos Estrabón y Pausanias, Heródoto en particular. Luego están los escritos árabes, seguidos por el extraordinario florecimiento de los navegantes del siglo XVIII, Cook, y el exquisito Bougainville, que tenía un estilo deslumbrante. Luego, por supuesto, Chateaubriand, Flaubert y Nerval. Hay algunas buenas novelas más recientes. Estoy pensando ahora en el escritor sueco Pär Lagerkvist; en Barrabás se centra en el destino del ladrón que fue condenado en lugar de Jesús y que, según él, acaba convirtiéndose al cristianismo y en un hombre de Dios. Es una bella historia.

Me gustan mucho los libros de Jean-Paul Kaufmann sobre los lugares donde vivió Napoleón, Eylau y Santa Elena, donde pasó unas semanas con su familia.

Ediciones La Découverte publica muchos cuadernos de viaje fascinantes. Por desgracia, no se pueden leer todos.

F. Z.: Después de todo, ¿no podríamos decir que usted también es escritor de viajes?

P. M.: Sí. Me gusta transportarme a otros lugares a través de los escritos, la imaginación y las películas. Creo que es evidente cuando se lee L’Empereur d’Occident, por ejemplo, Abbés, Mythologies d’hiver, La Grande Beune.

Creo que con la tecnología, ahora podemos viajar tanto a través de los libros, internet y las películas como viajando de verdad.

F. Z.: ¿Qué le gusta de los colores púnicos?

P. M.: Me resulta muy difícil utilizar ciertos adjetivos en mis libros, como «carmesí» o «cerúleo». Los colores «púnicos» eran colores primarios. Me gustan los colores primarios. Me gusta verlos escritos. Rojo, amarillo, azul; el azul, que a veces sustituyo por azur. Ahora lo uso mucho para el dios Poseidón, que tenía el pelo azul. Victor Hugo lo llamaba «el monstruo de los cabellos azules», y los griegos lo llamaban «Poseidón, coronado de azur».

F. Z.: Peter Handke dijo que usted escribe «como un cardenal». Me parece que esta imagen le atrae. ¿A qué se debe?

P. M.: Me encanta que lo haya dicho. Pero sí, escribo en rojo cardenal. Como un cardenal, pero como el cardenal de Bernis o los inventados por Sade. Un cardenal con encajes, amante del arte y libertino.

Y luego está la postura cardenalicia: cuando escribo, me levanto el cuello. Tiendo a ver la escritura como una especie de ritual, como una misa, o un ritual sadomasoquista. No soy la misma persona que está hablando ahora. Pero aun así, me dan ganas de reír. Quizá suene a cardenal cuando escribo, pero se ve que al mismo tiempo me estoy burlando de mí mismo. Me tomo muy en serio y muy poco a la vez.

F. Z.: ¿Son las Sagradas Escrituras un modelo para la escritura profana?

P. M.: Por supuesto, el Antiguo Testamento es un modelo para la escritura. El Libro de los Jueces, el Libro de los Reyes y el Libro de Samuel son prototipos de escritura épica, tanto como Homero, diría yo.

Los cuatro Evangelios son cuatro obras maestras. Se podría decir que son la primera novela, porque son los primeros libros en los que el amor es lo primero. Son los primeros libros sobre el amor. Lucas es quizá demasiado enrevesado, pero todos son magníficos, Juan, Mateo es tan sencillo... Pasolini hizo una maravilla.

Por desgracia, nunca he leído todo el Corán. Leo una sura de vez en cuando, para entender otro texto que hace referencia a ella. Pero todo el mundo dice que sólo es bonito en árabe, una poesía extravagante. Hay que oír el texto, y yo no sé árabe.

F. Z.: ¿Cuál es su relación con estos textos? ¿Tiene una disciplina de lectura, los lee a intervalos regulares?

P. M.: No, cuando me apetece, que es muy seguido. Pero no me impongo ningún ritmo en particular. En este momento, estoy aprendiendo el Credo en su forma original, del Concilio de Nicea (celebrado en 325), en latín. Es asombroso. Lo que ocurrió allí, en Nicea, en 325, fue el acontecimiento intelectual que dio forma a Occidente. ¡Menudo viaje!

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